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Clemencia (Caballero)/Primera parte/X

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Primera parte

Capítulo X

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Cuando Clemencia, aliviada de sus males y calmado su dolor, pudo ocuparse de lo que la rodeaba, halló poca variación en la superficie de las cosas en casa de su tía. El marqués de Valdemar había permanecido en Sevilla, lo que llenaba de satisfacción a la Marquesa, que decía a don Silvestre:

-Una gallina ciega halla a veces un grano de trigo; así usted acertó en darme el mejor de los consejos. Nada he escrito a mi hermana, y Valdemar no debe de estar desesperanzado, cuando permanece en Sevilla, frecuenta tanto mi casa, y lo noto animado y contento. Si era imposible que esa niña, que no tiene un pelo de tonta, jugase su suerte por aquello de la tuya sobre la mía.

-¿Lo ve usted, señora? -contestaba don Silvestre-: es preciso siempre dar tiempo al tiempo, y no partir de ligero como esos diabólicos caminos de hierro.

Constancia seguía metida en sí como antes. Bruno de Vargas taciturno, y Alegría más animada, más ocupada en lucir y seducir que nunca.

Doña Eufrasia seguía curioseando, entremetiéndose en todo, plantando frescas y tomando su chocolate, y don Galo, amable y cortés como siempre, acompañaba a Clemencia en su sentimiento, y sacaba los números de la lotería.

En cuanto a Pepino, no paraba de refregar descomunalmente los cuchillos, cuidando al desalado Mercurio y cantando con una voz entre gangosa y nasal:


Para no llegar a viejo,
¿qué remedio me darás?
-Métete a servir a un amo,
y siempre mozo serás.

A todos, menos a don Galo, había hallado Clemencia fríos con ella; pero quien ostentaba, digamos así, un frío glacial, era el marqués de Valdemar, lo que fue tanto más extraño y triste para Clemencia, cuanto que le quedaba un grato recuerdo del interés marcado y de la delicada benevolencia que le había mostrado al conocerla.

La pobre niña, viuda ya, empezó entonces a afligirse sobre su suerte, que la traía a una casa, a cuyo amparo había perdido derecho, desde que amparada por un marido, había salido de ella. Aunque su tía la había recibido bien, ni un ofrecimiento, ni menos una súplica le había dirigido, que tuviese por objeto el que permaneciera en ella.

Uníase a esto la impresión que le había dejado un coloquio que había oído cuando estaba postrada en cama, el que tenía lugar en el cuarto inmediato entre Alegría y su madre, que en vano suplicaba a su hija que bajase la voz.

-Señora -decía Alegría-, ¿va usted a cargar con ese censo irredimible? ¿No tiene suegros ricos? A ellos les toca hacerse cargo de la viuda de su hijo.

-Pero no me toca a mí indicarlo, ¿entiendes? -y habla más quedo.

-Pues yo soy de parecer que os toca -repuso Alegría en su mismo tono-, si es que se hacen los remolones.

-A lo menos, en este momento no. ¿Querrás darme lecciones de lo que tengo que hacer? Es tu prima hermana, sobrina carnal de tu padre, y no está en el orden que yo haga gestión alguna para que salga de casa. Para mí es la pejiguera: a ti, ¿qué te estorba?

-Señora, todo injerto hace daño a las ramas. Si viviese usted en Villa-María, y sus suegros en Sevilla, ya haría ella porque la llamasen; pero siendo lo contrario, ya la puede usted contar entre sus bienes vinculados.

La pobre Clemencia llegó, pues, a sentirse tan sola y abandonada, que pensó suspirando que mejor le hubiera sido morir y reunirse así a su marido en otro mundo, en donde, bajo los ojos de Dios y libres de pasiones terrestres, habrían sido felices.

Una mañana en la que la pobre solitaria se entregaba tristemente a sus amargas y desconsoladoras reflexiones, sintiendo hondamente no poder volver a su convento, cerrado aquel refugio a las almas desvalidas, a las vocaciones religiosas, a los corazones quebrados, con los que la libertad no repara en ser la más arbitraria déspota, le entregaron una carta: abrióla con sorpresa. Era este su contenido:

«Hija muy querida. No soy pendolista ni palabrero; pero no hay que serlo para decirte con pocas y verdaderas palabras que tanto mi señora como yo, que conocemos tus circunstancias, lo bien que lo has hecho con el trueno de mi hijo (Dios le haya perdonado), y que hemos quedado solos como troncos sin ramas, deseamos tenerte a nuestro lado, como compete a la viuda del solo hijo que Dios nos había dejado.

