Crimen y castigo (tr. anónima)/Quinta Parte/Capítulo III
Capítulo III
Piotr Petrovitch ‑exclamó Catalina Ivanovna‑, protéjame. Haga comprender a esta mujer estúpida que no tiene derecho a insultar a una noble dama abatida por el infortunio, y que hay tribunales para estos casos... Me quejaré ante el gobernador general en persona y ella tendrá que responder de sus injurias... En memoria de la hospitalidad que recibió usted de mi padre, defienda a estos pobres huérfanos.
‑Permítame, señora, permítame ‑respondió Piotr Petrovitch, tratando de apartarla‑. Yo no he tenido jamás el honor, y usted lo sabe muy bien, de tratar a su padre. Perdone, señora ‑alguien se echó a reír estrepitosamente‑, pero no tengo la menor intención de mezclarme en sus continuas disputas con Amalia Ivanovna... Vengo aquí para un asunto personal. Deseo hablar inmediatamente con su hijastra Sonia Simonovna. Se llama así, ¿no es cierto? Permítame...
Y Piotr Petrovitch, pasando por el lado de Catalina Ivanovna, se dirigió al extremo opuesto de la habitación, donde estaba Sonia.
Catalina Ivanovna quedó clavada en el sitio, como fulminada. No comprendía por qué Piotr Petrovitch negaba que había sido huésped de su padre. Esta hospitalidad creada por su fantasía había llegado a ser para ella un artículo de fe. Por otra parte, le sorprendía el tono seco, altivo y casi desdeñoso con que le había hablado Lujine.
Ante la aparición de Piotr Petrovitch se había ido restableciendo el silencio poco a poco. Aun dejando aparte que la gravedad y la corrección de aquel hombre de negocios contrastaba con el aspecto desaliñado de los inquilinos de la señora Lipevechsel, todos ellos comprendían que sólo un motivo de excepcional importancia podía justificar la presencia de Lujine en aquel lugar y, en consecuencia, esperaban un golpe teatral.
Raskolnikof, que estaba al lado de Sonia, se apartó para dejar el paso libre a Piotr Petrovitch, el cual, al parecer, no advirtió su presencia.
Transcurrido un instante, apareció Lebeziatnikof, pero no entró en la habitación, sino que se quedó en el umbral. En su semblante se mezclaban la curiosidad y la sorpresa, y prestó atención a lo que allí se decía, demostrando un vivo interés, pero con el gesto del que nada comprende.
‑Perdónenme que les interrumpa ‑dijo Piotr Petrovitch sin dirigirse a nadie particularmente‑, pero me he visto obligado a venir por un asunto de gran importancia. Además, celebro poder hablar ante testigos. Amalia Ivanovna, le ruego que, en su calidad de propietaria de la casa, preste atención al diálogo que voy a mantener con Sonia Simonovna.
Y volviéndose hacia la joven, que daba muestras de profunda sorpresa y estaba atemorizada, continuó:
‑Sonia Simonovna, inmediatamente después de su visita he advertido la desaparición de un billete de Banco de cien rublos que estaba sobre una mesa en la habitación de mi amigo Andrés Simonovitch Lebeziatnikof. Si usted sabe dónde está ese billete y me lo dice, le doy palabra de honor, en presencia de todos estos testigos, de que el asunto no pasará adelante. En el caso contrario, me veré obligado a tomar medidas más serias, y entonces no tendrá derecho a quejarse sino de usted misma.
Un gran silencio siguió a estas palabras. Incluso los niños dejaron de llorar.
Sonia, pálida como una muerta, miraba a Lujine sin poder pronunciar palabra. Daba la impresión de no haber comprendido. Transcurrieron unos segundos.
‑Bueno, decídase ‑le dijo Piotr Petrovitch, mirándola fijamente.
‑Yo no sé..., yo no sé nada -repuso Sonia con voz débil.
‑¿De modo que no sabe usted nada?
