Crónica del reinado de Carlos IX/27

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XXVI - El ataque[editar]

«Dead, for a ducat! Dead!»

(Shakespeare: Hamlet)


Una lluvia fría y fina que estuvo cayendo toda la noche cesó por fin en el instante en que el nuevo día se anunciaba en el cielo por el lado de Oriente con resplandores pálidos. El alba trajo una niebla pesada que se esparcía aquí y allá en largos jirones parduzcos que volvían a reunirse pronto, como las ondas marinas, separadas por un navío, que imprimen después una estela blanca. Cubierta con este vapor espeso, que ocultaba las copas de los árboles, la campiña parecía una vasta inundación.

En la ciudad, la luz incierta del amanecer, mezclada con la de las antorchas, alumbraba vagamente a los soldados y voluntarios congregados en la calle que conducía a la atalaya del Evangelio. Golpeaban el pavimento con los pies y movían constantemente el cuerpo, como hombres dominados por ese frío húmedo y penetrante de los amaneceres invernales. Los juramentos y las imprecaciones enérgicas no se escatimaban y se dirigían contra aquellos que habían tenido la ocurrencia de mandarles a combatir a semejante hora.

Pero, a pesar de sus denuestos, podía observarse en sus discursos ese buen humor y esa esperanza que anima a los soldados que manda un jefe estimado de la tropa. Se les oía decir en un tono mitad burlón y mitad colérico:

— Ese maldito Brazo de hierro, ese Juan sin sueño, nos está dando un bonito despertar. ¡Así le abrase la fiebre! ¡El diablo de hombre! ¡Con él no se está nunca seguro de poder pasar una buena noche! ¡Por las barbas del almirante, si no oigo roncar pronto a los arcabuces, me voy a dormir como si estuviera en la cama. ¡Ah!... Ya nos traen aquí el aguardiente, que nos devolverá las fuerzas e impedirá que agarremos un catarro entre esa maldita niebla.

Mientras que se distribuía el aguardiente a los soldados, los oficiales rodeaban a La Noue delante de una tienda y escuchaban con sumo interés el plan de ataque que se proponía realizar dentro el ejército sitiador. Un redoblar de tambores empezó a oírse, y cada uno ocupó su puesto. Un pastor bendijo a los soldados, los exhortó a comportarse bien, con la promesa de la bienaventuranza eterna si morían y de la estimación de sus conciudadanos si regresaban a la ciudad. El sermón fue corto, pero a La Noue le pareció demasiado largo. Parecía tener prisa para comenzar las escenas sangrientas. En cuanto concluyó el pastor y los soldados dijeron Amén, exclamó con voz enérgica y ronca:

— ¡Camaradas! El ministro de Dios os acaba de decir la verdad. Recomendemos nuestras almas al Señor. Al primero que dispare un tiro cuya bala no entre en el vientre de un papista le mataré si no consigue escapar.

— Caballero — dijo Mergy en tono bajo, ése es un discurso muy diferente a los de ayer.

— ¿Sabéis latín? — preguntó La Noue en tono brusco.

— Sí, señor.

— Pues bien: recordad aquella frase: Age quod agis.

Se hizo la señal de ataque, disparándose un cañonazo; toda la tropa se dirigió a pasos largos hacia la campiña; simultáneamente pequeños pelotones de soldados que salían de diversos sitios llevaban la alarma a las líneas enemigas, a fin de que los católicos, creyéndose asaltados por todos lados, no se atreviesen a enviar socorros al lugar donde iba a efectuarse el ataque principal para no desguarnecer sus trincheras, que parecían amenazadas.

La atalaya del Evangelio, contra la cual los ingenieros del ejército católico habían dirigido toda clase de esfuerzos, tenía que sufrir los tiros de una batería de cinco cañones colocada en una pequeña eminencia junto a un edificio arruinado que antes del sitio había sido un molino. Un foso, con su parapeto, defendía la parte que daba a la ciudad, y delante del foso hacían centinela varios arcabuceros. Pero, como lo había previsto el jefe protestante, estos soldados, que habían pasado toda la noche a la intemperie, estaban casi inutilizados a causa del frío, y los asaltantes, bien preparados para el ataque, tenían una ventaja sobre aquellos hombres inadvertidos, fatigados por la velada y calados por la lluvia.

Los primeros centinelas fueron degollados. Algunos arcabuceros que habían huido por milagro despertaron a la guardia a tiempo para que viesen al enemigo, dueño ya del parapeto y trepando hacia el molino. Unos cuantos intentaron resistir; pero sus armas se les escapaban de la mano, a causa del frío, y al disparar, casi todos fallaron la puntería, mientras que no se perdiera ni uno solo de los tiros que lanzaban los asaltantes. La victoria no podía ser dudosa, y los protestantes, dueños ya de la batería, gritaban con ferocidad: «No demos cuartel. ¡Acordaos del 24 de agosto!»

