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Como gustéis (Márquez tr.)

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época
 
COMO GUSTÉIS.

TRADUCCIÓN DE
JOSÉ ARNALDO MÁRQUEZ.


Ilustración de E. Klimsch
Grabado de Fernando Tegetmeyer.

 


PERSONAJES.

EL DUQUE, que vive en el destierro.
FEDERICO, hermano del duque y usurpador de sus dominios.
AMIENS Lores que asisten at duque en su destierro.
JACQUES
LE BEAC, cortesano al servicio de Federico.
CARLOS, luchador de Federico.
OLIVERIO Hijos de sir Rowland de Bois.
SANTIAGO
ORLANDO
ADAM Criados de Oliverio.
DIONISIO
PIEDRA-DE-TOQUE, Payaso.
DON OLIVERIO DAÑATEXTO, vicario.
CORIN Pastores.
SILVIO
GUILLERMO, campesino, enamorado de Andréy.
UNA PERSONA QUE REPRESENTA Á HIMENEO.
ROSALINDA, hija del duque desterrado.
CELIA, hija de Federico.
FEBE, pastora.
TOMASA, campesina.

LORES DEL SEQUITO DE LOS DUQUES. PAJES, MONTEROS
Y OTROS CRIADOS.


ACTO I.

ESCENA I.
Huerto cerca de la casa de Oliverio.
Entran ORLANDO y ADAM.
ORLANDO.

P

or lo que recuerdo, Adam, me fué legado de este modo: por testamento, sólo unas miserables mil coronas; y, como dices, encargó á mi hermano, sobre su bendición, el cuidarme bien. Y en esto principia mi desconsuelo. Tiene en la escuela á mi hermano Santiago, de quien se cuenta con gran elogio el aprovechamiento. En cuanto á mí, me mantiene en casa groseramente; ó para hablar con más propiedad, me detiene aquí sin mantenerme; porque ¿llamáis manutención para un caballero de mi nacimiento, la que no difiere del modo de mantener á un buey en el establo? Mejor criados están sus caballos; pues aparte de lo lozanos que se ven con su alimento, se les enseña y adiestra, teniendo para ello picadores pagados á alto precio.—Pero yo, hermano suyo, nada gano bajo su poder, sino la talla; por lo cual tan obligados deben estarle sus animales en sus estercoleros como yo. Fuera de esta nada que tan liberalmente me da, su conducta parece quitarme lo poco que me dió la naturaleza. Me hace alimentar entre sus criados, me priva del lugar que corresponde á un hermano, y hace cuanto puede para que la educación mine mi buen natural. Esto es, Adam, lo que me aflige; y el espíritu de mi padre, que pienso está dentro de mí, principia á sublevarse contra esta servidumbre. No la soportaré más tiempo, aunque no conozco todavía remedio eficaz para evitarla. (Entra Oliverio.)

Adam.—Ahí viene mi señor, vuestro hermano.

Orlando.—Retírate á un lado, Adam, y oirás cómo ha de atormentarme.

Oliverio.—¡Hola, señor mío! ¿Qué hacéis aquí?

Orlando.—Nada. No se me enseña á hacer cosa alguna.

Oliverio.—¿Pues qué dañáis, entonces, señor mío?

Orlando.—Por cierto, señor, os estoy ayudando á estropear por la ociosidad una de las obras de Dios: un pobre é indigno hermano vuestro.

Oliverio.—Por cierto, empleaos mejor, y callad algún tanto.

Orlando.—¿Cuidaré vuestros cerdos, y comeré bellotas con ellos? ¿Qué herencia de hijo pródigo he consumido para tener que venir á semejante miseria?

Oliverio.—¿Sabéis, señor mío, dónde estáis?

Orlando.—¡Oh! Perfectamente. Aquí, en vuestro huerto.

Oliverio.—¿Y sabéis en presencia de quién?

Orlando.—Sí; y mejor que lo que sabe de mí aquel en cuya presencia estoy. Sé que sois mi hermano mayor, y del mismo modo la consideración de una sangre generosa debería hacerme conocer de vos. Os permite preferencia sobre mí la etiqueta que rige en las naciones, por cuanto nacisteis primero; pero la misma tradición no me despoja de mi sangre, aun cuando hubieran veinte hermanos entre vos y yo. Tengo en mí tanto de mi padre como vos, aunque confieso que el nacer antes que yo os acerca más á su respeto.

Oliverio.—¡Qué! ¡Muchacho!

Orlando.—Vamos, vamos, hermano mayor, en esto sois demasiado joven.

Oliverio.—¿Y pondrás tus manos en mí, villano?

Orlando.—No soy villano. Soy el hijo menor de sir Rowland de Bois. Él fué mi padre; y es tres veces villano quien dice que semejante padre engendró villanos.—Si no fueras mi hermano, no apartaría esta mano de tu garganta hasta haber arrancado con la otra la lengua que tal dijo. Te has injuriado á ti mismo.

Adam.—(Avanzando.) Apaciguaos, mis gentiles señores. En nombre de la memoria de vuestro padre, tened armonía.

Oliverio.—Suéltame, te digo.

Orlando.—No lo haré hasta que me plazca. Tenéis que oirme. Mi padre os encargó en su testamento darme buena educación. Me habéis educado como á un gañán, oscureciendo y ocultando de mí todas las cualidades propias de un caballero. El espíritu de mi padre cobra fuerza en mí, y no sufriré eso más tiempo. Por consiguiente, permitidme los ejercicios que cumplen á un caballero, ó dadme la escasa suma que me fué legada en su testamento. Yo trataré de probar con ella fortuna.

Oliverio.—¿Y qué irás á hacer? ¿Mendigar cuando la hayas gastado? Bien, señor mío, no me molestaré por vos mucho tiempo más: tendréis alguna parte de lo que deseáis. Os ruego que me dejéis.

Orlando.—No deseo molestaros más de lo que exige en conciencia mi propio bien.

Oliverio.—Márchate con él, perro viejo.

Adam.—¿Y es mi recompensa que me llaméis «perro viejo»? Mucha verdad es que he perdido los dientes en vuestro servicio. ¡Bendiga Dios á mi antiguo amo! ¡Jamás habría dicho él semejante palabra! (Salen Orlando y Adam.)

Oliverio.—¿Con que á esto hemos llegado? ¿Principiáis á imponerme? Yo os curaré de vuestra petulancia y no por eso daré tampoco las mil coronas. ¡Hola! Dionisio! (Entra Dionisio.)

Dionisio.—¿Llama vuesamerced?

Oliverio.—¿No había venido Carlos, el luchador del duque, á hablar conmigo?

Dionisio.—Si os place, está á la puerta y solicita llegar hasta vos.

Oliverio.—Hazle entrar. (Sale Dionisio.) Será buen medio y la lucha es mañana. (Entra Carlos.)

Carlos.—Buenos días á vuestra señoría.

Oliverio.—Mi buen monsieur Carlos, ¿qué noticias en la Corte?

Carlos.—No hay en la Corte, señor, mas noticias que las antiguas, esto es, que el antiguo duque está desterrado por su hermano menor el nuevo duque; y tres ó cuatro lores, por amor á él, se han impuesto un destierro voluntario para acompañarle; y como sus tierras y sus rentas enriquecen al nuevo duque, este les concede de buena gana permiso para que peregrinen.

Oliverio.—¿Podéis decir si Rosalinda, la hija del duque, es desterrada con su padre?

Carlos.—¡Oh, no! porque su prima, la hija del duque, que se ha criado junto con ella desde la cuna, la ama tanto, que la habría seguido al destierro ó habría muerto si hubiera quedado separada de ella. Está en la Corte tan amada del duque como su propia hija, y jamás dos señoras se amaron tanto.

Oliverio.—¿Dónde vivirá el antiguo duque?

Carlos.—Dicen que se encuentra ya en el bosque de Ardenas y buen número de hombres alegres con él, y que allí viven sin temor á rey ni Roque, como el antiguo Robin Hood de Inglaterra. Dicen que muchos caballeros jóvenes acuden á él de día en día y dejan correr alegremente el tiempo como allá en la edad de oro.

Oliverio.—¿Y váis á luchar mañana en presencia del nuevo duque?

Carlos.—Sí, señor. Y vine á haceros saber un asunto. Se me ha dado á comprender embozadamente que vuestro hermano menor Orlando está algo dispuesto á venir disfrazado para probar contra mí sus fuerzas. Mañana, señor, lucharé por mi reputación, y el adversario mío que no saque un miembro roto, quedará bien librado. Vuestro hermano es joven y delicado, y, por el afecto que os tengo, se me haría penoso el causarle daño, como tendría que hacerlo por honor mío, si se presentara. Así, por el afecto que os profeso, he venido á haceros saber esto para que le apartéis de su intento ó para que soporte sin encono el daño á que él mismo se lanza, por cuanto es él quien lo busca y lo hace de todo punto contra mi voluntad.

Oliverio.—Gracias, Carlos, por tu afecto hacia mí, que verás cuán benévolamente he de recompensar. Ya tenía yo noticia del intento de mi hermano y me he esforzado secretamente para disuadirle, pero él está resuelto. Te diré, Carlos, que es el mozo más testarudo que hay en Francia; lleno de ambición, émulo envidioso de cuanto sobresale en cada hombre, y oculto y villano conspirador contra mí, que soy su natural hermano. Así, pues, procede como quieras: tanto me importa que le rompas la crisma, como que le rompas un dedo; y mejor sería que cuidaras de hacerlo, porque si sólo le infieres un daño leve, ó si él no alcanza á brillar grandemente á costa tuya, te suministrará un veneno, te atrapará en algún lazo traidor y te perseguirá hasta arrancarte la vida por cualquiera suerte de medios indirectos. Te aseguro, y hablo así casi con lágrimas en los ojos, que no hay entre los vivos uno que sea á la vez tan joven y tan vil. Hablo solamente como hermano; pues si me pusiera á analizarlo á tus ojos, tal como es en sí, tendría yo que ruborizarme y llorar, y tú quedarías pálido y atónito.

Carlos.—Con todo mi corazón me alegro de haberme dirigido á vos. Si viene mañana, ya le daré su merecido; pues si vuelve á andar por sus piés, jamás volverá á luchar por premio. Y con esto guarde Dios á vuestra merced.

(Sale.)

Oliverio.—Adios, buen Carlos. Y ahora á excitar á ese tunante. Espero que he de verle llegar á su fin; pues sin saber por qué, no hay cosa que mi alma deteste más que á él. Sin embargo, es manso, instruído sin haber tenido escuela, lleno de noble aspiración y ciertamente tan amado de todos, y en especial de mi propio pueblo, que es quien mejor le conoce, que yo soy enteramente tenido en menos. Pero esto no ha de durar; este luchador lo allanará todo. Sólo falta enardecer al muchacho para que acuda allí, y voy al instante á ocuparme de ello.

(Sale.)
ESCENA II.
Esplanada delante del palacio del duque.
Entran ROSALINDA y CELIA.

Celia.—Te suplico, mi dulce prima, que estés alegre.

Rosalinda.—Más alegría demuestro, querida Celia, que la que hay en mí.—¿Y querríais verme más alegre aún? Á menos que me enseñéis á olvidar á un padre desterrado, no debéis enseñarme á recordar ningún placer extraordinario.

Celia.—En esto veo que no me amas con tanta consagración como yo á ti. Si mi tío, tu desterrado padre, hubiese desterrado á tu tío, el duque mi padre, con tal de que hubieses permanecido á mi lado, yo habría podido enseñar á mi afecto á tomar á tu padre por mío; y así lo harías si la realidad de tu amor hacia mí fuera tan bien templada como la de mi amor por ti.

Rosalinda.—Bien. Olvidaré las circunstancias de mi posición, para regocijarme en la tuya.

Celia.—Sabes que mi padre no ha tenido ni es probable que tenga otros hijos que yo; y ciertamente, á su muerte, serás su heredera; porque lo que él tomó de tu padre por fuerza, te lo devolveré por afecto.—Te prometo por mi honor que lo haré, y sea yo convertida en un monstruo si quebranto mi juramento. Así, pues, mi dulce Rosalinda, mi querida Rosalinda, alégrate!

Rosalinda.—Lo haré en adelante, prima, é idearé pasatiempos. Veamos ¿qué pensaríais de improvisar unos amores?

Celia.—Excelente, y te ruego lo hagas para divertirte; pero no ames con todas veras á hombre alguno, ni te dejes llevar de ese juego tan allá que no puedas salir de él libre y con honra á costa de un honesto sonrojo.

Rosalinda.—Pues entonces ¿cuál ha de ser nuestro pasatiempo?

Celia.—Sentémonos, y con nuestras burlas echemos de su rueda á la buena matrona Fortuna, para que en adelante sus dones sean igualmente repartidos.

Rosalinda.—Desearía que así pudiera ser; porque sus favores están harto mal colocados; y la pródiga ciega se equivoca más á menudo en sus dádivas á mujeres.

Celia.—Es verdad; porque rara vez da la honestidad á aquellas á quienes dota con la hermosura; y da muy pobre apariencia á aquellas á quienes hace honestas.

Rosalinda.—No. En esto equivocas la tarea de la Fortuna con la de la naturaleza. La Fortuna impera en los dones del mundo, no en los rasgos de la naturaleza.

(Entra Piedra-de-toque.)

Celia.—¿No? ¿Pues no puede la Fortuna hacer que caiga en el fuego una criatura á quien ha hecho hermosa la naturaleza?—Y aunque esta nos ha dado ingenio para burlarnos de la Fortuna: ¿no es esta quien envía á este necio para dar al traste con el argumento?

Rosalinda.—En verdad que es la Fortuna demasiado dura para con la naturaleza, cuando se sirve de un natural idiota para imponer silencio al natural ingenio.

Celia.—Quizás tampoco sea esto obra de la Fortuna, sino de la naturaleza; la cual advirtiendo que nuestro ingenio es demasiado obtuso para discurrir sobre semejante diosa, ha enviado á este idiota para estimularnos; ya que siempre la estupidez del necio es aguijón del discreto. Hola! Prodigio ¿adónde bueno?

Piedra.—Señora: debéis venir á donde vuestro padre.

Celia.—¿Os tomó de mensajero?

Piedra.—No, por mi honor; pero se me encargó llamaros.

Celia.—¿Dónde aprendiste ese juramento, bufón?

Piedra.—De cierto caballero que juró por su honor ser buenas las tortas y juró por su honor ser mala la mostaza. Ahora bien; yo sostengo que eran malas las tortas y buena la mostaza; y, sin embargo, el caballero no perjuró.

Celia.—¿Y cómo lo pruebas, lumbrera de ciencia?

Rosalinda.—Sí, sí. Quita el bozal á tu ingenio.

Piedra.—Adelantad ahora las dos: tocaos las caras y jurad por vuestras barbas que soy un bribón.

Celia.—Sí que lo sois, por nuestras barbas si las tuviéramos.

Piedra.—Sí, que lo soy, por mi bribonada si la tuviera. Pero si juráis por lo que no tenéis, no perjuráis; ni más perjuró ese caballero jurando por su honor, pues jamás lo tuvo; ó si lo tuvo lo había perdido á fuerza de jurar antes de haber visto nunca aquella mostaza, ni aquellas tortas.

Celia.—¿Y te dignarás decirme á quién aludes?

Piedra.—Á uno á quien ama el viejo Federico, vuestro padre.

Celia.—Para honrarle basta el amor de mi padre. Silencio! no hables más de él. No tardará mucho el que te azoten por maldiciente.

Piedra.—Tanto más lastimoso, que los necios no hablen discretamente de las necedades de los discretos.

Celia.—Á fe que dices verdad: porque al haberse impuesto silencio al poco ingenio que tienen los necios, la poca necedad que tienen los discretos ha tomado mucho vuelo.—Aquí viene Monsieur Le Bean.

(Entra Le Bean.)

Rosalinda.—Con la boca llena de noticias.

Celia.—Que nos administrará como las palomas dan el sustento á sus pequeñuelos.

Rosalinda.—Así quedaremos cebadas con noticias.

Celia.—Tanto mejor: seremos más negociables.—Buenos días, monsieur Le Bean, ¿qué nuevas?

Le Bean.—Hermosa princesa, habéis perdido muchos juegos interesantes.

Celia.—¿Juegos? ¿De qué color?

Le Bean.—¿De qué color, señora? ¿Cómo habré de responderos?

Rosalinda.—Como lo quieren el ingenio y la fortuna.

Piedra.—Ó como lo mande el destino.

Celia.—Bien dicho. Eso se ha aplicado con llana.

Piedra.—Y aún más. Si no mantengo mi rango....

Rosalinda.—Estás perdiendo tu antiguo olfato.

Le Bean.—Me admiráis, señoras. Habría querido contaros una buena lucha, cuyo espectáculo habéis perdido.

Rosalinda.—Con todo, deciduos cómo fué.

Le Bean.—Os contaré el principio, y si os place, podréis ver vosotras mismas el fin, porque aún falta lo mejor; y vienen aquí, donde os halláis, para ejecutarlo.

Celia.—Bien. Sepamos el principio, que ya está muerto y sepultado.

Le Bean.—Ahí viene un anciano con sus tres hijos.

Celia.—Yo podría referir un cuento añejo que principia de ese modo.

Le Bean.—Tres jóvenes apuestos, de excelente vigor y presencia.

Rosalinda.—Con carteles en el pescuezo: «Sepan cuantos las presentes vieren.»

Le Bean.—El hermano mayor luchó con Carlos, el luchador del duque, y en un momento fué aquel derribado y sacó tres costillas rotas, con lo cual pocas esperanzas le quedan de vida. Y otro tanto hizo con el segundo y con el tercero. Allí yacen, y el pobre anciano su padre se lamenta de tan lastimosa manera, que cuantos le ven simpatizan sollozando con él.

Rosalinda.—¡Ay, desdichado!

Piedra.—Pero, señor, ¿cuál es la diversión que han perdido las señoras?

Le Bean.—Pues es claro; la que acabo de decir.

Piedra.—De este modo los hombres podrán crecer en sensatez de día en día. Es la primera vez que oigo decir que romper costillas es una diversión propia de señoras.

Celia.—Como que sí; te lo aseguro.

Rosalinda.—¿Pero hay alguien más que tenga comezón porque le apliquen ese solfeo en los costados? ¿Hay algún otro tan apasionado al rompe-costillas? ¿Veremos esta lucha, prima?

Le Bean.—Tendréis que verla si os quedáis; porque, he ahí el sitio destinado para la lucha, y ya están prontos los que deben tomar parte en ella.

Celia.—Allí vienen, por cierto. Quedémosnos y veámosla. (Preludio. Entran el duque Federico, Lores, Orlando, Carlos y séquito.)

Duque.—Venid. Pues el mancebo no da oído á súplicas, que su audacia responda de su peligro.

