Crimen y castigo (tr. anónima)/Quinta Parte/Capítulo IV
Capítulo IV
Aunque llevaba su propia carga de miserias y horrores en el corazón, Raskolnikof había defendido valientemente y con destreza la causa de Sonia ante Lujine. Dejando aparte el interés que sentía por la muchacha y que le impulsaba a defenderla, había sufrido tanto aquella mañana, que había acogido con verdadera alegría la ocasión de ahuyentar aquellos pensamientos que habían llegado a serle insoportables.
Por otra parte, la idea de su inmediata entrevista con Sonia le preocupaba y le colmaba de una ansiedad creciente. Tenía que confesarle que había matado a Lisbeth. Presintiendo la tortura que esta declaración supondría para él, trataba de apartarla de su pensamiento. Cuando se había dicho, al salir de casa de Catalina Ivanovna: «Vamos a ver qué dice ahora Sonia Simonovna», se hallaba todavía bajo los efectos del ardoroso y retador entusiasmo que le había producido su victoria sobre Lujine. Pero ‑cosa singular‑ cuando llegó al departamento de Kapernaumof, esta entereza de ánimo le abandonó de súbito y se sintió débil y atemorizado. Vacilando, se detuvo ante la puerta y se preguntó:
«¿Es necesario que revele que maté a Lisbeth?»
Lo extraño era que, al mismo tiempo que se hacía esta pregunta, estaba convencido de que le era imposible no sólo eludir semejante confesión, sino retrasarla un solo instante. No podía explicarse la razón de ello, pero sentía que era así y sufría horriblemente al darse cuenta de que no tenía fuerzas para luchar contra esta necesidad.
Para evitar que su tormento se prolongara se apresuró a abrir la puerta. Pero no franqueó el umbral sin antes observar a Sonia. Estaba sentada ante su mesita, con los codos apoyados en ella y la cara en las manos. Cuando vio a Raskolnikof, se levantó en el acto y fue hacia él como si lo estuviese esperando.
‑¿Qué habría sido de mí sin usted? ‑le dijo con vehemencia, al encontrarse con él en medio de la habitación.
Al parecer, sólo pensaba en el servicio que le había prestado, y ansiaba agradecérselo. Luego adoptó una actitud de espera. Raskolnikof se acercó a la mesa y se sentó en la silla que ella acababa de dejar. Sonia permaneció en pie a dos pasos de él, exactamente como el día anterior.
‑Bueno, Sonia ‑dijo Raskolnikof, y notó de pronto que la voz le temblaba‑; ya se habrá dado usted cuenta de que la acusación se basaba en su situación y en los hábitos ligados a ella.
El rostro de Sonia tuvo una expresión de sufrimiento.
‑Le ruego que no me hable como ayer. No, se lo suplico. Ya he sufrido bastante.
Y se apresuró a sonreír, por temor a que este reproche hubiera herido a Raskolnikof.
‑He salido corriendo como una loca. ¿Qué ha pasado después? He estado a punto de volver, pero luego he pensado que usted vendría y...
Raskolnikof le explicó que Amalia Ivanovna había despedido a su familia y que Catalina Ivanovna se había marchado en busca de justicia no sabía adónde.
‑¡Dios mío! ‑exclamó Sonia‑. ¡Vamos, vamos en seguida!
Y cogió apresuradamente el pañuelo de la cabeza.
‑¡Siempre lo mismo! ‑exclamó Raskolnikof, indignado‑. No piensa usted más que en ellos. Quédese un momento conmigo.
‑Pero Catalina Ivanovna...
‑Catalina Ivanovna no la olvidará: puede estar segura ‑dijo Raskolnikof, molesto‑. Como ha salido, vendrá aquí, y si no la encuentra, se arrepentirá usted de haberse marchado.
Sonia se sentó, presa de una perplejidad llena de inquietud. Raskolnikof guardó silencio, con la mirada fija en el suelo. Parecía reflexionar.
‑Tal vez Lujine no tenía hoy intención de hacerla detener, porque no le interesaba. Pero si la hubiese tenido y ni Lebeziatnikof ni yo hubiéramos estado allí, usted estaría ahora en la cárcel, ¿no es así?
‑Sí ‑respondió Sonia con voz débil y sin poder prestar demasiada atención a lo que Raskolnikof le decía, tal era la ansiedad que la dominaba.
‑Pues bien, habría sido muy fácil que yo no estuviera allí, y en cuanto a Lebeziatnikof, ha sido una casualidad que fuese.
Sonia no contestó.
‑Y si la hubieran metido en la cárcel, ¿qué habría pasado? ¿Se acuerda de lo que le dije ayer?
