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Clemencia (Caballero)/Primera parte/IX

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Primera parte

Capítulo IX

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Fernando Guevara era pariente de don Silvestre, por lo cual, habiendo averiguado su intimidad con la Marquesa, al día siguiente fue a verlo con la petición que lo introdujese en casa de esta señora.

Don Silvestre, a fuer de ser su allegado, y con el plausible motivo de no tener la molestia de decir que no, estuvo desde luego dispuesto a ello. Así sucedió que el mismo día fue presentado a la Marquesa, a la que después de los primeros cumplidos, pidió a Clemencia.

La Marquesa, que regularmente habría acogido muy mal al atolondrado joven y su brusca petición, si se hubiese tratado de una de sus hijas, acogió con suma satisfacción al pretendiente de su sobrina. No se le había pasado por alto la impresión que había hecho Clemencia en el marqués de Valdemar, y lo ocupado que había estado de ella la tarde anterior, en que las graciosas provocaciones de Alegría no habían bastado a distraerlo; y como la señora no perdía la esperanza de que el capricho negativo de Constancia se disipase con el tiempo y la razón, veía con temor y recelo el que otra que su hija pudiese agradar al Marqués. Fernando Guevara era, según aseguraba su amigo don Silvestre, caballero, noble y rico: ¿qué más necesitaba saber la señora?

Así fue que otorgó llena de júbilo su demanda, sin poner más condición que el beneplácito de sus padres.

-No podéis dudar que lo otorguen, ni motivos hay para otra cosa -le dijo Guevara-. Desde que murieron mis hermanos, el mayor deseo de mis padres es que me case y me retire. Mas por ahora sólo pienso complacerlos en lo primero, porque no me siento dispuesto a los veinte y cuatro años a meterme en el villorro de Villa-María, a liarme en la capa, a acostarme con las gallinas y levantarme con los gallos, sin acordarme más de que hay un mundo alegre, y en él buenos compañeros. Así, tened esa licencia por segura, y advertid que de aquí a ocho días he de estar casado, porque el regimiento pasa a Cádiz.

Cuando Guevara se hubo ido, la Marquesa llamó a Clemencia y le dijo que se le presentaba una suerte brillante, pues había pedido su mano un joven de arrogante figura, hijo y único heredero de un rico mayorazgo. Que aunque no creía fuese necesario, le recordaba cuanto la tarde anterior le había dicho acerca de las niñas locas que despreciaban una buena suerte, y que el que se presentaba se la traía.

-¡Pero!... ¿quién es y cómo se llama? -preguntó atónita Clemencia.

-¡Pues qué!, ¿no lo conoces? -repuso su tía.

-¡No, señora! -respondió la interrogada.

-Se llama Fernando Ladrón de Guevara. Es de Villa-María, y sirve en el regimiento que está aquí de guarnición. ¡Qué suerte! ¡Vaya si estarás contenta!

La Marquesa no aguardó la respuesta de Clemencia, en lo que hizo bien, pues no dio ésta ninguna. La dócil niña no sabía ni qué pensar ni qué decir; nada sentía en favor ni en contra de este enlace, sino la extrañeza de casarse con un hombre que no conocía.

La Marquesa mandó venir costureras y modistas, dio parte, compró sus regalos, de modo que sin darse cuenta de lo que le pasaba, a los ocho días Clemencia, vestida de blanco, coronada de rosas blancas y blanca cual ellas, se hallaba frente a Guevara delante de un sacerdote, exhalando como un débil eco del sí que pronunció Guevara, un sí maquinal que resumía todo lo que en aquellos días había hecho, como el lazo que reúne para formar un ramo, unas frías e inodoras flores artificiales.

Guevara, que sólo había gastado con la cortada Clemencia en los días anteriores algunas chanzas comunes, y dicho algunos cumplidos vulgares y poco finos, que más que halagar habían chocado la delicadeza instintiva de Clemencia, nada había hecho ni nada había pensado hacer para inspirarle cariño ni confianza, y así le era su marido tan extraño aquel día que los unía para siempre, como lo había sido el primer día en que lo vio.