Rosalinda.—¿Es aquél el antagonista?

Le Bean.—Él mismo, señora.

Celia.—¡Ay, qué joven es! Sin embargo, parece como si hubiera de vencer.

Duque.—¿Qué es esto, hija y sobrina? ¿Os habéis escurrido hasta aquí para ver la lucha?

Rosalinda.—Sí, mi señor, si os place darnos permiso.

Duque.—Poca diversión tendréis en ella, os lo aseguro, siendo tan desiguales los luchadores. Por compasión á la temprana edad del joven, intentaría disuadirle, pero no quiere oir consejo. Habládle, niñas; ved si podéis influir sobre él.

Celia.—Hacedle venir, monsieur Le Bean.

Duque.—Hacedlo. Yo me apartaré. (El duque se va á un lado.)

Le Bean.—Señor desafiador: las princesas quieren hablaros.

Orlando.—Estoy á sus órdenes con todo respeto y humildad.

Rosalinda.—Mancebo, ¿habéis desafiado á Carlos el luchador?

Orlando.—No, hermosa princesa. Es él quien hace un reto general. Yo no vengo sino como uno de tantos, para probar en él la fuerza de mi juventud.

Celia.—Vuestro valor ¡oh joven! sobrepuja con exceso á vuestros años. Crueles pruebas habéis visto del vigor de ese hombre. Si pudiérais veros con nuestros ojos, ó juzgaros con nuestro discernimiento, el recelo de vuestra aventura os aconsejaría una empresa más proporcionada. Os rogamos, por vuestro bien, que penséis en vuestra seguridad y abandonéis esta tentativa.

Rosalinda.—Hacedlo, buen joven; que no por ello será rebajada vuestra reputación. Solicitaremos del duque que haga suspender la lucha.

Orlando.—Os suplico no me impongáis el castigo de pensar mal de mí, aunque me reconozco culpable de negar cosa alguna á tan bellas y eminentes señoras. Pero acompáñenme en la lucha vuestras hermosas miradas y benévolos deseos; que si he de ser vencido, no tendrá que avergonzarse sino uno que jamás fué favorecido; y si recibo la muerte, sólo sucumbirá uno que ya sobrado la desea. Ni causaré pesadumbre á mis amigos, desde que no tengo uno para deplorarme; ni mal alguno al mundo, en el cual nada poseo; y el lugar que en él ocupo, será ocupado mejor cuando yo lo deje vacío.

Rosalinda.—Quisiera añadir á vuestra fuerza la muy poca que hay en mí.

Celia.—Y yo la mía para aumentar la suya.

Rosalinda.—Adios. Ruego al cielo estar equivocada en cuanto á vos.

Celia.—¡Ojalá se cumplan vuestros deseos!

Carlos.—¡Ea! ¿Dónde está ese valeroso joven que tanto afán tiene por yacer en su madre tierra?

Orlando.—Presto, señor; pero sus deseos son más modestos.

Duque.—Sólo probaréis una suerte.

Carlos.—Aseguro á vuestra alteza que no tendrá ocasión de rogarle para la segunda, después de haber intentado con tanto empeño disuadirle de la primera.

Orlando.—Pensáis burlaros de mí después. No deberíais burlaros antes. Pero probad como gustéis.

Rosalinda.—Que Hércules os asista, ¡oh joven!

Celia.—Quisiera ser invisible para atrapar por una pierna á aquel hombronazo. (Carlos y Orlando luchan).

Rosalinda.—¡Oh extraordinario joven!

Celia.—Si pudiera lanzar de mis ojos un rayo, ya sé quién había de caer.

(Carlos es derribado.—Aclamación).

Duque.—Basta, basta.

Orlando.—Suplico á Vuestra Alteza que nos deje continuar. Aún no estoy bastante alentado.

Duque.—¿Cómo te encuentras, Carlos?

Le Bean.—Ha quedado sin habla, señor.

Duque.—Llevadlo fuera. (Llevan á Carlos).—¿Cómo te llamas, mancebo?

Orlando.—Orlando, señor, el hijo menor de sir Rowland de Bois.

Duque.—Habría preferido que fueses hijo de otro. Las gentes tenían á tu padre por honorable; pero, sin embargo, encontré en él un enemigo. Más me habría agradado tu proeza si hubieses descendido de otro linaje. Pero Dios te guarde. Eres un mancebo valiente. Me habría alegrado de que hubieses mencionado otro padre. (Salen el Duque, Federico, el séquito y Le Beau).

Celia.—Á estar yo en lugar de mi padre, ¿haría esto, prima?

Orlando.—Á orgullo tengo ser hijo de sir Rowland, siquiera su hijo menor, y no cambiaría de condición así me adoptara el duque por heredero suyo.

Rosalinda.—Mi padre amaba con toda su alma á sir Rowland, y todo el mundo era del mismo modo de sentir. Si hubiese yo conocido antes á este joven, hijo suyo, le habría suplicado con lágrimas que no se aventurase de ese modo.

Celia.—Vamos, querida prima, á darle las gracias y á animarlo. La índole áspera y envidiosa de mi padre me lastima el corazón. Sois digno de aplauso, joven. Si tan bien cumplís vuestras promesas de amor, como la que ahora habéis excedido, vuestra amante deberá ser muy feliz.

Rosalinda. (Dándole una cadena de su cuello).—Caballero, llevad esto en recuerdo mío; que por contraria fortuna no tengo en la mano los medios de ofrecer todo lo que quisiera. ¿Nos iremos, prima?

Celia.—Sí. Adios, gentil caballero.

—Caballero, llevad esto en recuerdo mio.

Orlando.—¿No puedo daros las gracias? Me habéis abrumado en lo que hay de mejor en mí, y sólo quedo en vuestra presencia como un poste, como un mármol inerte.

Rosalinda.—Nos llama. Mi orgullo ha desaparecido junto con mi prosperidad. Le preguntaré lo que desea. ¿Nos llamasteis, caballero? Habéis luchado bien, y vencido aún más que á vuestros adversarios.

Celia.—¿Nos vamos, prima?

Rosalinda.—Soy con vos. Quedad con Dios.

(Salen Rosalinda y Celia).

Orlando.—¿Qué pasión me ata la lengua? Ha querido que le hable y no he podido hablar.—(Vuelve á entrar Le Beau).—¡Oh pobre Orlando! Estás derribado. No Carlos, algo más débil te domina.

Le Bean.—Amistosamente os aconsejo, buen señor, que abandonéis este lugar. Aunque habéis merecido altos elogios, aplausos y afecto, la índole del duque es tal que da mal sentido á cuanto habéis hecho. El duque es caprichoso; y lo que es él en toda verdad sería mejor que lo presumiéseis vos que el que yo os lo dijera.

Orlando.—Os doy las gracias, señor. Dignaos decirme ¿cuál de las dos damas que presenciaron la lucha es la hija del duque?

Le Bean.—Ninguna, á juzgar por los modales; pero en realidad es su hija la menor en estatura. La otra es hija del duque desterrado, y la detiene aquí su tío el usurpador para que acompañe á su hija; y las liga un afecto más estrecho que el natural vínculo de las hermanas. Pero puedo aseguraros que de poco tiempo acá el duque ve con desagrado á su gentil sobrina, sin más motivo que el de alabar el pueblo las virtudes de ésta y compadecerla por amor á su buen padre. Y á fe mía, la mala voluntad del duque hacia ella estallará de repente. Quedad con Dios, señor. Desearía conoceros mejor y gozar de vuestro afecto en el porvenir en un mundo mejor que este.

Orlando.—Os quedo sumamente agradecido.—(Sale Le Beau).—¿Es decir que tengo que salir de las brasas para caer en las llamas? Del duque tirano al hermano tirano. ¡Pero, divina Rosalinda!

(Sale).
ESCENA III.
Un cuarto en el palacio.
Entran CELIA y ROSALINDA.

Celia.—¿Es posible, prima? ¿Es posible, Rosalinda? ¡Ten piedad, Cupido! ¿Ni una palabra?

Rosalinda.—Ni una para echarla á un perro.

Celia.—No, tus palabras tienen demasiado valor para desperdiciarlas en perros; echa algunas para mí. ¡Ea! Póstrame con razones.

Rosalinda.—Pues así habría dos primas postradas: la una á causa de las razones, y la otra por haber enloquecido sin ninguna.

Celia.—¿Pero es todo esto por tu padre?

Rosalinda.—No. Alguna parte de ello es por la hija de mi padre. ¡Oh, qué lleno de espinas es este fatigoso mundo!

Celia.—No son sino cardillos arrojados sobre ti, en festivo retozo. Si no caminas por las sendas trilladas, hasta tus faldas los atraparán.

Rosalinda.—Podría sacudirlos de mi ropa. Pero estos están en mi corazón.

Celia.—Tóselos y saldrán.

Rosalinda.—Probaría; si llorando de tos, pudiera tenerlo.

Celia.—Vamos, vamos, lucha con tus afectos.

Rosalinda.—¡Ah! Se ponen del lado de un luchador más fuerte que yo.

Celia.—¡Válgate mi buen deseo! Ya harás la prueba á su tiempo, á riesgo de una caída. Pero dejando á un lado estas chanzas, hablemos con seriedad. ¿Es posible que tan de súbito hayas sentido esta vehemente inclinación por el hijo menor de sir Rowland?

Rosalinda.—El duque, mi padre, amaba á éste de todo corazón.

Celia.—¿Y se sigue de ello que has de amar de todo corazón á su hijo? Por ese camino llegaremos á que yo debiera odiarle, porque mi padre odió cordialmente al suyo; y sin embargo, no aborrezco á Orlando.

Rosalinda.—¡Por Dios! no le odies, por amor á mí.

Celia.—¿Y por qué lo odiaría? ¿No merece aprecio?

Rosalinda.—Deja que por ello le ame; y ámalo tú porque yo lo hago. Mira: ahí viene el duque. (Entran el duque Federico y Lores.)

Duque.—Señorita, disponeos á toda prisa y alejaos de nuestra corte.

Rosalinda.—¿Yo, tío?

Duque.—Vos, sobrina. Si pasados estos diez días se te encuentra á veinte millas de mi corte, mueres.

Rosalinda.—Ruego á Vuestra Alteza que me haga saber en qué he faltado. Si tengo conciencia de mi misma, ó si conozco mis deseos; si no sueño ó no estoy delirando (y confío en que no lo estoy), entonces, querido tío, jamás he ofendido á Vuestra Alteza ni con la sombra de un pensamiento.

Duque.—Así proceden todos los traidores. Si su purificación consistiera en palabras, serían todos tan inocentes como la gracia misma de Dios.—Baste el que sepas que no confío en tí.

Rosalinda.—Vuestra desconfianza no puede hacer que mi traición exista. Decidme en qué se funda la sospecha.

Duque.—Eres hija de tu padre; basta con eso.

Rosalinda.—También lo era cuando Vuestra Alteza se apoderó de su ducado. También lo era cuando Vuestra Alteza lo desterró. No se hereda la traición, señor. Ó si la tenemos por contagio de nuestros amigos ¿en qué me afectaría eso? Mi padre no fué traidor. No me equivoquéis, pues, mi buen señor, á tal punto que juzguéis traidora mi pobreza.

Celia.—Escuchadme, querido soberano.

Duque.—Sólo por causa vuestra, Celia, la hemos tenido aquí. Á no ser por eso, habría corrido la suerte de su padre.

Celia.—Yo no pedí entonces que se quedara, sino que así lo quisieron vuestro deseo y vuestro propio remordimiento. Era yo entonces demasiado niña para conocerla en todo su valor. Pero ahora la conozco. Si es culpable de traición, también lo soy yo misma. Hasta ahora hemos dormido juntas, y juntas nos hemos levantado, estudiado, jugado y sentado á la mesa. Y como los cisnes de Juno, jamás fuímos á lugar alguno sino como una pareja inseparable.

Duque.—Es demasiado astuta para ti, y su suavidad, su silencio mismo y su paciencia, hablan al pueblo, y éste la compadece. Eres una simple. Ella te defrauda de tu reputación; y tú aparecerás más inteligente y más virtuosa, cuando ella se haya ido. No repliques, pues. La sentencia que he dado contra ella es firme é irrevocable: está desterrada.

Celia.—Pronunciad entonces, señor, esa sentencia contra mí. Yo no puedo vivir sino á su lado.

Duque.—Eres una loca. Disponeos á partir, sobrina. Si os excedéis del plazo, por mi honor y lo sagrado de mi palabra, que os costará la vida.

(Salen el duque Federico y séquito.)

Celia.—¡Oh pobre Rosalinda mía! ¿Á donde irás? ¿Quieres cambiar de padres? Te daré el mío. Te aseguro que no estás más desolada que yo.

Rosalinda.—Tengo mayor motivo.

Celia.—No es así, prima. Te ruego que te animes. ¿No comprendes que el duque me ha desterrado, á mí, su hija?

Rosalinda.—No, no lo ha hecho.

Celia.—¿Que no? Te falta, pues, Rosalinda, el amor que te enseña que tú y yo somos una? ¿Habremos de ser separadas? ¿Habremos de decirnos adios, dulce prenda mía? No. Busque mi padre otro heredero. Discurre conmigo el modo de que huyamos, á dónde iremos y lo que habremos de llevar. Y no intentes soportar tú sola tus pesares, prescindiendo de mí; porque tomo por testigo al cielo, que palidece á la vista de nuestras penas, de que á pesar de cuanto digas, me marcharé contigo.

Rosalinda.—Pero ¿á dónde ir?

Celia.—Á buscar á mi tío.

Rosalinda.—¡Ah! ¡Qué peligro para nosotras, doncellas, viajar á tanta distancia! Más pronto provoca á los malvados la belleza que el oro.

Celia.—Me cubriré de pobres y mezquinas vestiduras, y me embadurnaré la cara con una especie de barniz oscuro. Haréis lo mismo, y así seguiremos nuestro camino sin provocar asaltos.

Rosalinda.—¿No sería mejor, ya que soy de una estatura más alta que la general, que me disfrazara de hombre? Con una buena daga al cinto y un venablo en la mano (aunque en mi corazón se anide oculto todo el miedo de la mujer), tendré un exterior marcial é imponente. Y en ello seré como muchos hombrezuelos cobardes que con la apariencia ocultan su cobardía.

Celia.—¿Qué nombre te he de dar cuando seas hombre?

Rosalinda.—No quiero tener un nombre que valga menos que el del mismo paje de Júpiter. Así, me llamarás Ganimedes. ¿Y qué nombre tomarás tú?

Celia.—Uno que de algún modo se refiera á mi situación. Ya no me llamaré Celia, sino Aliena.

Rosalinda.—¿Y qué te parecería, prima, si ensayáramos robarnos á aquel necio de bufón de la corte de vuestro padre? ¿No nos serviría de solaz durante el viaje?

Celia.—Me seguiría de extremo á extremo del mundo. Deja á mi cuidado el ganarlo. Vámonos. Juntemos nuestras joyas y nuestro caudal, y discurre tú el tiempo más oportuno y el camino más seguro para sustraernos á la persecución que se nos ha de hacer después de mi fuga. Ahora iremos contentas, no al destierro, sino á la libertad.




ACTO II.

ESCENA I.
El bosque de Ardenas.
Entran el antiguo DUQUE, AMIENS y otros lores en traje de monteros.
DUQUE.

Y

bien, compañeros y hermanos de destierro, ¿no hace la costumbre que sea más dulce esta vida que la de las vanas pompas? ¿No están más exentas de peligro estas selvas que la envidiosa corte? Aquí no tenemos otro padecimiento que el de Adán; la diversidad de la estación; el rudo zumbido y el diente helado del viento del invierno. Y cuando sopla sobre mi cuerpo y lo muerde y lo hace encogerse de frío, me digo sonriendo: «Esto no es adulación; estos son consejeros que con toda sinceridad me convencen de lo que soy.» Dulces son los frutos de la adversidad que, semejante al feo y venenoso sapo, lleva en la cabeza una preciosa joya.—Y esta nuestra vida retirada del bullicio público, descubre idiomas en los árboles, libros en los arroyos, sermones en las piedras, y el bien en todas las cosas.

Amiens.—No querría cambiarla. ¡Dichoso sois, Alteza, que podéis tornar la obstinación de la fortuna en un modo de ser tan dulce y apacible!

Duque.—Venid. ¿Iremos á matar venados? Y sin embargo me contrista el que estos pobrecillos abigarrados, naturales moradores de esta soledad, sientan que en sus propios confines un venablo de doble filo les atraviese los costados.

Lord 1.º—Por cierto, mi señor, que el melancólico Santiago se aflige de ello; y en ese sentido jura que sois más usurpador que el hermano que os ha desterrado. Milord Amiens y yo nos deslizamos hoy ocultamente hasta donde yacía aquel, declinado bajo un roble cuyas viejas raices asoman sobre el arroyo que susurra á lo largo de este bosque.—Vino á desfallecer allí un pobre ciervo fugitivo herido por el arma de algún cazador; y en verdad, señor, que el desventurado animal exhalaba tan hondos quejidos, que su piel se dilataba por el esfuerzo como si hubiera ido á rasgarse, y gruesas lágrimas corrían de sus ojos una tras otra en lastimera sucesión. Así, la pobre alimaña, permaneció en el borde mismo del rápido arroyo que recibía sus lágrimas, mientras la observaba atentamente el melancólico Santiago.

Duque.—Pero ¿qué dijo éste? ¿No moralizó sobre ese espectáculo?

Lord 1.º—¡Oh, sí, por mil símiles! En primer lugar porque vertía sus lágrimas en el arroyo que no necesitaba de ellas, exclamó: «¡Pobre venado! Haces testamento como las gentes mundanas, dando lo más que tienes á quien ya tiene demasiado.» En seguida por hallarse solo y abandonado por sus amigos de piel aterciopelada, dijo: «Es justo: esta desgracia ahuyenta la afluencia de compañeros.» Al mismo tiempo un hato harto de pacer pasa saltando á su lado sin cuidarse de él. «Sí, seguid adelante, gordos y lustrosos ciudadanos. Es la moda. ¿Á qué mirar á ese quebrado, pobre y arruinado?»—Así con gran vehemencia destrozó la estructura del país, corte y ciudad, y aun nuestro presente género de vida; jurando que no somos más que usurpadores, tiranos y todo lo que hay de peor, en espantar á estos animales y matarlos en su propio y nativo albergue.

Duque.—¿Y estaba en tal meditación cuando le dejasteis?

Lord 2.º—Sí, mi señor; llorando y comentando sobre el quejumbroso ciervo.

Duque.—Mostradme el sitio. Pláceme escucharle en estos arranques repentinos, porque entonces está lleno de lucidez.

Lord 2.º—Os conduciré directamente hacia él.

(Salen.)
ESCENA II.
Cuarto en el palacio.
Entran el DUQUE FEDERICO, LORES y SÉQUITO.