Ella seguía guardando silencio. El esperó unos segundos. Después siguió diciendo, con una risa un tanto forzada:
‑Creía que me iba usted a repetir que no le hablara de estas cosas... ¿Qué? ‑preguntó tras una breve pausa‑. ¿Insiste usted en no abrir la boca? Sin embargo, necesitamos un tema de conversación. Por ejemplo, me gustaría saber cómo resolvería cierta cuestión..., como diría Lebeziatnikof ‑añadió, notando que empezaba a perder la sangre fría‑. No, no hablo en broma. Supongamos, Sonia, que usted conoce por anticipado todos los proyectos de Lujine y sabe que estos proyectos sumirían definitivamente en el infortunio a Catalina Ivanovna, a sus hijos y, por añadidura, a usted..., y digo «por añadidura» porque a usted sólo se la puede considerar como cosa aparte. Y supongamos también que, a consecuencia de esto, Poletchka haya de verse obligada a llevar una vida como la que usted lleva. Pues bien, si en estas circunstancias estuviera en su mano hacer que Lujine pereciera, con lo que salvaría a Catalina Ivanovna y a su familia, o dejar que Lujine viviera y llevase a cabo sus infames propósitos, ¿qué partido tomaría usted? Ésta es la pregunta que quiero que me conteste.
Sonia le miró con inquietud. Aquellas palabras, pronunciadas en un tono vacilante, parecían ocultar una segunda intención.
‑Ya sabía yo que iba a hacerme una pregunta extraña ‑dijo la joven dirigiéndole una mirada penetrante.
‑Eso poco importa. Diga: ¿qué decisión tomaría usted?
‑¿A qué viene hacer esas preguntas absurdas? ‑repuso Sonia con un gesto de desagrado.
‑Dígame: ¿dejaría usted que Lujine viviera y pudiese cometer sus desafueros? ¿Es que ni siquiera tiene valor para tomar una decisión en teoría?
‑Yo no conozco las intenciones de la Divina Providencia. ¿Por qué me interroga sobre hechos que no existen? ¿A qué vienen esas preguntas inútiles? ¿Acaso es posible que la existencia de un hombre dependa de mi voluntad? ¿Cómo puedo erigirme en árbitro de los destinos humanos, de la vida y de la muerte?
‑Si hace usted intervenir a la Providencia divina, no hablemos más ‑dijo Raskolnikof en tono sombrío.
Sonia respondió con acento angustiado:
‑Dígame francamente qué es lo que desea de mí... Sólo oigo de usted alusiones. ¿Es que ha venido usted con el propósito de torturarme?
Sin poder contenerse, se echó a llorar. Él la miró tristemente, con una expresión de angustia. Hubo un largo silencio.
Al fin, Raskolnikof dijo en voz baja:
‑Tienes razón, Sonia.
Se había producido en él un cambio repentino. Su ficticio aplomo y el tono insolente que afectaba momentos antes habían desaparecido. Hasta su voz parecía haberse debilitado.
‑Te dije ayer que no vendría hoy a pedirte perdón, y he aquí que he comenzado esta conversación poco menos que excusándome. Al hablarte de Lujine y de la Providencia pensaba en mí mismo, Sonia, y me excusaba.
Trató de sonreír, pero sólo pudo esbozar una mueca de impotencia. Luego bajó la cabeza y ocultó el rostro entre las manos.
De súbito, una extraña y sorprendente sensación de odio hacia Sonia le traspasó el corazón. Asombrado, incluso aterrado de este descubrimiento inaudito, levantó la cabeza y observó atentamente a la joven. Vio que fijaba en él una mirada inquieta y llena de una solicitud dolorosa, y al advertir que aquellos ojos expresaban amor, su odio se desvaneció como un fantasma. Se había equivocado acerca de la naturaleza del sentimiento que experimentaba: lo que sentía era, simplemente, que el momento fatal había llegado.
Bajó de nuevo la cabeza y otra vez ocultó el rostro entre las manos. De pronto palideció, se levantó, miró a Sonia y sin pronunciar palabra, fue maquinalmente a sentarse en el lecho. Su impresión en aquel momento era exactamente la misma que había experimentado el día en que, de pie a espaldas de la vieja, había sacado el hacha del nudo corredizo, mientras se decía que no había que perder ni un segundo.
‑¿Qué le ocurre? ‑preguntó Sonia, llena de turbación.
Raskolnikof no pudo pronunciar ni una palabra. Había pensado dar «la explicación» en circunstancias completamente distintas y no comprendía lo que estaba ocurriendo en su interior.
Sonia se acercó paso a paso, se sentó a su lado, en el lecho, y, sin apartar de él los ojos, esperó. Su corazón latía con violencia. La situación se hacía insoportable. Él volvió hacia la joven su rostro, cubierto de una palidez mortal. Sus contraídos labios eran incapaces de pronunciar una sola palabra. Entonces el pánico se apoderó de Sonia.
‑¿Qué le pasa? ‑volvió a preguntarle, apartándose un poco de él.
‑Nada, Sonia. No te asustes... Es una tontería... Sí, basta pensar en ello un instante para ver que es una tontería ‑murmuró como delirando‑. No sé por qué he venido a atormentarte ‑añadió, mirándola‑. En verdad, no lo sé. ¿Por qué? ¿Por qué? No ceso de hacerme esta pregunta, Sonia.
Tal vez se la había hecho un cuarto de hora antes, pero en aquel momento su debilidad era tan extrema que apenas se daba cuenta de que existía. Un continuo temblor agitaba todo su cuerpo.
