Crónica del reinado de Carlos IX/28

De Wikisource, la biblioteca libre.


XXVII - El hospital[editar]

«Father.—Why are you so obstinate?
Pierre.—Why you so troublesome,
that a poor wretch cant die in peace?
But you like ravens, will be croaking
round him.»

(Otway: Venice Preserved)


Un antiguo convento de religiosos, confiscado por el Municipio de la Rochela, fue transformado durante el sitio en hospital para los heridos. El piso de la capilla, de la cual se habían retirado los altares, los bancos y los ornamentos religiosos, estaba cubierto de paja y heno; era el lugar donde se llevaba a los heridos de condición precaria. El refectorio se había dispuesto para los oficiales y los caballeros. Era una sala espaciosa, artesonada con viejos robles, y con largas vidrieras ojivales, que proporcionaban la suficiente luz para las operaciones quirúrgicas practicadas continuamente.

Allí estaba el capitán Jorge acostado en un jergón, enrojecido por su sangre y por la de otros desgraciados que le habían precedido en ese lugar de dolor. Un montón de paja le servía de almohada. Se le acababa de quitar la coraza y de desgarrar el justillo y la camisa, quedando desnudo hasta la cintura; pero el brazo derecho le tenía todavía armado con su guantelete de acero. Un soldado restañaba las heridas, la una en el vientre, por debajo de la coraza, y la otra, ligerísima, en el brazo izquierdo. Mergy estaba tan abatido por el dolor, que era incapaz de prestar auxilios con eficacia. Unas veces lloraba de rodillas delante de su hermano, otras se tiraba al suelo prorrumpiendo en gritos de desesperación, y no cesaba de acusarse de que había matado al hermano más cariñoso y al mejor de los amigos. El capitán, sin embargo, conservaba toda su calma, esforzándose en moderar los transportes de Bernardo.

A pocos pasos del jergón había otro donde yacía el pobre Beville, también muy mal herido. Su fisonomía no expresaba la resignación tranquila que podía advertirse en el otro. De vez en cuando dejaba escapar un gemido sordo y volvía los ojos hacia su compañero como pidiéndole un poco de su coraje y su firmeza.

Un hombre de cuarenta años todo lo más, seco, delgado, calvo y con muchas arrugas, entró en la sala y se aproximó al capitán, llevando en la mano un saco verde, del cual se escuchaba el ruido que al chocar producían varios aparatos quirúrgicos, que aterraban a los pobres enfermos. Era el maestro Brisart, cirujano muy hábil para su tiempo, discípulo y amigo del célebre Ambrosio Paré. Debía de haber hecho alguna operación, pues sus brazos estaban desnudos hasta el codo, y llevaba todavía puesto un gran delantal ensangrentado.

— ¿Qué me queréis? ¿Quién sois vos? — preguntó Jorge.

— Soy cirujano, caballero, y si el nombre del maestro Brisart os es desconocido, será porque ignoráis muchas cosas... Ahora ¡haced de tripas corazón!, como dijo el otro... Soy muy experto en arcabucazos, gracias a Dios, y quisiera tener tantos sacos de mil libras como balas he extraído del cuerpo a personas que se encuentran hoy tan sanas como yo.

— Decidme la verdad, doctor. ¿La herida es mortal, como creo?

El cirujano examinó primero la del brazo izquierdo, y dijo:

— ¡Eso es una insignificancia!

Luego empezó a sondear la otra, operación que produjo al herido un horrible dolor, que su cara reflejaba en gestos significativos. Era tan vivo el sufrimiento, que con su brazo derecho rechazó con fuerza al cirujano.

— ¡Pardiez! No avancéis más, doctor del demonio —exclamó—; ya observo en vuestra cara que esto es muy grave.

— Caballero, voy creyendo que la bala no atravesó, como me figuraba, el oblicuo pequeño del bajo vientre, y que, remontándose, se ha ido a alojar en la espina dorsal, que antes llamábamos en griego rachis. Lo que me hace pensar de este modo es que vuestras piernas carecen de movimiento y se han quedado frías. Este síntoma patognomónico no nos equivoca..., aunque hay casos...

— ¡Un tiro disparado de frente, a quemarropa, y una bala en la espina dorsal! ¡Mala peste! Doctor es necesario enviar ad patres a un pobre diablo... No me atormentéis más y dejadme morir tranquilo.

— No. ¡Vivirá, vivirá! — exclamaba Mergy, fijando un momento su mirada extraviada sobre el cirujano y asiéndole fuertemente del brazo.

— Sí, todavía una hora, quizás dos —dijo fríamente el maestro Brisart—; se trata de un hombre muy robusto.