Duque Federico.—¿Cómo es posible que ningún hombre las haya visto? No puede ser. Sin duda hay en mi corte algunos villanos que han consentido y cooperado en ello.

Lord 1.º—No puedo saber de persona alguna que la haya visto. Las señoras camareras suyas, la vieron acostarse en su lecho, y temprano en la mañana hallaron que faltaba de él el tesoro de su dueño.

Lord 2.º—Señor, también se echa de menos al bufón que tantas veces hizo reir á Vuestra Alteza. Hesperia, la dama de honor de la princesa, confiesa haber oído secretamente á vuestra hija y á su prima elogiar en extremo las cualidades y atractivos del luchador que poco há venció al robusto Carlos; y cree que adonde quiera que hayan ido, seguramente ese joven las acompaña.

Duque Federico.—Enviad adonde su hermano, y traed aquí á ese valiente. Si se ha ausentado, traedme á su hermano. Yo haré que lo encuentre. Haced esto al instante, y no haya tregua en la investigación y diligencia para hacer regresar á esas locas fugitivas.

(Salen.)
ESCENA III.
Delante de la casa de Oliverio.
Entran ORLANDO y ADAM, que se encuentran.

Orlando.—¿Quién está ahí?

Adam.—¡Cómo! ¿mi joven señor? ¡Oh mi buen y amado señor! ¡Oh vos, memoria viva de sir Rowland! ¡Cómo! ¿Qué hacéis aquí? ¿Por qué sois virtuoso? ¿Por qué os aman las gentes? ¿Y por qué sois gentil, fuerte y valeroso? ¿Por qué tomaríais tan á deseo el vencer al membrudo luchador del caprichoso duque? Demasiado aprisa ha llegado aquí antes que vos vuestra alabanza. ¿No sabéis, señor, que para cierta clase de hombres sus buenas prendas les sirven sólo de enemigos? Así os sirven las vuestras. Vuestras virtudes, mi gentil señor, son para vos santificados traidores. ¡Oh! ¡qué mundo éste en el cual la nobleza de alma atrae el veneno al que la posee!

Orlando.—¿Pero qué acontece?

Adam.—¡Oh desdichado joven! No paséis por estas puertas. Bajo este techo vive el enemigo de todas vuestras virtudes. Vuestro hermano (no, no hermano, y sin embargo es hijo—pero no, no es hijo—no quiero llamarlo hijo—de aquel á quien iba á llamar su padre) ha oído vuestras alabanzas, y se propone incendiar esta noche el alojamiento en que acostumbráis dormir, cuando estéis en él. Si no lo consigue así, echará mano de otros medios para deshacerse de vos. Pude oir lo que él y los suyos decían. Este no es un hogar: esta casa no es más que un matadero. ¡Abominadla, temedla, no entréis en ella!


Orlando.—¿Pues á dónde querrías entonces que fuese, Adam?

Adam.—No importa á dónde, con tal de que no vengáis aquí.

Orlando.—¡Pues qué! ¿Querrías verme ir á mendigar mi alimento? ¿Ó con una espada vil y turbulenta arrancar por fuerza en el camino público una subsistencia furtiva? Tendría que hacer esto, ó no sabría qué hacer. Y esto no lo haré jamás, suceda lo que quiera. Antes me someteré á la malignidad de una sangre degenerada, y de un sanguinario hermano.

Adam.—Pero no hagáis tal. Tengo quinientas coronas, el salario economizado bajo vuestro padre, que atesoré para que me alimentara cuando mis miembros envejecidos no pudieran ya hacer el servicio y estuviera mi vejez abandonada en un rincón. Tomadlas; y aquel que alimenta al cuervo y provee de sustento al gorrioncillo, será el báculo de mi vejez. He aquí el oro: os le doy por entero. Permitidme ser vuestro criado. Aun cuando parezco anciano, soy vigoroso y activo; porque jamás en mi juventud vicié mi sangre con licores ardientes y perturbadores; ni con desvergonzada frente atraje sobre mí la extenuación y el agotamiento. Así mi edad es como un invierno helado pero saludable. Dejad que os acompañe y os prestaré en todas vuestras ocupaciones y necesidades los servicios de un hombre más joven.

Orlando.—¡Oh buen anciano! ¡Qué bien se muestra en ti el fiel servicio del mundo antiguo en el cual el servidor derramaba su sudor por el deber, no por la recompensa! No eres tú semejante á los de este tiempo, en que ninguno trabaja sino por medrar, y una vez conseguido esto, entorpece el servicio aun con la ganancia. No es así contigo, pobre anciano, que cultivas un árbol carcomido que no puede producir ni siquiera una flor en cambio de todas tus fatigas y cuidados. Pero haz como quieres: iremos juntos, y antes de consumir los salarios de tu mocedad, encontraremos algún modesto modo de vivir.

Adam.—Poneos en camino, señor; que yo os seguiré hasta el último aliento, con sincera lealtad. Desde que tuve diez y siete años hasta ahora que cuento cerca de ochenta, he vivido aquí; pero ya aquí no vivo más. Muchos prueban fortuna á los diez y siete años; pero á los ochenta es demasiado tarde. Sin embargo, la fortuna no puede darme mejor premio que el morir bien, habiendo cumplido mi deber con el amo.

(Salen.)
ESCENA IV.
El bosque de Ardenas.
Entran ROSALINDA en traje de mancebo. CELIA vestida de
pastora y PIEDRA-DE-TOQUE.


Rosalinda.—¡Oh Júpiter! ¡Qué fatigado está mi ánimo!

Piedra.—Poco me importaría el ánimo, si no tuviera cansadas las piernas.

Rosalinda.—Si me dejara llevar de mi corazón, deshonraría mi traje de hombre llorando como una mujer. Pero debo animar á la parte más débil; porque justillo y bragas han de ostentar valor ante una falda. Ánimo, pues, buena Aliena.

Celia.—Te ruego que tengas paciencia conmigo. No puedo seguir adelante.

Piedra.—Pues por lo que á mí atañe, mejor querría llevaros en paciencia que llevaros en brazos; aunque llevaros á cuestas no sería llevar ninguna cruz; pues creo que andáis con la bolsa vacía.

Rosalinda.—Bien. Esta es la selva de Ardenas.

Piedra.—Sí, heme aquí en Ardenas, con lo cual soy doblemente idiota; pues mejor lugar tenía cuando estaba en casa. Pero los que viajan han de contentarse con todo.

Rosalinda.—Y así debéis hacerlo, buen Piedra-de-toque. Pero mirad quién viene. Son un joven y un anciano que conversan con solemnidad. (Entran Corino y Silvio.)

Corino.—Ese es el camino para hacer que os desprecie todavía.

Silvio.—¡Oh Corino! ¡Si supieras cuanto la amo!

Corino.—Algo de ello conjeturo; como que alguna vez he amado.

Silvio.—No, Corino. No puedes imaginarlo, siendo anciano, aunque hayas sido en tu juventud un amante tan verdadero, como el que en cualquier tiempo haya suspirado en el insomnio de la media noche. Pero si tu amor se parecía al mío (aunque estoy seguro de que jamás hombre alguno amó como yo) ¡á cuantas acciones soberanamente ridículas no te ha de haber arrastrado tu fantasía!

Corino.—Á mil de ellas que ya ni recuerdo.

Silvio.—¡Oh! ¡Pues entonces jamás amaste tan de corazón! Si no tienes presente hasta la más insignificante locura en que te hiciera caer el amor, no has amado; ó si no te has sentado, como yo ahora, fatigando á tu interlocutor con las alabanzas de tu amada, no has amado: ó si no has abandonado bruscamente la compañía, como me obliga la pasión á hacerlo ahora, no has amado. ¡Oh Febe, Febe, Febe!

(Sale Silvio.)

Rosalinda.—¡Pobre pastor! ¡Por buscar tu herida, he venido desgraciadamente á dar con la mía propia!

Piedra.—Y yo con la mía. Me acuerdo de que estando enamorado, quebré mi espada contra una piedra, y le dije que aguantara eso por venir de noche en busca de Juana Remilgos; y de cómo besé su batidera y los pezones de la vaca que ella había ordeñado con sus lindas manos agrietadas; y recuerdo, en fin, haber hecho la corte en lugar de ella á una vaina de guisantes, de la cual saqué dos y se los devolví diciendo con los ojos llenos de lágrimas: «Póntelos por amor á mí.» Nosotros, los que amamos de veras, damos en extrañas manías; pero así como todo muere en la naturaleza, toda naturaleza enamorada muere en la tontería.

Rosalinda.—Hablas con más sensatez de lo que piensas.

Piedra.—Ya lo creo: no he de caer jamás en cuenta de mi propio ingenio, hasta que me dé de narices contra él.

Rosalinda.—¡Oh Jove, Jove! La pasión de este pastor se parece mucho á la mía.

Piedra.—Y á la mía; pero ya se me va poniendo un poco rancia aquí dentro.

Celia.—Os ruego que uno de vosotros pregunte á aquel hombre, si nos dará por oro algún alimento. Estoy medio muerta de desmayo.

Piedra.—¡Hola! ¡á ti, villano!

Rosalinda.—Silencio, bufón: no es pariente tuyo.

Corino.—¿Quién llama?

Piedra.—Tus superiores, pobre hombre.

Corino.—Muy desvalidos han de ser, si son mis iguales.

Rosalinda.—Silencio, digo. Buenas tardes, amigo.

Corino.—Y á vos, gentil caballero, y á todos vosotros.

Rosalinda.—Ruégote, pastor, que si el afecto ó el oro pueden comprar algún refrigerio en este desierto, nos procures algo con qué reposar y alimentarnos. He aquí una joven doncella fatigada en demasía por el viaje y que se desmaya por falta de socorro.

Corino.—La compadezco, gentil señor, y quisiera por su bien más que por el mío que mis recursos fuesen mayores para aliviarla; pero soy pastor al servicio de otro hombre, y no trasquilo el rebaño que apaciento. Mi dueño es de carácter duro, y no se cuida de encontrar el camino del cielo por actos de hospitalidad. Por otra parte, su egido, sus ganados y sus pastos están en venta; y con motivo de su ausencia, no hay en nuestro cortijo cosa con que pudiérais alimentaros; pero venid y veréis lo que hay, que por mi parte seréis muy bienvenidos.

Rosalinda.—¿Y quién comprará sus rebaños y sus pastos?

Corino.—Aquel joven zagal, que visteis poco há, y que tiene muy poco interés en comprar algo.

Rosalinda.—Te suplico que, guardando los fueros de la honradez, compres tú la casa, los pastos y rebaños. Te daremos con que pagarlos.

Celia.—Y aumentaremos tu salario. Gústame el sitio, y de buena gana pasaría en él mi tiempo.

Corino.—Que todo está para vender, es seguro. Venid conmigo, y si os agradan los informes sobre el suelo, las ganancias y este género de vida, seré vuestro fiel labrador, y lo compraré todo con vuestro oro sin perder momento.

(Salen.)
ESCENA V.
Entran AMIENS, SANTIAGO y otros.
Canto.

Amiens. Quien bajo el árbol frondoso
desee yacer conmigo,
y ajustar su alegre canto
del ave á los dulces trinos,
que venga hacia aquí, que venga,
donde no hay más enemigo
que el invierno y la tormenta,
las tempestades y el frío.

Jaques.—Continuad, continuad, os lo suplico.

Amiens.—Os entristecería, monsieur Jaques.

Jaques.—Y gracias. Más, os ruego, más. Puedo sorber melancolía de una canción, como huevos la comadreja. Más, te ruego, más.

Amiens.—Estoy enronquecido. Conozco que no podría agradaros.

Jaques.—No deseo que me agradéis; deseo, sí, que cantéis. Vamos: más: otra estrofa. ¿No las llamáis estrofas?

Amiens.—Lo que queráis, monsieur Jaques.

Jaques.—No me importan sus nombres. Nada me deben. ¿Queréis cantar?

Amiens.—Más por satisfaceros que por placer mío.

Jaques.—Pues bien: si alguna vez doy las gracias á un hombre, será á vos; aunque lo que llaman cumplidos se parece al encuentro de dos monos; y cuando un hombre me da gracias sinceramente, se me figura haberle dado un centavo, y que me devuelve gracias á lo mendigo. Vamos, cantad y que los demás cierren la boca.

Amiens.—Bien. Concluiré la canción. Mientras tanto, señores, cubrid la mesa; el duque quiere beber bajo este árbol. Ha esperado todo este día para veros.

Jaques.—Y yo todo este día he estado evitándolo. Discute demasiado para mí. Yo pienso en tantos asuntos como él; pero, gracias al cielo, no hago alarde de ello. Vamos, vamos, trinad.

Canto.

Todos. Quien desdeña la ambición
y vive del sol al brillo
buscando el pan, y contento
con lo que haya conseguido,
que venga, que venga aquí,
donde no hay más enemigo
que el invierno y la tormenta
las tempestades y el frío.


Jaques.—Voy á daros un verso para esa tonada, que hice ayer, mal que pesara á mi inventiva.

Amiens.—Y yo lo cantaré.

Jaques.—Dice así:

Si por ventura acontece
tornarse un hombre en borrico,
dejando paz y riqueza
por un porfiado capricho,
duc ad me, duc ad me, duc ad me,
que aquí verá otros pollinos
como él; y si no, que venga
adonde Amiens nuestro amigo.

Amiens.—¿Qué significa ese duc ad me?

Jaques.—Es una invocación griega para llamar á los necios á formar círculo. Me voy á dormir, si puedo. Y si no pudiese, renegaré de todos los primogénitos de Egipto.

Amiens.—Y yo voy á buscar al duque. Está preparado su banquete.

(Salen separadamente.)
ESCENA VI.
La misma.
Entran ORLANDO y ADAM.

Adam.—Mi querido señor, ya no puedo ir más lejos. ¡Oh, me muero de hambre! Aquí me acuesto, y marco la medida de mi sepulcro. Adios, mi bondadoso señor.

Orlando.—¿Cómo es eso, Adam? ¿Tú no tienes más corazón? Vive un poco, anímate un poco, alégrate un poco. Si este áspero bosque produce algún animal salvaje, ó yo le serviré de alimento, ó lo traeré para alimentarte. Tu imaginación, no tus fuerzas, es lo que está expuesto á morir. Tranquilízate por amor á mí; y por unos momentos pon á raya la muerte. Estaré aquí contigo dentro de breve rato, y si no te traigo algún alimento, tendrás mi consentimiento para morir. Pero si mueres antes, me habrás hecho perder mi trabajo. ¿No lo dije? Tienes más alegre la cara. No tardaré en estar de vuelta. Pero yaces aquí á la intemperie. Te llevaré á algún punto abrigado, y si hay cosa que viva en este yermo, no morirás por falta de comida. ¡Ánimo, buen Adam!

(Salen.)
ESCENA VII.
La misma.—Una mesa cubierta.
Entran el antiguo DUQUE, AMIENS, señores y otros.

Duque.—Parece que se ha transformado en bestia, pues no puedo encontrarle cosa alguna á semejanza del hombre.

Lord 1.º—Señor, hace un momento que se fué de aquí, donde había estado alegre oyendo una canción.

Duque.—Si él, que es un conjunto de discordancias, se aficiona á la música, no tardaremos en ver discordancia en los cielos. Id á buscarle: decidle que deseo hablar con él.

(Entra Jaques.)

Lord 1.º—Me ahorra la pena viniendo él mismo.

Duque.—¡Hola! ¿Cómo es esto, monsieur, y qué vida lleváis, que vuestros pobres amigos tienen que conquistar vuestra compañía?

Jaques.—Un bufón! un bufón! Encontré un bufón en el bosque; un bufón abigarrado. ¡Oh miserable mundo! Tan cierto como que vivo encontré á un bufón que se acostó á calentarse al sol, y renegó de la fortuna en buenas frases, en buenas vigorosas frases. «Buenos días, zote—le dije.—No señor—respondió—no me llaméis zote mientras el cielo no me haya enviado fortuna.»—Sacó luégo de su bolsillo un reloj de sol y mirándolo con ojos amortiguados, dijo muy sensatamente: «Son las diez; por lo cual vemos, añadió, cómo va el mundo. No hace sino una hora que eran las nueve, y dentro de una hora serán las once. Así, de hora en hora maduramos y maduramos, y luego de hora en hora nos pudrimos y nos pudrimos, y de aquí sale un cuento.» Cuando oí á aquel pintarrajeado bufón filosofar así sobre el tiempo, solté una carcajada más sonora que el canto del gallo á la madrugada, al pensar que un bufón fuese tan profundamente meditativo, y me reí sin tregua una hora entera contada en su reloj. ¡Oh noble bufón! ¡Oh digno bufón! No hay más traje que el de arlequín.

Duque.—¿Qué bufón es este?

Jaques.—¡Oh insigne bufón! Ha sido cortesano, y dice que con tal de que las damas sean jóvenes y hermosas, tienen el don de conocerlo; y en su cerebro tan seco como galleta de viaje pasado, tiene extraños sitios atestados de observaciones á las cuales da salida en zurdas formas. ¡Oh qué daría por ser un bufón! ¡Cuánto codicio un traje con cascabeles!

Duque.—Tendrás uno.

Jaques.—Es todo mi deseo, con tal de que desarraiguéis de vuestros mejores juicios toda opinión que se haya robustecido en ellos en contra de mi cordura. He de tener completa libertad, una patente tan amplia como el viento, para soplar sobre quien yo quiera, pues así la tienen los bufones. Y aquellos á quienes más zahieran mis bufonadas, son los que más deberán reir. ¿Y por qué ha de ser así, señor? El porqué es claro como camino de iglesia parroquial. Aquel á quien el bufón hiera muy cuerdamente, haría una gran necedad, si á pesar de lo que le escueza, no pareciera insensible al golpe. Si no, quedaría desmenuzada la necedad del cuerdo, aun por las chanzas perdidas del bufón. Revestidme con mi traje de arlequín; dadme permiso para decir lo que pienso, y limpiaré por completo el asqueroso cuerpo del infecto mundo, si es que se deja administrar con paciencia mi remedio.

Duque.—¡Quita allá! Puedo decir lo que harías.

Jaques.—¿Pues qué haría contrariándolo sino un bien?

Duque.—Pecarías maligna y groseramente cuando criticaras el pecado; porque tú mismo has sido un libertino tan sensual como el instinto brutal mismo. Y derramarías sobre el mundo todas las úlceras acumuladas y los males crónicos atrapados por tu libertinaje.