‑¡Cómo se atormenta usted! ‑se lamentó Sonia, mirándole.
‑No es nada, no es nada... He aquí lo que te quería decir...
Una sombra de sonrisa jugueteó unos segundos en sus labios.
‑¿Te acuerdas de lo que quería decirte ayer?
Sonia esperó, visiblemente inquieta.
‑Cuando me fui, te dije que tal vez te decía adiós para siempre, pero que si volvía hoy te diría quién mató a Lisbeth.
De pronto, todo el cuerpo de Sonia empezó a temblar.
‑Pues bien, he venido a decírtelo.
‑Así, ¿hablaba usted en serio? ‑balbuceó Sonia haciendo un gran esfuerzo‑. Pero ¿cómo lo sabe usted? ‑preguntó vivamente, como si acabara de volver en sí.
Apenas podía respirar. La palidez de su rostro aumentaba por momentos.
‑El caso es que lo sé.
Sonia permaneció callada un momento.
‑¿Lo han encontrado? ‑preguntó al fin, tímidamente.
‑No, no lo han encontrado.
‑Entonces, ¿cómo sabe usted quién es? ‑preguntó la joven tras un nuevo silencio y con voz casi imperceptible.
Él se volvió hacia ella y la miró fijamente, con una expresión singular.
‑¿Lo adivinas?
Una nueva sonrisa de impotencia flotaba en sus labios. Sonia sintió que todo su cuerpo se estremecía.
‑Pero usted me... ‑balbuceó ella con una sonrisa infantil‑. ¿Por qué quiere asustarme?
‑Para saber lo que sé ‑dijo Raskolnikof, cuya mirada seguía fija en la de ella, como si no tuviera fuerzas para apartarla‑, es necesario que esté «ligado» a «él»... Él no tenía intención de matar a Lisbeth... La asesinó sin premeditación... Sólo quería matar a la vieja... y encontrarla sola... Fue a la casa... De pronto llegó Lisbeth..., y la mató a ella también.
Un lúgubre silencio siguió a estas palabras. Los dos jóvenes se miraban fijamente.
‑Así, ¿no lo adivinas? ‑preguntó de pronto.
Tenía la impresión de que se arrojaba desde lo alto de una torre.
‑No ‑murmuró Sonia con voz apenas audible.
‑Piensa.
En el momento de pronunciar esta palabra, una sensación ya conocida por él le heló el corazón. Miraba a Sonia y creía estar viendo a Lisbeth. Conservaba un recuerdo imborrable de la expresión que había aparecido en el rostro de la pobre mujer cuando él iba hacia ella con el hacha en alto y ella retrocedía hacia la pared, como un niño cuando se asusta y, a punto de echarse a llorar, fija con terror la mirada en el objeto que provoca su espanto. Así estaba Sonia en aquel momento. Su mirada expresaba el mismo terror impotente. De súbito extendió el brazo izquierdo, apoyó la mano en el pecho de Raskolnikof, lo rechazó ligeramente, se puso en pie con un movimiento repentino y empezó a apartarse de él poco a poco, sin dejar de mirarle. Su espanto se comunicó al joven, que miraba a Sonia con el mismo gesto despavorido, mientras en sus labios se esbozaba la misma triste sonrisa infantil.
‑¿Has comprendido ya? ‑murmuró.
‑¡Dios mío! ‑gimió, horrorizada.
Luego, exhausta, se dejó caer en su lecho y hundió el rostro en la almohada.
Pero un momento después se levantó vivamente, se acercó a Raskolnikof, le cogió las manos, las atenazó con sus menudos y delgados dedos y fijó en él una larga y penetrante mirada.
Con esta mirada, Sonia esperaba captar alguna expresión que le demostrase que se había equivocado. Pero no, no cabía la menor duda: la simple suposición se convirtió en certeza.
Más adelante, cuando recordaba este momento, todo le parecía extraño, irreal. ¿De dónde le había venido aquella certeza repentina de no equivocarse? Porque en modo alguno podía decir que había presentido aquella confesión. Sin embargo, apenas le hizo él la confesión, a ella le pareció haberla adivinado.
‑Basta, Sonia, basta. No me atormentes.
Había hecho esta súplica amargamente. No era así como él había previsto confesar su crimen: la realidad era muy distinta de lo que se había imaginado.
Sonia estaba fuera de sí. Saltó del lecho. De pie en medio de la habitación, se retorcía las manos. Luego volvió rápidamente sobre sus pasos y de nuevo se sentó al lado de Raskolnikof, tan cerca que sus cuerpos se rozaban. De pronto se estremeció como si la hubiera asaltado un pensamiento espantoso, lanzó un grito y, sin que ni ella misma supiera por qué, cayó de rodillas delante de Raskolnikof.
‑¿Qué ha hecho usted? Pero ¿qué ha hecho usted? ‑exclamó, desesperada.
De pronto se levantó y rodeó fuertemente con los brazos el cuello del joven.
Raskolnikof se desprendió del abrazo y la contempló con una triste sonrisa.
