Crónica del reinado de Carlos IX/22

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XXI - Último esfuerzo[editar]

«Soothsayer
Beware the Ides of March».

(Shakespeare: Julius Caesar)


La misma tarde, y a la hora acostumbrada, Mergy salía de su casa envuelto en una capa grisácea, con el sombrero caído hasta los ojos, y mostrando la natural discreción, se dirigió hacia la vivienda de la condesa. Sólo había dado algunos pasos cuando se encontró con el cirujano Ambrosio Paré, que le había cuidado cuando estuvo herido. Paré, sin duda, salía del hotel de Chatillon, y Mergy se dio a conocer para preguntarle noticias del almirante.

— Va mejor —dijo el cirujano—, la herida se presenta bien. Con la ayuda de Dios curará. Espero que la poción que le he prescrito para esta noche le haga bien y pueda dormir tranquilamente.

Un hombre del pueblo que pasaba junto a ellos había escuchado que hablaban del almirante. Cuando se alejó lo suficiente para poder insolentarse sin miedo a un correctivo, gritó:

— Ese demonio de almirante irá pronto a bailar la danza en Montfaucon.

Y huyó a todo el correr de sus piernas.

— ¡Canalla! ¡Miserable! —dijo Mergy—. Es una vergüenza que nuestro almirante se vea obligado a vivir en una ciudad donde tiene tantos enemigos.

— Felizmente su palacio está bien guardado —respondió el cirujano—. Cuando le abandoné, las escaleras estaban llenas de soldados y las luces se habían encendido. ¡Ah!, caballero de Mergy, las gentes de esta ciudad no nos quieren... Pero ya es tarde, y tengo que volver al Louvre.

Se separaron cortésmente y Mergy continuó su camino, absorto en sus pensamientos color de rosa, que le hacían olvidar al almirante y a los católicos. Sin embargo, no pudieron aquéllos impedirle notar un movimiento extraordinario en las calles de París, en general poco frecuentadas después de caer el día. Encontró muchos mozos de cordel que llevaban sobre sus espaldas unos fardos de forma rara y que parecían contener picas; vio también destacamentos de soldados que marchaban en silencio con las armas en alto y las mechas encendidas; muchas ventanas se abrían precipitadamente y en ellas se mostraban algunas personas con luces, desapareciendo en el acto.

— ¡Hola! —exclamó—, buen hombre. ¿Adónde lleváis esa armadura a estas horas?

— Al Louvre, caballero, para la diversión de esta noche.

— Camarada —dijo Mergy a un sargento que mandaba una patrulla—, ¿a qué sitio os dirigís armados en pie de guerra?

— Al Louvre, caballero, a la diversión de esta noche.

— ¡Hola, paje! Esos caballos que llevan tus compañeros y parecen preparados para entrar en batalla, ¿a qué lugar los conducen?

— Al Louvre, caballero, para la diversión de esta noche.

— ¡La diversión de esta noche! —se dijo Mergy—. Parece que todo el mundo menos yo está en el secreto. Pero poco me importa. El rey puede divertirse sin mí, y yo tengo poca curiosidad en saber cuáles son sus diversiones.

Un poco más lejos se fijó en un hombre mal vestido que se detenía delante de algunas casas y que marcaba en los portales con tiza una cruz blanca.

— ¡Oiga, buen hombre! —dijo—. ¿Sois un furriel que debe hospedar soldados, para marcar así las habitaciones?

El desconocido desapareció sin responder.

Al volver una calle y entrar en la que vivía la condesa, chocó Mergy con un hombre, como él, embozado en una gran capa, y que caminaba en sentido contrario. A pesar de la obscuridad y del cuidado que parecían poner en ocultarse el uno del otro, se reconocieron en seguida.

— ¡Ah! Buenas noches, señor de Beville — dijo Mergy, tendiéndole la mano.

Y para estrechar su diestra tuvo que hacer Beville un extraño movimiento con su capa. De la mano derecha a la izquierda cambió una cosa muy pesada que conducía... La capa se entreabrió un poco.

— ¡Salud al valiente campeón amado de las damas! —exclamó Beville—. Apostaría a que mi noble amigo va a gozar de su buena fortuna.

