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Clemencia (Caballero)/Primera parte/XI

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Primera parte

Capítulo XI

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En la orilla del mar tenían los marqueses de Cortegana, un coto agreste y solitario. No lejos de la playa se levantaba un gran caserío sólido y duradero, pero sin gusto y sin comodidades; formaba esta mole un cuadrado, en medio del cual había un vasto patio empedrado, en cuyo centro se elevaban dos palmeras que desde lejos se veían mecer sus copas como negando la entrada del austero y solitario edificio.

En uno de sus lados tenía este caserío una inmensa portada, sobre la que se elevaba una especie de torrecilla, en que estaba un nicho pequeño con la imagen de nuestra Señora de la Soledad, de la cual tomaba el nombre la posesión.

En frente de la portada, sobre unas gradas, estaba una sencilla cruz de madera. Al lado derecho de la puerta colgaba una cadena perteneciente a una campana que pocas veces anunciaba la llegada de un forastero. La fachada, que daba frente al mar, tenía enrejadas las pocas ventanas abiertas en el edificio, que tomaba luz del patio, lo que le daba un aire aun más adusto y reconcentrado.

En uno de los hermosos días de otoño, que son un blando y fresco recuerdo de los de verano, apareció en apresurado y no interrumpido trote una berlina tirada por seis caballos, dirigiéndose hacia aquel caserío. El hondo y uniforme ruido de las ruedas sobre la tierra seca no era interrumpido sino por los gritos angustiosos con los que los mayorales animan, o mejor dicho, asustan o angustian al ganado. Paró ante la portada, y resonó en el aire el claro sonido de la campana, despertada por la cadena de su largo sueno.

A ese inesperado toque, aquel callado y soñoliento recinto pareció despertarse sobresaltado; los perros ladraron, las gallinas y pavos huyeron cacareando, los chiquillos gritaron, y por último, se oyó el ruido que hacía al descorrerse un enorme y enmohecido cerrojo; las pesadas puertas chillaron sobre sus goznes, y el coche entró en el grande y alegre patio.

Asombrada acudió la casera, que era una buena anciana que allí vivía con sus hijos y nietos.

-¡Válgame Dios, señorita! -exclamó apurada-, ¿y por qué no se me ha avisado esta venida, y habría tenido limpio y aviado siquiera lo alto?

-Se pensó de pronto -respondió Andrea, que acompañaba a las dos primas que venían en el carruaje-. A la señorita Clemencia, que ha estado muy mala, le mandaron los médicos los aires del campo, sin desperdiciar un día del blando otoño.

La casera, que se llamaba Gertrudis, fue a traer un manojo de enmohecidas llaves, y subió la escalera, seguida por las recién venidas.

La simplificada distribución del piso alto era una serie de salas, en que se entraba de una en otra. Por los rincones se veían montones de semillas, rimeros de hojas de palmito y haces de caña para hacer escobas. Por las paredes colgaban algunos trevejos, como cinchas, albardas, cuerdas, ristras de ajos y de pimientos.

Las telarañas eran tan vetustas y estaban tan espesas y tupidas, que parecían bienes amayorazgados, heredados por varias generaciones. De las vigas colgaban asidos a ellas por sus garras, familias enteras de dormidos murciélagos. Los ladrillos, por no tener pies no andaban sueltos, y por todas partes era el polvo tan espeso, que daba a este conjunto ese tinte mustio y gris, que es el del abandono y del olvido.

Después de atravesar varias piezas, llegaron a la que hacía ángulo y a otras que le seguían, que eran las que tenían ventanas, las cuales daban vista al mar. Aquí se hallaron con algunos sillones, de cuyo forro de tripe o terciopelo de lana no quedaba sino lo que los clavitos dorados que lo habían sujetado retenían aún con su diente de, hierro, y en cuyo rehenchido de crin, habían anidado pacíficamente los ratones. Una mesa grande de nogal con pies torneados en espiral, y una gran cama de alto espaldar con ribetes y medallones que habían sido alguna vez dorados, se hallaban desparramados en una sala vasta que tenía una chimenea ancha y baja, la que abría frente de las ventanas su negra boca, y parecía bostezar de fastidio.