Dicho esto, Lujine dejó pasar varios segundos más. Luego continuó, en tono severo:
‑Piénselo bien, señorita. Le doy tiempo para que reflexione. Comprenda que si no estuviera completamente seguro de lo que digo, me guardaría mucho de acusarla tan formalmente como lo estoy haciendo. Tengo demasiada experiencia para exponerme a un proceso por difamación... Esta mañana he negociado varios títulos por un valor nominal de unos tres mil rublos. La suma exacta consta en mi cuaderno de notas. Al regresar a mi casa he contado el dinero: Andrés Simonovitch es testigo. Después de haber contado dos mil trescientos rublos, los he puesto en una cartera que me he guardado en el bolsillo. Sobre la mesa han quedado alrededor de quinientos rublos, entre los que había tres billetes de cien. Entonces ha llegado usted, llamada por mí, y durante todo el tiempo que ha durado su visita ha dado usted muestras de una agitación extraordinaria, hasta el extremo de que se ha levantado tres veces, en su prisa por marcharse, aunque nuestra conversación no había terminado. Andrés Simonovitch es testigo de que todo cuanto acabo de decir es exacto. Creo que no lo negará usted, señorita. La he mandado llamar por medio de Andrés Simonovitch con el exclusivo objeto de hablar con usted sobre la triste situación en que ha quedado su segunda madre, Catalina Ivanovna (cuya invitación me ha sido imposible atender), y tratar de la posibilidad de ayudarla mediante una rifa, una suscripción o algún otro procedimiento semejante... Le doy todos estos detalles, en primer lugar, para recordarle cómo han ocurrido las cosas, y en segundo, para que vea usted que lo recuerdo todo perfectamente... Luego he cogido de la mesa un billete de diez rublos y se lo he entregado, haciendo constar que era mi aportación personal y el primer socorro para su madrastra... Todo esto ha ocurrido en presencia de Andrés Simonovitch. Seguidamente la he acompañado hasta la puerta y he podido ver que estaba tan trastornada como cuando ha llegado. Cuando usted ha salido, yo he estado conversando durante unos diez minutos con Andrés Simonovitch. Finalmente, él se ha retirado y yo me he acercado a la mesa para recoger el resto de mi dinero, contarlo y guardarlo. Entonces, con profundo asombro, he visto que faltaba uno de los tres billetes. Comprenda usted, señorita. No puedo sospechar de Andrés Simonovitch. La simple idea de esta sospecha me parece un disparate. Tampoco es posible que me haya equivocado en mis cuentas, porque las he verificado momentos antes de llegar usted y he comprobado su exactitud. Comprenda que la agitación que usted ha demostrado, su prisa en marcharse, el hecho de que haya tenido usted en todo momento las manos sobre la mesa, y también, en fin, su situación social y los hábitos propios de ella, son motivos suficientes para que me vea obligado, muy a pesar mío y no sin cierto horror, a concebir contra usted sospechas, crueles sin duda pero legítimas. Quiero añadir y repetir que, por muy convencido que esté de su culpa, sé que corro cierto riesgo al acusarla. Sin embargo, no vacilo en hacerlo, y le diré por qué. Lo hago exclusivamente por su ingratitud. La llamo para hablar de una posible ayuda a su infortunada segunda madre, le entrego mi óbolo de diez rublos, y he aquí el pago que usted me da. No, esto no está nada bien. Necesita usted una lección. Reflexione. Le hablo como le hablaría su mejor amigo, y, en verdad, no puede usted tener en este momento otro amigo mejor, pues, si no lo fuese, procedería con todo rigor e inflexibilidad. Bueno, ¿qué dice usted?
‑Yo no le he quitado nada -murmuró Sonia, aterrada‑. Usted me ha dado diez rublos. Mírelos. Se los devuelvo.
Sacó el pañuelo del bolsillo, deshizo un nudo que había en él, sacó el billete de diez rublos que Lujine le había dado y se lo ofreció.
‑¿Así ‑dijo Piotr Petrovitch en un tono de censura y sin tomar el billete‑, persiste usted en negar que me ha robado cien rublos?
Sonia miró en todas direcciones y sólo vio semblantes terribles, burlones, severos o cargados de odio. Dirigió una mirada a Raskolnikof, que estaba en pie junto a la pared. El joven tenía los brazos cruzados y fijaba en ella sus ardientes ojos.
‑¡Dios mío! ‑gimió Sonia.
‑Amalia Ivanovna ‑dijo Lujine en un tono dulce, casi acariciador‑, habrá que llamar a la policía, y le ruego que haga subir al portero para que esté aquí mientras llegan los agentes.
‑Gott der barmherzige! ‑dijo la señora Lipevechsel‑. Ya sabía yo que era una ladrona.
‑¿Conque lo sabía usted? Entonces no cabe duda de que existen motivos para que usted haya pensado en ello. Honorable Amalia Ivanovna, le ruego que no olvide las palabras que acaba de pronunciar, por cierto ante testigos.
En este momento se alzaron rumores de todas partes. La concurrencia se agitaba.
‑¿Pero qué dice usted? ‑exclamó de pronto Catalina Ivanovna, saliendo de su estupor y arrojándose sobre Lujine‑. ¿Se atreve a acusarla de robo? ¡A ella, a Sonia! ¡Cobarde, canalla!
Se arrojó sobre Sonia y la rodeó con sus descarnados brazos.
‑¡Sonia! ¿Cómo has podido aceptar diez rublos de este hombre? ¡Qué infeliz eres! ¡Dámelos, dámelos en seguida...! ¡Ahí los tiene!