Jaques.—¡Pues qué! ¿Acusa á persona alguna en particular, quien clama contra el orgullo? ¿No fluye con tanta pompa como el mar, hasta que refluye contra los mismos medios que lo sustentan? ¿A qué mujer de la ciudad habré nombrado, si digo que la mujer de la ciudad lleva en sus hombros impúdicos el precio pagado por príncipes? ¿Cuál de ellas puede venir á decirme que he querido hablar de ella, cuando su vecina es ni más ni menos que ella misma? ¿Ó quién es aquél aun de la más baja condición que (pensando que aludo á él) dice, que su magnificencia no existe á expensas mías, sin que en ello ajuste su propia necedad al tenor de mi discurso? Ahora bien: ¿qué resulta? Dejadme ver en qué le habrá ofendido mi lengua. Si le ha hecho justicia, será él quien se habrá ofendido á si propio; si no, mi invectiva habrá pasado volando como el ganso silvestre que ningún hombre reclama por suyo. Pero ¿quién viene? (Entra Orlando, espada en mano.)

Orlando.—Deteneos y no sigáis comiendo.

Jaques.—Pues aún no he probado bocado.

Orlando.—Ni lo probaréis antes que la miseria sea socorrida.

Jaques.—¿Qué clase de pájaro es este?

Duque.—¿Es la miseria la que te hace proceder así, hombre atrevido, ó eres un grosero ignorante de los buenos modales, para mostrarte tan falto de buena crianza?

Orlando.—Acertasteis al principio. La aguda espina de la más rigorosa necesidad, me privó de mostrarme suave y cortés. Nací tierra adentro, y tengo alguna cultura. Pero, deteneos, repito; porque si alguno toca

—Deteneos, y no sigáis comiendo.
á estos frutos antes que yo haya cumplido mi propósito, morirá.

Jaques.—Y si no admitís razones en respuesta, habré de morir.

Duque.—¿Qué deseáis? Nos forzaría á ser benévolos vuestra cortesía, más que nos inclinaría á la bondad vuestra fuerza.

Orlando.—Estoy casi muerto por el hambre. Dejadme tomar alimento.

Duque.—Sentaos y alimentaos y sed bien venido á nuestra mesa.

Orlando.—¿Habláis afablemente? Os ruego que me perdonéis. Parecíame que todo había de ser salvaje en este lugar, y por eso tomé un aspecto imperioso é inflexible. Pero quienes quiera que seáis, los que en este desierto inaccesible, á la sombra del melancólico ramaje véis correr indiferentes las cansadas horas del tiempo; si alguna vez visteis días mejores; si alguna vez oísteis el tañer de las campanas llamándoos al templo; si os habéis sentado al banquete de un hombre de bien; y si alguna vez enjugasteis de vuestros párpados una lágrima de piedad y sabéis lo que es compadecer y ser compadecidos, dejad que la humildad sea mi principal fuerza, y en tal esperanza envaino, sonrojándome, este acero.

Duque.—En verdad, hemos visto días mejores, y la sagrada campana nos ha llamado al templo, y nos hemos sentado á las fiestas de hombres buenos, y hemos enjugado de nuestros párpados lágrimas arrancadas por la santa piedad; así, pues, sentaos tranquilamente y disponed de cuanta ayuda podemos ofrecer en alivio de vuestras necesidades.

Orlando.—Pues bien: aplazad por pocos momentos vuestro alimento, mientras voy, como la cierva, en busca de mi cervato para alimentarlo. Hay allí un pobre anciano que siguió con paso fatigado mi largo camino, movido por el más desinteresado afecto. Hasta que él, oprimido por dos causas de debilidad—los años y el hambre—sea satisfecho primero, yo no probaré bocado.

Duque.—Id á traerlo, y nada será tocado hasta que volváis.

Orlando.—Os lo agradezco, y sed bendecidos por vuestro auxilio. (Sale.)

Duque.—Ya lo ves: no somos los únicos desgraciados. Este vasto teatro del mundo, presenta escenas aún más dolorosas que esta en que tomamos parte.

Jaques.—Todo el mundo es un escenario, y todos, hombres y mujeres, son meros actores. Todos tienen sus entradas y salidas, y cada hombre en su vida representa muchos papeles, siendo los actos siete edades. Al principio, infante que lloriquea en brazos de la nodriza. Luégo lloroso rapaz, con su saquillo y su luciente cara matutina, arrastrándose de mala gana á la escuela, con paso de caracol. Después, enamorado, suspirando como una fragua, con una triste balada compuesta á las cejas de su dama. En seguida, soldado, lleno de extrañas imprecaciones, bigotudo como el leopardo, celoso del honor, súbito y pronto en la pendencia, buscando la efímera reputación hasta en la boca del cañón. Más tarde, juez, de redondo y prominente abdomen bien aforrado de capón, de severa mirada y barba cortada en estilo serio, lleno de sesudos adagios y de modernas citas: y así desempeña su papel. En la sexta edad múdase en enjuto arlequín, calzado de chinelas, puestas en la nariz las antiparras y el saco al costado, y con las bien conservadas bragas de su mocedad flotando en anchos pliegues sobre sus encogidas piernas; y su sonora voz varonil vuelta al tiple de la infancia resopla y silba en su sonido. La última escena de todas, que termina esta extraña y nutrida historia, es la segunda infancia, un mero olvido, sin dientes, sin ojos, sin palabras, sin cosa alguna.

(Vuelve á entrar Orlando con Adam.)

Duque.—Bienvenidos.—Poned en un asiento vuestra venerable carga, y que se alimente.

Orlando.—Os doy mil gracias por él.

Adam.—Así os era menester.—Apenas puedo hablar para hacerlo yo mismo.

Duque.—Bienvenido. Principiad. Por ahora no os molestaré con preguntas acerca de vuestras aventuras.—Dejadnos oir un poco de música, y, buen primo, cantad.


Canto.

Amiens. Sopla, sopla, viento helado,
que no eres tú tan maligno
cual la ingratitud del hombre
ni muerdes con tanto ahinco,
pues no se te puede ver
aunque tu soplo sentimos.
Cantemos, ¡oh, sí, cantemos,
de la enramada el asilo!
Hay mucha amistad fingida
y muchos amores frívolos,
mas ¡oh! bajo la enramada
la vida es un regocijo.

Hiela, hiela, crudo cielo,
que no ofendes con tu frío
como el pago que los hombres
dan al bien con el olvido.
Tú tornas el agua en hielo;
mas tu soplo no es tan frío
como el triste desengaño
de ver que olvida un amigo.
Cantemos, ¡oh, sí! etc., etc.

Duque.—Si sois hijo del buen sir Rowland, como me lo habéis fielmente dicho al oído, y como ven mis ojos por su imagen vivamente retratada y viviente en vuestro rostro; sed, en verdad, bienvenido aquí. Soy el duque que amó á vuestro padre. Vendréis á mi cueva á decirme el fin de vuestras aventuras.—Buen anciano, bienvenido eres también, como tu señor. Dadle el brazo, y á mí la mano; y hacedme comprender toda vuestra situación. (Salen.)




ACTO III.

ESCENA I.
Un cuarto en el palacio.
Entran el DUQUE FEDERICO, OLIVERIO, nobles y séquito.
DUQUE FEDERICO.

N

o verle desde entonces? Señor mío, eso no puede ser. Si no fuera la piedad la principal parte de mí mismo, no buscaría un objeto ausente para saciar mi venganza, hallándote tú aquí. Pero ten cuidado: encuentra á tu hermano donde quiera que esté; búscalo con una linterna: tráelo vivo ó muerto, dentro del plazo de un año, ó jamás vuelvas á buscar tu vida en nuestro territorio. Tus tierras y cuanto hay secuestrable en lo que llamas tuyo, quedan secuestrados en nuestras manos, hasta que puedas justificarte por boca de tu hermano de las sospechas que abrigamos contra ti.

Oliverio.—¡Oh, si conociera Vuestra Alteza mis sentimientos en esto! Jamás en mi vida he amado á mi hermano.

Duque.—Pues eres tanto más vil por eso. ¡Echadle fuera! Y que vayan mis funcionarios á quienes tal incumbe, á embargarle casa y tierras. Hacedlo al punto, y despedidle en seguida. (Salen.)

ESCENA II.
El bosque.

Entra ORLANDO, con un papel.

Orlando.—Quedad aquí, versos míos, en testimonio de mi amor. Y tú, reina de la noche coronada de triple diadema, observa con tu casta mirada desde tu pálida y alta esfera el nombre de tu cazadora, que domina toda mi existencia.—Estos árboles ¡oh Rosalinda! serán mis libros, y grabaré mis pensamientos en su corteza, para que tus virtudes sean contempladas por todas partes por cuantos seres hay en este bosque.—Corre, corre, Orlando, y graba en cada árbol el nombre de la bella, la casta, la imponderable. (Sale.—Entran Corino y Piedra-de-toque.)

Corino.—¿Y cómo os place esta vida de pastor, señor Piedra-de-toque?

Piedra.—Á la verdad, pastor, que considerada en sí misma es una vida buena, pero como vida de pastor no vale nada. Me gusta bastante porque es solitaria; pero siendo tan retraída, es una vida muy despreciable. Agrádame también por lo que tiene de campestre, pero me fastidia el que no sea en la corte. Y notad que cuadra bien á mi temperamento, porque es una vida económica; pero como no ofrece mucha abundancia, mi estómago no se aviene con ella. Pastor: ¿tienes algo de filósofo?

Corino.—No más que lo suficiente para comprender que cuanto más enfermo está uno, peor se siente; que faltan tres buenos amigos á quien no tiene dinero, medios y satisfacción; que la lluvia moja y el fuego quema; que el buen pasto engorda al rebaño; y que entra por mucho el que no haya sol para que sea de noche; y que quien no adquirió ingenio por la naturaleza ó por el arte, puede quejarse ó de su educación ó de su mala estirpe.

Piedra.—Un hombre así es un filósofo natural. ¿Has estado alguna vez en la corte, pastor?

Corino.—No, por cierto.

Piedra.—Pues entonces estás condenado.

Corino.—Espero que no.

Piedra.—Condenado, en verdad. Te tostarán por un lado como huevo mal frito.

Corino.—¿Por no haber estado en la corte? ¿Y por qué?

Piedra.—Es claro. No habiendo estado en la corte nunca has visto buenos modales; y no habiendo visto buenos modales, los tuyos tienen que ser muy malos; y lo malo es un pecado y el pecado se condena. En mal trance te veo, pastor.

Corino.—Nada de eso, Piedra-de-toque. Tan ridículos son en el campo los buenos modales de la corte, como risibles en la corte las maneras del campo. Me habéis dicho que en la corte no saludáis sino que besáis las manos. Tal cortesía no fuera decente, si los cortesanos fuesen pastores.

Piedra.—Un ejemplo, pronto; vamos, un ejemplo.

Corino.—Continuamente manoseamos nuestras ovejas, y sabéis que sus vellones son grasientos.

Piedra.—¡Pues qué! ¿No sudan las manos de los cortesanos? ¿Y no es tan saludable la grasa de un carnero como el sudor de un hombre? La razón que alegas es fútil. Dame un ejemplo mejor. Vamos á ello.

Corino.—Además, nuestras manos son ásperas.

Piedra.—Así las sentirán más pronto vuestros labios. Otra futileza. ¡Ea! Veamos mejor ejemplo.

Corino.—Y á menudo tenemos las manos embreadas con los remedios que aplicamos á nuestros rebaños. ¿Os gustaría besar brea? Las manos de los cortesanos están perfumadas con algalia.

Piedra.—¡Oh hombre insustancial! Eres comida de gusanos comparada con un buen pedazo de carne fresca.—Aprende de los sensatos y reflexiona. La algalia es de más baja estirpe que la brea: es una asquerosa secreción de un gato.—Vamos: mejora el ejemplo, pastor.

Corino.—Tenéis, como cortesano, demasiado ingenio para mí.—Me callaré.

Piedra.—¿Quieres condenarte, pues? Dios te valga, hombre superficial! Dios te abra la mollera, porque no sabes nada.

Corino.—Señor, soy un honrado labrador, que gano lo que como y lo que visto; que no aborrezco á nadie ni envidio la dicha de ningún hombre; que me alegro del bien de los demás y me resigno á mi propio daño; y mi mayor orgullo se reduce á ver pastar mis ovejas y amamantar mis corderos.

Piedra.—He ahí otro pecado de ignorancia en que caéis: juntar moruecos y ovejas, prometiéndoos ganar la vida por la cópula del ganado: servir de tercero á un carnero-guía, y sacrificar una ovejita de año entregándola á un morueco viejo, de patas torcidas, y de todos modos cornudo, faltando en ello á toda equidad y proporción. Si no te condenas por esto, á fe que no querrá coger nunca pastores el diablo. No veo por cuál otro motivo escaparías.

Corino.—Aquí viene el joven señor Ganimedes, el hermano de mi nueva ama.

(Entra Rosalinda, leyendo un papel.)

Rosalinda. No hay desde Oriente á Poniente
joya como Rosalinda.

Do quiera lleva el ambiente
la fama de Rosalinda.
El cuadro más refulgente
negro es junto á Rosalinda.
Ni recuerde faz la mente
sino la de Rosalinda.


Piedra.—Pues yo os haré rimas por el estilo ocho años seguidos, exceptuando solamente las horas de almorzar, comer y dormir.

Rosalinda.—¡Calla, loco!

Piedra.—Va de muestra:

Si falta al ciervo una cierva
venga y busque á Rosalinda.
¿Su especie el gato conserva?
Lo mismo hará Rosalinda.
El forro el calor conserva:
otro tanto Rosalinda.
Quien siega ha de atar la yerba,
y al carro con Rosalinda.
Como en nuez dulce, se observa
corteza agria en Rosalinda.

La rosa de amor enerva
y punza, cual Rosalinda.

Este es el fastidioso martilleo de los versos. ¿Por qué os contagiáis con él?

Rosalinda.—¡Silencio, tonto! Los encontré en un árbol.

Piedra.—Á fe mía que da mal fruto.

Rosalinda.—Pues lo ingertaré contigo, que será ingertarlo con un níspero, y así será el fruto más temprano del país; porque os habréis podrido antes de estar medio maduro, que es la condición propia del níspero.

Piedra.—Eso decís; pero si cuerdamente ó no, que lo decida el bosque. (Entra Celia, leyendo un papel.)

Rosalinda.—Guardad silencio y haceos á un lado, que aquí viene mi hermana leyendo.

Celia. ¿Y habrá silencio en el desierto bosque
porque nadie lo habita?
No: que á cada árbol prestaré una lengua
que bellas cosas diga.
Una dirá cuán presto cruza el hombre
la senda de la vida,
de cuyo espacio el hueco de la mano
encierra la medida.
Y otra los olvidados juramentos
de dos almas amigas.
En las más bellas ramas y al extremo
de las mejores líneas,
grabaré embelleciendo mis sentencias
un nombre: Rosalinda.
Y cuantos lean notarán que el cielo
quiso mostrar un día
juntas en breve espacio, sus más bellas
y nobles maravillas.

Á la naturaleza dió el encargo
de un cuerpo en que se anidan
todas las gracias juntas y aumentadas;
por eso ella combina
la hermosa faz, no el corazón, de Helena:
la majestad altiva
de Clëopatra, el alma de Atalantoa,
de Lucrecia la esquiva
modestia; y con mil prendas quiso el cielo
juntar en Rosalinda
de corazones, rostros y miradas
la suprema valía.
Tan bellos dones quiso dar el cielo
á su obra favorita
para que siendo yo su esclavo siempre
rinda á sus piés mi vida.

Rosalinda.—¡Oh Dios de misericordia! ¡Y qué fastidiosa homilia de amor habéis hecho pesar sobre vuestros feligreses, sin daros la pena de decir siquiera: «¡Tened paciencia, buenas gentes!»

Celia.—¿Qué es esto? ¡Atrás, amigos! Pastor, retírate un poco: y tú, vete con él, bellaco.

Piedra.—Ven, pastor. Pongámonos en honrosa retirada, si no con carros y bagajes, al menos con zurrón y cayado. (Salen Corino y Piedra-de-toque.)

Celia.—¿Oiste esos versos?

Rosalinda.—Sí: todos ellos y aun más; porque algunos tenían más piés que los que el verso admite.

Celia.—Eso no importa: los versos podrán así caminar por sus piés.

Rosalinda.—Bien; pero como eran piés quebrados, el verso no podía caminar con ellos, y por esto los piés hacían que los versos anduviesen cojeando.

Celia.—¿Pero no te ha admirado el oir que tu nombre estuviese suspendido y grabado en estos árboles?

Rosalinda.—Hacía ya una eternidad que me había pasado el asombro cuando vinisteis; porque, ved lo que encontré en el tronco de una palmera. Jamás había sido yo tan asendereada en versos, desde los días de Pitágoras, en que fuí una rata irlandesa, cosa que ya casi se me había escapado de la memoria.

Celia.—¿Adivinas quién lo ha hecho?

Rosalinda.—¿Un hombre?

Celia.—Y que lleva en el cuello una cadena que fué tuya. ¡Cómo! ¿Cambiáis de color?

Rosalinda.—¿Quién? Te lo suplico.

Celia.—¡Válgame Dios! No es cosa tan fácil que dos amigos se encuentren; pero hasta las montañas si las traslada un terremoto, se encuentran.

Rosalinda.—Pero ¿él? ¿Quién es él?

Celia.—¿Es posible?

Rosalinda.—Te vuelvo á rogar y más encarecidamente aún, que me digas quién es.

Celia.—¡Asombroso, asombroso! Asombro de los asombros! ¡Y otra vez aún, prodigioso sobre toda ponderación!

Rosalinda.—¡Por mi estampa! ¿Te imaginas que porque llevo un traje de hombre, tengo el alma vestida de pantalón y chaqueta? Un minuto más de demora, es todo un viaje al rededor del mundo. Ruégote decir ¿quién es? Pronto y habla aprisa. Desearía que tartamudeases, á ver si así echabas por la boca á este misterioso hombre, como el vino por el angosto cuello de la botella. Ó demasiado, ó nada. Te suplico que quites el corcho á tu boca para beber yo las nuevas.

Celia.—Así podrías engullirte un hombre.

Rosalinda.—¿Es hechura de Dios? ¿Qué especie de hombre? ¿Vale la pena su cabeza de que lleve sombrero? ¿Tiene cara como para barbas?

Celia.—De barbas, pocas tiene.

Rosalinda.—Pues Dios le enviará más, si él es agradecido. Déjame conocer su cara, y yo dejaré que le crezcan las barbas.

Celia.—Es el joven Orlando; el que hizo dar á un mismo tiempo aquella voltereta al luchador Carlos y á tu corazón.

Rosalinda.—¡Da al diablo las bromas! Habla seriamente y á fe de doncella de buena ley.

Celia.—Pues á fe de tal, prima, que es él.

Rosalinda.—¿Orlando?

Celia.—Orlando.