«-¿Es esto casarse? -se decía asombrada la pobre niña-. ¡Dios mío! ¡Yo que pensé que había de querer tanto a mi marido! Pero el trato engendra cariño; ya lo querré; así se lo he pedido a Dios esta mañana en la iglesia.»

Aquel día cobró Guevara su apuesta, y aquel día partieron los novios para Cádiz, donde estaba ya el regimiento que debía embarcarse en aquel puerto para ir al teatro de la guerra del Norte.

Ninguna reflexión de sus padres ni de la Marquesa habían podido retraer a Guevara de seguirlo; era para él Villa-María una espantosa Siberia; además, era bizarro, tenía pundonor, y nada le habría movido a pedir su retiro en el momento en que su regimiento era destinado a ir a batirse.

No es posible pintar el desconsuelo de la pobre Clemencia al separarse de su tía y de sus primas, y al verse sola con un hombre que le era extraño, en un mundo nuevo, y entre gentes desconocidas.

Estílase en algunas partes, y lo singular es, cabalmente en aquellas donde más se preconiza y ensalza en las jóvenes la inmaculada inocencia, la infantil candidez, la austera reserva y la débil timidez, esto es, en Inglaterra, el que una joven acabada de casar se meta sola con su marido en una silla de postas y se vayan a viajar, haciendo de esta suerte de una concurrida y ruidosa posada, en que sin respeto serán el objeto de los chistes de los mozos y postillones, el lugar en que se alce para ellos el tálamo conyugal, que el hombre delicado que ama quisiera alzar a las nubes, y la mujer que respeta el estado, deseara santificar con un altar. Rompen de esta manera violentamente con la ausencia los lazos con su familia, desechando así las hijas la dulce sombra de su madre en los primeros momentos de su nuevo estado, en lo que demuestran patentemente que todas aquellas pregonadas cualidades, esas suaves plantas que germinan en el corazón y hacen que las que las poseen se estrechen con fuerza como los blancos jazmines a sus naturales sostenes; estas cualidades, decimos, se las echan, como dice una enérgica frase vulgar, muy fácilmente a las espaldas. Esta repugnante costumbre que debe pertenecer a las de las jóvenes emancipadas, no se conoce en España (con pocas y extranjeradas excepciones), España, a la que se echa en cara no criar las jóvenes con la rigidez y reserva debidas.

Esto nos lleva a repetir lo que otras veces hemos dicho, y es que preferimos una natural y decente soltura, a una reserva afectada, a una candidez hipócrita y a una timidez estudiada, sin que esto se oponga a que consideremos como el tipo de la joven cumplida, la que embellecen una candidez sincera, una reserva natural y una timidez real, más interna que externa, más en las ideas que en el porte, y que más bien se disimule que se ostente.

Creemos que todo hombre delicado quisiera ver vacilar a la joven que ha elegido por compañera entre el regazo de la madre que la retiene y los brazos del marido que la aguardan. Creemos que querría oír la dulce voz materna decirle: En breve ese hombre que aun te impone, te será íntimo y querido como me lo es a mí tu padre; no llores, no llores, no atribuyas a falta de cariño hacia él el dolor que te causa la despedida a tu cuna. Mira en el amante el compañero de tu vida, el padre de tus hijos, para que no te imponga como extraño.

Hay hombres como Guevara, que relegarían, si las oyesen, estas nuestras opiniones al ridículo, o cuanto más a un curso de moral, y no a reglas de delicadeza; pero los más de los hombres y sobre todo, los que hacen la debida diferencia entre una mujer legítima y una querida, piensan como nosotros; y las jóvenes deberían atenerse a la opinión de éstos, y convencerse de que la mujer que se recibe de las manos de su madre, tiene doble valor y prestigio que la que se entrega.