Mergy cayó de rodillas, agarró la mano derecha del capitán y roció con un torrente de lágrimas el guantelete de que estaba cubierta.

— ¿Dos horas? —respondió Jorge—. Tanto mejor; creía que iba a sufrir por más tiempo.

— No; esto es imposible —exclamó Mergy, sollozando—; tú no morirás. Un hermano no puede morir por la mano de otro.

— Vamos, estate tranquilo, y no me sacudas el jergón. Cada uno de tus movimientos me molesta. No sufro ahora mucho, aunque lo que me pasa sea muy serio... Es lo que decía Zany al caer desde lo alto del campanario: «Hasta ahora va bien; lo malo será al llegar al suelo.»

Mergy se sentó cerca del jergón, con la cabeza inclinada hasta las rodillas y oculta entre las manos. Estaba inmóvil y como adormecido; solamente, por intervalos, unos movimientos convulsivos hacían estremecer todo su cuerpo, como los escalofríos de la fiebre, y unos gemidos, que en nada se parecían a la voz humana, se escapaban con esfuerzo de su pecho.

El cirujano había puesto sobre la herida algunos trapos para calmar la sangre, y enjugaba la sonda con la mayor sangre fría.

— Creo que debéis de hacer vuestros preparativos —dijo—; si queréis un pastor, no faltan aquí. Si preferís a un sacerdote, se os traerá uno. He visto hace poco a un fraile que nuestros hombres han hecho prisionero... Mirad, está confesando, lejos, a otro oficial papista que va a morir.

— ¡Que me den de beber! — dijo el capitán.

— ¡Guardaos bien! ¡Moriríais una hora antes!

— ¡Un vaso de vino vale una hora de vida!... ¡Adiós, doctor! Al lado mío hay otra persona que os espera con impaciencia.

— ¿Pero qué os envío: un pastor o un fraile?

— Ni al uno ni al otro.

— ¿Cómo?

— Dejadme en paz.

El cirujano se encogió de hombros y se aproximó a Beville.

— ¡Mil demonios! —exclamó—. ¡Vaya una herida! Esos diablejos de voluntarios hieren bien fuerte.

— Curaré, ¿no es verdad? — preguntó el herido con voz débil.

— Respirad un poco — dijo el maestro Brisak.

Se escuchó entonces una especie de silbido apagado, que le producía el aire al salir del pecho de Beville por la herida, al mismo tiempo que por la boca, mientras la sangre corría a borbotones.

El cirujano silbó también como para imitar aquel ruido extraño. Después colocó de prisa una compresa, recogió sus instrumentos y se dispuso a salir. Los ojos de Beville brillaban como llamas siguiendo todos sus movimientos.

— ¿Cómo me encontráis, doctor? — preguntó con voz temblorosa.

— Haced también vuestros preparativos — respondió fríamente el cirujano. Y se alejó.

— ¡Ay! ¡Morir tan joven! — exclamó el desgraciado Beville, dejando caer la cabeza sobre el montón de paja que le servía de almohada.

El capitán Jorge pidió de beber; pero nadie quería darle ni un vaso de agua, por el temor de anticipar su fin. ¡Extraña humanidad, que se empeña en prolongar los sufrimientos! En ese instante, La Noue y el capitán Dietrich, acompañados de numerosos oficiales, entraron en la sala para ver a los heridos. Se detuvieron todos delante del jergón de Jorge, y La Noue, apoyado en el pomo de su espada, miraba alternativamente a los dos hermanos con ojos que eran reflejo de la emoción que le hacía experimentar el triste espectáculo,

Una cantimplora que el capitán alemán llevaba al costado llamó la atención de Jorge.

— Capitán —dijo—: ¿sois un viejo soldado, por lo que parece?

— Sí; un viejo soldado. El humo de la pólvora, ha puesto gris mi barba antes que los años. Soy el capitán Dietrich Hornstein.

— Y decidme: ¿qué haríais si estuvieseis tan gravemente herido como yo?

El capitán Dietrich observó un instante las heridas como hombre acostumbrado a juzgar de su gravedad.

— Pondría en orden mi conciencia —respondió— y pediría que me dieran un buen vaso de vino del Rin, si hubiera en los alrededores alguna botella.

— Pues bien: yo no pido sino un poco del pésimo vino de la Rochela, y estos imbéciles no me lo quieren dar.

Dietrich se quitó la cantimplora, que era de un grueso imponente, y se dispuso a entregarla al herido.

— ¿Qué hacéis, capitán? —exclamó un arcabucero—; el médico ha dicho que morirá en cuanto beba.

— ¿Qué importa? Al menos gozará cierto placer antes de morir. Tomad, valiente; lo único que me apena es no tener mejor vino que ofreceros.