— ¿Y vos, caballero?... Me parece que algunos maridos se muestran hacia vos muy malhumorados. O me equivoco mucho, o eso que lleváis en las espaldas es una cota de malla y lo que ocultáis entre la capa son dos buenas pistolas.

— Es necesario ser prudente, Bernardo; muy prudente...

Y al pronunciar estas palabras arregló su capa en forma que ocultase cuidadosamente las armas que conducía.

— Lamento mucho no poder ofreceros esta noche mi espada y mis servicios para guardar la calle y hacer centinela ante la casa de vuestra amada. Me es imposible por hoy; pero en otra ocasión podéis disponer de mí.

— Esta noche no podéis venir conmigo, caballero de Mergy.

Y acompañó estas pocas palabras de una sonrisa extraña.

— Entonces, buena suerte. ¡Adiós!

— Os deseo también buena suerte.

Y puso un cierto énfasis en este cumplimiento. Se separaron; y Mergy había ya andado algunos pases, cuando escuchó que de nuevo le llamaba Beville. Se volvió y pudo ver que venía hacia él.

— ¿Está vuestro hermano en París?

— Le espero de un momento a otro... ¡Ah!... Decidme... ¿sois de la diversión de esta noche?

— ¿De la diversión?...

— Sí; por todas partes se dice que esta noche se divertirán mucho en la corte.

Beville murmuró entre dientes algunas palabras.

— ¡Adiós! —dijo Mergy—. Tengo un poco de prisa, y... ya comprenderéis lo que quiero decir.

— ¡Escuchad! ¡Escuchad!... Una sola palabra... No os puedo abandonar sin daros un consejo de verdadero amigo.

— ¿Qué consejo?

— No paséis le noche en casa de ella. Creédmelo. Me lo agradeceréis mañana.

— ¿Ése es vuestro consejo? Pero no lo comprendo... ¿Quién es ella?

— ¡Bah! Ya nos entendemos... Pero si sois prudente debéis atravesar el Sena esta misma noche.

— ¿Es una broma que me dais?

— No; en mi vida he hablado más seriamente... Pasad el Sena, os digo, y que el diablo os dé prisa... Llegad hasta el convento de los jacobinos, en la calle de Santiago. Pasadas dos puertas de la iglesia veréis un gran crucifijo de madera, clavado en las paredes de una casa de mezquino aspecto. Resulta algo cómica, pero no debe importaros. Golpead la puerta y os recibirá una vieja muy cariñosa que es de toda mi confianza... ¡Vamos!... Pasad al otro lado del Sena... Allí os espera la señora Brulard y sus gentiles y lindas sobrinitas... ¿Me entendéis?

— Sois graciosísimo... Muy buenas noches.

— No; seguid el aviso que os doy. ¡Os aseguro por mi honor de caballero que lo agradeceréis!

— Muchas gracias... Lo aprovecharé en otra ocasión... Ahora me están esperando.

— ¡Pasad el Sena, Mergy! Es mi última palabra. Si os sucede alguna desgracia por no haberme hecho caso, yo me lavo las manos.

El tono de Beville eran tan serio y tan fuera de costumbre, que sorprendió a Mergy, el cual se creyó en el caso de llamarle otra vez.

— ¿Pero qué diablos queréis decir, caballero de Beville?... Explicaos, y no habladme con enigmas.

— Mi buen amigo, acaso no debiera hablaros tan claramente; pero pasad el río antes de que sea media noche... y adiós.

— Pero...

Beville estaba ya lejos... Mergy le siguió un instante; pero vergonzoso de perder un tiempo que podría ser muy bien empleado, continuó su camino y se aproximó al jardín objeto de su viaje. Se vio obligado a pasearse algún tiempo a lo largo de la calle en espera de que se alejaran varios transeúntes, pues temía que se sorprendieran de verle entrar a aquellas horas en una casa, y por una puerta que no era la principal... La noche era hermosa; un agradable airecillo había amortiguado el calor; la Luna aparecía y desaparecía entre nubes blancas. Era una noche para amar.