Rosalinda.—¡Desdichado día! ¿Qué voy á hacer ahora con mi justillo y mis bragas? ¿Qué hizo cuando le viste? ¿Qué dijo? ¿Qué aspecto tenía?¿Qué hace aquí? ¿Preguntó por mí? ¿Adónde vive? ¿Cómo se despidió de ti? ¿Y cuándo volverás á verle? Respóndeme en una palabra.

Celia.—Primero, consigue prestada para mí la boca de Gargantua. La palabra que pides no cabría en ninguna boca de las que se ven en nuestro tiempo. Decir sí y no á todos esos detalles, sería más que responder al Catecismo.

Rosalinda.—Pero ¿sabe él que estoy en este bosque y en traje de hombre? ¿Parece tan lozano como el día de la lucha?

Celia.—Satisfacer las preguntas de los amantes, es tan fácil como contar los átomos. Consuélate con saber que le he encontrado, y saborea esta buena observación. Lo hallé en tierra al pié de un árbol, como una bellota caída.

Rosalinda.—Árbol que deja caer tal fruto no puede ser sino el árbol de Jove.

Celia.—Concededme audiencia, mi buena señora.

Rosalinda.—Continúa.

Celia.—Estaba acostado cuan largo es, como un caballero herido. Rosalinda.—Aunque es lástima ver semejante cuadro, debía venir bien á la decoración.

Celia.—Ataja tu lengua, por Dios. Se pone á saltar fuera de tiempo. Vestía de cazador.

Rosalinda.—¡Siniestro presagio! Viene á traspasar mi corazón.

Celia.—Quisiera entonar la canción sin tropiezo; pero me haces desafinar.

Rosalinda.—¿No sabes que soy mujer? Cuando pienso, tengo de hablar. Sigue, querida mía, sigue.

(Entran Orlando y Duque.)

Celia.—Me sacáis de mis casillas. ¡Calla! ¿no es él quien viene?

Rosalinda.—El es. Escóndete y obsérvalo.

(Celia y Rosalinda se retiran.)

Jaques.—Gracias por vuestra compañía; pero en verdad me habría sido lo mismo estar solo.

Orlando.—Lo mismo que á mi. Sin embargo, por cumplir con la moda, os doy también las gracias por vuestra sociedad.

Jaques.—Id con Dios. Procuremos encontrarnos lo menos posible.

Orlando.—Prefiero que seamos enteramente extraños cada uno para el otro.

Jaques.—Y os ruego que no echéis á perder los árboles escribiendo canciones amorosas en su corteza.

Orlando.—Y os ruego que no echéis á perder mis versos leyéndolos con tan poca gracia.

Jaques.—¿Es Rosalinda el nombre de vuestra amada?

Orlando.—Precisamente.

Jaques.—No me gusta su nombre.

Orlando.—Sin duda no la bautizaron así para daros gusto.

Jaques.—¿Qué estatura tiene?

Orlando.—La que llega hasta mi corazón. Jaques.—Siempre tenéis bonitas respuestas. ¿No habéis tenido amistad con esposas de joyeros, y habéis aprendido esas respuestas en las inscripciones de las sortijas?

Orlando.—Nada de eso. Os respondo como las telas pintadas, en las cuales habéis estudiado las preguntas.

Jaques.—Tenéis el ingenio muy vivo. Parece que le hubieran sacado de los piés de Atalante. ¿Queréis que nos sentemos juntos? Echaremos pestes contra nuestras amadas, el mundo y todas nuestras desdichas.

Orlando.—No murmuraré de alma viviente en el mundo, sino de mí mismo, que es en quien más defectos advierto.

Jaques.—El peor que tenéis es estar enamorado.

Orlando.—Pues no cambiaría tal defecto por la mejor de vuestras virtudes. Ya me habéis cansado.

Jaques.—Á fe mía que andaba en busca de un necio cuando dí con vos.

Orlando.—Se había ahogado en el arroyo. Si os asomáis al agua le veréis la cara.

Jaques.—Allí no veré sino la mía.

Orlando.—Pues tengo para mí que si es cara de algo es la de un tonto.

Jaques.—No gastaré más palabras con vos. ¡Adios, señor don Cupido!

Orlando.—Gracias á Dios que os váis. Adios, señor don Quejumbres.

(Sale Jaques.—Celia y Rosalinda se adelantan.)

Rosalinda.—Le hablaré como un paje impertinente, y así disfrazada le haré alguna travesura. ¿Oís?

Celia.—Bien ¿qué queréis?

Rosalinda.—¿Qué hora ha dado?

Orlando.—Deberíais preguntar qué hora es, no qué hora ha sonado. No hay reloj en el bosque.

Rosalinda.—Es decir que no hay en el bosque ningún verdadero enamorado; porque á razón de suspiro por minuto y de gemido por hora, podría contar tan bien como un reloj el paso tardío del tiempo.

Orlando.—¿Y no sería más propio decir el paso veloz del tiempo?

Rosalinda.—De ningún modo, señor. El tiempo camina con diferente paso para diferentes personas. Os diré para quién va con paso de andadura, para quién trota, para quién galopa y para quién se para é inmoviliza.

Orlando.—Os ruego me digáis ¿para quién trota?

Rosalinda.—Á fe, trota duramente para la joven doncella desde el contrato de matrimonio hasta la bendición nupcial. Y aunque el intervalo no pase de siete días, se hace tan duro el paso del tiempo, que parece haber medido siete años.

Orlando.—¿Y para quién va á paso de andadura?

Rosalinda.—Para el clérigo que no sabe bien el latín, y para el rico que no padece de la gota; porque aquel duerme bien no teniendo estudio que le desvele; y éste vive alegremente no sintiendo dolor. Falta al primero el peso de la faena con que la instrucción debilita y consume: al otro la fastidiosa carga de la pobreza. Para ambos va el tiempo á paso de andadura.

Orlando.—¿Y para quién galopa?

Rosalinda.—Para el ladrón que va al cadalso; pues aunque vaya tan despacio como pueda ser movido el pié, siempre le parece que llega allí demasiado pronto.

Orlando.—¿Y para quién se detiene?

Rosalinda.—Para los abogados en vacaciones; porque entre el punto que se cierra y el que se abre, se la pasan durmiendo y no perciben la marcha del tiempo.

Orlando.—¿Dónde vivís, lindo mancebo?

Rosalinda.—Con esta zagala, hermana mía, en las faldas del bosque, como fleco de saya.

Orlando.—¿Es este vuestro lugar nativo?

Rosalinda.—Soy en él como el conejo que véis habitar siempre el sitio donde nació.

Orlando.—Vuestra habla parece más refinada que la que puede adquirirse en tan remota habitación.

Rosalinda.—Muchas personas me lo han dicho. Un anciano y devoto tío mío, me enseñó á hablar. Había sido cortesano en su juventud, y conocía demasiado las cosas de la corte, como que allí se había enamorado. Muchas veces le oí disertar contra el amor, y doy gracias á Dios de no ser mujer, por no verme manchado con las liviandades y defectos que echaba en cara á todo el sexo.

Orlando.—¿Podríais recordar algunos de los mayores males de que acusaba á las mujeres?

Rosalinda.—Ninguno era mayor, sino tan parecidos é iguales todos como los ochavos. Cada pecado parecía monstruoso, hasta que venía á igualarlo el inmediato.

Orlando.—Ruégote que repitas algunos.

Rosalinda.—No: no desperdiciaré mi remedio dándolo á quien no está enfermo. Por ahí anda un hombre que vagabundea en el bosque, maltrata nuestras plantas tiernas grabando Rosalinda en sus cortezas; cuelga odas en los espinos y elegías en las zarzas, y todo con el propósito de divinizar el nombre de Rosalinda. Si tropezara yo con este visionario, le daría un buen consejo, porque parece que le aqueja la fiebre cuotidiana del amor.

Orlando.—Soy yo quien está tan enfermo de amor y os suplico me digáis vuestro remedio.

Rosalinda.—No veo en vos ni siquiera una de las señales que decía mi tío. Él me enseñó á conocer á los enamorados, y de seguro que no estáis aprisionado en su jaula de mimbres.

Orlando.—¿Qué señales eran esas?

Rosalinda.—Mejillas enjutas, que no tenéis; ojos ojerudos y hundidos, que no tenéis; espíritu esquivo, que no tenéis; una barba descuidada, que no tenéis.— ¡Ah! ¡Perdonad! el no tener barba es en vos herencia de hermano menor. Y luégo, debíais andar con las medias sin ligas, el sombrero sin cinta, las mangas sin botones, el calzado sin abrochar, y cada cosa de vuestra persona mostrando el abandono de la desolación.—Pero no sois tal hombre.—Antes bien parecéis esmerado en el vestir, como quien ama su propia persona mucho más que lo que pareciera amar á otra.

Orlando.—Hermoso joven, quisiera poder convencerte de que amo.

Rosalinda.—¡Convencerme! Más fácil sería convencer á la que amáis; lo cual, os aseguro, ella no confesaría por más que lo creyera; y este es uno de los puntos en que las mujeres desmienten su conciencia.—Pero, en toda seriedad ¿sois vos quien cuelga en los árboles los versos en que se alaba tanto á Rosalinda?

Orlando.—Te juro, joven, por la casta mano de Rosalinda, que ese desgraciado soy yo, yo mismo.

Rosalinda.—¿Pero estáis realmente tan enamorado como lo dicen vuestros versos?

Orlando.—No hay rima ni discurso que lo puedan expresar tanto como es.

Rosalinda.—El amor no es más que una locura, y os aseguro que merece tanto una celda oscura y un látigo, como los otros alienados.—Y si alguna causa hay para que así no se les castigue y cure, es el ser la locura tan general que hasta los azotadores andan enamorados.—No obstante, estoy seguro de curarla con mis consejos.

Orlando.—¿Habéis curado así á alguien?

Rosalinda.—Sí, á uno. Convenimos en que se imaginaría que yo era su amante, su Dulcinea, y le puse á hacerme la corte cada día; en cuya ocasión, yo, que era un chiquillo caprichoso, aparecía triste, afeminado, antojadizo, soberbio, fantástico, de mal humor, frívolo, inconstante, ya lleno de sonrisas, ya de lágrimas; dando algo para cada pasión, y verdaderamente todo para la carencia de pasión,—como que muchachos y mujeres son á este respecto ganado de la misma pinta; tan pronto gustaba de él como le aborrecía; ya buscaba su conversación, ya huía de su compañía; ora lloraba por él, ora le ultrajaba; de manera que lo hice pasar de su furiosa locura de enamorado, á una locura mansa, cual fué la de alejarse del torrente mundano para refugiarse en el arroyuelo monástico.—Así lo curé; y así me comprometo á curaros, dejando vuestro corazón más limpio que el de un borrego sano, sin que quede en él ni la más pequeña mancha de amor.

Orlando.—No querría ser curado, mancebo.

Rosalinda.—Pues os curaré, si solamente consentís en llamarme Rosalinda, y en venir todos los días á mi ejido á hacerme la corte.

Orlando.—Bien. Á fe de mi amor, que lo haré. Decidme á dónde es.

Rosalinda.—Venid conmigo y os le mostraré. Mientras caminamos, me diréis en qué parte del bosque vivís. ¿Queréis venir?

Orlando.—Con todo mi corazón, joven amigo.

Rosalinda.—No. Tenéis que llamarme Rosalinda. ¡Ea! ¡Hermana! ¿Quieres venir? (Salen.)

ESCENA III.
(Entran PIEDRA-DE-TOQUE y TOMASA.—Jaques los observa
desde alguna distancia.)


Piedra-de-toque.—Vamos, apúrate, buena Tomasa, yo te traeré las cabras. ¿Y qué tal, Tomasa? ¿Soy todavía el que te conviene? ¿Quedas contenta con esta simple fisonomía?

Tomasa.—¡Fisonomía! ¡Dios nos asista! ¿Qué es fisonomía?

Piedra.—Contigo y tus cabras estoy aquí ni más ni menos que aquel caprichoso poeta, el honrado Ovidio, entre los godos.

Jaques. (Aparte.)—¡Oh erudición mal colocada! ¡Peor que Júpiter bajo tejado!

Piedra.—Cuando los versos de un hombre no pueden ser comprendidos, ni secundado su ingenio por el entendimiento, se le mata más pronto que si se le cobraran por el alquiler de un cuartito las cuentas del gran capitán.—Verdaderamente me habría alegrado de que los dioses te hubiesen hecho poética. Tomasa.—No sé qué quiere decir poética. ¿Es algo de honrado en la acción y en la palabra? ¿Es cosa de buena ley?

Piedra.—En cuanto á eso, no; porque la mejor poesía es la que finge mejor. Los enamorados son muy dados á poesías; y lo que en ellas juran, se puede decir que, como amantes, lo fingen.

Tomasa.—¡Y así queréis que los dioses me hubiesen hecho poética!

Piedra.—Por cierto que sí; porque me juraste que eres honrada: y si fueras poetisa, me quedaría alguna esperanza de que me engañabas.

Tomasa.—¡Qué! ¿No me querríais honrada?

Piedra.—Es claro que no; á menos que fueses muy fea; porque añadir la honradez á la belleza, es como endulzar el azúcar añadiéndole miel.

Jaques.—(Aparte.)—¡Un idiota consumado!

Tomasa.—Bien. No soy hermosa, y por lo mismo ruego á los dioses que me conserven honrada.

Piedra.—En verdad, prodigar la honradez en una fregona pestífera, sería poner un manjar sabroso en un plato sucio.

Tomasa.—Aunque fea, no soy, á Dios gracias, una mujer de esa clase.

Piedra.—Bueno: demos gracias á Dios por tu fealdad. Lo demás vendrá con el tiempo. Pero sea de ello lo que fuere, me casaré contigo; y con tal fin me he visto con D. Oliverio Dañatextos, cura de la aldea vecina.—Me ha prometido venir á este sitio del bosque y unirnos.

Jaques. (Aparte.)—Ya querría yo ver esta entrevista.

Tomasa.—Bien, y que los dioses nos dén regocijo.

Piedra.—Amen. Un hombre de corazón apocado vacilaría antes de acometer la empresa; porque aquí no tenemos más templo que el bosque, ni más congregación que los animales de cuernos. Pero ¿y qué? ¡Valor! Por odiosos que sean, los cuernos son necesarios. Suele decirse que muchos ricos no saben todo lo que tienen.—Exacto.—Y muchos hombres tienen buenos cuernos y nunca sabrán cuántos, ni cuáles serán los últimos. Bien: es la dote que le da la mujer; no es cosa que él mismo ha traído al matrimonio. ¿Cuernos? Ni más ni menos. ¿Y sólo para los pobres? No: no. El más noble ciervo los tiene tan desmesurados como el plebeyo. ¿Es acaso feliz por eso el soltero? No: pues así como vale más una ciudad amurallada que una aldea, así la frente del marido es más honorable que la frente desnuda del soltero; y así como es más valiosa la defensa que la impericia, así es también más precioso en igual grado tener un buen cuerno que necesitarlo. (Entra Oliverio Dañatextos.) Aquí viene el señor Oliverio Dañatextos. Mucho me alegro de veros, señor. ¿Queréis despacharnos aquí, á la sombra de este árbol, ó deberemos ir con vos á vuestra capilla?

Oliverio.—¿No hay alguien aquí para servir de padrino á la novia y entregarla?

Piedra.—No la tomara yo como dádiva de hombre alguno.

Oliverio.—Pero si no es dada la novia, el matrimonio no es legítimo.

Jaques. (Presentándose.).—Continuad: yo la daré.

Piedra.—Buenas tardes, señor de....... Cómo os llamáis? ¿Qué tal os va? Me alegro mucho de encontraros. Dios os premie por vuestra última visita. Tengo sumo placer en veros. ¿Tenéis aún esa friolera en la mano? Vamos, cubríos, os ruego.

Jaques.—¿Os queréis casar, bufón?

Piedra.—Como tienen el buey su yugo, el caballo su brida y el halcón sus cascabeles, así tiene el hombre sus deseos; y como se arrullan las palomitas, así quiere el matrimonio andar picoteando.

Jaques.—¿Y es posible que un hombre de vuestra condición se case á escondidas como un pordiosero? Id al templo y tomad un buen sacerdote que os pueda decir lo que es el matrimonio: este mozo no hará más que juntaros como dos piezas de ensambladura; y luego uno de vosotros empezará á encogerse, como madera verde, y al fin todo quedará torcido.

Piedra.—(Aparte.)—Pues me inclino más á que me case este que otro; porque no tiene trazas de casarme en regla; y no siendo en regla el casamiento, ya tendré más tarde una buena excusa para dejar plantada á mi mujer.

Jaques.—Venid conmigo, y dejad que os aconseje.

Piedra.—Ven, dulce Tomasa. Hemos de casarnos, ó viviremos á salto de mata.

No:¡Oh digno Oliverio!
¡Oh bravo Oliverio!
No me dejes atrás!
Pero;Velas y buen viento
Márchate al momento.
No me cases jamás.
(Salen Jaques, Piedra y Tomasa.)

Oliverio.—No importa.—Nunca me desviará de mi vocación ninguno de estos antojadizos bellacos.

(Sale.)
ESCENA IV.
La misma. Delante de una casa de campo.
Entran ROSALINDA y CELIA.

Rosalinda.—No me digas palabra; romperé en llanto.

Celia.—Hazlo, te ruego; pero ten la bondad de considerar que no sientan bien las lágrimas á un hombre.

Rosalinda.—¿Pero no tengo motivo para llorar? Celia.—Tanto como se puede desear.—Así, pues, llora.

Rosalinda.—Hasta su cabello es del color de la falsedad.

Celia.—Un poco más oscuro que el de Judas; y á fe que sus besos son nietos legítimos de los de éste.

Rosalinda.—Por cierto, tiene el cabello de bonito color.

Celia.—Excelente.—No hay color como tu castaño.

Rosalinda.—Y tiene un modo de besar tan casto, como el contacto del pan bendito.

Celia.—Ha comprado un par de labios fundidos en el molde de los de Diana.—Una monja de la hermandad del invierno no pondría en sus besos compunción más edificante.—Hay en ellos una castidad de hielo.

Rosalinda.—Pero ¿por qué juró venir esta mañana y no viene?

Celia.—Lo cierto es que no hay verdad en él.

Rosalinda.—¿Te parece?

Celia.—Sí: no le tengo por un ratero ni por un ladrón de caballos: pero en cuanto á su sinceridad en amor, la juzgo tan hueca como un cubilete ó como una nuez carcomida.

Rosalinda.—¿Falso en amor?

Celia.—Sincero, cuando está enamorado; pero creo que no lo está.

Rosalinda.—Le habéis oído jurar que sí lo está.

Celia.—«Estaba», es una cosa, y «está» es otra. Fuera de esto, los juramentos en los enamorados no tienen más fuerza que las palabras de los taberneros: sólo sirven para confirmar cuentas mentirosas. Él se halla aquí en el bosque al servicio del duque vuestro padre.