Catalina Ivanovna se había apoderado del billete, lo estrujó y se lo tiró a Lujine a la cara. El papel, hecho una bola, fue a dar contra un ojo de Piotr Petrovitch y después cayó al suelo. Amalia Ivanovna se apresuró a recogerlo. Lujine se indignó.
‑¡Cojan a esta loca!
En ese momento, varias personas aparecieron en el umbral, al lado de Lebeziatnikof. Entre ellas estaban las dos provincianas.
‑¿Loca? ¿Loca yo? ‑gritó Catalina Ivanovna‑. ¡Tú sí que eres un imbécil, un vil agente de negocios, un infame...! ¡Sonia quitarle dinero! ¡Sonia una ladrona! ¡Antes te lo daría que quitártelo, idiota!
Lanzó una carcajada histérica y, yendo de inquilino en inquilino y señalando a Lujine, exclamaba:
‑¿Ha visto usted un imbécil semejante?
De pronto vio a Amalia Ivanovna y se detuvo.
‑¡Y tú también, salchichera, miserable prusiana! ¡Tú también crees que es una ladrona...! ¿Cómo es posible? ¡Ella ‑dijo a Lujine‑ ha venido de tu habitación aquí, y de aquí no ha salido, granuja, más que granuja! ¡Todo el mundo ha visto que se ha sentado a la mesa y no se ha movido! ¡Se ha sentado al lado de Rodion Romanovitch...! ¡Regístrenla! ¡Como no ha ido a ninguna parte, si ha cogido el billete ha de llevarlo encima...! Busca, busca... Pero si no encuentras nada, amigo mío, tendrás que responder de tus injurias... ¡Iré a quejarme al emperador en persona, al zar misericordioso! Me arrojaré a sus pies, ¡y hoy mismo! Como soy huérfana, me dejarán entrar. ¿Crees que no me recibirá? Estás muy equivocado. Llegaré hasta él... Confiabas en la bondad y en la timidez de Sonia, ¿verdad? Seguro que contabas con eso. Pero yo no soy tímida y nos las vas a pagar. ¡Busca, regístrala! ¡Hala! ¿Qué esperas?
Catalina Ivanovna, ciega de rabia, sacudía a Lujine y lo arrastraba hacia Sonia.
‑Lo haré, correré con esa responsabilidad... Pero cálmese, señora. Ya veo que usted no teme a nada ni a nadie. Esto..., esto se debía hacer en la comisaría... Aunque ‑prosiguió Lujine, balbuceando -hay aquí bastantes testigos... Estoy dispuesto a registrarla... Sin embargo, es una cuestión delicada, a causa de la diferencia de sexos... Si Amalia Ivanovna quisiera ayudarnos... Desde luego, no es así como se hacen estas cosas, pero hay casos en que...
‑¡Hágala registrar por quien quiera! ‑vociferó Catalina Ivanovna‑. Enséñale los bolsillos... ¡Mira, mira, monstruo! En éste no hay nada más que un pañuelo, como puedes ver. Ahora el otro. ¡Mira, mira! ¿Lo ves bien?
Y Catalina Ivanovna, no contenta con vaciar los bolsillos de Sonia, los volvió del revés uno tras otro. Pero apenas deshizo los pliegues que se habían formado en el forro del segundo, el de la derecha, saltó un papelito que, describiendo en el aire una parábola, cayó a los pies de Lujine. Todos lo vieron y algunos lanzaron una exclamación. Piotr Petrovitch se inclinó, cogió el papel con los dedos y lo desplegó: era un billete de cien rublos plegado en ocho dobles. Lujine lo hizo girar en su mano a fin de que todo el mundo lo viera.
‑¡Ladrona! ¡Fuera de aquí! ¡La policía! ¡La policía! ‑exclamó la señora Lipevechsel‑. ¡Deben mandarla a Siberia! ¡Fuera de aquí!
De todas partes salían exclamaciones. Raskolnikof no cesaba de mirar en silencio a Sonia; sólo apartaba los ojos de ella de vez en cuando para fijarlos en Lujine. Sonia estaba inmóvil, como hipnotizada. Ni siquiera podía sentir asombro. De pronto le subió una oleada de sangre a la cara, se la cubrió con las manos y lanzó un grito.
‑¡Yo no he sido! ¡Yo no he cogido el dinero! ¡Yo no sé nada! ‑exclamó en un alarido desgarrador y, corriendo hacia Catalina Ivanovna.
Ésta le abrió el asilo inviolable de sus brazos y la estrechó convulsivamente contra su corazón.
‑¡Sonia, Sonia! ¡Yo no lo creo; ya ves que yo no lo creo! ‑exclamó Catalina Ivanovna, rechazando la evidencia.
Y mecía en sus brazos a Sonia como si fuera una niña, y la estrechaba una y otra vez contra su pecho, o le cogía las manos y se las cubría de besos apasionados.