La calle quedó desierta a los pocos momentos. Bernardo abrió la puerta del jardín y la cerró sin ruido. Su corazón latía con fuerza y no pensaba sino en los placeres que le esperaban junto a Diana, pues habían desaparecido las ideas siniestras que las extrañas palabras de Beville hicieron nacer en su espíritu.

De puntillas se aproximó a la casa. Una luz detrás de una cortina roja brillaba a través de una ventana; era la señal convenida... Mergy entró rápidamente en el oratorio de su amada.

Diana estaba a medio acostar en un lecho bajo, recubierto con damasco azul obscuro. Sus negros cabellos, en desorden, cubrían totalmente la almohada, en donde apoyaba la cabeza. Tenía los ojos cerrados, y parecía hacer esfuerzos para conservarlos así. Una lámpara de plata esclarecía la estancia y proyectaba toda su luz sobre la figura pálida y los labios ígneos de la condesa de Turgis. No dormía; pero al verla, se creyera que estaba atormentada por una horrorosa pesadilla... Al advertir el ruido que las botas de Mergy producían en la alfombra, levantó la cabeza, abrió los ojos y la boca, y ahogándose prorrumpió en un grito miedoso.

— ¿Te asusto, ángel mío? — dijo Mergy de rodillas delante de ella, e inclinándose ante la almohada donde Diana acababa de dejar caer la cabeza.

— Al fin llegaste... Dios sea loado.

— ¿Te he hecho esperar? No es todavía la media noche.

— ¡Ah! Déjame..., Bernardo... ¿No te ha visto entrar nadie?

— Nadie... ¿Pero qué te pasa, mi amor? ¿Por qué tus labios graciosos huyen de los míos?

— ¡Ah, Bernardo! Si tú supieras... ¡Oh! No me atormentes más; te lo ruego. Sufro horriblemente... Tengo una jaqueca espantosa... Mi cabeza está ardiendo.

— ¡Pobrecita!

— Siéntate al lado mío... Y, por favor, no me pidas nada esta noche... Estoy muy enferma.

Hundió su cabeza entre las almohadas y dejó escapar un gemido doloroso.

De repente se puso de codos en la cama, sacudió sus cabellos, que le cubrían toda su figura, y cogiendo la mano de Mergy, se la llevó a la sien.

Bernardo sintió latir la arteria con gran fuerza.

— Tu mano está fría y me hace bien — dijo ella.

— ¡Mi Diana! Quisiera tener la jaqueca en lugar tuyo — dijo el caballero, besando la frente, que era fuego.

— ¡Ah! Sí..., y yo querría... Pasa la punta de tus dedos sobre mis párpados... esto me aliviará... Creo que si llorara sufriría menos; pero no puedo llorar.

Hubo un largo silencio, interrumpido solamente por la respiración irregular de la condesa. Mergy, de rodillas ante el lecho, frotaba y besaba dulcemente los párpados de su bella Diana. Tenía la mano izquierda apoyada en la almohada, y los dedos de su amante enlazados con los suyos se cerraban de tiempo en tiempo por un movimiento convulsivo. El aliento de Diana, dulce y cálido a la vez, cosquilleaba con voluptuosidad los labios de Mergy.

— Querida Diana —dijo éste al fin—: me parece que te atormenta alguna cosa peor que la jaqueca... ¿Tienes alguna penita?... ¿Y por qué no me la cuentas? Ya que nos amamos debemos repartirnos las desdichas lo mismo que los placeres.

La condesa sacudía la cabeza sin abrir los ojos... Algo murmuraron sus labios, pero sin llegar a pronunciar una palabra articulada; después, como fatigada por el esfuerzo, dejó caer la cabeza sobre la espalda de su amante.

En este momento el reloj dio las once y media. Diana tiritaba, y se inclinó toda temblorosa.

— En verdad que me asustas, encanto.

— Nada..., nada todavía —dijo ella con voz ronca—; el sonido de ese reloj me angustia. A cada golpe me parece sentir un hierro rojo que me atraviesa la frente.

Mergy no encontró mejor remedio ni mejor respuesta que besar la frente que se inclinaba hacia él.

De repente, Diana alzó las manos y las colocó sobre la espalda de su amante, mientras que, sentada sobre el lecho, le dirigía miradas abrasadoras, como rayos, y que parecían quererle atravesar.

