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Contra la marea: 07

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Contra la marea
de Alberto del Solar
Capítulo VII

Capítulo VII

Ocho días, más o menos, habían transcurrido desde la llegada de Rodolfo a El Ombú.

En sus paseos diarios por las cercanías de la choza, llamole la atención un detalle: el encontrarse a menudo con Viturbe, quien, constantemente, parecía intentar ocultarse al verle.

La villa de doña Melchora, hallábase, como se ha dicho, muy cercana a la morada de Levaresa; de modo que los habitantes de la casita blanca debían, también, favores a la familia del doctor.

Esta consideración no fue sin embargo suficiente para explicar ante el criterio de Rodolfo el porqué de las frecuentes rondas que, a menudo, y a veces hasta en horas avanzadas de la tarde -cuando la obscuridad comenzaba a hacerse ya del todo densa-, emprendía por el terreno vecino el elegante Viturbe.

Pero, un día, tuvo ocasión de presenciar cierta escena sobre la cual hizo alto, no sólo por haberle ella revelado algo de nuevo, sino porque, bajo otro punto de vista, ajeno a ese motivo particular, lo puso en el caso de meditar sobre los extraños contrastes de la vida humana.

Se aproximaba la hora de comer. Había invitados esa tarde.

Los dos chicuelos de Lucía correteaban en el jardín, seguidos de cerca por sus ayas que no les perdían un instante de vista.

De repente, aparecieron en bullicioso tropel, por el otro lado del cerco, los cinco muchachos de la choza. Los más grandes llegaban del bajo del río, cubiertos de despojos de su excursión por entre los sauzales y bañados.

Alegres, corrían hacia la verja, desparramándose por el campo de hortalizas, atraídos por el rumor de dos carruajes que llegaban a El Ombú. La curiosidad los haría aproximarse hasta el mismo sitio donde la separación entre el dominio de la cabaña humilde y el del soberbio palacio era forzosa.

Una vez allí, con sus cabecitas rubias enfiladas a lo largo de la red de alambre, miraron ansiosamente.

Los hijos de Lucía, que los habían visto, cesaron al punto de jugar, corriendo a su vez hacia ellos, diéronles la bienvenida arrojándoles algunos bizcochos y dulces.

¡El contento, la sorpresa de los pobres ni ños de la choza no tuvo límite entonces!

Y entablose, de pronto, el siguiente diálogo, sostenido con interés entre Luchito y Maruja -que así se llamaban los de Lucía:

-Tienen hambre Maruja; dales otro bizcocho.

-Y otro merengue también; los merengues les gustan más -observó la niña.

-¿Sabes, Maruja -volvió a decir el chicuelo-, que estos pobres niños parecen no tener con qué entretenerse? Ese trae una rama de árbol; el otro un nido... ¿Y si les diéramos nuestros juguetes viejos? -añadió de repente, entusiasmándose con su propia idea.

La reflexión pareció encontrar apoyo en la niña, porque, a cual más veloz, escapáronse ambos, y tras breve desaparición volvieron a la verja, con las manos y los delantales colmados de objetos, a cuya sola vista se encandilaron los ojos de los pobrecillos, que habían escuchado ávidamente las palabras anteriores.

Y entonces comenzó la interesante repartición, presidida por Luchito.

A Perico, el mayor, tocáronle, las ruedas de una preciosa y minúscula calesa pintada de verde, juguete que en otro tiempo hiciera las delicias de su travieso propietario.

A Juanita, la de los ojos azules y cabello ensortijado, cayole en suerte una muñeca, tan rubia como su dueño; pero sin otro vestido para cubrir sus miembros, ya deshechos, que un trozo de corpiño desgarrado y sin más forma que revelase la noble condición humana de que había sido hermosísimo remedo, que una pierna colgante y un busto mutilado, manando aserrín por cien heridas.

A Bippo, le tocó un resorte de trombón; a Giuno un barco desmantelado; y de esta suerte, fue apareciendo de entre las manos y faldas de los amables señoritos toda una hecatombe jugueteril, restos multiformes de variadas clases de objetos, que no obstante, deslumbraron la vista de los otros chicuelos.

Entretanto la gente de casa y algunos de los visitantes, atraídos por la gritería infantil, habían ido poco a poco interesándose en la contemplación del risueño cuadro, que muchos se acercaron a presenciar.

En ese momento, viose aparecer por el otro lado de la verja a Rosa, la linda lavandera. Se dirigía hacia sus hermanos y los llamaba sonriendo.

-No molesten más a los patrones les dijo al aproximarse; es tarde ya y mamá los está llamando.

Miguel Viturbe, que había permanecido hasta ese momento indiferente y alejado de la verja, apareció sólo entonces para incorporarse al grupo...

Pero preciso fue interrumpir de pronto la escena, porque, muy avanzada ya la tarde, el sol comenzó a ocultarse tras del ombú secular y la llegada de un último carruaje retardatario anunció que todas las personas esperadas a comer aquel día se encontraban ya allí.

La dispersión fue rápida y general.

Jorge y Rodolfo, advirtiendo que se habían atrasado, subieron apresuradamente a sus aposentos para mudar de traje.

La avenida de la verja quedó solitaria.

La mortecina luz crepuscular comenzó a apagarse suavemente. Momentos después, era casi completa la obscuridad en el parque.

Terminado un somero apresto, disponíase Rodolfo a bajar, cuando observó que su ventana quedaba cerrada. Dirigiose como de costumbre a abrirla, pues el calor era aún considerable.

Al hacerlo crujieron y rechinaron los goznes del postigo. Al mismo tiempo, al mirar hacia abajo, por entre los maderos enrejados de la persiana exterior, divisó un bulto, una sombra humana que, como sorprendida de improviso, se alejaba bruscamente de la verja, en el sitio por donde, poco antes, había aparecido la muchacha lavandera.

Abrió, entonces, con suavidad el ala del volante; asomó la cabeza... y reconoció a Miguel Viturbe.

Rodolfo no pudo reprimir una exclamación de asombro...