‑¿Robar tú? ¡Qué imbéciles, Señor! ¡Necios, todos sois unos necios! ‑gritó, dirigiéndose a los presentes‑. ¡No sabéis lo hermoso que es su corazón! ¿Robar ella..., ella? ¡Pero si sería capaz de vender hasta su último trozo de ropa y quedarse descalza para socorrer a quien lo necesitase! ¡Así es ella! ¡Se hizo extender la tarjeta amarilla para que mis hijos y yo no muriésemos de hambre! ¡Se vendió por nosotros! ¡Ah, mi querido difunto, mi pobre difunto! ¿Ves esto, pobre esposo mío? ¡Qué comida de funerales, Señor! ¿Por qué no la defiendes, Dios mío? ¿Y qué hace usted ahí, Rodion Romanovitch, sin decir nada? ¿Por qué no la defiende usted? ¿Es que también usted la cree culpable? ¡Todos vosotros juntos valéis menos que su dedo meñique! ¡Señor, Señor! ¿Por qué no la defiendes?
La desesperación de la infortunada Catalina Ivanovna produjo profunda y general emoción. Aquel rostro descarnado de tísica, contraído por el sufrimiento; aquellos labios resecos, donde la sangre se había coagulado; aquella voz ronca; aquellos sollozos, tan violentos como los de un niño, y, en fin, aquella demanda de auxilio, confiada, ingenua y desesperada a la vez, todo esto expresaba un dolor tan punzante, que era imposible permanecer indiferente ante él. Por lo menos Piotr Petrovitch dio muestras de compadecerse.
‑Cálmese, señora, cálmese ‑dijo gravemente‑. Este asunto no le concierne en lo más mínimo. Nadie piensa acusarla de premeditación ni de complicidad, y menos habiendo sido usted misma la que ha descubierto el robo al registrarle los bolsillos. Esto basta para demostrar su inocencia... Me siento inclinado a ser indulgente ante un acto en que la miseria puede haber sido el móvil que ha impulsado a Sonia Simonovna. Pero ¿por qué no quiere usted confesar, señorita? ¿Teme usted al deshonor? ¿Ha sido la primera vez? ¿Acaso ha perdido usted la cabeza? Todo esto es comprensible, muy comprensible... Sin embargo, ya ve usted a lo que se ha expuesto... Señores ‑continuó, dirigiéndose a la concurrencia‑, dejándome llevar de un sentimiento de compasión y de simpatía, por decirlo así, estoy dispuesto todavía a perdonarlo todo, a pesar de los insultos que se me han dirigido.
Se volvió de nuevo hacia Sonia y añadió:
‑Pero que esta humillación que hoy ha sufrido usted, señorita, le sirva de lección para el futuro. Daré el asunto por terminado y las cosas no pasarán de aquí.
Piotr Petrovitch miró de reojo a Raskolnikof, y las miradas de ambos se encontraron. Los ojos del joven llameaban.
Catalina Ivanovna, como si nada hubiera oído, seguía abrazando y besando a Sonia con frenesí. También los niños habían rodeado a la joven y la estrechaban con sus débiles bracitos.
Poletchka, sin comprender lo que sucedía, sollozaba desgarradoramente, apoyando en el hombro de Sonia su linda carita, bañada en lágrimas.
‑¡Qué ruindad! ‑dijo de pronto una voz desde la puerta.
Piotr Petrovitch se volvió inmediatamente.
‑¡Qué ruindad! ‑repitió Lebeziatnikof sin apartar de él la vista.
Lujine se estremeció (todos recordarían este detalle más adelante), y Andrés Simonovitch entró en la habitación.
‑¿Cómo ha tenido usted valor para invocar mi testimonio? ‑dijo acercándose a Lujine.
Piotr Petrovitch balbuceó:
‑¿Qué significa esto, Andrés Simonovitch? No sé de qué me habla.
‑Pues esto significa que usted es un calumniador. ¿Me entiende usted ahora?
Lebeziatnikof había pronunciado estas palabras con enérgica resolución y mirando duramente a Lujine con sus miopes ojillos. Estaba furioso. Raskolnikof no apartaba la vista de la cara de Andrés Simonovitch y le escuchaba con avidez, sin perder ni una sola de sus palabras.
Hubo un silencio. Piotr Petrovitch pareció desconcertado, sobre todo en los primeros momentos.
‑Pero ¿qué le pasa? ‑balbuceó‑. ¿Está usted en su juicio?
‑Sí, estoy en mi juicio, y usted..., usted es un miserable... ¡Qué villanía! lo he oído todo, y si no he hablado hasta ahora ha sido para ver si comprendía por qué ha obrado usted así, pues le confieso que hay cosas que no tienen explicación para mí... ¿Por qué lo ha hecho usted? No lo comprendo.