— Bernardo —dijo— ¿cuándo vas a convertirte?

— Pero, ángel mío, no hablemos de esto hoy; te vas a poner más enferma.

— Es tu obstinación la que me pone mala...; mas a ti te importa poco... Pero el tiempo corre y antes de morir quisiera emplear en exhortarte hasta mi último suspiro.

Mergy quiso hacerla callar con un beso. Éste es un argumento muy bueno y que suele servir como término de todas las cuestiones que un amante sostiene con su amada. Pero Diana, que de ordinario solía ahorrarle la mitad del camino, le rechazó esta vez casi con energía.

— Escuchadme, caballero de Mergy —dijo—; todos los días vierto lágrimas de sangre pensando en vos y en vuestro error. ¡Ya sabéis lo que os quiero! Juzgad cuáles deben de ser los sufrimientos que padezco cuando reflexiono que el hombre que es para mí más querido que la propia vida, puede correr, quizá dentro de un instante, un peligro de cuerpo y alma.

— Diana, recordad que hemos convenido no hablar de semejante asunto.

— Es necesario, desdichado. ¿Quién te dice que tengas todavía una hora para arrepentirte?

El tono con que se pronunciaron estas palabras y su propia energía recordó a Mergy involuntariamente el singular aviso que había recibido de Beville. Le emocionó un poco; pero, sin embargo, supo contenerse, aunque continuaba atribuyendo al fervor religioso el deseo catequista.

— ¿Qué quieres decir, encanto? ¿Crees que el cielo, para matar un hugonote, se va a desplomar sobre mi cabeza, como la noche última el techo de tu cama?

— Vuestra terquedad me desespera... Oíd: he soñado que vuestros enemigos se disponían a asesinaros... Y yo os veía, sangriento y desgarrado, entregar el alma a Dios antes de que pudiera enviaros mi confesor.

— ¿Mis enemigos? No creo tenerlos.

— ¡Insensato! ¿No son vuestros enemigos cuantos detestan vuestra herejía? ¿No es toda Francia?... Sí, a todos los franceses tendréis por enemigos mientras lo seáis de Dios y de la Iglesia.

— Deja todo eso, reina mía. En cuanto a tus sueños, dirígete a la vieja Camila para que te los explique, pues yo no los entiendo... Pero hablemos de otra cosa. Me parece que has estado hoy en palacio y que de allí has sacado esa jaqueca que tanto te hace sufrir y que a mí me pone rabioso.

— Sí; vengo de palacio, Bernardo. He visto a la reina y me he separado de ella determinada a intentar un último esfuerzo para haceros que cambiéis de opinión. Es necesario..., absolutamente necesario.

— Me parece, querida —interrumpió Mergy—, que, puesto que te encuentras tan fuerte para sermonearme, a pesar de tu enfermedad, podríamos, si me lo permites, emplear mejor nuestro tiempo.

Diana escuchó esta picardía con una mirada de desdén, mezclada de ira.

— ¡Réprobo! —dijo en voz baja y como si hablara para ella misma—. ¿Por qué seré tan débil con él?

Y después continuó en voz alta:

— Os lo voy a decir claramente: no me amáis, y me tenéis en la misma estima que a un caballo. Con tal que sirva para vuestros placeres, lo demás no importa, aunque me muera de sufrimiento... Y es por vos, por vos sólo por quien sufro las torturas de mi conciencia, ante las cuales no son nada todos los tormentos que pueda inventar la rabia de los hombres. Una sola palabra pronunciada por vuestra boca podría traer la paz a mi alma; pero nunca la diréis. Jamás me haréis el sacrificio de vuestros prejuicios.

— Querida Diana, ¿qué persecución es necesario que sufra? Sé justa y que no te ciegue el celo por tu religión. Respóndeme: para cuanto humanamente puedo realizar con mi brazo o mi inteligencia, ¿encontrarías un esclavo más sumiso? Y es que me hallo dispuesto a morir por ti, si fuera preciso, pero no a creer en determinadas cosas.

Le escuchó ella encogiéndose de hombros, y le lanzó una mirada en la que había hasta odio.