Unos cincuenta soldados, con su capitán, estaban alojados en la torre del molino. El capitán, en gorro de dormir y en calzoncillos, con una almohada en una mano y la espada en la otra, abrió la puerta para preguntar de dónde venía el tumulto. Lejos de suponer que era un ataque del enemigo, creía que el rumor le causaba una riña entre sus soldados. Pero pronto fue cruelmente desengañado: una alabarda le hizo caer por tierra bañado en sangre. Los soldados tuvieron tiempo para formar barricadas en las puertas de la torre, y durante algún tiempo se defendieron con bravura, disparando desde las ventanas. Pero alrededor del edificio había un gran montón de paja y heno y muchas ramas de árboles que debían servir para hacer gaviones. Los protestantes les prendieron fuego, y en un instante las llamas se enseñorearon en la torre y llegaron hasta la cumbre. Pronto se escucharon gritos de desesperación. El techo ardía e iba a caer sobre la cabeza de los desgraciados que ocupaban el molino. Las mismas barricadas recién construidas les impedían salir, y si intentaban escapar por las ventanas caerían sobre las llamas o serían recibidos en la punta de las lanzas enemigas. Se vio entonces un espectáculo espantoso. Un abanderado, revestido con una armadura completa, intentó saltar, como los otros, por una ventana estrecha. Su coraza terminaba, siguiendo una moda muy frecuente entonces, por una especie de enagüilla de hierro[1], que cubría los muslos y el vientre y se ensanchaba como un embudo, de manera que permitía moverse con facilidad. La ventana no era lo suficientemente ancha para dejar paso a esta parte de la armadura; y el abanderado, en su turbación, se lanzó con tanta violencia, que se encontró con la mayor parte del cuerpo en la parte de fuera, sin poder moverse y cogido como en un tomo. Las llamas iban llegando hasta él y chamuscaban su armadura, hasta que poco a poco fue quemándose vivo, como en una hornaza el famoso toro de bronce inventado por Phalaris. El desgraciado católico daba gritos espantosos y agitaba los brazos como pidiendo socorro. Hubo un momento de silencio entre los asaltantes; luego, todos a la vez, y como de acuerdo, lanzaron un gran clamor de guerra para aturdirse y no oír los gemidos del hombre que se quemaba vivo, que, al fin, desapareció entre un torbellino de llamas y de humo, viéndosele caer entre los escombros de la torre con el casco puesto al rojo por el fuego.

En los combates, las sensaciones de horror y tristeza duran muy poco; el instinto de conservación habla muy fuerte en el espíritu del soldado para que sea sensible a las miserias de los otros. Mientras una parte de la gente de la Rochela perseguía a los fugitivos, los otros clavaban los cañones, rompían las ruedas y precipitaban en el foso los gaviones de la batería y los cadáveres de sus defensores.

Mergy, que había sido de los primeros en escalar el foso, tomó aliento unos instantes para grabar con la punta de su puñal el nombre de Diana en una de las piezas de la batería; después ayudó a los otros a destruir los trabajos de los católicos. Un soldado había cogido por la cabeza al capitán del rey, que no daba señales de vida, y otro le llevaba por los pies, balanceándole por diversión y dispuestos a lanzarle al foso. De repente el supuesto cadáver abrió los ojos, reconoció a Mergy y exclamó:

— Caballero de Mergy, gracias. Soy vuestro prisionero. Salvadme. ¿No reconocéis a vuestro amigo Beville?

El desgraciado tenía la cara cubierta de sangre, y Mergy apenas pudo reconocer en el moribundo al joven elegante que había abandonado hace poco pletórico de vida y de alegría. Le hizo depositar con precaución en la hierba, vendó él mismo sus heridas, y, colocándole sobre un caballo, ordenó que le llevasen a la ciudad.

Cuando le decía adiós y ayudaba a conducir fuera del bastión advirtió a una fuerza de caballería que avanzaba al trote entre la ciudad y el molino. A juzgar por la apariencia, debía de ser un destacamento de soldados católicos que intentaban cortar la retirada a los protestantes.

Mergy corrió en seguida a prevenir a La Noue.

— Si queréis confiarme solamente cuarenta arcabuceros —dijo—, me colocaré detrás del seto que bordea ese camino estrecho por donde van a pasar, y si no vuelven grupas rápidamente, dejaré que me ahorquen.

— Muy bien, muchacho; tú llegarás a ser un gran capitán. ¡Vamos, vosotros! Seguid a este caballero y obedeced lo que os mande.

A los pocos segundos, Mergy tenía dispuestos a sus arcabuceros a lo largo del seto; les hizo poner una rodilla en tierra, preparar sus armas y les prohibió que disparasen sin orden previa.

Los jinetes enemigos avanzaban rápidamente, y ya se escuchaba con claridad el trote de sus caballos sobre el lodo del camino.

— El capitán —dijo Mergy, en voz baja— es ese petulante de la pluma roja, que ayer no pudimos cazar. ¡Que no se escape hoy!

El arcabucero que tenía a su lado bajó la cabeza como para decir que respondía del buen éxito... Los jinetes católicos serían tan sólo unos veinte, y su capitán volvía la cabeza como para dar una orden a sus soldados, cuando Mergy, levantándose, gritó repentinamente:

— ¡Fuego!

El capitán de la pluma roja cambió de postura al oír el grito, y Mergy reconoció a su hermano. Rápido extendió la mano hacía el arcabuz más próximo; pero antes de que pudiera tocarle se había disparado el tiro. Los jinetes, sorprendidos por esta descarga inesperada, se dispersaron, huyendo por la campiña: el capitán Jorge de Mergy cayó al suelo atravesado por dos balas.



  1. Se pueden ver parecidas armaduras en el Museo de Artillería. Un precioso diseño de Rubens, que representa un torneo, explica cómo con estas enagüillas de hierro se podía montar a caballo. Las sillas llevaban una especie de taburete que recogía las enaguas y levantaba al caballero de manera que sus rodillas estuviesen al nivel del caballo. (Véase el hombre quemado vivo en su armadura. — D'Aubigné. Historia Universal.)