‑No lo comprendo, Sonia. Me abrazas y me besas después de lo que te acabo de confesar. No sabes lo que haces.
Ella no le escuchó. Gritó, enloquecida:
‑¡No hay en el mundo ningún hombre tan desgraciado como tú!
Y prorrumpió en sollozos.
Un sentimiento ya olvidado se apoderó del alma de Raskolnikof. No se pudo contener. Dos lágrimas brotaron de sus ojos y quedaron pendientes de sus pestañas.
‑¿No me abandonarás, Sonia? ‑preguntó, desesperado.
‑No, nunca, en ninguna parte. Te seguiré adonde vayas. ¡Señor, Señor! ¡Qué desgraciada soy...! ¿Por qué no te habré conocido antes? ¿Por qué no has venido antes? ¡Dios mío!
‑Pero he venido.
‑¡Ahora...! ¿Qué podemos hacer ahora? ¡Juntos, siempre juntos! ‑exclamó Sonia volviendo a abrazarle‑. ¡Te seguiré al presidio!
Raskolnikof no pudo disimular un gesto de indignación. Sus labios volvieron a sonreír como tantas veces habían sonreído, con una expresión de odio y altivez.
‑No tengo ningún deseo de ir a presidio, Sonia.
Tras los primeros momentos de piedad dolorosa y apasionada hacia el desgraciado, la espantosa idea del asesinato reapareció en la mente de la joven. El tono en que Raskolnikof había pronunciado sus últimas palabras le recordaron de pronto que estaba ante un asesino. Se quedó mirándole sobrecogida. No sabía aún cómo ni por qué aquel joven se había convertido en un criminal. Estas preguntas surgieron de pronto en su imaginación, y las dudas le asaltaron de nuevo. ¿Él un asesino? ¡Imposible!
‑Pero ¿qué me pasa? ¿Dónde estoy? ‑exclamó profundamente sorprendida y como si le costara gran trabajo volver a la realidad‑. Pero ¿cómo es posible que un hombre como usted cometiera...? Además, ¿por qué?
‑Para robar, Sonia ‑respondió Raskolnikof con cierto malestar.
Sonia se quedó estupefacta. De pronto, un grito escapó de sus labios.
‑¡Estabas hambriento! ¡Querías ayudar a tu madre! ¿Verdad?
‑No, Sonia, no ‑balbuceó el joven, bajando y volviendo la cabeza‑. No estaba hambriento hasta ese extremo... Ciertamente, quería ayudar a mi madre, pero no fue eso todo... No me atormentes, Sonia.
Sonia se oprimía una mano con la otra.
‑Pero ¿es posible que todo esto sea real? ¡Y qué realidad, Dios mío! ¿Quién podría creerlo? ¿Cómo se explica que usted se quede sin nada por socorrer a otros habiendo matado por robar...?
De pronto le asaltó una duda.
‑¿Acaso ese dinero que dio usted a Catalina Ivanovna..., ese dinero, Señor, era...?
‑No, Sonia ‑le interrumpió Raskolnikof‑, ese dinero no procedía de allí. Tranquilízate. Me lo había enviado mi madre por medio de un agente de negocios y lo recibí durante mi enfermedad, el día mismo en que lo di... Rasumikhine es testigo, pues firmó el recibo en mi nombre... Ese dinero era mío y muy mío.
Sonia escuchaba con un gesto de perplejidad y haciendo grandes esfuerzos por comprender.
‑En cuanto al dinero de la vieja, ni siquiera sé si tenía dinero ‑dijo en voz baja, vacilando‑. Desaté de su cuello una bolsita de pelo de camello, que estaba llena, pero no miré lo que contenía... Sin duda no tuve tiempo... Los objetos: gemelos, cadenas, etc., los escondí, así como la bolsa, debajo de una piedra en un gran patio que da a la avenida V***. Todo está allí todavía.
Sonia le escuchaba ávidamente.
‑Pero ¿por qué, si mató usted para robar, según dice..., por qué no cogió nada? ‑dijo la joven vivamente, aferrándose a una última esperanza.
‑No lo sé. Todavía no he decidido si cogeré ese dinero o no ‑dijo Raskolnikof en el mismo tono vacilante. Después, como si volviera a la realidad, sonrió y siguió diciendo‑: ¡Qué estúpido soy! ¡Contar estas cosas!
Entonces un pensamiento atravesó como un rayo la mente de Sonia. «¿Estará loco?» Pero desechó esta idea en seguida. «No, no lo está.» Realmente, no comprendía nada.
Él exclamó, como en un destello de lucidez:
‑Oye, Sonia, oye lo que voy a decirte.
Y continuó, subrayando las palabras y mirándola fijamente, con una expresión extraña pero sincera:
‑Si el hambre fuese lo único que me hubiera impulsado a cometer el crimen, me sentiría feliz, sí, feliz. Pero ¿qué adelantarías ‑exclamó en seguida, en un arranque de desesperación‑, qué adelantarías si yo te confesara que he obrado mal? ¿Para qué te serviría este inútil triunfo sobre mí? ¡Ah, Sonia! ¿Para esto he venido a tu casa?