— Me sería imposible —continuó Mergy— cambiar en obsequio tuyo mis cabellos castaños por cabellos rubios, no podría tampoco cambiar la forma de mis miembros. La religión constituye uno de ellos, y éste no podrán arrancármelo más que con la vida. Me pueden estar predicando toda ella, y no creeré nunca que un pedazo de pan sin levadura...

— ¡Calla! —exclamó Diana en tono autoritario—. No blasfemes. Todo lo he ensayado y nada he conseguido. Estáis infectados del veneno de la herejía; sois un pueblo tozudo que cierra ojos y oídos a la verdad; tenéis miedo a oír y a entender. Pues bien: ha llegado el día en que ya no oiréis nada ni escucharéis nada. No había más que un medio para destruir la plaga, y este medio va a emplearse.

Dio algunos pasos por la cámara, demostrando grande agitación, y prosiguió:

— Antes de una hora se le van a cortar las siete cabezas al dragón de la herejía. Las espadas están afiladas y los fieles están prestos. Los impíos van a desaparecer de la faz de la tierra.

Y luego, señalando con el dedo el reloj, situado en uno de los rincones de la habitación, añadió:

— Tienes todavía un cuarto de hora para arrepentirte: cuando esa aguja llegue a ese punto será tarde.

Prosiguió hablando hasta que un ruido sordo y parecido a los estremecimientos de una muchedumbre que contempla un incendio, se empezó a escuchar confusamente; después fue creciendo con rapidez. Al cabo de pocos minutos se escuchaban ya claramente desde lejos el repiquetear de las campanas y las detonaciones de las armas de fuego.

— ¿Qué horrores me anuncias? — exclamó Mergy.

La condesa se lanzó hacia la ventana, que estaba abierta.

Entonces el rumor, que ya no detenían las vidrieras y las cortinas, se percibió con gran claridad. Se distinguían los gritos de dolor de las exclamaciones de alegría. Una humareda rojiza se esparcía hacia el cielo por todos los puntos de la ciudad adonde alcanzaba la vista. Se dijera que había estallado un inmenso incendio, si un fuerte olor de resina, que no podía ser producido más que por las antorchas iluminadas, no se sintiese con intensidad. Al mismo tiempo, el resplandor de un arcabuzazo, que parecía haber sido disparado en la misma calle, iluminó un momento las vidrieras de una casa vecina.

— ¡La matanza ha comenzado! — exclamó la condesa, llevándose aterrorizada la mano a la cabeza.

— ¿Qué matanza? ¿Qué quieres decir?

— Esta noche se degüella a todos los hugonotes; el rey lo ha ordenado. Todos los católicos han tornado las armas, y ni un solo hugonote quedará con vida. La Iglesia y Francia están salvadas; pero tú te hallas irremisiblemente perdido si no abjuras tu falsa creencia.

Mergy sintió un sudor frío por todo su cuerpo. Lanzó una mirada feroz sobre Diana de Turgis, cuya fisonomía expresaba una singular mezcla de angustia y de triunfo. La algarabía espantosa que retumbaba en sus oídos y que alborotaba toda la ciudad era una prueba evidente de la terrible noticia que acababa de saber. Durante algunos momentos la condesa permaneció inmóvil, con los ojos fijos sobre él, y sin decir una palabra; el dedo lo tenía extendido hacia la ventana, como para representar en la imaginación de Mergy las escenas sanguinarias que se dejaban adivinar por los clamores y por la iluminación. Poco a poco su expresión se fue suavizando, su alegría salvaje desaparecía y sólo el terror dominaba en ella. Cayó de rodillas, y en tono suplicante dijo:

— ¡Bernardo! ¡Te conjuro! ¡Salva tu vida! ¡Conviértete! ¡Salva tu vida y salvarás la mía, pues depende de la tuya!

Mergy la volvió a mirar ferozmente, mientras que ella le seguía por la estancia andando de rodillas y con los brazos extendidas. Sin responder una palabra, Bernardo corrió al fondo del oratorio y se apoderó de una espada que al entrar había dejado sobre un sillón.

— ¡Desgraciado! ¿Qué vas a hacer? — exclamó la condesa corriendo hacia él.

— ¡Defenderme! No se me degollará como a un carnero.