Vente, pues, con tus padres a esta tu casa. Tú serás nuestro consuelo, cuanto hacer podamos se hará para procurártelo a ti.

Adiós, hija: no soy más largo, por lo que arriba dejo dicho, que no soy pendolista, pero sí tu padre que te estima y ver desea. Martín Ladrón de Guevara.»

Mientras Clemencia, llena de consuelo y satisfacción, leía esta carta, tenía lugar entre la Marquesa y su amiga doña Eufrasia una conversación confidencial que debía arrastrar grandes consecuencias.

Después de entrar esta intrépida consejera intrusa, y saludar a la Marquesa con su infalible «Dios te guarde», le preguntó:

-¿De quién es una carta que ha recibido la viudita?

-¿Clemencia, una carta? No sé, ni acierto de quién pueda ser.

-¡Ya! Si tú no sabes en punto a lo que pasa en tu casa de la misa la media.

Doña Eufrasia acababa de herir el amor propio de la Marquesa en su parte más sensible; es sabido que siempre lo ponemos en aquello mismo de que carecemos. Richelieu lo ponía en tener dotes de poeta; la Marquesa en tener ojos de lince.

-¡Vaya! -exclamó-, ¡vaya si sé! Nada se me escapa a mí; conozco hasta las respiraciones de todos los de mi casa, y lo que no puedo averiguar, lo sé por Pepino.

-Pues ni tú ni tu atélite Pepino, a quien se lo pregunté, sabían nada de la carta.

-¿Y de quién podrá ser? -preguntó pensativa la Marquesa.

-¡Toma! de algún pretendiente. ¿Qué duda tiene? Las viudas tenemos un garabatillo particular y pretendientes por docenas. ¡Vaya si los he tenido yo! No ha muchos años que andaba uno tras de mí que bebía los vientos; yo estaba a tres bombas con él, hasta que un día pensé: basta de monicaquerías; sabes que tengo malas pulgas y que no me he de morir de cólico cerrado; así fue que me planté como vara flaca, y le dije: ¿qué se ofrece, que anda usted tras de mí como la soga tras del caldero? Me dijo entonces con más palabras que un abogado, que me quería y qué sé yo qué más chicoleos. Le dejé acabar su retahíla, y le dije: ¿Y qué más? -Me respondió que lo que deseaba era que le diese una cita-. Bien está, -le contesté-. ¿En dónde? -me preguntó-. En San Marcos, -le grité-, so descabellado, y le volví la espalda.

-¿Pero quién podrá ser ese pretendiente? -dijo la Marquesa, que preocupada, no había prestado atención alguna a la aventura amorosa de su amiga.

-Anterior debe de ser a su viudez el enamorado, puesto que desde que murió el marido (buen calavera era, según he oído decir), no ha salido ella apenas de su cuarto.

-Es muy cierto. ¿Si será de...?

-¿Del lengüilargo desfachado de Paco Guzmán? No; ése anda tras de la buena alhaja de Alegría.

-¡Qué disparate, mujer!

-No tengas cuidado; que ella no lo quiere sino para pasar el rato: pica más alto.

-¿Si será la carta de Valdemar?

-¡Ahí va la cosa! Temes que sea del Marqués, porque lo quieres tú para Constancia: ¡acabáramos! aunque me lo has tenido callado, lo que es una potable falta de confianza, no creas que yo me chupe el dedo, y que no vea lo que pasa. Pero si Constancia no lo quiere, ¿a qué estás ahí nadando contra la corriente?

-Es -repuso la Marquesa, que ya no pudo ni quiso negar- es, que el no querer Constancia es un necio capricho de niña voluntariosa que se le irá pasando, que se le va pasando ya.

-¡Pasando! -exclamó doña Eufrasia-. Vamos, mujer, que estás en Babia. ¡No digo que no sabes lo que sucede en tu casa!

