Confesión (De la Cruz)

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CONFESIÓN



Ven acá, tú anciano, que ahora fijas los opacos ojos en mis páginas; para tí sólo, voy a contar el último cuento.

No desconfies de mi narración, y si ella te apena, te ruego ¡oh anciano! te ruego no llores.

Serás indulgente con la princesita de mi cuento lo sé; porque ya veo en tus párpados el anuncio del sueño que te llevará a dormir en la gran cuna hospitalaria, hermana de aquella otra de marfil o de pino, donde te recibió, hechizada de ternura, tu amante madre.

No temas descender a la cuna augusta, la tierra también tiene dulzuras femeninas.

Anciano, préstame el apoyo de tu endeble pecho para que en el recline mi cabeza, di a tu corazón que me escuche, es a él a quien hablaré.

En un reino lejano cuyos campos doraba en estío la fertilidad, a orillas del océano azul, vivió ha muchos años una princesa loca, que debió morir al nacer, y digo morir, porque su estrella era roja con el nimbo del signo fatal.

Sus padres, incrédulos, se mofaron de los augurios que, después de mirar la "Copa de oro", le predijeron los magos del reino. No hicieron caso de la trágica advertencia, y ella estaba grabada en la frente de la princesita a raiz misma del pensamiento.

La chiquilla era buena, como buena es la tempestad. Su espíritu hecho para los grandes encuentros, no tenía límite en sus audacias, en sus amores, y sus ansias.

Ignorando los reyes, sus padres, el temple de esa alma juvenil, temían que aquella espontaneidad, originara malos sentimientos y decidieron poner atajo a su desarrollo, como un torpe jardinero, que poda con filosas tijeras los brotes de una encina, porque quiere que se vuelva arbusto como las otras plantas del jardín.

Crecían los rasgos extraños en la princesita, a despecho de las crueles precauciones paternas; —tú bien sabes, anciano que no hay atajo para el reflujo del mar; por el contrario, parece que se enfurece cuando quieren cabalgar sobre sus lomos inquietos. ¿No te advertí al principio, que la princesita era buena como la tempestad?—.

Crecía esbeltamente, cual los trigos de aquel reino prodigioso, y era aficionada a soñar.

Todos sabemos que los sueños son trampa de la fea realidad.

Cuando llegó a la edad del corazón, la impetuosa princesita se dispuso al amor, buscando entre los principes rubios, aquel que dijera mayores ternuras en su rosado oído.

Para desgracia de ella, quien sedujo su alma fué un paje aventurero, que cantaba como el pájaro azul, y que hacía tan bien la comedia del dolor, que la princesa emocionada lo amó por compasión.

Más tarde, cuando ya no había tiempo de arrepentirse, pudo ella ver el interior de ese elegante paje. Era de trapos raídos el corazón, como el de los títeres que sirven de inocente diversión. Anciano, anciano, que pena horrible experimentó la pobre princesita; la misma angustia que tendrías tú, si vieras que el viento derriba las florecillas plantadas por tu propia mano en el huerto —tu tienes un huerto, ¿verdad andino?—.

Uno a uno, cayeron los castillitos que levantó su fantasía. Ella, todavía de pié entre las ruinas, parecía una palmera joven castigada por el rayo de la ira divina.

Al verla próxima a sucumbir, todos los malos huracanes comienzaron a golpearla, el mundo desatado en sus lúgubres pasiones quizo hacerla su víctima. Con boca profana lanzaba en el bonito rostro el soplo amargo de sus impíos deseos...

Sufrió la princesita, hasta sentir en la médula de sus huesos el frío de la maldad. ¿Fué mala? No sé, no sé. Lloraba mucho, alguien le ha dicho que las almas que lloran tienen perdón de Dios.

Sí, la princesita lloraba, con los ojos fieramente fijos, y las manos crispadas sobre el corazón.

Era buena, buena, como la tempestad.

Al cabo de algunos años de rudo combate por la vida, porque la chiquilla quedó abandonada de todos, silenciosamente triunfó en ella el bien.

Esa cabecita loca hecha para todas las bellas frivolidades, se inclinó cargada por el peso de la meditación, y sus manos, antaño mariposas traviesas, se volvieron dos monjitas blancas de esas que amortajan a los muertos anónimos.

Su boca ya no injuriaba a la suerte, la paz la había sellado con un dulce beso de resignación.

Ella era buena, hija de la tierra, apasionada y calma, hija del mar, fresca y vibrante hermana de la tempestad.

Para reposar tranquila sólo aguarda el perdón de un alma buena. ¿Quieres dárselo tú, anciano; tú que inclinas la frente hacia el seno del Señor?

Al contarte este cuento a tí, sólo a tí, he pedido que pongas como oído tu corazón.