— Sois un hombre agradabilísimo, capitán Dietrich —dijo Jorge, después de haber bebido. Y luego presentó la cantimplora a su vecino—. Y tú, pobre Beville, ¿no opinas lo mismo que yo?

Pero Beville movió la cabeza sin responder...

— ¡Ah! ¡Ah! —exclamó Jorge—. ¡Otro tormento se me presenta! ¿Pero no me dejarán morir en paz?

Acababa de ver a un pastor que llevaba la Biblia bajo el brazo.

— Hijo mío —dijo el pastor—, en el momento en que estáis...

— ¡Basta, basta!... Ya sé lo que me vais a decir; pero es tiempo perdido... Yo soy católico.

— ¡Católico! —exclamó Beville—. ¿Pero no eres ateo?

— De niño —prosiguió el ministro— habéis sido educado en la religión reformista; y en este instante solemne y terrible, cuando vais a comparecer delante del juez supremo de las acciones y de las conciencias...

— Yo soy católico... ¡Por los cuernos del diablo, dejadme tranquilo!

— Mas...

— Capitán Dietrich, tened piedad de mí. Me habéis prestado un gran servicio; os suplico ahora otro. Haced que pueda morir sin exhortaciones ni jeremiadas.

— Retiraos —dijo el capitán al pastor—; ya veis que no está de humor para escuchar vuestras predicaciones.

La Noue hizo una señal al fraile, que se aproximó inmediatamente.

— Aquí tenéis un sacerdote de vuestra religión —dijo a Jorge—; nosotros no pretendemos esclavizar las conciencias.

— ¡Que el fraile y el pastor se vayan al diablo! — respondió el herido.

El religioso hugonote y el religioso católico estaban a cada costado de la cama, y parecían disputarse el moribundo.

— Este caballero es católico — dijo el fraile.

— Pero nació protestante —contestó el pastor—, y me pertenece.

— Pero se convirtió...

— Pero debe morir con la fe de sus padres.

— Confesaos, hijo mío.

— Recitad los símbolos, hijo mío.

— ¿No es verdad que morís dentro de la fe católica?

— Rechazad a ese enviado del Anticristo — exclamó el pastor, que se sentía apoyado por la mayoría de los asistentes.

Un soldado hugonote, lleno de celo religioso, agarró al fraile por el cordón de su hábito y le apartó de la cama, gritando:

— ¡Fuera de aquí, tonsurado! ¡Carne de horca! Hace ya mucho tiempo que no se canta misa en la Rochela.

— ¡Deteneos! —dijo La Noue—. Si ese caballero quiere confesarse, juro por mi honor que nadie se lo impedirá.

— Muchas gracias, señor La Noue — dijo el moribundo con voz débil.

— Sois testigos —interrumpió el fraile— de que se quiere confesar.

— No. ¡Que él diablo me lleve si me importa eso!

— ¡Vuelve a la fe de tus ancestrales! — suplicó el pastor.

— No, tampoco es eso. ¡Dejadme los dos! ¿Me he muerto ya para que los cuervos se disputen mi carnaza? Me son indiferentes vuestras misas y vuestros salmos.

— ¡Blasfema! — exclamaron a la vez los dos sacerdotes de cultos enemigos.

— Es necesario creer en alguna cosa — dijo el capitán Dietrich, con flema imperturbable.

— Pues creo... en que sois un hombre valeroso que me libraréis de esas arpías... Que se retiren y me dejen morir como a un perro.

— Sí; muere como un perro — dijo el pastor, alejándose indignado.

El fraile hizo el signo de la cruz y se aproximó al lecho de Beville.

La Noue y Mergy detuvieron al pastor.

— Todavía un último esfuerzo —dijo Mergy—. ¡Tened piedad de él! ¡Tened piedad de mí!

— Caballero —dijo La Noue al moribundo—. Creed a un viejo soldado: las exhortaciones de un hombre consagrado a Dios pueden endulzar los últimos instantes de un moribundo. No escuchéis las voces de la vanidad y no perdáis vuestra alma por fanfarronada.

— Caballero, no es hoy la primera vez que he pensado en la muerte... No tengo necesidad de que se me exhorte para estar preparado. No me gustan las fanfarronadas, y menos en este momento... Pero, ¡qué diablos!, no tengo ganas de escuchar paparruchas.

El pastor se encogió de hombros. La Noue suspiró. Ambos se alejaron a pasos lentos y con la cabeza baja.

— Camarada —dijo Dietrich—, debéis de sufrir horriblemente para decir esas cosas.

— Sí, capitán; sufro mucho.

