Contra la marea: 08
Capítulo VIII
Dos o tres días después de esta escena partió Rodolfo para la capital.
Durante las escasas oportunidades que en adelante se le presentaron para visitar a Lucía y a doña Mercedes pudo cerciorarse de que el extraño, inusitado aumento de satisfacción y alegría que de repente había empezado a producirse en su espíritu guardaba relación directa con el del terreno, poco a poco conquistado, en el aprecio de la hija y en condescendencia de la madre; siendo parte muy esencial a producir esto último las circunstancias especialísimas -y por el lector ya conocidas- que le habían puesto en el caso de precisar, en cualquier momento, importantes detalles relacionados con el manejo de los intereses de la viuda de su bienhechor. Su consejo fue solicitado más de una vez y seguido con éxito, lo cual contribuyó a acentuar considerablemente, como es de suponerlo, su prestigio en la casa de Levaresa.
Era aquel el dichoso tiempo de las locuras sin tasa ni freno.
En la capital funcionaban a la vez diez y ocho teatros, todos repletos de su público especial. Lucíanse en los paseos parejas de caballos de precios fabulosos, habiendo cochero y cocinera cuyos sueldos respectivos equivalían a los de un jefe de sección de ministerio de Estado. Fregona napolitana viose que enviaba altas asignaciones mensuales a la tierra de su nacimiento, mientras bebía burdeos fino en la de su adopción. No faltaban zapateros que tuvieran de diario mesa puesta para los de afuera y mantel largo para los de casa; ni changadores que dejaran de jugar en el frontón la renta de un coronel. Jóvenes de la mejor sociedad -hijos de familia poco antes, vividores de marca a la sazón- solían arrojar, en dos o tres noches sobre el tapete verle del club que frecuentaban el valor de una finca de su pertenencia; a la vez que otros embolsaban, en el breve lapso transcurrido entre un almuerzo y una comida, un caudal de mayorazgo tras de insolentes golpes de fortuna en la Bolsa.
Las mujeres ostentaban en los bailes diamantes en cantidad suficiente para ofuscar la vista de quien las contemplaba; y las tres cuartas partes de la población se paseaba en carruaje propio, sin perjuicio de usar, además, carruaje de alquiler.
La entrada de un vapor con inmigrantes convertíase en verdadero espectáculo para la multitud que se apiñaba en el puerto a presenciarlo. Enmedio de un espeso bosque de masteleros formado por centenares de buques de todos los tipos y de todas las nacionalidades, los colosos de ultramar, repletos de su carga humana, llegaban a los diques del puerto, y después de largar sus cables, daban comunicación.
El hormigueo humano empezaba entonces, incesante, rumoroso. Y luego, el asalto al muelle en tropel, como si aquella muchedumbre se vaciara a borbotones sobre la ancha planicie del malecón, donde se desparramaba y esparcía...
Este mismo espectáculo repetíase tres, cuatro veces por semana. Centenares de miles de extranjeros acudían así a las playas nacionales en busca de un trabajo que, allí, en las lejanas tierras de su origen, no les era dado encontrar.
Bullicio, movimiento aturdidor de día, luces chispeantes de noche, en la vía pública, en los escaparates de las tiendas, al través de las entornadas ventanas de los poderosos y hasta en las viviendas de los más humildes. Fisonomías alegres a todas horas; agitación mercantil y bursátil; exceso, frenesí de placer y de aturdimiento; avalancha de objetos de lujo importados y obtenidos a precio de oro; y avalancha de población llegada por los paquetes casi cotidianos de diversas líneas trasatlánticas; protección ilimitada y sin embajes al arte verdadero y al arte de pacotilla, al ingenio y a la superchería mercenaria en todas sus manifestaciones; el artículo más insignificante arrebatado antes de ser exhibido; los osados dominando a su sabor y los cándidos y vanidosos engañados y satisfechos al suyo; la malicia y la mala fe entronizadas: he ahí los principales rasgos del pintoresco cuadro.
Imposibilitada Lucía por su condición de mujer para entrar de lleno en el manejo de sus cuantiosos intereses, hallábase, no obstante, suficientemente impuesta de lo más necesario a este respecto.
Un anciano respetabilísimo, antiguo amigo de su esposo, le servía de consejero en casos excepcionales. Un mayordomo subalterno hacía lo demás.
Durante los años de bonanza y mientras los asuntos del país anduvieron bien, bastaron estos elementos a la viuda del banquero Levaresa, cuyos complicados negocios habían sido reducidos a la sencilla entidad de un vasto capital, invertido en su mayor parte en valiosas propiedades raíces, urbanas y rurales.
Pero por la época en que tenían lugar estos sucesos, comenzaba ya a diseñarse en el horizonte de los negocios una situación futura por demás difícil. El estado de ánimo de la gente más sensata -aquella que veía venir fatalmente una catástrofe-, podría definirse con una frase casi paradojal: duda enmedio de la confianza.
Doña Mercedes y Lucía, como tantas otras señoras de la sociedad más culta del país habían comenzado a alarmarse. Con el admirable buen sentido propio de la mujer, divisaban, sin duda, el derrumbamiento final, dándose cuenta de que, tarde o temprano, habría él de producirse.
-¡El juego! ¡El terrible ¡juego! -decía a Rodolfo una noche doña Mercedes. ¡Cuánto lo detesto!
Este tema de actualidad dio lugar a que se interesara en él también Lucía. Rodolfo pudo, así, hacer conocer con amplitud sus ideas sobre la materia.
Una charla íntima, cualquiera que sea el tema que la motive, cuando median entre los interlocutores que la sostienen opiniones concordantes, da pábulo, casi siempre, a la franqueza, a la simpatía.
La viuda de Levaresa no ocultó que la acosaban temores y preocupaciones. A pesar de su alejamiento de todo lo que, en su carácter de miembro acaudalado de la sociedad, pudiera relacionarse con el mal reinante: la especulación, sus asuntos parecían no marchar como ella los quisiera ver marchar. Dijo allí que, a su juicio, las rentas de que disponía variaban de modo desordenado, excesivamente rápido para ser duradero; que sus propiedades se alquilaban a cualquier precio; que sus capitales, colocados a interés módico en los bancos, eran solicitados con insistencia desconcertadora. ¿Cuál sería la consecuencia de tanta anomalía?
Dio Rodolfo su opinión y esa opinión fue escuchada con interés. Opinión discretamente expuesta, sobriamente fundada: robustecida con argumentos sólidos.
Lucía, comenzó, entonces, a interrogar al joven; a consultarlo, al parecer con señalado interés; a anotar sus respuestas.