Aumentábase la aflicción y angustia de Clemencia al ver que sus lágrimas en lugar de causar compasión e inspirar palabras de consuelo a su marido, le causaban el más acerbo despecho, atribuyéndolo (y quizás no se equivocaba del todo) a alejamiento hacia él. Así era que si nada había hecho Guevara para captarse el cariño de Clemencia, ésta por su parte, sin saberlo, sin comprenderlo, hacía cuanto era dable para alejar de sí a su marido, que miraba la reserva como una prueba de antipatía, al que chocaban los sentimientos tiernos y suaves como afectaciones y remilgos, y al que horripilaban las lágrimas como a otros la sangre.

Así es que nunca unió la suerte dos seres con elementos tan contrapuestos como lo eran los que componían las respectivas naturalezas de ambos consortes, ni más a propósito para rechazarse mutuamente. A esto se unía el que Clemencia tenía diez y seis años, y Fernando veinte y cuatro, y que no conocía el mundo ni el corazón humano; lo que les hacía carecer de la previsión y de la prudencia que este conocimiento da. Faltábales la experiencia, que sabe desvanecer cargos explicando causas, hacer concesiones, temporizar, y sacrificando algo en lo presente, preparar el porvenir.

Pero Clemencia, criada en un convento, nada sabía de la vida ni de las pasiones, en cuyo más grosero círculo era lanzada sin graduación, y Fernando, que no había salido casi de cuarteles y garitos, nada sabía de sentimientos de corazón, de delicadeza, ni de reserva, esos instintos femeninos. Siendo arrogante mozo y rico, no había hallado nunca, en la especie de mundo mujeril que había tratado, repulsas ni negativas en sus amores, por lo cual se persuadía que el amor tenía la misma expresión en ambos sexos.

Al ver que la inocente niña no sentía ni consideraba el amor como aquellas desenfrenadas, se convenció de que abrigaba un amor oculto, y se persuadió que el objeto de éste era el marqués de Valdemar, que no había podido disimular la extrañeza y disgusto que le había causado el repentino e irreflexionado casamiento de Clemencia. Así es que aburrido, exasperado, enconado contra Clemencia, se entregó en breve sin reserva ni consideraciones, a sus vicios y disipada vida anterior.

Clemencia por su lado, viendo unidos en su marido sus exigencias y su falta de ternura, sus celos, sus desvíos, y sus vicios, se persuadió que él la solicitó sólo como el premio de una apuesta, que no llenaba su corazón, ni le merecía la ternura y respeto que se tiene a una mujer propia.

Es cierto que Fernando no amaba a Clemencia, porque entre ellos no existían simpatías, afinidades ni paridad alguna, y porque Guevara no sabía amar, disecado su corazón por una vida viciosa; pero Clemencia era hermosa, y por eso sólo se entregó ciego a la pasión de los celos; y los celos sin amor son los más acerbos, y tanto más crueles para quien los sufre, cuanto que no tienen compensación.

Clemencia llegó, pues, a ser una doble mártir, siendo tratada a la vez con la más insultante desconfianza, las más despóticas exigencias y la más ostensible falta de cariño y de atenciones, siendo a un tiempo esclavizada y abandonada por su marido. Éste encerraba a su mujer, y se llevaba la llave; no le permitía recibir a nadie, ni salir, ni aun para ir a la iglesia; y había llevado la locura de los celos y el placer de mortificarla hasta matar por su mano un pajarito que criaba Clemencia, que era su único compañero en la soledad.

Esto parecerá exagerado, y no lo es, como pueden atestiguarlo los que hayan observado los efectos de los celos en almas duras y toscas, y la atroz propensión humana a redoblar el tormento, a medida que es la víctima más débil y más sufrida.

Clemencia, en medio de tantos sufrimientos, no se creyó la mujer incomprendida, ni la heroína inapreciada, ni la víctima de un monstruo; creyó sencillamente que Fernando era un mal marido como otros muchos, que tenía que sobrellevarle como hacían otras muchas mujeres, y rogó a Dios lo mejorase y trajese a mejor vida. Así pensaba porque no había leído novelas, ni visto dramas de pasión, y conservaba intactas las puras doctrinas de moral cristiana, no deslustradas por mundanos sofismas; conservaba inmaculadas sus nociones del deber sin transacciones ni concesiones sociales; conservaba ilesas las doctrinas religiosas, sin que la atrevida y osada podadera filosófica hubiese suprimido ninguna de sus ramas ni de sus flores. Así era que se regía sencillamente por estas máximas.