‑Pero ¿qué he hecho yo? ¿Quiere dejar de hablar en jeroglífico? ¿Es que ha bebido más de la cuenta?
‑Usted, hombre vil, sí que es posible que se emborrache. Pero yo no bebo jamás ni una gota de vodka, porque mis principios me lo vedan... Sepan ustedes que ha sido él, él mismo, el que ha transmitido con sus propias manos el billete de cien rublos a Sonia Simonovna. Yo lo he visto, yo he sido testigo de este acto. Y estoy dispuesto a declarar bajo juramento. ¡El mismo, él mismo! ‑repitió Lebeziatnikof, dirigiéndose a todos.
‑¿Está usted loco? ‑exclamó Lujine‑. La misma interesada, aquí presente, acaba de afirmar ante testigos que sólo ha recibido de mi un billete de diez rublos. ¿Cómo puede usted decir que le he dado el otro billete?
‑¡Lo he visto, lo he visto! ‑repitió Lebeziatnikof‑. Y, aunque ello sea contrario a mis principios, estoy dispuesto a afirmarlo bajo juramento ante la justicia. Yo he visto cómo le introducía usted disimuladamente ese dinero en el bolsillo. En mi candidez, he creído que lo hacía usted por caridad. En el momento en que usted le decía adiós en la puerta, mientras le tendía la mano derecha, ha deslizado con la izquierda en su bolsillo un papel. ¡Lo he visto, lo he visto!
Lujine palideció.
‑¡Eso es pura invención! ‑exclamó, en un arranque de insolencia‑. Usted estaba entonces junto a la ventana. ¿Cómo es posible que desde tan lejos viera el papel? Su miopía le ha hecho ver visiones. Ha sido una alucinación y nada más.
‑No, no he sufrido ninguna alucinación. A pesar de la distancia, me he dado perfecta cuenta de todo. En efecto, desde la ventana no he podido ver qué clase de papel era: en esto tiene usted razón. Sin embargo, cierto detalle me ha hecho comprender que el papelito era un billete de cien rublos, pues he visto claramente que, al mismo tiempo que entregaba a Sonia Simonovna el billete de diez rublos, cogía usted de la mesa otro de cien... Esto lo he visto perfectamente, porque entonces me hallaba muy cerca de usted, y recuerdo bien este detalle porque me ha sugerido cierta idea. Usted ha doblado el billete de cien rublos y lo ha mantenido en el hueco de la mano. Después he dejado de pensar en ello, pero cuando usted se ha levantado ha hecho pasar el billete de la mano derecha a la izquierda, con lo que ha estado a punto de caérsele. Entonces me he vuelto a fijar en él, pues de nuevo he tenido la idea de que usted quería socorrer a Sonia Simonovna sin que yo me enterase. Ya puede usted suponer la gran atención con que desde ese instante he seguido hasta sus menores movimientos. Así he podido ver cómo le ha deslizado usted el billete en el bolsillo. ¡Lo he visto, lo he visto, y estoy dispuesto a afirmarlo bajo juramento!
Lebeziatnikof estaba rojo de indignación. Las exclamaciones más diversas surgieron de todos los rincones de la estancia. La mayoría de ellas eran de asombro, pero algunas fueron proferidas en un tono de amenaza. Los concurrentes se acercaron a Piotr Petrovitch y formaron un estrecho círculo en torno de él. Catalina Ivanovna se arrojó sobre Lebeziatnikof.
‑¡Andrés Simonovitch, qué mal le conocía a usted! ¡Defiéndala! Es huérfana. Dios nos lo ha enviado, Andrés Simonovitch, mi querido amigo.
Y Catalina Ivanovna, en un arrebato casi inconsciente, se arrojó a los pies del joven.
‑¡Está loco! ‑exclamó Lujine, ciego de rabia‑. Todo son invenciones suyas... ¡Que si se había olvidado y luego se ha vuelto a acordar...! ¿Qué significa esto? Según usted, yo he puesto intencionadamente estos cien rublos en el bolsillo de esta señorita. Pero ¿por qué? ¿Con qué objeto?