Sonia quiso decir algo, pero no pudo.
‑Si te pedí ayer que me siguieras es porque no tengo a nadie más que a ti.
‑¿Seguirte...? ¿Para qué? ‑preguntó la muchacha tímidamente.
‑No para robar ni matar, tranquilízate ‑respondió él con una sonrisa cáustica‑. Somos distintos, Sonia. Sin embargo... Oye, Sonia, hace un momento que me he dado cuenta de lo que yo pretendía al pedirte que me siguieras. Ayer te hice la petición instintivamente, sin comprender la causa. Sólo una cosa deseo de ti, y por eso he venido a verte... ¡No me abandones! ¿Verdad que no me abandonarás?
Ella le cogió la mano, se la oprimió...
Un segundo después, Raskolnikof la miró con un dolor infinito y lanzó un grito de desesperación.
‑¿Por qué te habré dicho todo esto? ¿Por qué te habré hecho esta confesión...? Esperas mis explicaciones, Sonia, bien lo veo; esperas que te lo cuente todo... Pero ¿qué puedo decirte? No comprenderías nada de lo que te dijera y sólo conseguiría que sufrieras por mí todavía más... Lloras, vuelves a abrazarme. Pero dime: ¿por qué? ¿Porque no he tenido valor para llevar yo solo mi cruz y he venido a descargarme en ti, pidiéndote que sufras conmigo, ya que esto me servirá de consuelo? ¿Cómo puedes amar a un hombre tan cobarde?
‑¿Acaso no sufres tú también? ‑exclamó Sonia.
Otra vez se apoderó del joven un sentimiento de ternura.
‑Sonia, yo soy un hombre de mal corazón. Tenlo en cuenta, pues esto explica muchas cosas. Precisamente porque soy malo he venido en tu busca. Otros no lo habrían hecho, pero yo... yo soy un miserable y un cobarde. En fin, no es esto lo que ahora importa. Tengo que hablarte de ciertas cosas y no me siento con fuerzas para empezar.
Se detuvo y quedó pensativo.
‑Desde luego, no nos parecemos en nada; somos muy diferentes... ¿Por qué habré venido? Nunca me lo perdonaré.
‑No, no; has hecho bien en venir ‑exclamó Sonia‑. Es mejor que yo lo sepa todo, mucho mejor.
Raskolnikof la miró amargamente.
‑Bueno, al fin y al cabo, ¡qué importa! ‑exclamó, decidido a hablar‑. He aquí cómo ocurrieron las cosas. Yo quería ser un Napoleón: por eso maté. ¿Comprendes?
‑No ‑murmuró Sonia, ingenua y tímidamente‑. Pero no importa: habla, habla. ‑Y añadió, suplicante‑: Haré un esfuerzo y comprenderé, lo comprenderé todo.
‑¿Lo comprenderás? ¿Estás segura? Bien, ya veremos.
Hizo una larga pausa para ordenar sus ideas.
‑He aquí el asunto. Un día me planteé la cuestión siguiente: «¿Qué habría ocurrido si Napoleón se hubiese encontrado en mi lugar y no hubiera tenido, para tomar impulso en el principio de su carrera, ni Tolón, ni Egipto, ni el paso de los Alpes por el Mont Blanc, sino que, en vez de todas estas brillantes hazañas, sólo hubiera dispuesto de una detestable y vieja usurera, a la que tendría que matar para robarle el dinero..., en provecho de su carrera, entiéndase? ¿Se habría decidido a matarla no teniendo otra alternativa? ¿No se habría detenido al considerar lo poco que este acto tenía de heroico y lo mucho que ofrecía de criminal...?» Te confieso que estuve mucho tiempo torturándome el cerebro con estas preguntas, y me sentí avergonzado cuando comprendí repentinamente que no sólo no se habría detenido, sino que ni siquiera le habría pasado por el pensamiento la idea de que esta acción pudiera ser poco heroica. Ni siquiera habría comprendido que se pudiera vacilar. Por poco que hubiera sido su convencimiento de que ésta era para él la única salida, habría matado sin el menor escrúpulo. ¿Por qué había de tenerlo yo? Y maté, siguiendo su ejemplo... He aquí exactamente lo que sucedió. Te parece esto irrisorio, ¿verdad? Sí, te lo parece. Y lo más irrisorio es que las cosas ocurrieron exactamente así.
Pero Sonia no sentía el menor deseo de reír.
‑Preferiría que me hablara con toda claridad y sin poner ejemplos ‑dijo con voz más tímida aún y apenas perceptible.
Raskolnikof se volvió hacia ella, la miró tristemente y la cogió de la mano.
