Crónica del reinado de Carlos IX/23

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XXII - El 24 de agosto[editar]

«¡Verted sangre! ¡Verted sangre!»

(Palabras del mariscal de Tavannes)


Después de haber abandonado su escuadrón, el capitán Jorge se dirigió a su casa, donde esperaba encontrar a su hermano; pero éste se había ido, diciendo a la servidumbre que se ausentaba para toda la noche. Jorge, comprendiendo que Bernardo se hallaba con la condesa, se decidió a ir en su busca. Pero la matanza había ya comenzado; el tumulto, el correr de los asesinos y las cadenas tendidas en medio de la calle le detenían a cada paso. Se vio forzado a pasar cerca del Louvre, que era el sitio donde el fanatismo desplazaba todos sus furores. Un gran número de protestantes habitaban ese barrio, invadido de momento por los burgueses católicos y los soldados de la guardia, que llevaban en la mano el hierro y el fuego. Allí, según la enérgica expresión de un escritor contemporáneo[1], la sangre corría por todas partes buscando un cauce, y no se podían atravesar las calles sin correr el riesgo de ser aplastados a cada momento por los cadáveres que se arrojaban desde las ventanas.

Por una infernal precaución, la mayor parte de los barcos, que ordinariamente estaban amarradas a lo largo del Louvre, fueron llevados a la otra orilla del río; de suerte que casi todos los fugitivos que corrían al Sena, esperando embarcarse como medio de escapar de sus enemigos, se encontraban ante el dilema de elegir entre el agua o las alabardas de los soldados que los perseguían..., y desde una de las ventanas de su palacio se veía, según se asegura, a Carlos IX, armado de un largo arcabuz, cazando a los indefensos transeúntes hugonotes[2].

El capitán, saltando por encima de los cuerpos muertos y salpicándose con su sangre, proseguía la marcha, expuesto a cada paso a caer víctima de la equivocación de un asesino. Se había fijado en que los soldados y los burgueses armados llevaban una banda blanca en el brazo y una cruz del mismo color en el sombrero. Con facilidad habría podido recoger uno de estos signos de reconocimiento, pero el horror que le inspiraban los asesinos se extendía hasta sus enseñas.

Junto al borde de la ribera, cerca del Chatelet, oyó que le llamaban. Volvió la cabeza y vio a un hombre armado hasta los dientes, pero que no parecía hacer uso de sus armas, aunque llevaba la cruz blanca en su sombrero. Este hombre enrollaba entre sus dedos un papel en tono de complacencia... Era Beville, que con gran frialdad estaba mirando los cadáveres y los hombres vivos que se arrojaban al Sena por encima del puente de Meunier.

— ¿Qué diablos haces tú aquí, Jorge? ¿Es una casualidad, o es más bien tu gusto el que te conduce a la caza de hugonotes?

— ¿Y tú, qué haces en medio de tanto miserable?

— ¿Yo? ¡Pardiez! Mira; es un espectáculo. ¿Sabes lo que he hecho? Tú ya conoces al viejo Miguel Cornaban, ese usurero hugonote al que tenía que pagar tantos intereses.

— ¡Le mataste, desgraciado!

— ¿Yo? ¡Quiá! No me meto en asuntos de religión. Lejos de matarle le he escondido en mi bodega, y él me ha perdonado todas mis deudas. De modo que he hecho una buena acción y gozo la recompensa. Bien es verdad que para que firmase antes el finiquito le he tenido que poner por dos veces las pistolas en la cabeza; pero que me lleve el diablo si estaba dispuesto a disparar... ¡Oye!... Mira a esa mujer amarrada por las enaguas a la columna del puente... Caerá..., no..., no caerá. ¡Mala peste! Es un espectáculo curioso y merece que se le vea desde más cerca.

Jorge se separó de su amigo, diciendo:

— He aquí uno de los caballeros más decentes que conozco hoy en esta ciudad.