Rosalinda.—Ayer encontré al duque y tuve larga conversación con él. Preguntóme de qué familia desciendo, y le dije que de una tan buena como él; lo cual hizo que se riera y me dejara ir. Pero ¿á qué hablamos de padres, habiendo un hombre como Orlando?

Celia.—¡Oh, es un gallardo sujeto! Escribe gallardos versos, dice gallardas palabras, hace gallardos juramentos y gallardamente los quebranta, como de través, en el corazón de su amante; como el justador novicio que espolea su caballo por un solo lado, y rompe su lanza como un gallardo majadero. Pero donde impera la juventud y guía el paso la locura, todo es gallardo! ¿Quién viene ahí? (Entra Corino.)

Corino.—Señor, y amo mío, habéis indagado más de una vez acerca de aquel pastor que se quejaba de amores, á quien visteis sentado junto á mí en el césped alabando á la altiva y desdeñosa zagala que fué su amante.

Celia.—Y bien: ¿qué es de él?

Corino.—Si deseáis ver representar un verdadero espectáculo, entre el pálido aspecto del verdadero amor, y el encendido color del altivo desdén y del desprecio, caminad un breve espacio y os conduciré.

Celia.—Ea! vamos. La vista de unos enamorados alimenta á los otros. Déjanos contemplar esa vista, y podrás decir que también he desempeñado un activo papel en su comedia.

(Salen.)
ESCENA V.
Otra parte del bosque.
Entran SILVIO y FEBE.

Silvio.—No me desprecies, dulce Febe, no. Dí que no me amas, pero no lo digas con encono. El verdugo, cuyo corazón está endurecido por el hábito de ver la muerte, no deja caer el hacha sobre la cerviz inclinada sin pedir perdón primero. ¿Quieres ser más dura que aquel que por oficio pasa toda su vida entre la sangre?

(Entran Rosalinda, Celia y Corino á cierta distancia.)

Febe.—No querría ser tu verdugo, y huyo de ti porque no deseo hacerte mal. Me dices que mis ojos despiden la muerte; pero se me antoja que es cosa muy probable el que los ojos—la parte más débil y suave, la que se cierra hasta por temor á un grano de polvo—no puedan ser llamados tiranos, carniceros, asesinos! Pues bien: ahora te miro con el mas entrañable enojo, y que mis ojos te maten en este momento, si son capaces de herir. Finge que te desmayas, ea! Déjate caer por tierra; ó si no puedes, al menos por vergüenza no digas que mis ojos son asesinos. Muéstrame la herida que te han hecho. Púnzate, aunque sólo sea con un alfiler, y te quedará alguna señal: apóyate, aunque sólo sea sobre un junco, y la mano conservará siquiera por unos instantes la huella de la presión. Pero mis ojos ahora que se han clavado ceñudos en ti, no te lastiman; y, estoy segura de ello, ningunos ojos tienen fuerza para hacerlo.

Silvio.—¡Oh amada Febe! Si alguna vez (y acaso se halle próxima) encuentras en alguna fresca mejilla el poder de la fantasía, entonces sabrás qué invisibles heridas hacen las agudas flechas del amor.

Febe.—Pues hasta entonces no te me acerques; y cuando suceda, persígueme con tus burlas y no me compadezcas, así como yo no he de compadecerte hasta entonces.

Rosalinda. (Avanzando.)—¿Y sabréis decirme por qué? ¿De qué madre habéis nacido que así insultáis y desdeñáis y abrumáis á un desdichado? Pues aunque tuviérais más belleza (y, á fe mía, no veo que tenéis más que la necesaria para acostaros á oscuras) ¿habríais de ser por eso orgullosa é implacable? ¿Por qué me miráis así? No veo en vos más que una de tantas obras vulgares de la naturaleza. ¡Por vida mía! ¡Pienso
—¡Por amor de Dios, no os vayais à enamorar de mi:
no me gustáis!
que quiere también confundir mis ojos! No, por cierto, soberbia dama, no esperéis tal. No son vuestras cejas color de tinta, vuestro cabello de seda negra, vuestros ojos de abalorio, ni vuestra mejilla de natas, lo que podría subyugar mi ánimo á vuestra adoración. Necio pastor: ¿por qué la seguís como el brumoso viento del Sur, lleno de ráfagas y lluvia? Sois mil veces mejor como hombre que ella como mujer; y son los necios, como vos, quienes llenan el mundo de hijos desgraciados. Sois vos y no su espejo quien la adula; y á causa de vos, se ve ella mucho mejor que lo que pueden mostrarla sus propias facciones. Pero, señora, conoceos bien, poneos de rodillas, y dad gracias al cielo, con el ayuno, por el amor de un hombre honrado. Y tengo que deciros una verdad al oído: Vended cuando podáis; no sois artículo que tendría salida en cualquier mercado. Pedid perdón al hombre; amadle; aceptad su oferta. Es doblemente fea la que añade á la fealdad el desprecio. Tómala, pues, pastor, y quedad con Dios.

Febe.—Hermoso joven, regañadme un año entero. Prefiero vuestras reconvenciones á requiebros de este hombre.

Rosalinda.—Él se ha enamorado de la fealdad de ella, y ella acabará por enamorarse de mi enojo. Si es así, cuanto más airada se muestre contigo, más la atormentaré con palabras amargas. ¿Por qué me miráis así?

Febe.—No por mala voluntad.

Rosalinda.—Por amor de Dios, no os vayáis á enamorar de mí, porque soy más falso que juramento de borracho. Fuera de esto, no me gustáis.—Si queréis saber dónde vivo, es á un paso de aquí, en el olivar. ¿Quieres que nos vayamos, hermana? Pastor, acosadla. Ven, hermana. Pastora, miradle con mejores ojos, y no seáis soberbia. Nadie en el mundo entero sería tan engañado por sus ojos como él. Vamos, á nuestro ejido. (Salen Rosalinda, Celia y Corino.)

Febe.—¡Insensible pastor! Ahora siento la fuerza de esta verdad; ¿quién que amó, no amó á primera vista?»

Silvio.—Adorable Febe...

Febe.—¡Ah! ¿decíais algo, Silvio?

Silvio.—Adorable Febe; compadécete de mí.

Febe.—En verdad, siento veros así, amable Silvio.

Silvio.—Adonde está el pesar, debería hallarse el consuelo. Si mi amorosa pesadumbre os entristece, vuestra tristeza y mi pesar desaparecerían con un poco de amor.

Febe.—Tienes mi afecto. ¿No es casi lo mismo?

Silvio.—Querría poseerte.

Febe.—Eso sería codicia. Silvio, ha pasado el tiempo en que te aborrecía; y, sin embargo, no es que sienta amor por ti; pero desde que te muestras tan capaz de hablar bien de amor toleraré tu sociedad, que me era fastidiosa y aun te ocuparé; mas no esperes otra recompensa que tu propia satisfacción en verte ocupado por mí.

Silvio.—Tan puro y santo es mi amor y tan pobre me encuentro de mercedes, que será para mí abundante cosecha el ir recogiendo las espigas olvidadas por aquel que recogió la cosecha principal. Dame de vez en cuando una sonrisa perdida y ella me hará vivir.

Febe.—¿Conoces al joven que me habló hace poco?

Silvio.—No mucho, pero le he encontrado muchas veces; y ha comprado la casa y los ganados que pertenecían al viejo huraño.

Febe.—No pienses que le ame aunque pregunte por él. No es más que un muchacho petulante. Sin embargo, habla bien. ¿Pero acaso me cuido yo de palabras? Las palabras, no obstante, vienen bien, cuando el que las dice es visto con agrado por el que las oye. Es un bonito joven—no demasiado bonito—pero sin duda alguna es orgulloso. Tiene un orgullo que no le sienta mal. Llegará á ser un hombre en regla. Lo mejor de él es su temperamento; y antes que sus palabras acabasen de hacer una herida, sus ojos la habían ya cicatrizado. No es de alta estatura, aunque sí lo bastante para su edad. La pierna es así, así, pero no está mal. Tienen sus labios un lindo color rosado; un encarnado algo más maduro y lozano que el que colora sus mejillas: la misma diferencia que entre una encendida rosa de Damasco y otra de color mezclado. Mujeres hay, Silvio, que á haberlo examinado minuciosamente, como lo hice, casi se habrían enamorado de él; pero en cuanto á mí, ni le amo ni le aborrezco. Y, sin embargo, más motivo tendría para aborrecerle que para amarle; porque ¿quién le autorizaba á dirigirme reproches? Dijo que mis ojos y mis cabellos son negros; y ahora recuerdo que me trató con desprecio. Me admira el no haberle replicado. Pero en fin de cuentas es lo mismo, ya que cuenta olvidada no es cuenta saldada. Le escribiré una carta que le escueza de veras y tú se la llevarás. ¿Apruebas, Silvio?

Silvio.—Con todo mi corazón, Febe.

Febe.—Pues la escribiré en seguida. Lo que he de decirle está en mi cabeza y en mi corazón. Seré con él lacónica y severa. Ven conmigo, Silvio.

(Salen.)


ACTO IV.

ESCENA I.
La misma.
Entran ROSALINDA, CELIA y JAQUES.
Jaques.

R

uégote, bello joven, que me hagas conocerte mejor.

Rosalinda.—Dicen que sois dado á la melancolía.

Jaques.—Así soy. Me gusta más que la risa.

Rosalinda.—Los que pecan por uno ú otro de ambos extremos son gentes abominables y se exponen más á la moderna crítica que si cayeran en la embriaguez.

Jaques.—Pues paréceme bien que quien está triste guarde silencio.

Rosalinda.—Pues entonces me parece bien ser un poste.

Jaques.—No tengo la melancolía del erudito, que es emulación; ni la del músico, que es fantástica; ni la del cortesano, que es altiva; ni la del soldado, que es ambiciosa; ni la del abogado, que es política; ni la de la dama, que es agraciada; ni la del enamorado, que es todo esto á la vez. La mía es una melancolía peculiar de mí mismo, un compuesto de muchos simples, extraído de muchos objetos; y en verdad, la contemplación de mis viajes, que á menudo absorbe mis meditaciones, es una tristeza en extremo caprichosa.

Rosalinda.—¡Viajero! Pues á fe mía que os sobra motivo para estar triste. Me temo que hayáis vendido vuestras tierras por ir á ver las agenas. Y luégo, haber visto mucho y no tener nada, es tener ojos ricos y manos pobres.

Jaques.—Sí; he ganado experiencia.

(Entra Orlando.)

Rosalinda.—Y vuestra experiencia os entristece. Yo preferiría tener un bufón que me pusiera alegre, y no una experiencia que me pusiera triste. ¡Y todavía viajar por ella!

Orlando.—Buenos días y ventura, amada Rosalinda.

Jaques.—Pues nada; Dios os asista, que estáis hablando en verso suelto.

Rosalinda.—Adios, señor viajero. Parad mientes. Mientras no habléis pronunciando con afectación, os vistáis con extraños trajes, echéis á perder los beneficios de vuestro propio país, reneguéis del amor á vuestra nacionalidad y aun echéis en cara á Dios el haberos dado la forma que tenéis, me costará mucho trabajo creer que habéis navegado ni siquiera en una góndola. (Sale Jaques.) ¿Qué significa esto, Orlando? ¿A dónde habéis estado todo este tiempo? ¿Y sois un amante? Si os acontece hacerme otra partida como esta, no os volváis á presentar á mi vista.

Orlando.—Amada Rosalinda, no ha pasado una hora desde el momento de veros, según mi promesa.

Rosalinda.—¡Faltar una hora entera á una promesa amorosa! En materia de amor, aquel que divida un minuto en mil partes y falte en fracción alguna á la milésima parte del minuto, está, como si se dijera, en manos de la policía del amor; pero yo garantizo que está sano de corazón.

Orlando.—Perdonadme, amada Rosalinda.

Rosalinda.—No. Si habéis de ser tan lento, no volváis á verme. Tanto me valdría tener por pretendiente á un caracol.

Orlando.—¿Un caracol?

Rosalinda.—Sí; pues aunque camina despacio, lleva su casa en la cabeza; mejor dote que la que podéis hacer á mujer alguna. Fuera de esto, lleva consigo su destino.

Orlando.—¿Qué es eso?

Rosalinda.—Los cuernos con los cuales se presume que deben aparecer á mérito de sus esposas aquellos que se os parecen; mientras que él tiene la suerte de venir armado sin que por ello se pueda difamar á su esposa.

Orlando.—La virtud no es fabricante de cuernos; y mi Rosalinda es virtuosa.

Rosalinda.—Y yo soy vuestra Rosalinda.

Celia.—Le agrada daros ese nombre; pero él tiene una Rosalinda de mejor aspecto que vos.

Rosalinda.—Vamos, galanteadme, galanteadme, que estoy de humor de fiesta, y es bastante probable que consienta. ¿Qué me diríais ahora si yo fuera vuestra Rosalinda en alma y cuerpo?

Orlando.—Principiaría por un beso antes de decir nada.

Rosalinda.—No; mejor sería hablar primero, y cuando os viérais embarazado por falta de asunto, podríais aprovechar la oportunidad para los besos. Hay muy buenos oradores que cuando pierden el hilo del discurso se limpian el pecho, y entre los amantes, cuando viene á faltar asunto (lo que Dios no permita en nuestro caso) el mejor método de limpiar el pecho es besarse.

Orlando.—¿Y cuando se niega el beso?

Rosalinda.—Entonces se os obliga á suplicar, y he ahí nuevo asunto.

Orlando.—Pero ¿á quién se le perdería el discurso estando en presencia de la dama que adora?

Rosalinda.—Á vos, por cierto, si fuese yo la dama; ó pensaría que mi honradez no valía tanto como mi discreción. ¿No soy vuestra Rosalinda?

Orlando.—Algún placer encuentro en decir que lo sois, pues así puedo hablar de ella.

Rosalinda.—Pues en nombre de ella os digo que no quiero teneros.

Orlando.—Pues en mi propio nombre os digo que me muero.

Rosalinda.—No, á fe mía; morid por poderes. Este bendito mundo lleva ya cosa de seis mil años de vida, y en todo ese tiempo jamás ha habido varón que haya muerto en persona por enfermedad de amor. Froilo, que es uno de los modelos de amante, tuvo aplastados los sesos por una maza griega; pero hizo cuanto pudo para morir antes. Á no haber sido por una calurosa noche de la canícula, Leandro habría vivido muchos buenos años, por mas que Hero se hubiese metido á monja; pues habéis de saber, buen joven, que no fué al Helesponto mas que por darse una lavada; pero le sobrevino un calambre y se ahogó. Por esto los necios cronistas de aquel tiempo echaron la culpa á Hero de Sestos. Pero todas estas son mentiras. Los hombres se mueren alguna vez y los gusanos se los comen, pero no por amor.

Orlando.—No desearía que mi verdadera Rosalinda fuese de ese modo de pensar; pues protesto que su enojo podría matarme.

Rosalinda.—Por esta mano protesto que no podría matar un mosquito. Pero vamos; seré vuestra Rosalinda en más accesible temperamento y pedidme lo que queráis que os lo concederé.

Orlando.—Pues amadme, Rosalinda.

Rosalinda.—Sí, á fe mía que sí, los viernes y los sábados y todo lo demás.


Orlando.—¿Y quieres que sea tuyo?

Rosalinda.—Por cierto, y veinte por el estilo.

Orlando.—¿Qué dices?

Rosalinda.—¿No eres bueno?

Orlando.—Deseo serlo.

Rosalinda.—Pues entonces, ¿no se puede desear de lo bueno lo más? Ea! hermana! Vos seréis el sacerdote y nos casaréis. Orlando, dadme vuestra mano. ¿Qué decís, hermana?

Orlando.—Casaduos, os ruego.

Celia.—No puedo decir las palabras.

Orlando.—Debéis principiar así: «¿Queréis, Orlando.....

Celia.—Ya estoy. «¿Queréis, Orlando, tomar por esposa á Rosalinda?

Orlando.—Sí, quiero.

Rosalinda.—Sí, pero ¿cuándo?

Orlando.—Por supuesto, ahora mismo, y tan aprisa como pueda ella casarnos.

Rosalinda.—Entonces debéis decir: «Rosalinda, te tomo por esposa.»

Orlando.—Rosalinda, te tomo por esposa.

Rosalinda.—Podría yo pediros que me mostréis vuestra credencial; pero, Orlando, te tomo por esposo.» He aquí una jovencita que se anticipa al sacerdote: y ciertamente, el pensamiento de la mujer se anticipa á sus actos.

Orlando.—Así es con todo pensamiento; tienen alas.

Rosalinda.—Decidme ahora, ¿cuánto tiempo querréis guardarla después de haberla poseído?

Orlando.—Para siempre y un día más.

Rosalinda.—Decid un día sin el siempre. No, no, Orlando. Los hombres son Abril cuando pretenden y Diciembre cuando se casan. Las doncellas son Mayo cuando solteras, pero casadas, cambia la atmósfera. Tendré más celos de ti, que un palomo berberisco de su paloma; seré más bullanguera que un loro cuando asoma la lluvia; más antojadiza que una mona; más voluble en mis deseos, que un mico. Romperé en llanto por nada, como Diana en la fuente, y he de hacerlo cuando estés dispuesto á la alegría; y me reiré como una hiena, y esto cuando te sientas más inclinado á dormir.

Orlando.—Pero ¿haría tal mi Rosalinda?

Rosalinda.—Por vida mía, que hará lo mismo que yo.

Orlando.—¡Oh! Pero ella es sensata.

Rosalinda.—Y de no serlo le faltaría el talento de hacer esto; pues cuanto más sensata, más excéntrica. Cerrad las puertas al ingenio de la mujer y se saldrá por la ventana, cerrad ésta y se escapará por el ojo de la cerradura; obstruíd este agujero y volará con el humo por la chimenea.

Orlando.—El hombre que tenga una mujer de tal ingenio, podrá decir: «Ingenio, ¿adónde te quieres ir?»

Rosalinda.—No podéis usar de este freno para con él, hasta que lo encontréis llevando á vuestra mujer al lecho de vuestro vecino.

Orlando.—¿Y de dónde sacaría ese talento el talento de disculpar eso?

Rosalinda.—Nada más fácil, iba allí en busca vuestra. Jamás podréis tomar á la mujer sin la réplica, á menos que la toméis sin su lengua. ¡Oh! La que no pueda echar siempre á su marido la culpa de cuanto malo ella hace, que no amamante jamás á su hijo, porque lo criará como un idiota!

Orlando.—Rosalinda, me separo de ti por dos horas.

Rosalinda.—¡Ay, amor mío! No puedo pasar dos horas sin ti.

Orlando.—He de asistir al duque en la mesa. Á las dos estaré otra vez contigo.