‑Tienes razón otra vez, Sonia. Todo lo que te he dicho es absurdo, pura charlatanería... La verdad es que, como sabes, mi madre está falta de recursos y que mi hermana, que por fortuna es una mujer instruida, se ha visto obligada a ir de un sitio a otro como institutriz. Todas sus esperanzas estaban concentradas en mí. Yo estudiaba, pero, por falta de medios, hube de abandonar la universidad. Aun suponiendo que hubiera podido seguir estudiando, en el mejor de los casos habría podido obtener dentro de diez o doce años un puesto como profesor de instituto o una plaza de funcionario con un sueldo anual de mil rublos ‑parecía estar recitando una lección aprendida de memoria‑, pero entonces las inquietudes y las privaciones habrían acabado ya con la salud de mi madre. Para mi hermana, las cosas habrían podido ir todavía peor... ¿Y para qué verse privado de todo, dejar a la propia madre en la necesidad, presenciar el deshonor de una hermana? ¿Para qué todo esto? ¿Para enterrar a los míos y fundar una nueva familia destinada igualmente a perecer de hambre...? En fin, todo esto me decidió a apoderarme del dinero de la vieja para poder seguir adelante, para terminar mis estudios sin estar a expensas de mi madre. En una palabra, decidí emplear un método radical para empezar una nueva vida y ser independiente... Esto es todo. Naturalmente, hice mal en matar a la vieja..., ¡pero basta ya!
Al llegar al fin de su discurso bajó la cabeza: estaba agotado.
‑¡No, no! ‑exclamó Sonia, angustiada‑. ¡No es eso! ¡No es posible! Tiene que haber algo más.
‑Creas lo que creas, te he dicho la verdad.
‑¡Pero qué verdad, Dios mío!
‑Al fin y al cabo, Sonia, yo no he dado muerte más que a un vil y malvado gusano.
‑Ese gusano era una criatura humana.
‑Cierto, ya sé que no era gusano ‑dijo Raskolnikof, mirando a Sonia con una expresión extraña‑. Además, lo que acabo de decir no es de sentido común. Tienes razón: son motivos muy diferentes los que me impulsaron a hacer lo que hice... Hace mucho tiempo que no había dirigido la palabra a nadie, Sonia, y por eso sin duda tengo ahora un tremendo dolor de cabeza.
Sus ojos tenían un brillo febril. Empezaba a desvariar nuevamente, y una sonrisa inquieta asomaba a sus labios. Bajo su animación ficticia se percibía una extenuación espantosa. Sonia comprendió hasta qué extremo sufría Raskolnikof. También ella sentía que una especie de vértigo la iba dominando... ¡Qué modo tan extraño de hablar! Sus palabras eran claras y precisas, pero..., pero ¿era aquello posible? ¡Señor, Señor...! Y se retorcía las manos, desesperada.
‑No, Sonia, no es eso ‑dijo, levantando de súbito la cabeza, como si sus ideas hubiesen tomado un nuevo giro que le impresionaba y le reanimaba‑. No, no es eso. Lo que sucede..., sí, esto es..., lo que sucede es que soy orgulloso, envidioso, perverso, vil, rencoroso y..., para decirlo todo ya que he comenzado..., propenso a la locura. Acabo de decirte que tuve que dejar la universidad. Pues bien, a decir verdad, podía haber seguido en ella. Mi madre me habría enviado el dinero de las matrículas y yo habría podido ganar lo necesario para comer y vestirme. Sí, lo habría podido ganar. Habría dado lecciones. Me las ofrecían a cincuenta kopeks. Así lo hace Rasumikhine. Pero yo estaba exasperado y no acepté. Sí, exasperado: ésta es la palabra. Me encerré en mi agujero como la araña en su rincón. Ya conoces mi tabuco, porque estuviste en él. Ya sabes, Sonia, que el alma y el pensamiento se ahogan en las habitaciones bajas y estrechas. ¡Cómo detestaba aquel cuartucho! Sin embargo, no quería salir de él. Pasaba días enteros sin moverme, sin querer trabajar. Ni siquiera me preocupaba la comida. Estaba siempre acostado. Cuando Nastasia me traía algo, comía. De lo contrario, no me alimentaba. No pedía nada. Por las noches no tenía luz, y prefería permanecer en la oscuridad a ganar lo necesario para comprarme una bujía.
»En vez de trabajar, vendí mis libros. Todavía hay un dedo de polvo en mi mesa, sobre mis cuadernos y mis papeles. Prefería pensar tendido en mi diván. Pensar siempre... Mis pensamientos eran muchos y muy extraños... Entonces empecé a imaginar... No, no fue así. Tampoco ahora cuento las cosas como fueron... Entonces yo me preguntaba continuamente: "Ya que ves la estupidez de los demás, ¿por qué no buscas el modo de mostrarte más inteligente que ellos?" Más adelante, Sonia, comprendí que esperar a que todo el mundo fuera inteligente suponía una gran pérdida de tiempo. Y después me convencí de que este momento no llegaría nunca, que los hombres no podían cambiar, que no estaba en manos de nadie hacerlos de otro modo. Intentarlo habría sido perder el tiempo. Sí, todo esto es verdad. Es la ley humana. La ley, Sonia, y nada más. Y ahora sé que quien es dueño de su voluntad y posee una inteligencia poderosa consigue fácilmente imponerse a los demás hombres; que el más osado es el que más razón tiene a los ojos ajenos; que quien desafía a los hombres y los desprecia conquista su respeto y llega a ser su legislador. Esto es lo que siempre se ha visto y lo que siempre se verá. Hay que estar ciego para no advertirlo.