Penetró en la calle de San José, que estaba desierta y sin luz; sin duda no la habitaba ni un solo reformista. Sin embargo, escuchaba claramente el tumulto de las calles vecinas. De repente, los muros blancos de las casas fueron iluminados por la luz rojiza de las antorchas. Jorge escuchó unos gritos penetrantes y vio una mujer medio desnuda, con los cabellos al aire, que llevaba un niño en sus brazos. Huía con una velocidad sobrenatural. Dos hombres la perseguían, animándose el uno al otro con gritos salvajes, como los cazadores que van en pos de un buen venado, cuando uno de sus perseguidores hizo fuego contra ella con un arcabuz. Resultó herida en la espalda y cayó al suelo. Se levantó pronto, dio un paso hacia Jorge y volvió a caer, inclinada sobre las rodillas; después, haciendo un último esfuerzo, levantó el niño, miró al capitán, como si quisiese confiarle la criatura a su generosidad... y expiró sin decir una palabra.

— ¡Otra perra herética que ha caído! —exclamó el hombre que había disparado el arcabuz—. No buscaré reposo hasta que no haya despachado una docena.

— ¡Miserable! —dijo el capitán—. Y le disparó a boca de jarro un tiro de pistola.

La cabeza del asesino golpeó sobre los muros de las casas. Abrió los ojos, mostrando un gran terror, y resbalando sobre los talones, como una tabla mal colocada, cayó muerto a tierra.

— ¡Cómo! ¡Matar a un católico! —exclamó el compañero del difunto, que llevaba una antorcha en la siniestra y una espada ensangrentada en la diestra—. ¿Quién sois vos? ¡Por la santa misa! Pero veo que pertenecéis a la caballería ligera del rey... Os habéis equivocado, señor oficial.

El capitán sacó de su cinturón otra pistola y la preparó. Este movimiento y el ruido del gatillo fueron perfectamente comprendidos. El asesino arrojó su antorcha y echó a correr tanto como le permitían sus piernas. Jorge desdeñó tirar sobre él. Examinó un momento a la mujer que estaba caída en tierra y reconoció que había muerto. La bala le había atravesado de parte a parte; el niño, rodeando con sus bracitos el cuello de su madre, gritaba y lloraba; la sangre cubría todo su cuerpo; pero por un milagro no había sido herido.

El capitán le sacó de los brazos de la mujer, no sin algún trabajo. Luego envolvió a la criatura en su capa, y con justa prudencia, ante los encuentros que había tenido, arrancó la cruz blanca del sombrero del muerto y la puso en el suyo. De esta suerte pudo llegar, sin ser detenido, hasta la casa de la condesa.

Los dos hermanos cayeron simultáneamente en brazos el uno del otro, y durante algún tiempo estuvieron estrechamente abrazados, sin decir una palabra... En pocas dio luego cuenta el capitán del estado en que se encontraba la ciudad. Bernardo maldijo al rey, a los Guisas y a los curas; quiso salir y reunirse con sus hermanos de religión, para ensayar alguna resistencia contra los enemigos. La condesa lloraba y le retenía, y el niño daba gritos llamando a su madre.

Después de un largo tiempo de lágrimas, imprecaciones y gemidos, se hizo necesario adoptar una determinación. En cuanto al niño, el escudero de la condesa se encargó de buscar una mujer que le cuidase... Mergy no podía huir en aquel momento... ¿Dónde iba a dirigirse? ¿Le constaba que los asesinos no se habían extendido de un lado a otro de Francia?...

Varios destacamentos de la guardia ocupaban los puntos del barrio de San Germán por donde los reformistas hubieran podido escapar para dirigirse a las provincias del Mediodía, que eran las más afectas a su causa. Además, parecía poco probable y hasta imprudente implorar la piedad del monarca en un momento en que, embriagado por la carnicería, no pensaba sino en hacer nuevas víctimas. La casa de la condesa, por la reputación que ésta tenía de religiosa, no se hallaba expuesta a serios registros por parte de los asesinos, y Diana creía segura a sus gentes. Mergy no podía encontrar un refugio donde corriera menos riesgo. Fue, pues, resuelto que estuviera allí escondido en espera de nuevos acontecimientos.