‑Esto es lo que no comprendo. Pero le aseguro que he dicho la verdad. Tan cierto estoy de no equivocarme, miserable criminal, que en el momento en que le estrechaba la mano felicitándole, recuerdo que me preguntaba con qué fin habría regalado usted ese billete a hurtadillas, o, dicho de otro modo, por qué se ocultaba para hacerlo. Misterio. Me he dicho que tal vez quería usted ocultarme su buena acción al saber que soy enemigo por principio de la caridad privada, a la que considero como un paliativo inútil. He deducido, pues, que no quería usted que se supiera que entregaba a Sonia Simonovna una cantidad tan importante, y, además, que deseaba dar una sorpresa a la beneficiada... Todos sabemos que hay personas que se complacen en ocultar las buenas acciones... También me he dicho que tal vez quería usted poner a prueba a la muchacha, ver si volvía para darle las gracias cuando encontrara el dinero en su bolsillo. O, por el contrario, que deseaba usted eludir su gratitud, según el principio de que la mano derecha debe ignorar..., y otras mil suposiciones parecidas. Sólo Dios sabe las conjeturas que han pasado por mi cabeza... Decidí reflexionar más tarde a mis anchas sobre el asunto, pues no quería cometer la indelicadeza de dejarle entrever que conocía su secreto. De pronto me ha asaltado un temor: al no conocer su acto de generosidad, Sonia Simonovna podía perder el dinero sin darse cuenta. Por eso he tomado la determinación de venir a decirle que usted había depositado un billete de cien rublos en su bolsillo. Pero, al pasar, me he detenido en la habitación de las señoras Kobiliatnikof a fin de entregarles la «Ojeada general sobre el método positivo» y recomendarles especialmente el artículo de Piderit, y también el de Wagner. Finalmente, he llegado aquí y he podido presenciar el escándalo. Y dígame: ¿se me habría ocurrido pensar en todo esto, me habría hecho todas estas reflexiones si no le hubiera visto introducir el billete de cien rublos en el bolsillo de Sonia Simonovna?
Andrés Simonovitch terminó este largo discurso, coronado con una conclusión tan lógica, en un estado de extrema fatiga. El sudor corría por su frente. Por desgracia para él, le costaba gran trabajo expresarse en ruso, aunque no conocía otro idioma. Su esfuerzo oratorio le había agotado. Incluso parecía haber perdido peso. Sin embargo, su alegato verbal había producido un efecto extraordinario. Lo había pronunciado con tanto calor y convicción, que todos los oyentes le creyeron. Piotr Petrovitch advirtió que las cosas no le iban bien.
‑¿Qué me importan a mí las estúpidas preguntas que hayan podido atormentarle? ‑exclamó‑. Eso no constituye ninguna prueba. Todo lo que usted ha pensado puede ser obra de su imaginación. Y yo, señor, puedo decirle que miente usted. Usted miente y me calumnia llevado de un deseo de venganza personal. Usted no me perdona que haya rechazado el impío radicalismo de sus teorías sociales.
Pero este falso argumento, lejos de favorecerle, provocó una oleada de murmullos en contra de él.
‑¡Eso es una mala excusa! ‑exclamó Lebeziatnikof‑. Te digo en la cara que mientes. Llama a la policía y declararé bajo juramento. Un solo punto ha quedado en la oscuridad para mí: el motivo que te ha impulsado a cometer una acción tan villana. ¡Miserable! ¡Cobarde!
‑Yo puedo explicar su conducta y, si es preciso, también prestaré juramento ‑dijo Raskolnikof con voz firme y destacándose del grupo.
Estaba sereno y seguro de si mismo. Todos se dieron cuenta desde el primer momento de que conocía la clave del enigma y de que el asunto se acercaba a su fin.
‑Ahora todo lo veo claro ‑dijo dirigiéndose a Lebeziatnikof‑. Desde el principio del incidente me he olido que había en todo esto alguna innoble intriga. Esta sospecha se fundaba en ciertas circunstancias que sólo yo conozco y que ahora mismo voy a revelar a ustedes. En ellas está la clave del asunto. Gracias a su detallada exposición, Andrés Simonovitch, se ha hecho la luz en mi mente. Ruego a todo el mundo que preste atención. Este señor ‑señalaba a Lujine pidió en fecha reciente la mano de una joven, hermana mía, cuyo nombre es Avdotia Romanovna Raskolnikof; pero cuando llegó a Petersburgo, hace poco, y tuvimos nuestra primera entrevista, discutimos, y de tal modo, que acabé por echarle de mi casa, escena que tuvo dos testigos, los cuales pueden confirmar mis palabras. Este hombre es todo maldad. Yo no sabía que se hospedaba en su casa, Andrés Simonovitch. Así se comprende que pudiera ver anteayer, es decir, el mismo día de nuestra disputa, que yo, como amigo del difunto, entregaba dinero a la viuda para que pudiera atender a los gastos del entierro. El señor Lujine escribió en seguida una carta a mi madre, en que le decía que yo había entregado dinero no a Catalina Ivanovna, sino a Sonia Simonovna. Además, hablaba de esta joven en términos en extremo insultantes, dejando entrever que yo mantenía relaciones íntimas con ella. Su finalidad, como