-¿Qué quieres decir con eso, Eufrasia? No seas como el reloj de Pamplona, que apunta, pero no da. A mí no me gustan las palabras preñadas, ni las retrecherías, ¿estás? O se dice todo lo que a entender se da, o no se da a entender nada.

-Pues no diré nada.

-Eso de tirar la piedra y esconder la mano, es muy fácil, hija mía, y sólo lo has hecho Para darme a entender que sabes más de mi casa que yo misma, lo que es una pretensión ridícula.

-¿Sí? ¿Crees eso? -repuso picada doña Eufrasia - pues mira, lo diré porque hago refacción de que no tengo por qué callarlo, aunque luego te pese saberlo: tú lo quisiste, tú te lo ten. Constancia ni quiere al Marqués, ni a San Crispín que le propusieras, porque quiere a Bruno de Vargas. Ea, ya lo sabes.

Es imposible describir el asombro de la Marquesa al oír estas palabras.

-¡No puede ser! -exclamó.

-No sé por qué -repuso la reveladora.

-No lo creo.

-Pues no lo creas; el creer pende de la voluntad.

-Si nada he notado.

-Eso es lo que yo te decía.

-¿En qué ha pensado esa niña?

-En lo que piensan los que se enamoran.

-Sería una insensatez.

-Razón más para que lo hiciese.

-No lo creo, y no lo creo.

-Pues ¿qué me dirás si te digo que yo, yo, yo misma los he visto hablando por la reja?

La Marquesa se puso ambas manos en la cabeza. En seguida se levantó, aprestó precipitadamente unos avíos de escribir algo desparejados, y empezó una carta a su hermana, mientras decía entre cortadas frases:

-Eufrasia, hija mía, por Dios, calla esto, que no se trasluzca que yo lo sé, hasta que diga mi hermana lo que se ha de hacer, ¡qué pluma! ¡qué niña! Hermana, no es culpa mía. ¿A qué hora sale el correo? ¡Ay qué niña! ¡qué niña! Yo me voy a volver loca. ¿A cuántos estamos? ¿Quién se vio nunca en semejantes apuros?

-Escribe, escribe -murmuraba entretanto doña Eufrasia- sobre que en no consultando con tu hermana, no sabes qué hacer; ¡por vía de los moros de Berbería! ¡Cuidado con las mujeres que no saben atarse las enaguas!

A los pocos días recibió la Marquesa la contestación a su carta. Su hermana escribía furiosa, y después de hacer las más acerbas reconvenciones a la Marquesa, le prescribía el poner a su hija entre la alternativa de casarse con Valdemar, disfrutando de todas las ventajas ya mencionadas, o de ser enviada a una hacienda aislada, en que sola y sin nocivas influencias podría hacer saludables reflexiones y refrescar sus cascos, mientras ella cuidaría de que Bruno de Vargas, que desde tanto tiempo se solazaba en Sevilla, fuese a ocupar una vacante en Melilla, poniendo así el mar por medio de tales cabezas a la jineta.

La Marquesa lo hizo todo según se lo prescribió su hermana. Empezó por hacer las más agrias reconvenciones a su hija, pasó después a los consejos, a los ruegos; pero halló a Constancia tan firme e inmutable, que tuvo que acudir a las amenazas, las que no habiendo producido mejor resultado, la Marquesa, fuera de sí, dispuso desde luego el viaje.

Para evitar el escándalo, y dar a este viaje un colorido natural y pacífico, la Marquesa, a quien Clemencia había participado la carta de su suegro y su intención de trasladarse a Villa-María, rogó a ésta que acompañase a Constancia en su viaje, pudiendo de esta suerte decir para disimular la realidad, que iba Clemencia a convalecer con los aires del campo, y que Constancia la acompañaba.

La dócil niña, siempre complaciente, accedió a los ruegos de su tía y contestó a su suegro en este sentido, añadiendo que ansiaba por el día feliz en que dejase de ser huérfana, hallando padres en los de su marido.

Constancia sufrió impávida y callada las persecuciones de que fue objeto; no derramó una lágrima al separarse de Bruno, al que mandó por Alegría, que se mostró en esta ocasión muy propicia a servir a su hermana, una sortija de oro, alrededor de la cual hizo grabar: Constancia.