Recordemos que la paciencia es el heroísmo del cristiano.

Recordemos que dice san Agustín: «Agradamos a Dios, cuando su voluntad nos agrada.» Y que san Bernardo dice que «es vergüenza ser miembros delicados, bajo un jefe coronado de espinas».

Releía a menudo en uno de sus libros de devoción aquellas palabras que trataban de los deberes de las casadas, y se embebía de esta cita de san Agustín, que contenía:

Mónica obedecía a su marido como una sirviente a su amo, y se esmeraba en ganarlo a Dios, exhortándolo con sus ruegos y con sus buenas costumbres, cuya santa hermosura obligó a su marido a respetarla, y se la hizo grata y admirable. Toleró por mucho tiempo la mala conducta de su marido, sin hacerle reconvenciones, aguardando la hora de que obrase en él la misericordia de Dios.

¡Oh madres! dad buenos libros a vuestras hijas y obligadlas a leerlos. Si son jóvenes y felices, los leerán con más respeto que atención, más por obligación que por placer; pero no le hace; no desistáis, porque el día de la prueba germinará en sus corazones aquella hermosa semilla, como el trigo que se echó en tierra en un día de sol crece vigoroso el día de los temporales.

Sucederá que aquellas palabras santas, leídas con infantil distracción, quedarán por el pronto invisibles en el corazón, como los caracteres estampados con tinta simpática; pero llegada la hora de la prueba, cual un fuego abrasador, saldrán claros, netos y enérgicos aquellos santos textos, mitigando las llamas que sólo habrán servido para purificarlos.

Personas hay en el mundo, de las que se cree que hacen el bien por instinto, y no es sino por la virtud de aquel germen puesto en sus corazones en su niñez; germen tan rico y fecundo, que aunque sembrado por una mano torpe y floja, y caído en un terreno ligero y seco, echa raíces, como lo hace la yedra en la pared de piedra. ¿Y puede haber quien dude que germen de tal naturaleza, y que tales frutos da, aun sin cultivarle, sea divino?

¡Cuántos jóvenes hay que dicen al perdonar una injuria, y favorecer a un enemigo: Hago esto porque soy filósofo! No; lo haces porque te criaste católico.

Que dicen: Huyo del fango de los vicios, porque soy moral. No; lo haces porque te criaste religioso.

Que dicen: He hecho un sacrificio, me he privado de un goce, por tal de aliviar una miseria, porque soy filantrópico. No; lo has hecho porque te criaste cristiano.

Esto es si son sinceros en dar un noble origen a sus acciones buenas y no ocultan bajo aquellas palabras la vanidad, el respeto humano y la hipocresía, pues sólo la religión crió aquellas virtudes, hijas ingratas que se emancipan, vuelven la espalda a su madre, y se unen a sus enemigos para combatirla, todo por espíritu de rebeldía, ese frenesí del entendimiento.

¡Dios santo! consérvanos en la llana, fácil y bella senda de la estricta sumisión, que tantos santos y sabios ilustraron, y aléjanos de la pérfida senda de la rebeldía, laberinto oscuro e intrincado, en que se pierden tantas bellas inteligencias, y se precipitan todas las soberbias!

Y al verla tan paciente, se decía aquel hombre inculto por su temprana emancipación, degradado por los vicios y pervertido por las malas compañías, él que ni aun comprendía las virtudes femeninas, ni el ardor santo con que se cumple en la juventud con los más rigurosos deberes: me engaña; y por eso calla; no se cura de que la abandone; si me quisiese, ¿acaso no tendría celos?

Alguna vez, esta idea fija lo abatía.