Raskolnikof, aunque miraba a Sonia al pronunciar estas palabras, no se preocupaba por saber si ella le comprendía. La fiebre volvía a dominarle y era presa de una sombría exaltación (en verdad, hacía mucho tiempo que no había conversado con ningún ser humano). Sonia comprendió que aquella trágica doctrina constituía su ley y su fe.
‑Entonces me convencí, Sonia ‑continuó el joven con ardor‑, de que sólo posee el poder aquel que se inclina para recogerlo. Está al alcance de todos y basta atreverse a tomarlo. Entonces tuve una idea que nadie, ¡nadie!, había tenido jamás. Vi con claridad meridiana que era extraño que nadie hasta entonces, viendo los mil absurdos de la vida, se hubiera atrevido a sacudir el edificio en sus cimientos para destruirlo todo, para enviarlo todo al diablo... Entonces yo me atreví y maté... Yo sólo quería llevar a cabo un acto de audacia, Sonia. No quería otra cosa: eso fue exclusivamente lo que me impulsó.
‑¡Calle, calle! ‑exclamó Sonia fuera de sí‑. Usted se ha apartado de Dios, y Dios le ha castigado, lo ha entregado al demonio.
‑Así, Sonia, ¿tú crees que cuando todas estas ideas acudían a mí en la oscuridad de mi habitación era que el diablo me tentaba?
‑¡Calle, ateo! No se burle... ¡Señor, Señor! No comprende nada...
‑Óyeme, Sonia; no me burlo. Estoy seguro de que el demonio me arrastró. Óyeme, óyeme ‑repitió con sombría obstinación‑. Sé todo, absolutamente todo lo que tú puedas decirme. He pensado en todo eso y me lo he repetido mil veces cuando estaba echado en las tinieblas... ¡Qué luchas interiores he librado! Si supieras hasta qué punto me enojaban estas inútiles discusiones conmigo mismo. Mi deseo era olvidarlo todo y empezar una nueva vida. Pero especialmente anhelaba poner fin a mis soliloquios... No creas que fui a poner en práctica mis planes inconscientemente. No, lo hice todo tras maduras reflexiones, y eso fue lo que me perdió. Créeme que yo no sabía que el hecho de interrogarme a mí mismo acerca de mi derecho al poder demostraba que tal derecho no existía, puesto que lo ponía en duda. Y que preguntarme si el hombre era un gusano demostraba que no lo era para mí. Estas cosas sólo son aceptadas por el hombre que no se plantea tales preguntas y sigue su camino derechamente y sin vacilar. El solo hecho de que me preguntara: «¿Habría matado Napoleón a la vieja?» demostraba que yo no era un Napoleón... Sobrellevé hasta el final el sufrimiento ocasionado por estos desatinos y después traté de expulsarlos. Yo maté no por cuestiones de conciencia, sino por un impulso que sólo a mí me atañía. No quiero engañarme a mí mismo sobre este punto. Yo no maté por acudir en socorro de mi madre ni con la intención de dedicar al bien de la humanidad el poder y el dinero que obtuviera; no, no, yo sólo maté por mi interés personal, por mí mismo, y en aquel momento me importaba muy poco saber si sería un bienhechor de la humanidad o un vampiro de la sociedad, una especie de araña que caza seres vivientes con su tela. Todo me era indiferente. Desde luego, no fue la idea del dinero la que me impulsó a matar. Más que el dinero necesitaba otra cosa... Ahora lo sé... Compréndeme... Si tuviera que volver a hacerlo, tal vez no lo haría... Era otra la cuestión que me preocupaba y me impulsaba a obrar. Yo necesitaba saber, y cuanto antes, si era un gusano como los demás o un hombre, si era capaz de franquear todos los obstáculos, si osaba inclinarme para asir el poder, si era una criatura temerosa o si procedía como el que ejerce un derecho.
‑¿Derecho a matar? ‑exclamó la joven, atónita.
‑¡Calla, Sonia! ‑exclamó Rodia, irritado. A sus labios acudió una objeción, pero se limitó a decir‑: No me interrumpas. Yo sólo quería decirte que el diablo me impulsó a hacer aquello y luego me hizo comprender que no tenía derecho a hacerlo, puesto que era un gusano como los demás. El diablo se burló de mí. Si estoy en tu casa es porque soy un gusano; de lo contrario, no te habría hecho esta visita... Has de saber que cuando fui a casa de la vieja, yo solamente deseaba hacer un experimento.
‑Usted mató.
‑Pero ¿cómo? No se asesina como yo lo hice. El que comete un crimen procede de modo muy distinto... Algún día lo contaré todo detalladamente... ¿Fue a la vieja a quien maté? No, me asesiné a mí mismo, no a ella, y me perdí para siempre... Fue el diablo el que mató a la vieja y no yo.