En las puertas de madera de las ventanas había postigos, en que verdeaban pequeños vidrios engarzados en plomo.

Gertrudis, después de instaladas sus huéspedes, bajó para cuidar de que se subiesen los colchones y baúles que venían en la zaga de la berlina.

-¿Con que esta es mi cárcel? -dijo con una sonrisa tan amarga como desdeñosa Constancia, contemplando aquellas destartaladas, vacías, sucias y frías habitaciones-. ¡Él a un presidio, y yo a un destierro! ¡Esto es nunca visto, y es lo que se cuenta tenía lugar allá en los tiempos bárbaros! ¡Si lo que me sucede a mí se pusiese en una novela, se diría que eran dislates de novelistas, que se devanan los sesos para inventar cosas extraordinarias! ¡Desterrada, presa por el delito de no sacrificar la felicidad de mi vida entera a las miras ambiciosas de una tía que odio, y a las miras interesadas de una madre que no amo!

-Constancia -exclamó Clemencia-, por Dios, no digas que no quieres a tu madre. ¡Qué atrocidad! Ni lo piensas ni lo sientes. Acuérdate de que hija eres y madre serás.

-Si no lo sintiese no lo diría, así como porque lo siento no lo callo -contestó Clemencia-. Si es virtud amar a quien nos hace mal, es virtud que no tengo ni quiero fingir.

-Pero, Constancia -repuso Clemencia-, si cuanto hace tu madre es porque te quiere. Sosiégate, prima; piensa que no ha sido la voluntad de Dios que te cases con Bruno, y que de esta suerte quizás te libras de muchas penas y de males sin fin, y confórmate con ésta que es transitoria. Ten presente que dice San Agustín que agradamos a Dios cuando su voluntad nos agrada.

-Si así sabes tú amar -contestó agriamente Constancia-, no es extraño lleves con tan envidiable resignación la muerte de tu marido.

Clemencia se sonrojó como una culpable, y Constancia prosiguió:

-Si has venido a predicarme, mejor habrías hecho en dejarme sola; yo no temo a la soledad; para mí es todo soledad donde no está él. Así, si quieres que sigamos viviendo unidas, no vuelvas a tocar este punto ni me prediques olvido, que sería como si al viento predicaras constancia; y si no, tú vivirás en un lado de esta amena quinta y yo en el otro.

Al contrario de Constancia, que se sentía presa en aquella soledad campestre y tranquila, Clemencia se sentía simpáticamente acompañada por los bellos objetos de la naturaleza. Criada en el convento, nunca había disfrutado del campo, y su alma se ensanchaba al recorrer aquellos campos, al vagar por aquellas playas. Se alegraba su ánimo al contemplar aquel espléndido cielo, pues como dice Lamartine, allí donde el cielo sonríe, impulsa al hombre a sonreír también. Admiraba horas enteras la reventazón de las olas del mar, que en tan airoso y grave movimiento se henchían para extenderse en espumoso torbellino sobre la dorada arena. Complacíase en observar las formas caprichosas de las rocas, esas masas anfibias, alternativamente cubiertas por las olas y alumbradas por el sol, insensibles a las caricias de éste y a la amargura de aquéllas, pues nada temen y nada esperan.

Los pajaritos cantaban tan alegres en aquella tranquila Tebaida, que demostraban en eso cuán poco pertenecían a la tierra.

-¿Qué admirable poder -se decía Clemencia siguiendo con la vista sus ligeros revoloteos- puso el canto en estos pequeños, lindos e inofensivos seres, que no puede nadie contemplar sin enternecida y tierna simpatía?

Y mirando en seguida a los nietos de la casera, que la acompañaban en sus excursiones, jugar alegremente a sus pies, exclamaba:

-¡Qué hermosa y tranquila hace Dios la vida a la inocencia!