Entonces Clemencia se acercaba a él, y empezaba a verter los inagotables tesoros de interés y de consuelo que todo corazón de mujer abriga hacia su marido, si lo ve padecer en su cuerpo, o sufrir en su alma. Si Fernando callaba, redoblaba sus expresiones de interés y de ternura, tan elocuentes porque las dictaba su corazón. Mas estas flores sembradas en un desierto, se marchitaban en su árido suelo; este bálsamo vertido sobre un cadáver, no lo impregnaba, rechazado por su frialdad. Si acaso correspondía, era tratando el amor a su manera grosera y chabacana. Clemencia, como la sensitiva que lastima una tosca mano, se retraía, se encogía, y acababa por angustiarse. Esto volvía a montar a su marido en su habitual despecho, y prorrumpía en quejas y sarcasmos.

Una infinidad de esos pequeños lances de que se compone la vida doméstica, venían cada día a dar nuevo realce a esta incompatibilidad de naturalezas.

Un día Fernando trajo a su mujer una lindísima estampa iluminada, de esas que todos vemos y miramos sin escandalizarnos, ¡tal es el poder de la costumbre! Representaba a Venus acariciando a Adonis. Clemencia nada sabía de la impúdica mitología, ni menos de despreocupadas prerrogativas y de las abstraídas reglas de la belleza del desnudo. En casa de su tía, casa montada a la antigua, sólo el famoso Mercurio, envuelto el torso en una airosa banda, y adornado con alas, como la representación de un espíritu, había tenido el privilegio de bajar del Olimpo al patio de aquella morada. Así fue que apenas comprendió Clemencia lo que miraban sus ojos extáticos, cuando uniéndose a la exquisita pureza de su alma la debilidad en que su estado enfermizo y excitado había puesto a sus nervios, prorrumpió en sollozos de tedio, de vergüenza y de angustia, tapándose el rostro con ambas manos. Fernando al pronto se quedó parado: no comprendía; pero atribuyendo en seguida esta exquisita y delicada expresión de pureza en una niña que sólo conocía su convento, a escrúpulos de monjas, prorrumpió en cuanto vulgar sarcasmo ha inventado la grosería contra éstas, acabando por decir a Clemencia que una mujer como ella debería no haber salido nunca de su convento, en lugar de haberse prestado a ser la mujer de un militar.

Esta vida terrible al lado de un hombre, que sólo define bien la palabra atroz, digno marido para una joven de esas emancipadas que dicen con un candoroso cinismo que quieren amantes o maridos que las sobrepujen en audacia y energía; esta vida, decimos, si bien era tolerable a la encantadora mansedumbre de alma de Clemencia, no lo fue a su naturaleza física.

Así era que se desmejoraba con espantosa rapidez, sin notarlo ella misma. Sus huesos se señalaban al través de su pálido y amarillento cutis; no se alimentaba ni tenía quien cariñosamente le obligase a hacerlo. En breve no tuvo aliento para moverse, y ella tan hacendosa y tan dispuesta, pasaba sus días tendida inerte sobre un sofá, siempre paciente, siempre conforme y sin aun compadecerse a sí misma, lo que es un consuelo grande.

Habían pasado dos meses, y los buques que iban a llevar la tropa a Valencia, se hallaban prontos a darse a la vela.

Clemencia, no obstante, no estaba capaz de poder seguir a su marido.

Fernando se vio en la necesidad de escribir a sus padres el mal estado de salud en que se encontraba su mujer, que le obligaba a separarse dé ella y dejarla a su cuidado, hasta que terminada la guerra pudiese volver a su lado.

El día en que Fernando comunico a su mujer que iba a partir, y que ella permanecería durante su ausencia en casa de sus padres, lloró ésta con amargo desconsuelo.

-¿Lloras por dejarme? -le decía con ironía Fernando-: ¡pues me hace gracia! Tu amor, ya que te empeñas en persuadirme que amor sientes, es un amor de cuaresma, con unas lamentaciones en sí bemol, que hubiesen encantado a Jeremías, que era un marido pintiparado para ti.