ustedes pueden comprender, era indisponerme con mi madre y con mi hermana, haciéndoles creer que yo despilfarraba ignominiosamente el dinero que ellas se sacrificaban en enviarme. Ayer por la noche, en presencia de mi madre, de mi hermana y de él mismo, expuse la verdad de los hechos, que este hombre había falseado. Dije que había entregado el dinero a Catalina Ivanovna, a la que entonces no conocía aún, y añadí que Piotr Petrovitch Lujine, con todos sus méritos, valía menos que el dedo meñique de Sonia Simonovna, de la que hablaba tan mal. Él me preguntó entonces si yo sería capaz de sentar a Sonia Simonovna al lado de mi hermana, y yo le respondí que ya lo había hecho aquel mismo día. Furioso al ver que mi madre y mi hermana no reñían conmigo fundándose en sus calumnias, llegó al extremo de insultarlas groseramente. Se produjo la ruptura definitiva y lo pusimos en la puerta. Todo esto ocurrió anoche. Ahora les ruego a ustedes que me presten la mayor atención. Si el señor Lujine hubiera conseguido presentar como culpable a Sonia Simonovna, habría demostrado a mi familia que sus sospechas eran fundadas y que tenía razón para sentirse ofendido por el hecho de que permitiera a esta joven alternar con mi hermana, y, en fin, que, atacándome a mí, defendía el honor de su prometida. En una palabra, esto suponía para él un nuevo medio de indisponerme con mi familia, mientras él reconquistaba su estimación. Al mismo tiempo, se vengaba de mí, pues tenía motivos para pensar que la tranquilidad de espíritu y el honor de Sonia Simonovna me afectaban íntimamente. Así pensaba él, y esto es lo que yo he deducido. Tal es la explicación de su conducta: no es posible hallar otra.
Así, poco más o menos, terminó Raskolnikof su discurso, que fue interrumpido frecuentemente por las exclamaciones de la atenta concurrencia. Hasta el final su acento fue firme, sereno y seguro. Su tajante voz, la convicción con que hablaba y la severidad de su rostro impresionaron profundamente al auditorio.
‑Sí, sí, eso es; no cabe duda de que es eso ‑se apresuró a decir Lebeziatnikof, entusiasmado‑. Prueba de ello es que, cuando Sonia Simonovna ha entrado en la habitación, él me ha preguntado si estaba usted aquí, si yo le había visto entre los invitados de Catalina Ivanovna. Esta pregunta me la ha hecho en voz baja y después de llevarme junto a la ventana. O sea que deseaba que usted fuera testigo de todo esto. Sí, sí; no cabe duda de que es eso.
Lujine guardaba silencio y sonreía desdeñosamente. Pero estaba pálido como un muerto. Evidentemente, buscaba el modo de salir del atolladero. De buena gana se habría marchado, pero esto no era posible por el momento. Marcharse así habría representado admitir las acusaciones que pesaban sobre él y reconocer que había calumniado a Sonia Simonovna.
Por otra parte, los asistentes se mostraban sumamente excitados por las excesivas libaciones. El de intendencia, aunque era incapaz de forjarse una idea clara de lo sucedido, era el que más gritaba, y proponía las medidas más desagradables para Lujine.
La habitación estaba llena de personas embriagadas, pero también habían acudido huéspedes de otros aposentos, atraídos por el escándalo. Los tres polacos estaban indignadísimos y no cesaban de proferir en su lengua insultos contra Piotr Petrovitch, al que llamaban, entre otras cosas, pane ladak.
Sonia escuchaba con gran atención, pero no parecía acabar de comprender lo que pasaba: su estado era semejante al de una persona que acaba de salir de un desvanecimiento. No apartaba los ojos de Raskolnikof, comprendiendo que sólo él podía protegerla. La respiración de Catalina Ivanovna era silbante y penosa. Estaba completamente agotada. Pero era Amalia Ivanovna la que tenía un aspecto más grotesco, con su boca abierta y su cara de pasmo. Era evidente que no comprendía lo que estaba ocurriendo. Lo único que sabía era que Piotr Petrovitch se hallaba en una situación comprometida.
Raskolnikof intentó volver a hablar, pero en seguida renunció a ello al ver que los inquilinos se precipitaban sobre Lujine y, formando en torno de él un círculo compacto, le dirigían toda clase de insultos y amenazas. Pero Lujine no se amilanó. Comprendiendo que había perdido definitivamente la partida, recurrió a la insolencia.
‑Permítanme, señores, permítanme. No se pongan así. Déjenme pasar ‑dijo mientras se abría paso‑. No se molesten ustedes en intentar amedrentarme con sus amenazas. Tengan la seguridad de que no adelantarán nada, pues no soy de los que se asustan fácilmente. Por el contrario, les advierto que tendrán que responder de la cooperación que han prestado a un acto delictivo. La culpabilidad de la ladrona está más que probada, y presentaré la oportuna denuncia. Los jueces no están ciegos... ni bebidos. Por eso rechazarán el testimonio de dos impíos, de dos revolucionarios que me calumnian por una cuestión de venganza personal, como ellos mismos han tenido la candidez de reconocer. Permítanme, señores.