Todo aquello le infundía mil sensaciones y pensamientos, pues como dice Balzac: le paisage a des idées; el paisaje tiene ideas.

Es cierto que el paisaje que la rodeaba, compuesto por el mar y un coto de tierra llana, sin accidentes de terreno, sin árboles, sin agua, ni más señales de habitación humana que la cuadrada y pesada mole del caserío que habitaban, no pertenecía al orden del paisaje que se denomina ameno o romántico; y no obstante, ¿cuál es el encanto que existe en una naturaleza inculta y uniforme? ¿Por qué infunde ésta ideas alegres y elevadas, mucho más que lo hacen los frondosos paisajes, con sus bosques, sus quebradas, sus arroyos, sus variadas vistas, en las que todo se mueve, se engalana, se agrupa vistosamente? Puede que el amor al país y la costumbre participen al primero su encanto; puede que sea un sentir peculiar a la persona que esto escribe; pero ello es que una dehesa uniforme con su sello de primitiva y libre vegetación, un cielo puro y alto, un mar azul que compite en brillo y grandeza con el cielo, un caserío austero y grandioso, cuidando de su fuerza sin atender a su adorno, le parecen llenos de una majestad serena que ensancha el alma e impregna el ánimo del tranquilo goce de la soledad y de la gran sensación de lo infinito. Parece allí la tierra más humilde y el sol más sonriente, si es lícito expresarnos así. Es allí el aire más puro y más balsámico, profusamente impregnado como se halla del enérgico perfume de las silvestres plantas. Pocas cosas distraen la contemplación en aquella grave naturaleza, que parece ella misma meditar abstraída. ¿Y por qué no sería bella una dehesa con sus inmensos horizontes y el magnífico tapiz que la cubre? Son sus tramas las sabinas, de la triste y austera familia del ciprés, las que se creerían una filigrana de bronce, si no diesen incienso a las iglesias pobres; los juncos que delgados y débiles se apiñan en los sitios areniscos y bajos, y que humildes visten de hábito pardo sus florecitas; el airoso palmito tan reconcentrado y arraigado en la tierra que lo cría, de exterior áspero y recio, y de tan tierno corazón que lo anhelan los niños cual almendras; el tomillo, de tan poca apariencia, tan pobre y tan mezquino de hojas, y tan rico y pródigo de fragancia; las esparragueras, que se adornan con sus frutas encarnadas como con corales; las descabelladas retamas, que se salpican como de grajea con sus menudas y olorosas florecitas blancas; los gayumbos, que en marzo se cubren de sus perfumadas y doradas flores, con la profusión con que otras plantas se cubren de hojas, y sobre todo el agreste lentisco, impasible veterano, fiel a todas las estaciones, como un amigo en todas las desgracias; siempre verde como una esperanza sin desengaño, que no alteran fríos ni calores, sequías ni borrascas, cual si sus hojas fuesen de esmeraldas y su tronco de hierro, digno de representar la inmortalidad como el laurel, la fuerza como la encina, y la constancia como la siempreviva. Dora todo esto ese brillante sol, centro y hogar de la luz material de los ojos, cuya debilidad deslumbra, como es Dios el centro y hogar de la luz de la inteligencia, cuya incapacidad confunde. ¡Oh! ¡cuán dulce sería -se decía Clemencia-, con una conciencia pura y tranquila, acostarse en brazos de esas fragantes yerbas, y los ojos alzados a la brillante bóveda, morir alumbrada por el sol, suavemente arrullado nuestro último sueño por el dulce murmullo de las perezosas olas del verano, y el susurro del aura entre las plantas, subiendo así nuestra alma en un himno de alabanzas y adoración al cielo, como se alza a las alturas la armoniosa alondra! ¡Dios y criador nuestro! ¡cuánto ansía el alma volar a ti, y cuánto se esfuerza la materia por retenerla! ¡qué penoso nos hace el trance de la muerte y con cuántos horrores lo rodean, con el fin de apegarnos a la vida!