Crónica de las veredas
Nada hay nuevo debajo del sol, segun el Eclesiastes—ha exclamado un jóven amigo mio, al estrechar la mano que escribe estas líneas.
—En efecto; ¿pero á que viene ese exordio?
—Para probar á usted que no es invencion mia la que va á oir respecto á su amigo Z. L.
—No hay tal amistad; pero, ¿qué es ello?
—Iba no ha mucho delante de mí, abstraido, y hablando con un interlocutor invisible. No lo estrañé, pues conozco su manía por el monólogo; pero cuando me hube acercado mas, oí que iba diciendo, fijos los ojos en las baldozas de la acera:
—¿No es verdad averiguada que aquella ingrata te ha hecho mil partidas malas, y que, por fin, ya no te ama?—Sí—
—Entónces ¿porqué trepidas? No, no cabe mas ninguna cobarde vacilacion! Olvídala, olvídala, miserable! arrójala del corazon! relégala al desprecio! Sí . . . . . . Pero . . . . . . esos magníficos ojos negros! . . . . . aquella boca que, cuando quiere sabe decir palabras tan hechiceras y aquel cuello! y aquel pié! y aquella mano! . . . . y . . . . . todo, en aquel ser aborrecible y . . . . . . . . encantador!
Y pálido, y vagarosa la mirada, seguia adelante en direccion al Puente; y yo, á vista de la honda desesperacion que revelaba su acento, pensé en el rio, que en furiosa creciente sonaba no léjos con ruido siniestro. Zenen! Zenen!—gritó un jóven, pasando delante de mí, y dando una palmadita en el hombro al infortunado que me precedia.—¿Qué tienes, chico?
Se diria que vas soñando.
—¡Soñando!—respondió L. cambiando súbitamente en fátua sonrisa, la tétrica. expresion de su semblante.—Al contrario, muy real y sériamente, voy discutiendo con mi ingenio la manera de desasir de mi el amor incontrastable que Elvira se obstina en consagrarme.
—¡Qué no me vengan á mi esas dichas!
—Te regalo la mia!
—¡Acepto! . . . ¡Ser el Hernani de esa soberbia hermosura! . . . Pero sé generoso hasta el fin . . . . despéjame el campo!
—¡Retirarme de la casa! —¡Sin duda! ¿Cómo le manifestarás, de otro modo, tu despego?
—Ah! es que ella ha jurado suicidarse el dia que eso acontezca.
—¿Lo habrá ya intentado?
—Oh! mil veces!
—Entonces, nada hay dicho; y preciso es dejarte bajo el peso de tu felicidad. Adios!
Y el jóven se alejó en direccion á la plaza.
—¡Finjir! ah! cuán duro es, cuando el corazon está destrozado! exclamó Zenen, suspirando.
Y desviándose de mi camino, tomo por el lado de los Desamparados.
—Ah! ah! ah!—rió una señora mayor, que había ido disputándome tácitamente el paso para escuchar aquellas endechas.—Ah! ah! ah! aaah! ¿Estos son los seductores? En la conciencia todos se reconocen, como este seducidos, encadenados. Nunca pasé por el lado de dos hombres que hablan, sin oirles decir:—Ella! con ella! por ella! sin ella!—Nunca, entre mujeres, que no vayan diciendo con fervor apasionado:—Mis rizos! mis blondas! el último vestido que me mandó la modista.—Sin mencionar para maldita la cosa á sus presuntos tenorios. Tenorios!—Tenorias!—digo yo!
Y mirándome con picaresca ironía, rió en mis barbas y se fué. —Querido amigo—dije al cronista callejero—yo creo que la señora tiene razon . . . .
—Aguarde usted—exclamó él, interrumpiéndome—si todavia no ha dado fin mi aventura. Como para corroborar las palabras de aquella sibila, una hora despues, pasando casualmente por delante de la casa de la cruel Elvira, hé ahí que la veo aparecer, bella, alegre, elegante. Papá, mamá, hermanas, toda la familia salía á paseo. Las jóvenes formaron de dos en fondo, regazaron sus largas colas, y echaron á andar calle abajo, volviéndose, de vez en cuando, para remirarse y dejar ver unas botitas de última importacion, lo mas lindo imaginable; pero que costarian un dineral.
—Papá—decia una de ellas——nosotras guiaremos, ¿no es cierto?
—Ya se ve que sí.
—Y ¿sabes donde vamos á parar?
—No llega á tanto mi penetracion.
—¿No? Pues vamos al almacen de Soldevila. Le han llegado novedades.
—Yo necesito un lazo para mi vestido rosa.
—Yo una sombrilla blanca, de gro y blondas.
—Yo un abrigo de cachemira para salir del teatro.
—Yo un pañuelo de batista bordado con calados de guipure. —Y yó los zapatitos de raso blanco, que codicié en las vidrieras del Gallo.
—Estas niñias son capaces de empobrecer á Goyeneche!
—¡Te espanta esa bagatela!—observé la matrona. —¿Qué piden las pobrecitas? trapos que llevan hasta las hijas de los sacristanes.
—Papá, creo que vienes regañando por lo que vas á comprar. Calla y recuerda que hoy es dia de san Gaston.
—Y ademas, nos has dado tu palabra: palabra de rey. . . ó de coronel, que es lo mismo.
—Ah! si el cajero fiscal oyera estos propósitos, habia de tapiar la puerta de la Tesorería.
—Elvira, mira á Zenen, que va á entrar donde Gravard.
—¿Quién piensa en ese tonto? repara en estas lindísimas castañas!
Las graciosas casquivanas entraron al deseado almacen, y yo he venido á dar á usted esta pequeña muestra de la ingratitud mujeril.
—Gracias a Dios, hace tiempo, que yo digo como madama Geofroid—quand j'étais femme.