— Espero que Dios no se ofenderá por vuestras palabras, aunque parecen terribles blasfemias... Pero cuando un arcabuzazo le ha atravesado a uno el cuerpo, ¡pardiez!, se puede permitir algunos juramentos para consolarse.

Jorge sonrió y volvió a tomar la cantimplora.

— ¡A vuestra salud, capitán! Sois el mejor enfermero que puede tener un soldado herido — y al hablar así le alargó la mano, que fue estrechada por Dietrich con evidentes señales de emoción.

— ¡Mala peste! —dijo en voz baja—. ¡Si mi hermano Hennin fuera católico, y yo le hubiera matado de un arcabuzazo en el vientre!... Se ha cumplido la profecía de Mila.

— Jorge, mi buen amigo —dijo Beville con voz apagada—; dime algo... ¡Vamos a morir! ¡Es un momento terrible! ¿Piensas lo mismo que cuando me hiciste ateo?

— Sin duda. ¡Ánimo!... Dentro de unos minutos no sufriremos nada.

— Pero este fraile me habla del fuego..., de los demonios... ¿qué sé yo?... Pero me parece que todo eso no es seguro...

— ¡Farsantes!

— ¿Y si fuera verdad?

— Capitán, os lego mi coraza y mi espada. Quisiera tener otra cosa mejor que ofreceros en cambio del vino que me habéis dado tan generosamente.

— ¡Jorge, amigo Jorge!... ¡Sería espantoso si eso fuera cierto...! ¡Toda una eternidad!

— ¡Cobarde!

— Sí, cobarde; se dice pronto... Pero debe estar permitida la cobardía cuando se trata de sufrir eternamente.

— Bueno; pues confiésate.

— Te ruego que me digas si estás seguro de que no hay infierno.

— ¡Bah!

— No; respóndeme. ¿Estás bien seguro? Júrame por tu honor que no hay infierno.

— No estoy seguro de nada. Si existe el diablo, ahora veremos si es tan negro como dicen.

— ¿Pero no estás seguro?

— Confiésate; yo te lo aconsejo.

— ¿Es que te estás burlando de mí?

El capitán no pudo evitar una sonrisa; después dijo en tono serio:

— En tu lugar, me confesaría; es lo más seguro, pues confesado y con los óleos se pueden esperar tranquilamente los acontecimientos.

— Pues haré lo que tú hagas... Confiésate.

— ¡Ah! No.

— Haz lo que quieras; pero yo voy a morir como buen católico... ¡Vamos, padre! Mandadme decir el confiteor y apúnteme, porque se me ha olvidado.

Mientras se confesaba. Jorge bebió otro vaso de vino, y luego apoyó la cabeza sobre la incómoda almohada y cerró los ojos. Estuvo tranquilo durante un cuarto de hora, y después, con los labios cerrados, lanzó un largo gemido que le arrancaba el dolor.

Mergy, creyendo que expiraba, dio un grito y levantó la cabeza. El capitán volvió a abrir los ojos.

— ¿Pero todavía? —dijo, rechazándole con dulzura—. Te ruego, Bernardo, que te calmes.

— ¡Jorge, Jorge! ¡Mueres por mis manos!

— ¿Qué quieres?... No soy el primer francés matado por su hermano... y no creo que seré el último... Mas no debo de acusarme sino a mí mismo... Cuando monseñor me sacó de la prisión y me llevó con él, me juré no desenvainar la espada en esta guerra... Pero vi que ese pobre diablo de Beville era atacado... Escuché el ruido de los arcabuzazos... y quise presenciar el combate desde muy cerca.

Cerró los ojos, y a los pocos segundos los volvió a abrir, diciendo a su hermano:

— La condesa de Turgis me ha encargado te diga que no te olvida.

Y sonrió dulcemente.

Fueron sus últimas palabras. Murió al cuarto de hora, sin que pareciese sufrir mucho. Algunos minutos después Beville expiró en los brazos del fraile, el cual aseguró que había visto en los aires el grito de júbilo con que los ángeles recibían el alma de un pecador arrepentido, mientras que bajo la tierra se escuchaban los alaridos de triunfo de los diablos al llevarse al infierno el alma del capitán Jorge.

Se lee en todas las historias de Francia que La Noue abandonó la Rochela, molesto de la guerra civil y con la conciencia atormentada por el juramento que había prestado al rey, y cómo el ejército católico fue obligado a levantar el sitio, firmándose la cuarta paz, a la que siguió pronto la muerte de Carlos IX.

¿Se consoló Mergy? ¿Diana tuvo un nuevo amante?

Son preguntas cuya contestación dejo al capricho del lector, para que pueda terminar esta novela como sea más de su gusto.