El día, en vez de hacer cegar las matanzas, pareció más bien acrecentarlas con cierta regularidad. No hubo católico que ante el temor de ser acusado de sospechoso no se pusiese la cruz blanca, no denunciase a los hugonotes que todavía vivían. El rey, encerrado en su palacio, resultaba inaccesible para toda persona que no fuera uno de los jefes y organizadores de la matanza. El populacho, estimulado por la esperanza del saqueo, se había puesto al lado de la guardia burguesa y de los soldados, y los predicadores exhortaban a los fieles desde el púlpito a redoblar su crueldad.

— Aplastemos de una vez —exclamaban— las cabezas de la hidra, y pongamos fin para siempre a las guerras civiles.

Y para persuadir al pueblo, ávido de sangre y milagros, que el cielo aprobaba sus furores, les decían que Dios intentaba aumentarles la bravura con un prodigio maravilloso.

— Id al cementerio de los inocentes —clamaban— y allí veréis un espino que acaba de florecer rejuvenecido y fortificado por el riego de la sangre herética.

Procesiones numerosas de asesinos armados iban al cementerio a adorar al árbol santo, y salían impelidos de un nuevo ardor para descubrir y matar a los que el cielo condenaba tan manifiestamente. Una frase de Catalina corría par todas las bocas, y era repetida cuando se estrangulaba a las mujeres y los niños: «Hoy la humanidad ha llegado a ser cruel, y la crueldad, a ser humana.»

¡Cosa extraña! Entre tantos protestantes había poquísimos que no hubieran hecho la guerra y asistido a batallas encarnizadas, en las cuales pudieron advertir la importancia que tiene el número para el triunfo. Pues bien: en toda la matanza tan sólo dos opusieron alguna resistencia a los asesinos, y de estos dos hombres sólo uno había guerreado. Acaso el hábito de combatir en ejércitos de manera regular les había privado de la energía individual, que podría excitar a cada protestante a defenderse en su casa como en una fortaleza. Se veía a viejos guerreros, como víctimas inmoladas, entregar su garganta a miserables que la víspera hubiesen temblado ante ellos. Olvidaban la bravura por la resignación, y preferían la gloria de los mártires a la de los soldados.

Cuando la sed de sangre fue aplacándose, los más clementes de los asesinos ofrecían la vida a sus futuras víctimas a cambio de la abjuración. Un número reducido de calvinistas se aprovechó de esta oferta y consintió en librarse de la muerte y de los tormentos por una excusable mentira. Otros muchos, sin embargo, entre ellos niños y mujeres, rezaban sus plegarias, teniendo las espadas levantadas sobre sus cabezas, y morían sin exhalar un lamento.

Transcurrido el segundo día, el rey intentó concluir con la matanza; pero cuando se han aflojado las bridas a las pasiones de la muchedumbre, no es posible detenerla. Los puñales no cesaron de herir, y el rey mismo, armado de una compasión impía, se vio obligado a revocar sus palabras de clemencia y a exagerar el odio hasta la perversidad, lo cual constituía, sin embargo, uno de los rasgos principales de su carácter.

Durante los primeros días que siguieron a la «San Bartolomé», Mergy fue visitado en su refugio, con regularidad, por su hermano, que le refería nuevos detalles de las escenas horribles que había presenciado como testigo.

— ¡Ah! ¿Cuándo podré abandonar este país de asesinos y crímenes? —exclamaba Jorge—. Más preferiría vivir entre bestias salvajes, que entre franceses.

— Vente conmigo a La Rochela —dijo Mergy—, donde espero que los asesinos no habrán llegado todavía. Ven a morir conmigo, y haz olvidar tu apostasía defendiendo este último baluarte de nuestra religión.

— ¿Y qué será de mí? — dijo Diana.

— Más bien prefiero ir a Alemania o a Inglaterra —respondió Jorge—. Allí, al menos, ni nos degollarán ni degollaremos a nadie.

Estos proyectos no pudieron realizarse en seguida. Jorge fue encarcelado por haber desobedecido las órdenes del rey, y la condesa, temerosa de que su amante fuera descubierto, no pensaba en permitirle que abandonase París.



  1. D'Aubigné: Historia Universal.
  2. Idem.