‑No podría soportar ni un minuto más su presencia en mi habitación ‑le dijo Andrés Simonovitch‑. Haga el favor de marcharse. No quiero ningún trato con usted. ¡Cuando pienso que he estado dos semanas gastando saliva para exponerle...!
‑Andrés Simonovitch, recuerde que hace un rato le he dicho que me marchaba y usted trataba de retenerme. Ahora me limitaré a decirle que es usted un tonto de remate y que le deseo se cure de la cabeza y de los ojos. Permítanme, señores...
Y consiguió terminar de abrirse paso. Pero el de intendencia no quiso dejarle salir de aquel modo. Considerando que los insultos eran un castigo insuficiente para él, cogió un vaso de la mesa y se lo arrojó con todas sus fuerzas. Desgraciadamente, el proyectil fue a estrellarse contra Amalia Ivanovna, que empezó a proferir grandes alaridos, mientras el de intendencia, que había perdido el equilibrio al tomar impulso para el lanzamiento, caía pesadamente sobre la mesa.
Piotr Petrovitch logró llegar a su aposento, y, una hora después, había salido de la casa.
Antes de esta aventura, Sonia, tímida por naturaleza, se sentía más vulnerable que las demás mujeres, ya que cualquiera tenía derecho a ultrajarla. Sin embargo, había creído hasta entonces que podría contrarrestar la malevolencia a fuerza de discreción, dulzura y humildad. Pero esta ilusión se había desvanecido y su decepción fue muy amarga. Era capaz de soportarlo todo con paciencia y sin lamentarse, y el golpe que acababa de recibir no estaba por encima de sus fuerzas, pero en el primer momento le pareció demasiado duro. A pesar del triunfo de su inocencia en el asunto del billete, transcurridos los primeros instantes de terror, y al poder darse cuenta de las cosas, sintió que su corazón se oprimía dolorosamente ante la idea de su abandono y de su aislamiento en la vida. Sufrió una crisis nerviosa y, sin poder contenerse, salió de la habitación y corrió a su casa. Esta huida casi coincidió con la salida de Lujine.
Amalia Ivanovna, cuando recibió el proyectil destinado a Piotr Petrovitch en medio de las carcajadas de los invitados, montó en cólera y su indignación se dirigió contra Catalina Ivanovna, sobre la que se arrojó vociferando como si la hiciera responsable de todo lo ocurrido.
‑¡Fuera de aquí en seguida! ¡Fuera!
Y, al mismo tiempo que gritaba, cogía todos los objetos de la inquilina que encontraba al alcance de la mano y los arrojaba al suelo. La pobre viuda, que se había tenido que echar en la cama, exhausta y rendida por el sufrimiento, saltó del lecho y se arrojó sobre la patrona. Pero las fuerzas eran tan desiguales, que Amalia Ivanovna la rechazó tan fácilmente como si luchara con una pluma.
‑¡Es el colmo! ¡No contenta con calumniar a Sonia, ahora la toma conmigo! ¡Me echa a la calle el mismo día de los funerales de mi marido! ¡Después de haber recibido mi hospitalidad, me pone en medio del arroyo con mis pobres huérfanos! ¿Adónde iré?
Y la pobre mujer sollozaba, en el límite de sus fuerzas. De pronto sus ojos llamearon y gritó desesperadamente:
‑¡Señor! ¿Es posible que no exista la justicia aquí abajo? ¿A quién defenderás si no nos defiendes a nosotros...? En fin, ya veremos. En la tierra hay jueces y tribunales. Presentaré una denuncia. Prepárate, desalmada... Poletchka, no dejes a los niños. Volveré en seguida. Si es preciso, esperadme en la calle. ¡Ahora veremos si hay justicia en este mundo!
Catalina Ivanovna se envolvió la cabeza en aquel trozo de paño verde de que había hablado Marmeladof, atravesó la multitud de inquilinos embriagados que se hacinaban en la estancia y, gimiendo y bañada en lágrimas, salió a la calle. Estaba resuelta a que le hicieran justicia en el acto y costara lo que costase. Poletchka, aterrada, se refugió con los niños en un rincón, junto al baúl. Rodeó con sus brazos a sus hermanitos y así esperó la vuelta de su madre. Amalia Ivanovna iba y venía por la habitación como una furia, rugiendo de rabia, lamentándose y arrojando al suelo todo lo que caía en sus manos.
Entre los inquilinos reinaba gran confusión: unos comentaban a grandes voces lo ocurrido, otros discutían y se insultaban y algunos seguían entonando canciones.
«Ha llegado el momento de marcharse ‑pensó Raskolnikof‑. Vamos a ver qué dice ahora Sonia Simonovna.»
Y se dirigió a casa de Sonia.