Rosalinda.—Bien está, idos, idos. Ya me lo había yo presumido. Me lo habían dicho mis amigos y yo no pensaba menos que ellos. Me habéis alucinado con vuestras zalamerías. Todo se reduce á que haya una mujer echada en olvido. Quisiera morir ahora. ¿Vuestra hora es las dos?

Orlando.—Sí, amada Rosalinda.

Rosalinda.—Por mi palabra y de todas veras, así Dios me valga, y por todos los juramentos que no sean ruines ni peligrosos, si faltáis en una tilde á vuestra promesa, si venís un solo minuto después de la hora, os tendré en concepto del más patético embustero y del amante más superficial y del más indigno de la que llamáis Rosalinda, aun escogiendo entre la vasta caterva de desleales. Por tanto, tened cuidado de mi reprimenda y cumplid vuestra promesa.

Orlando.—No menos religiosamente que si fuéseis Rosalinda en persona. Así, hasta luégo.

Rosalinda.—Bueno. El tiempo es el viejo juez que examina á tales delincuentes. Dejemos que el tiempo juzgue. Adios.

(Sale Orlando.)

Celia.—En tu charla amorosa, no has hecho más que maltratar nuestro sexo. Es menester que te pongamos sobre la cabeza tus calzas y tu chaqueta, y hagamos ver al mundo lo que ha hecho el ave á su propio nido.

Rosalinda.—¡Oh, prima, prima hermosa, primita mía, si supieras á cuántos brazos de profundidad estoy sumergida en el amor! Pero es imposible sondear esto. Mi afecto, como la bahía de Portugal, tiene un fondo desconocido.

Celia.—Ó más bien, no tiene fondo; pues cuanto más afecto derramas sobre él, más se sale.

Rosalinda.—Que juzgue cuán profundamente enamorada estoy el mismo bastardo maligno de Venus, engendrado por el pensamiento, concebido por la hipocondria y nacido de la locura; aquel bellaco ceguezuelo que engaña los ojos de cada cual, porque él no tiene los suyos propios. Te aseguro, Aliena, que no puedo estar sin Orlando ante mis ojos. Voy á buscar la sombra y á suspirar hasta que él vuelva.

ESCENA II.
Otra parte del bosque.
Entran JAQUES y señores en traje de monteros.

Jaques.—¿Quién mató al ciervo?

Lord 1.º—Yo, señor.

Jaques.—Presentémosle al duque como un conquistador romano; y no vendría mal el ponerle los cuernos del ciervo sobre la cabeza, como lauro de victoria. ¿No tenéis, montero, alguna canción adecuada al asunto?

Lord 2.º—Sí, señor.

Jaques.—Cantadla, y no importa que desafinéis, con tal que metáis bastante ruido.

Canción.

¿Qué dar al montero
que mató al venado?
Brindémosle el cuero;
los cuernos también,
para que con estos
adorne su sién,
y llevémosle en triunfo á su casa
y entonémosle así el parabién.

Coro.

No te avergüence llevar un cuerno:
naciste mucho más tarde que él.
De padre en hijo fué adorno eterno;
de suegro en yerno,
no hay más segura luna de miel.
¡Pues viva el cuerno!
¡Fuerte y lozano!
No lo desprecies,
llévalo, hermano!

(Salen.)
ESCENA III.
El bosque.
Entran ROSALINDA y CELIA.

Rosalinda.—Y ahora ¿qué decís? ¿No han dado ya las dos? Pues de Orlando, nada.

Celia.—Te aseguro que, convertido todo él en amor y turbado el cerebro, ha tomado su arco y sus flechas y se ha ido á dormir. Pero mira quien viene.

(Entra Silvio.)

Silvio.—Hermoso joven, para vos es mi recado. Mi gentil Febe me pidió entregaros esto. (Dándole una carta.) Ignoro su contenido; pero á lo que presumo por el adusto ceño y vehemente acción que mostraba al escribirla, debe ser de tenor colérico. Perdonadme: no soy más que mensajero sin culpa.

Rosalinda.—La paciencia misma se violentaría y saldría de juicio con esta carta. Soportad esto, y lo soportaréis todo. Dice que no tengo ni gallardía ni buenos modales; me llama orgulloso y asegura que no me amaría así fueran los hombres tan raros como el fénix. Pues tan singular es mi voluntad, que no es el amor de ella el blanco de mis tiros. ¿De qué le viene el escribirme tales cosas? Vamos, pastor, vamos: eres tú quien le ha sugerido esta carta.

Silvio.—No, no. Protesto ignorar el contenido. Es Febe quien la escribió.

Rosalinda.—Vamos, sois un tonto y enamorado de remate. Ví su mano, una mano de cuero, color de piedra, que me hizo pensar realmente que se había puesto sus guantes viejos. Pero no, eran sus propias manos: tiene manos de fregona. Mas no importa. Digo que ella jamás ha inventado tal carta. Esto es invención y escritura de hombre.

Silvio.—De seguro es de ella.

Rosalinda.—Cómo! Este es un estilo fanfarrón y cruel, estilo de perdonavidas. ¿Pues no me desafía, como un moro á un cristiano? El benigno cerebro de la mujer no podría destilar una invención tan enormemente grosera, ni tales palabras etiopes, más negras en su alcance que en su apariencia. ¿Queréis oir la carta?

Silvio.—Si lo tenéis á bien; pues nunca la he oído, aunque sí he oído mucho de la crueldad de Febe.

Rosalinda.—Hace de las suyas conmigo. Fijaos en el modo como escribe la tirana.

(Leyendo.) «¿Eres algún dios convertido en pastor, que así has abrasado el corazón de una doncella?»

¿Puede una mujer regañar así?

Silvio.—¿Llamáis á eso regañar?

Rosalinda.—«¿Por qué, olvidando lo que tienes de divino, te ensañas contra el corazón de una mujer?»

¿Habéis oído nunca semejante regaño?

«Muchas veces la mirada suplicante del hombre me habló de un amor que no podía conmoverme.»

Lo cual quiere decir que soy una bestia.

«Si el desdén de tus ojos basta para encender tanto amor en los míos, ¡ay! ¿qué no me harían sentir si me miraran cariñosos? Os amé mientras me ofendíais. ¿Á que no me moverían, pues, vuestros ruegos? El mensajero de esta queja amorosa, no sospecha que tal amor existe en mí. Confíale tu respuesta en pliego sellado, y dime en ella si tu juventud y tu condición aceptarán la leal oferta de mi persona y de cuanto soy y valgo; ó desecha mi amor y buscaré el modo de morir.»

Silvio.—¿Y esto también es regaño?

Celia.—¡Ay, pobre pastor!

Rosalinda.—¿Le compadecéis? No, no merece compasión. ¿Amarás á semejante mujer? ¡Qué! Servirse de ti como de un instrumento para burlarte mejor! Eso es intolerable. Bien: torna á su lado, pues veo que el amor te ha convertido en una serpiente mansa, y dile esto: que si ella me ama, le exijo que te ame; y si no, no la tomaré nunca, á menos que tú mismo ruegues por ella. Si sois un verdadero amante, id y no repliquéis palabra, porque viene gente.

(Sale Silvio.)

Oliverio.—Salud, hermosas. ¿Podéis decirme, os ruego, en qué parte del circuíto de este bosque se encuentra un ejido circundado de olivos?

Celia.—Al oeste de este sitio, en la hondonada vecina, dejando á vuestra derecha la fila de mimbreras que está á orillas del arroyo, os encontraréis en el redil. Mas en este momento no hay persona alguna en la casa, ni aun para cuidar de ella.

Oliverio.—Si puede el ojo aprovechar de la lengua, debería yo conoceros por descripción. Tales trajes y tal edad. «El joven es de complexión clara, femenil de aspecto, y se presenta como una hermana experta; pero la joven es de baja estatura y más morena, que su hermano.» ¿No sois dueño de la casa por la cual preguntaba?

Celia.—Pues lo preguntáis, no es jactancia deciros que es nuestra.

Oliverio.—Orlando me encarga saludaros á una y otro, y envía al joven á quien llama su Rosalinda, esta servilleta ensangrentada. ¿Sois acaso vos?

Rosalinda.—Sí; pero ¿qué significa esto?

Oliverio.—Algo de lo que me avergüenza, si queréis saber qué hombre soy, y cómo y por qué y cuándo fué manchado de sangre este pañuelo.

Celia.—Referidlo, os ruego.

Oliverio.—Cuando el joven Orlando se alejó de vos, hace poco, empeñó su palabra de volver dentro de una hora; y caminaba por el bosque, engolfada su fantasía en visiones ya tristes, ya risueñas, cuando ¡extraño suceso! al mirar á un lado observó ¿qué diréis? Un infeliz hombre cubierto de harapos, que yacía de espaldas dormido bajo un roble cuyo ramaje musgoso y encumbrada copa desnuda, dan testimonio de su antigüedad. Una sierpe color verde y oro se había enroscado á su cuello, y acercaba á sus labios entreabiertos la presta y amenazadora cabeza; pero de súbito al ver á Orlando se desenrolló y se deslizó sinuosamente á un matorral, á cuya sombra yacía agazapada con la cabeza en el suelo y en acecho como un gato, una leona con las ubres secas, aguardando que el hombre dormido se moviese. Porque es regio instinto de este animal no hacer presa en lo que parece muerto. Al ver esto, Orlando se acercó al hombre y halló que era su hermano, su hermano mayor.


Celia.—Le he oído hablar de ese mismo hermano, y lo describía como al más desnaturalizado que había entre los hombres.

Oliverio.—Y con justicia podía decirlo, porque bien sé que era desnaturalizado.

Rosalinda.—Pero Orlando, ¿lo dejó allí para ser devorado por la exhausta y hambrienta leona?

Oliverio.—Dos veces volvió la espalda con ese propósito; pero la bondad, más noble que la venganza, y la naturaleza más fuerte que la ocasión oportuna, le hicieron luchar contra la leona, que no tardó en sucumbir. El ruido de la lucha me despertó de mi miserable sueño.

Celia.—¿Sois su hermano?

Rosalinda.—¿Sois aquel á quien salvó?

Celia.—¿Sois el que tantas veces atentó contra su vida?

Oliverio.—Era yo tal como fuí, no como soy. No me avergüenza confesaros lo que he sido, desde que la conversión es tan dulce para mí, siendo el infeliz que soy.

Rosalinda.—¿Pero qué del pañuelo ensangrentado?

Oliverio.—En un momento. Cuando las lágrimas de uno y otro hubieron corrido por la narración de todo lo que había pasado, hasta decir la manera como vine á este desierto; llevóme donde el buen duque, quien me dió vestidos y asistencia y me encomendó al afecto de mi hermano, que me condujo al punto á su cueva. Allí se desnudó y en esta parte del brazo la leona había desgarrado algo de la carne, que desde entonces había estado desangrando todo el tiempo; al fin se desmayó, y al desmayarse llamó á Rosalinda. En una palabra: le hice volver en sí, vendé su herida, y recobradas á poco rato sus fuerzas, me envió aquí, á pesar de ser yo extraño, á referiros el suceso para que podáis disculparlo de no haber cumplido su promesa, y á entregar el pañuelo mojado con su sangre al joven zagal á quien por juego llama su Rosalinda.

Celia.—¡Ay! ¿Qué tienes, Ganimedes? ¡Ganimedes mío! (Rosalinda se desmaya.)

Oliverio.—Muchos hay á quienes la vista de la sangre ocasiona un vértigo.

Celia.—Algo más hay en esto.—¡Primo! ¡Ganimedes!

Oliverio.—Ya lo véis; vuelve en sí.

Rosalinda.—Quisiera estar en casa.

Celia.—Te conduciremos allí.—¿Queréis, os lo suplico, sostenerlo por un brazo?

Oliverio.—¡Ea! ánimo, jovencito.—¿Y sois un hombre?—No tenéis varonil el corazón.

Rosalinda.—Es verdad: lo confieso. ¡Ah, señor! cualquiera pensaría que esto estuvo bien fingido. Os ruego decir á vuestro hermano lo bien que lo fingí.

Oliverio.—Esto no ha sido ficción. Demasiado testimonio da vuestro aspecto de que ello era un acceso verdadero.

Rosalinda.—Os aseguro que fué imitación.

Oliverio.—Pues bien, entonces cobrad ánimo y tratad de pasar por hombre.

Rosalinda.—Es lo que hago; pero por cierto que debería haber sido mujer.

Celia.—Vamos, palideces cada vez más.—Os ruego que os pongáis en camino.—Buen hidalgo, acompañaduos.

Oliverio.—Así lo haré, pues debo volver llevando á mi hermano la respuesta sobre el modo cómo disculpáis á mi hermano, Rosalinda.

Rosalinda.—Ya discurriré algo. Pero os suplico que le hagáis presente mi pantomima. ¿Queréis venir?

(Salen.)


ACTO V.

ESCENA I.
La misma.
Entran PIEDRA-DE-TOQUE y TOMASA.
PIEDRA.

Y

a encontraremos ocasión, Tomasa: paciencia, gentil Tomasa.

Tomasa.—Por vida! que el clérigo era harto bueno, á pesar de cuanto decía el caballero viejo.

Piedra.—Un perverso don Oliverio, Tomasa; un vil Dañatextos. Pero, Tomasa, aquí en el bosque hay un mancebo que te reclama.

Tomasa.—Sí, ya sé quién es. No tiene en mí ni el menor interés del mundo. Aquí viene el que decís.

(Entra Guillermo.)

Piedra.—La vista de un patán es cosa que me llena y satisface más que un banquete. Á fe mía que los hombres de ingenio tenemos mucho de qué responder. Siempre hemos de hacer burla: no podemos evitarlo.

Guillermo.—Buenas tardes, Tomasa.

Tomasa.—Buenas os las dé Dios, Guillermo.

Guillermo.—Y buenas tardes á vos, caballero.

Piedra.—Buenas tardes, buen amigo. Cubre tu cabeza, cubre tu cabeza: te ruego que la cubras. ¿Qué edad tienes, amigo?

Guillermo.—Veinticinco, señor.

Piedra.—Madura edad. ¿Es Guillermo tu nombre?

Guillermo.—Guillermo, señor.

Piedra.—Bonito nombre. ¿Es este bosque el lugar de tu nacimiento?

Guillermo.—Sí, señor, á Dios gracias.

Piedra.—«¡Á Dios gracias!» Galana respuesta. ¿Eres rico?

Guillermo.—Á fe mía, señor, así... así.

Piedra.—«Así, así;» está bien, muy bien, desmesuradamente bien; y sin embargo, no lo es; no es más que así, así. ¿Eres discreto?

Guillermo.—Sí, señor: tengo un ingenio regular.

Piedra.—Pues dices bien. Recuerdo ahora un dicho: «el necio se cree discreto y el discreto se tiene á sí propio en concepto de necio.» El filósofo pagano cada vez que tenía deseo de comer un racimo de uvas abría los labios al ponerlo en la boca; significando con ello que las uvas han sido hechas para comerlas y los labios para abrirse. ¿Amas á esta muchacha?

Guillermo.—Sí, señor, la amo.

Piedra.—Dame tu mano. ¿Eres instruído?

Guillermo.—No, señor.

Piedra.—Entonces aprende de mí esto: tener es tener; porque es una figura retórica que la bebida vertida de una taza á un vaso, mientras llena al uno deja vacía á la otra; pues todos vuestros autores convienen en que ipse es él. Ahora bien; vos no sois ipse, porque ese soy yo.

Guillermo.—¿Cuál es ese?

Piedra.—El que se ha de casar con esta mujer. Por lo cual vos, patán, abandonad—ó en lenguaje vulgar—dejad la sociedad, que en rústico es la compañía, de esta hembra—que en el trato común es esta mujer—y todo junto quiere decir, abandona la sociedad de esta hembra ó pereces ¡oh patán!; ó para que lo entiendas mejor, mueres: á saber: te mato, te hago desaparecer, cambio tu vida en muerte, tu libertad en servidumbre. Te administraré veneno, paliza ó cuchillada. Haré asonadas para pelotearte, te abrumaré con mi política, te mataré de ciento cincuenta modos. Tiembla, pues, y vete.

Tomasa.—Hazlo, buen Guillermo.

Guillermo.—Que Dios os conserve el humor, caballero.

(Sale.—Entra Corino.)

Corino.—Nuestros amos os buscan: venid, venid.

Piedra.—Lista, Tomasa, lista, Tomasa. Ya sigo, ya sigo.

(Sale.)
ESCENA II.
La misma.
Entran ORLANDO y OLIVERIO.

Orlando.—¿Es posible que conociéndola apenas os hayáis prendado de ella? ¿Que la améis sólo con haberla visto? ¿Y amándola la pretendáis? ¿Y pretendiéndola haya ella consentido? ¿Y tendréis perseverancia en gozarla?

Oliverio.—No os preocupe lo súbito de mi afecto, ni la pobreza de ella, ni el corto trato y repentino galanteo que me ganaron su consentimiento; sino antes bien, decid conmigo: amo á Aliena; con ella, que me ama; y con los dos, que consentís para que gocemos cada uno del otro. Y ello será en beneficio vuestro; porque transferiré á vuestro favor la casa de mi padre, junto con todas las rentas que fueron del anciano sir Rowland, y yo viviré y moriré aquí como pastor.

(Entra Rosalinda.)

Orlando.—Tenéis mi consentimiento. Que sean mañana las nupcias. Á ellas invitaré al duque y á todos sus joviales secuaces. Id á preparar á Aliena, pues he aquí que llega Rosalinda.

Rosalinda.—Dios os guarde, hermano.

Oliverio.—Y á vos, hermosa hermana.

Rosalinda.—¡Oh mi querido Orlando! ¡Cuánto me duele verte llevar vendado el corazón!

Orlando.—Es mi brazo.

Rosalinda.—Pensé que las garras de la leona te habían herido el corazón.

Orlando.—Muy herido está; pena por los ojos de una dama.

Rosalinda.—¿Díjote tu hermano cómo fingí desmayarme cuando me mostró tu pañuelo?

Orlando.—Sí, y aun prodigios mayores que ese.

Rosalinda.—Ya sé lo que queréis decir. Y en verdad que jamás hubo cosa tan repentina, á no ser el choque de dos carneros, y la famosa baladronada de César: «vine, ví, vencí.» Porque todo fué encontrarse vuestro hermano con mi hermana, cuando se vieron; apenas se vieron se amaron; no bien nació este amor, se dieron á suspirar; al primer suspiro se preguntaron el por qué; y en el instante de saberlo, buscaron el remedio; de modo que escalón por escalón han subido así un par de escaleras hacia el piso del matrimonio. Y lo escalarán incontinenti, so pena de ser incontinentes antes de entrar en él. Están en una verdadera furia de amor y quieren unirse. No los apartarán ni á garrotazos.