— ¡Insensato! Mil espadas no podrían salvarte. Toda la población está en armas. La guardia del rey, los suizos, los burgueses y el pueblo, todos toman parte en la matanza, y no existe en este momento un solo hugonote a quien no le amenacen diez puñales sobre el pecho. No hay más que un medio de arrancarte a la muerte: hazte católico.

Mergy era valiente; pero pensaba en los peligros que se le ofrecían esa noche, y sintió un momento que una cobardía le penetraba hasta el fondo del corazón; y la idea de salvarse abjurando se presentó en su espíritu con la rapidez de un rayo.

— Respondo de tu vida si te haces católico — dijo Diana juntando las manos.

— Si abjuro —pensó Mergy— me despreciaré toda la vida.

Este pensamiento fue suficiente para devolverle el valor, doblado ante la vergüenza de haberse sentido débil un momento. Se ajustó el sombrero a la cabeza, se apretó el cinturón y enrollando su capa alrededor del brazo izquierdo, a guisa de escudo, dio un paso hacia la puerta, con aire resuelto.

— ¿Dónde vas, desgraciado?

— A la calle. No quiero que tengáis la pena de que me degüellen ante vuestros ojos y en vuestra casa.

Habla en su voz un dejo tal de desprecio, que la condesa se sintió molesta. Fue a colocarse delante de él; pero Mergy la rechazó con dureza. Pero ella se agarró a su justillo, y arrastrándose de rodillas, le seguía.

— Déjame —exclamó Bernardo—. ¿Quieres entregarme tú misma a los puñales de los asesinos? La amada de un hugonote puede librarse de sus pecados ofreciendo a Dios la sangre de su amante.

— Detente, Bernardo, te lo suplico. Quiero librarte. Vive para mí. Sálvate en nombre de nuestro amor. Consiente en pronunciar una sola palabra, y te juro que estás salvado.

— ¿Quién, yo? ¿Adoptar una religión de asesinos y de bandidos? Santos mártires del Evangelio, voy a reunirme con vosotros.

Y rechazó tan bruscamente a la condesa, que ésta cayó sobre el suelo. Había ya abierto la puerta para marchar, cuando Diana se lanzó hacia él con la agilidad de una tigresa y le estrechó en un abrazo tan fuerte como el que pudiera dar el hombre más robusto.

— ¡Bernardo! —exclamó ella con las lágrimas en los ojos y fuera de sí—; te prefiero de esa manera mejor que si te hicieras católico.

Y le condujo hacia la cama, donde se dejó caer con él cubriéndole de besos y lágrimas.

— Estate aquí, mi único amor; estate conmigo, mi bravo Bernardo —decía estrechándole y envolviéndole en su cuerpo como una serpiente sobre su presa—. No vendrán ellos a buscarte aquí; y tendrían que matarme primero que llegar a tu pecho con sus armas. Perdóname, mi amor. No te pude advertir más pronto el peligro que te amenaza. Estaba obligada por un juramento terrible. Mas yo te salvaré o pereceré contigo.

En ese momento golpearon con violencia a la puerta de la calle. La condesa lanzó un grito, y Mergy se levantó y volvió arrollar su capa al brazo izquierdo. Se sentía más fuerte y más resuelto, y no hubiera dudado en hacer frente a cien asesinos si ellos se le hubieran presentado.

En aquel entonces casi todas las casas de París tenían en el portal una pequeña abertura cuadrada con un enrejado de hierro muy tupido, de manera que los vecinos pudiesen reconocer por dentro a la persona que deseaba entrar. Además, las puertas eran de roble macizo y estaban guarnecidas de clavos y de trozos de hierro, para asegurar todavía más las precauciones, en forma que no se podía entrar a viva fuerza, sino por un sitio en regla. Dos troneras estrechas estaban colocadas a los lados del portal, y desde ellas, sin ser advertido, se podía fácilmente disparar sobre los asaltantes.

Un viejo escudero de la condesa examinó por el enrejado el rostro de la persona que llamaba, y después de someterla a un interrogatorio, subió a decir a su señora que el capitán Jorge de Mergy suplicaba con insistencia ser introducido en la casa. Cesaron los temores, y la puerta se abrió.