Clemencia, en realidad se había apegado a su marido, porque era su marido. Como otra Santa Mónica, esperaba firmemente que Guevara tarde o temprano miraría la vida bajo su verdadero punto de vista, renunciando a la viciosa y disipada que llevaba, y que con la edad, su corazón se abriría a todas las virtudes y buenos sentimientos. No sabía la sencilla niña que es una vulgar injusticia achacar a la juventud los vicios, y a la edad madura las virtudes. Ignoraba aún que una naturaleza noble y elevada tiene la juventud virtuosa, y que una naturaleza mala y rebajada tiene viciosa la vejez.

¡Qué mina inagotable de amor es pues el corazón de una mujer buena!, de amor puro, noble y generoso, que se aumenta y aviva por la ausencia, por las desgracias, por la pobreza, por los males del cuerpo aun los más repulsivos y contagiosos del hombre que llama su marido; amor que eleva y realza la naturaleza humana, como la rebaja el amor que alimenta la vanidad o la pasión de los sentidos; amor que el mundo se atreve a denigrar con el nombre de tibio, los materialistas a burlar, con el de platónico; pero amor que ensalza la poesía, llamándolo ideal, y bendice el cielo llamándolo santo.

Guevara aprovechó la ida a Sevilla de la mujer del coronel, para enviar allí a Clemencia bien acompañada.

La pobre niña llegó en un lastimoso estado a casa de su tía. Su debilidad era tal, que el cansancio del viaje, unido a la emoción que le produjo el ver a su familia, le causaron un profundo desmayo.

La Marquesa, alarmada, convocó a los facultativos que declararon a la paciente en un estado muy grave. Esta declaración fue una sorpresa para Clemencia, pero no sorpresa aflictiva ni angustiosa; al contrario, pasado el primer sobresalto, consideró que si Dios la llamaba a sí, le haría un beneficio, pues por desgracia no se hallaba capaz de hacer la felicidad de su marido. ¡Ojalá pensaba, caso que Dios me deje la vida, pudiese volver al convento!

La pobre niña, como el ruiseñor enjaulado en el bullicio del mundo, suspiraba por la tranquila soledad de su floresta.

Clemencia había caído postrada; no obstante su juventud y buena naturaleza triunfaron. Estaba ya en plena convalecencia, cuando llegó la noticia de haber muerto Fernando como valiente en una arrojada empresa.

Clemencia lloró con tan abundantes y sinceras lágrimas a su marido, que nadie pudo nunca sospechar su infame comportamiento con ella. Todo lo calló siempre Clemencia; en vida de Guevara por un sentimiento de deber, en su muerte por un sentimiento de respeto.

Si hemos referido con rápida aglomeración todos estos eventos tan importantes en la vida de nuestra protagonista ha sido porque con la misma acaecieron, y que la propia impresión penosa, indefinida y amarga que dejará este relato en la imaginación del lector, fue la sola que dejaron estos sucesos al cabo de algún tiempo en el ánimo de Clemencia. Esto debió suceder; pues cuando a los diez y seis años, y con un carácter feliz e inclinado al bien hallarse, se sufren infortunios violentos pero cortos cual tormentas de verano, vuelve el ánimo a su calma, como después de aquéllas vuelve el cielo a su serenidad, sin dejar más rastro éstas que el beneficio del rocío en la tierra, y aquéllas que el beneficio de las lágrimas en el corazón. Puede pues considerarse el capítulo leído como transitorio, y lo es porque lo fueron igualmente los sucesos que encierra en la vida de Clemencia, formando en ella un episodio corto, terrible, asustador, para una mujer cuya alma y carácter eran opuestos a la lucha de las pasiones, y cuya impresión influyó poderosamente en el giro de sus ideas y sentimientos. Así, pues, será este conocimiento una clave para comprender los sentimientos e ideas de ella en lo sucesivo, y una prueba más de que no se puede echar ligeramente fallo alguno sobre los móviles que llevan a obrar a una persona, pues ¡cuánto no se habría engañado el que hubiese atribuido a frialdad, rareza o egoísmo el instintivo alejamiento a nuevos lazos que engendró en Clemencia su triste y mal avenida unión!