Orlando.—Se casarán mañana, é invitaré al duque á la boda. Pero ¡ay! ¡qué dura cosa es mirar la felicidad por la vista de otros hombres! Tanto mas sentiré mañana en mi corazón el colmo del abatimiento, cuanto más piense en la felicidad de mi hermano al obtener lo que desea!

Rosalinda.—Pues entonces, ¿por qué no podré mañana hacer el papel de Rosalinda?

Orlando.—No puedo vivir más tiempo de ilusiones.

Rosalinda.—Ya no os fatigaré mas con palabras ociosas. Dejadme deciros, pues (y hablo ahora con algún propósito), que os conozco por caballero bien educado. Y no lo digo por inspiraros buena opinión de mi discernimiento al expresar que os conozco así; ni tengo por objeto ganar vuestro aprecio más allá de lo necesario para que creáis aquello que podrá adquiriros algún bien más que á mí una gracia. Creed, pues, si os place, que puedo hacer cosas extrañas. Desde que tuve tres años de edad, he tratado á un mágico, eximio en su arte, y, sin embargo, no condenable. Si tan de corazón amáis á Rosalinda como parece declararlo vuestra actitud, os casaréis con ella al mismo tiempo que vuestro hermano con Aliena. Conozco bien las adversidades de fortuna en que se encuentra; y no es imposible para mí, si no os parece objecionable, hacerla aparecer en vuestra presencia mañana, en toda su humana realidad y sin peligro alguno.

Orlando.—¿Hablas seriamente?

Rosalinda.—Te lo aseguro por mi vida, á la cual tengo un afecto muy tierno, aunque diga que soy mágico. Así, pues, vístete de gala, é invita á tus amigos; porque si quieres casarte mañana, te casarás; y con Rosalinda, si quieres. (Entran Silvio y Febe.) Mira, aquí vienen una que se ha enamorado de mí, y uno que se ha enamorado de ella.

Febe.—Me habéis tratado con demasiada dureza, joven, mostrando la carta que os había escrito.

Rosalinda.—Si lo he hecho, no me importa. Pongo especial cuidado en parecer adverso y rudo hacia vos. Un fiel pastor os solicita: miradle bien y amadle. Os adora.

Febe.—Buen zagal, decid á este joven lo que es amar.

Silvio.—Es volverse uno todo suspiros y lágrimas; como yo por Febe.

Febe.—Y yo por Ganimedes.

Orlando.—Y yo por Rosalinda.

Rosalinda.—Y yo por ninguna mujer.

Silvio.—Tiene que ser todo fe y sumisión, como yo para Febe.

Febe.—Y yo para Ganimedes.

Orlando.—Y yo para Rosalinda.

Rosalinda.—Y yo para ninguna mujer.

Silvio.—Tiene que ser todo fantasía, todo pasión, todo deseos, todo adoración, deber y observancia, todo humildad, todo paciencia é impaciencia, todo pulcritud, contradicción y obediencia, como yo por Febe.

Febe.—Y yo por Ganimedes.

Orlando.—Y yo por Rosalinda.

Rosalinda.—Y yo por ninguna mujer.

Febe.—(A Rosalinda.) Y si es así ¿por qué tenéis á mal el que yo os ame?

Silvio.—(A Febe.) Y si es así ¿por qué tenéis á mal el que yo os ame?

Orlando.—Y si es así ¿por qué tenéis á mal el que yo os ame?

Rosalinda.—¿De quién habláis al decir «tenéis a mal que os ame?»

Orlando.—De aquella que no está aquí ni me oye.

Rosalinda.—Basta de esto, basta, os lo ruego. Se parece al aullido de los lobos irlandeses á la luna. (A Silvio.) Os ayudaré, si puedo. (A Febe.) Os amaría, si pudiera. Venid juntos á verme mañana. (A Febe.) Me casaré con vos, si he de casarme con alguna mujer, y me casaré mañana. (A Orlando.) Os daré satisfacción, si alguna vez he de haber podido darla á un hombre, y os casaréis mañana. (A Silvio.) Os dejaré contento, si os contenta lo que os agrada, y os casaréis mañana. (A Orlando.) Pues amáis á Rosalinda, venid á la cita. (A Silvio.) Pues amáis á Febe, venid á la cita. Y pues no amo á ninguna, vendré á la cita. Así, quedad con Dios. Ya os daré mis órdenes.

Silvio.—No faltaré, si vivo.

Febe.—Ni yo.

Orlando.—Ni yo.

(Salen.)
ESCENA III.
La misma.
Entran PIEDRA-DE-TOQUE y TOMASA.

Piedra.—Mañana es el día de júbilo, Tomasa: mañana nos casaremos.

Tomasa.—Con todo mi corazón lo deseo, y espero que no sea malhonesto el desear ser mujer de mundo. He aquí á dos pajes del desterrado duque.

(Entran dos pajes.)

Paje 1.º—Buen encuentro, honrado caballero.

Piedra.—Buen encuentro, por vida mía. Vamos, asiento, asiento, y una canción.

Paje 2.º—Estamos á vuestras órdenes: sentaos entre los dos.

Paje 1.º—¿Entraremos en ello de rondón, sin limpiar el pecho, ni escupir, ni decir que estamos roncos, que es el prólogo obligado de toda mala voz?

Paje 2.º—Por cierto, por cierto; y ambos en un solo tono, como dos gitanos en un mismo caballo.

CANCIÓN.

Iba un amante con su doncella,
con el ¡eh! con el ¡oh! y el ¡qué gusto me da!,

Entre los surcos de los maices,
con el ¡eh! con el ¡oh! y el ¡qué gusto me da!,
sobre los verdes blandos tapices
se recostaron los dos felices
bajo la sombra de aquel maizal.
Las aves cantan de dos en dos,
etc., etc.
Y principiaron una tonada,
con el ¡eh! con el ¡oh! y el ¡qué gusto me da!,
de que la vida no dura nada,
como una rosa que á la alborada
se abre, y de noche marchita está.
Las aves cantan de dos en dos,
etc., etc.
Disfruta la hora cuando es propicia,
con el ¡eh! con el ¡oh! y el ¡qué gusto me da!;
porque en amores es la delicia
ser coronado con la primicia
que en primavera más bella está.
Las aves cantan de dos en dos,
etc., etc.


Piedra.—En verdad, caballeritos, que aunque la letra no valía gran cosa, la entonación era insoportable.

Paje 1.º—Os equivocáis, señor. Hemos guardado el tiempo; no hemos perdido el tiempo.

Piedra.—Á fe mía que sí; pues el tiempo pasado en oir tan necia canción no es más que tiempo perdido. Que Dios os guarde y remiende vuestras voces. Ven, Tomasa.

(Salen.)
ESCENA IV.
Otra parte del bosque.
Entran el DUQUE (MAYOR), AMIENS, JAQUES, ORLANDO, OLIVERIO Y CELIA.


Duque (M.)—¿Crees, Orlando, que el mancebo podrá cumplir todo lo que ha prometido?

Orlando.—Á veces lo creo y á veces no, como aquellos que temen esperar y saben que temen.

(Entran Rosalinda, Silvio y Febe.)

Rosalinda.—Paciencia una vez más, mientras llega el momento de cumplir nuestro pacto. (Al Duque.) ¿Decís, señor, que si os traigo á vuestra Rosalinda la daréis aquí por esposa á Orlando?

Duque (M.)—Así lo haría, aunque tuviera que dar reinos con ella.

Rosalinda.—(A Orlando.) ¿Y vos decís que la tomaréis por esposa en el momento en que la traiga?

Orlando.—Así lo haría, aunque fuese soberano de todos los reinos.

Rosalinda.—(A Febe.) ¿Decís que os casaréis conmigo si lo deseo?

Febe.—Así lo haría aunque tuviera que morir una hora después.

Rosalinda.—Pero si rehusáis el casaros conmigo, ¿seréis la esposa de este fidelísimo pastor?

Febe.—Es lo convenido.

Rosalinda.—(A Silvio.) ¿Decís que tomaréis por esposa á Febe, si consiente?

Silvio.—Aunque tomarla y morir fuese todo uno.

Rosalinda.—He prometido allanar todo esto. Cumplid vuestra palabra ¡oh duque! de dar vuestra hija; vos, Orlando, la vuestra de recibir su hija; cumplid vuestra palabra, Febe, de desposaros conmigo; ó si lo rehusáis, de ser la esposa de este pastor. Cumplid vuestra palabra, Silvio, de casaros con ella, si me rehusa; y yo me aparto de aquí para que todas estas perplejidades se aclaren.

(Salen Rosalinda y Celia.)

Duque (M.)—Este joven zagal me trae vivamente á la memoria ciertos rasgos de la fisonomía de mi hija.

Orlando.—Señor, la primera vez que le ví me pareció hermano de vuestra hija; pero, benévolo señor, este joven es nativo de este bosque, y ha sido educado en los rudimentos de muchos aventurados estudios por un tío suyo, de quien dice que era gran mágico y que vivía oscuramente en el recinto de este bosque.

(Entran Piedra-de-toque y Tomasa.)

Jaques.—De seguro que se aproxima algún nuevo diluvio y estas parejas vienen en busca del arca. He aquí que llega un par de las más extrañas bestias, que en todos los idiomas se conocen con el nombre de imbéciles.

Piedra.—Salud y buenaventura á todos.

Jaques.—Acogedle benignamente, señor. Éste es el caballero de estrambótica imaginación, que tantas veces he encontrado en el bosque, y jura que ha sido cortesano.

Piedra.—Y si hay quien lo dude, á la prueba me remito. He bailado una contradanza: he adulado á una señora: he sido político con mi amigo y suave con mi enemigo: he estafado á tres sastres: he tenido cuatro desafíos, y uno de ellos casi acaba á estocadas.

Jaques.—¿Pues cómo vino á acabar?

Piedra.—Llegando al terreno, y descubriendo que la disputa versaba sobre la séptima causa.

Jaques.—¿Qué séptima causa es esa? Duque mío, vale la pena de gustar de este perillán.

Duque.—No me desagrada en manera alguna.

Piedra.—Dios os premie, y otro tanto deseo para vos. Vengo aquí, señor, entre la muchedumbre de paisanos copulativos, á jurar y perjurar, según como liga el matrimonio y como la sangre quebranta. Una pobre doncella, señor, nada agraciada, pero mía. Con ella cargo, señor, por un humilde capricho mío, de tener lo que nadie querría. La honestidad oculta su riqueza, como los avaros, señor, en un pobre alojamiento; así como la perla dentro de una fea ostra.

Duque.—Á fe mía que es agudo y sentencioso.

Piedra.—Conforme á la coyunda de los necios, señor, y á tales dulzainas dolencias.

Jaques.—Pero vamos á la séptima causa. ¿Cómo descubristeis que la querella era sobre la séptima causa?

Piedra.—Por una mentira contradecida siete veces.—No te pongas en tan mala postura, Tomasa.—Y es como sigue, señor. No me gustaba el corte de la barba de cierto cortesano, y él hizo que me dijeran de su parte que si yo decía que su barba no estaba bien cortada, él era de parecer que sí lo estaba: esto se llama la réplica cortés. Si yo le enviaba á decir que no estaba bien cortada, él replicaría que la cortaba á su gusto: y esto se llama el sarcasmo modesto. Si todavía, que no estaba bien cortada, me calificaría de juez incapaz; y esto es la réplica grosera. Si una vez aún, que no estaba bien cortada, me respondería que yo faltaba á la verdad; y esto se llama la repulsa valiente. Y si tornase á decir que no estaba bien cortada, me diría que miento; y esto es el rechazo turbulento. Y así sucesivamente se llega al mentís condicional y al mentís directo.

Jaques.—¿Y cuántas veces dijisteis que su barba no estaba bien cortada?

Piedra.—No me animé á pasar del mentís condicional, ni él se atrevió á darme el mentís directo. Así, medimos las armas y nos despedimos. Jaques.—¿Podríais enumerar ahora por su orden los grados de la mentira?

Piedra.—¡Oh señor! Así como tenéis libros para los buenos modales, tenemos también las querellas en letra de molde, en libro. Os enumeraré los grados. Primero, la réplica cortés; segundo, el sarcasmo modesto; tercero, la réplica grosera; cuarto, la repulsa valiente; quinto, el rechazo turbulento; sexto, el mentís condicional; séptimo, el mentís directo. Podéis evadir todos estos, excepto el mentís directo; y aun este se puede evadir por medio de un si hipotético. Supe de una querella que siete jueces no habían podido arreglar; pero cuando los contendientes se encontraron uno frente á otro en el terreno, ocurriósele á uno de ellos aquel si, como por ejemplo: «Si dijisteis tal cosa, entonces dije tal otra;» y se dieron la mano y se juraron amistad eterna. Es increíble lo que puede el si hipotético.

Jaques.—Alteza: ¿no es éste un curioso sujeto? Lo mismo sirve para todo; y, sin embargo, es un bufón.

Duque.—De esa calidad se sirve como de una emboscada, y escondido desde ella dispara sus agudezas. (Entran Himeneo, conduciendo á Rosalinda en traje de mujer, y Celia.)

Himeneo. Hay regocijo en el cielo
cuando las cosas del suelo
acordes y unidas son.
Recibe á tu hija querida
¡oh duque! y une su vida
al que está en su corazón.
Para cumplir tal deseo
te la ha traído Himeneo
de la celeste región.

Rosalinda (al duque.)—Á vos me entrego, pues soy vuestra.—(A Orlando.) Á vos me entrego, pues soy vuestra.

Duque.—Si no engaña la vista, sois mi hija.

Orlando.—Si no engaña la vista, sois mi Rosalinda.

Febe.—Si la vista y la forma no engañan, ¡adios mi amor!

Rosalinda (al duque.)—No tendré padre, si no lo sois vos. (A Orlando.) No tendré esposo, si no lo sois vos. (A Febe.) Ni me casaré con mujer, si no es con vos.

Himeneo.¡Silencio! No haya algazara.
Yo de esta historia tan rara
deduzco una conclusión.
Aquí veo cuatro pares
que juntar en mis altares,
de mano y de corazón.
(A Rosalinda y Orlando.)
Seréis felices unidos.
(A Oliverio y Celia.)
Dos en uno confundidos
como ellos, habréis de ser.
(A Febe.)
Al zagal tu amor escoja,
si tener no se te antoja
por marido una mujer.
(A Piedra y Tomasa.)
Vosotros en firme nudo
seréis el invierno rudo
y el granizar y el llover.
Entre nupciales canciones,
averiguad las razones
del suceso singular
que aquí nos ha reunido,
y veréis cómo ha nacido
y cómo pudo acabar.


canto.

La diadema de Juno
fueron las bodas,
que en mesa y lecho junta
las almas todas.
Honremos á Himeneo
que puebla al mundo
y es en todas las zonas
el dios fecundo.


Duque.—Bienvenida eres ¡oh amada sobrina! No menos bienvenida que propia hija.

Febe (á Silvio).—No faltaré á mi palabra, ahora que eres mío. Tu constancia te ha conciliado mi afecto.

(Entra Jaques de Bois.)

Jaques de B.—Concededme audiencia para unas pocas palabras. Soy el hijo segundo de sir Rowland de Bois, y traigo á la digna Asamblea estas nuevas: El duque Federico, informado del considerable número de hombres de valer que diariamente afluyen á este bosque, se puso á la cabeza de un grande ejército para apoderarse aquí de su hermano y darle muerte. Había llegado ya á los linderos de este bosque, cuando se encontró con un anciano religioso, y después de una conferencia con él, quedó resuelto á abandonar su empresa y á retirarse del mundo. La corona queda devuelta á su hermano, y restituídos a sus compañeros de destierro todas las propiedades que poseían. De la verdad de estas noticias respondo con mi vida.

Duque.—Sed bienvenido, joven. Traes hermosos presentes á las bodas de tu hermano. Al uno, sus tierras confiscadas, y al otro todo un territorio, un poderoso ducado. Ante todo, acabemos en este bosque lo que fué tan felizmente comenzado; y en seguida, todos los que han compartido con nosotros acerbos días, participen de la vuelta de nuestra buena fortuna, conforme á su jerarquía. Y al mismo tiempo, olvidemos por un momento esta nueva dignidad, y volvamos á nuestros regocijos campestres. Suene la música, y vosotros, novios y novias, medid por nuestra alegría los compases de la danza.

Jaques.—Con vuestra venia, señor. Si no os he oído mal, el joven duque ha abrazado la vida religiosa, renunciando á las pompas de la corte?

Jaques de B.—Así es.

Jaques.—Pues me marcho á donde él. Hay mucho que oir y aprender oyendo á estos nuevos convertidos. (Al duque.) Os lego vuestros antiguos honores. Bien los merecen vuestra virtud y paciencia. (A Orlando.) Á vos, el amor que con verdadera fe habéis conquistado. (A Oliverio.) Á vos vuestras tierras, vuestro amor y vuestros poderosos aliados. (A Silvio.) Á vos larga duración en un lecho bien merecido. (A Piedra.) Y á ti el eterno disputar: porque el viaje de tu amor no lleva víveres ni para dos meses.—Y con esto, entregaos á vuestros placeres. Yo, no estoy para fiestas.

Duque.—Quedaos, Jaques, quedaos.

Jaques.—No para ver pasatiempos. Para saber lo que os acontezca, permaneceré en la cueva que abandonáis.

(Sale.)

Duque.—Adelante, pues, y principiaremos las ceremonias, que confío terminarán en la ventura de todos.

(Baile.)
EPÍLOGO.

Rosalinda.—No es costumbre ver á la dama en el epílogo; pero no es mejor ver al galán en el prólogo. Si es verdad que «el buen vino no necesita enseñas,» también lo es que una buena comedia no ha menester epílogo. Sin embargo, en buenas enseñas se anuncian buenos vinos, y los buenos epílogos mejoran las buenas comedias. ¿Cuál es, pues, mi situación, no siendo yo un buen epílogo, ni pudiendo insinuar cosa alguna para que toméis por buena esta comedia? No estoy aparejada como los mendigos, y por lo tanto no me cumple mendigar. No me queda otro camino que el de conjuraros; y principiaré por las mujeres. Os recomiendo ¡oh mujeres! por el amor que tenéis á los hombres, que os guste de esta comedia todo lo que á ellos agradare; y de igual modo os recomiendo ¡oh varones! por el amor que tenéis á las mujeres (y creo percibir que ninguno de vosotros las tiene aversión) que entre vosotros y ellas, encontréis que la comedia os agrada. Á ser yo mujer, besaría á todos aquellos de vosotros que tengan barbas que me gusten, caras que me plazcan y alientos que no me repugnen: y estoy segura de que todos cuantos tienen buenas barbas, ó hermosas caras ó aliento puro, querrán en pago de mi oferta despedirme afectuosamente cuando les haga mi reverencia.

(Sale.)