Y de pronto exclamó con voz desgarradora:
‑¡Basta, Sonia, basta! ¡Déjame, déjame!
Raskolnikof apoyó los codos en las rodillas y hundió la cabeza entre sus manos, rígidas como tenazas.
‑¡Qué modo de sufrir! ‑gimió Sonia.
‑Bueno, ¿qué debo hacer? Habla ‑dijo el joven, levantando la cabeza y mostrando su rostro horriblemente descompuesto.
‑¿Qué debes hacer? ‑exclamó la muchacha.
Se arrojó sobre él. Sus ojos, hasta aquel momento bañados en lágrimas, centellaron de pronto.
‑¡Levántate!
Le había puesto la mano en el hombro. Él se levantó y la miró, estupefacto.
‑Ve inmediatamente a la próxima esquina, arrodíllate y besa la tierra que has mancillado. Después inclínate a derecha e izquierda, ante cada persona que pase, y di en voz alta: «¡He matado!» Entonces Dios te devolverá la vida.
Temblando de pies a cabeza, le asió las manos convulsivamente y le miró con ojos de loca.
‑¿Irás, irás? ‑le preguntó.
Raskolnikof estaba tan abatido, que tanta exaltación le sorprendió.
‑¿Quieres que vaya a presidio, Sonia? ‑preguntó con acento sombrío‑. ¿Pretendes que vaya a presentarme a la justicia?
‑Debes aceptar el sufrimiento, la expiación, que es el único medio de borrar tu crimen.
‑No, no iré a presentarme a la justicia, Sonia.
‑¿Y tu vida qué? ‑exclamó la joven‑. ¿Cómo vivirás? ¿Podrás vivir desde ahora? ¿Te atreverás a dirigir la palabra a tu madre...? ¿Qué será de ellas...? Pero ¿qué digo? Ya has abandonado a tu madre y a tu hermana. Bien sabes que las has abandonado... ¡Señor...! Él ya ha comprendido lo que esto significa... ¿Se puede vivir lejos de todos los seres humanos? ¿Qué va a ser de ti?
‑No seas niña, Sonia ‑respondió dulcemente Raskolnikof‑. ¿Quién es esa gente para juzgar mi crimen? ¿Qué podría decirles? Su autoridad es pura ilusión. Dan muerte a miles de hombres y ven en ello un mérito. Son unos bribones y unos cobardes, Sonia... No iré. ¿Qué quieres que les diga? ¿Que he escondido el dinero debajo de una piedra por no atreverme a quedármelo? ‑Y añadió, sonriendo amargamente‑: Se burlarían de mí. Dirían que soy un imbécil al no haber sabido aprovecharme. Un imbécil y un cobarde. No comprenderían nada, Sonia, absolutamente nada. Son incapaces de comprender. ¿Para qué ir? No, no iré. No seas niña, Sonia.
‑Tu vida será un martirio ‑dijo la joven, tendiendo hacia él los brazos en una súplica desesperada.
‑Tal vez me haya calumniado a mí mismo ‑dijo, absorto y con acento sombrío‑. Acaso soy un hombre todavía, no un gusano, y me he precipitado al condenarme. Voy a intentar seguir luchando.
Y sonrió con arrogancia.
‑¡Pero llevar esa carga de sufrimiento toda la vida, toda la vida...!
‑Ya me acostumbraré ‑dijo Raskolnikof, todavía triste y pensativo.
Pero un momento después exclamó:
‑¡Bueno, basta de lamentaciones! Hay que hablar de cosas más importantes. He venido a decirte que me siguen la pista de cerca.
‑¡Oh! ‑exclamó Sonia, aterrada.
‑Pero ¿qué te pasa? ¿Por qué gritas? Quieres que vaya a presidio, y ahora te asustas. ¿De qué? Pero escucha: no me dejaré atrapar fácilmente. Les daré trabajo. No tienen pruebas. Ayer estuve verdaderamente en peligro y me creí perdido, pero hoy el asunto parece haberse arreglado. Todas las pruebas que tienen son armas de dos filos, de modo que los cargos que me hagan puedo presentarlos de forma que me favorezcan, ¿comprendes? Ahora ya tengo experiencia. Sin embargo, no podré evitar que me detengan. De no ser por una circunstancia imprevista, ya estaría encerrado. Pero aunque me encarcelen, habrán de dejarme en libertad, pues ni tienen pruebas ni las tendrán, te doy mi palabra, y por simples sospechas no se puede condenar a un hombre... Anda, siéntate... Sólo te he dicho esto para que estés prevenida... En cuanto a mi madre y a mi hermana, ya arreglaré las cosas de modo que no se inquieten ni sospechen la verdad... Por otra parte, creo que mi hermana está ahora al abrigo de la necesidad y, por lo tanto, también mi madre... Esto es todo. Cuento con tu prudencia. ¿Vendrás a verme cuando esté detenido?
‑¡Sí, sí!
Allí estaban los dos, tristes y abatidos, como náufragos arrojados por el temporal a una costa desolada. Raskolnikof miraba a Sonia y comprendía lo mucho que lo amaba. Pero ‑cosa extraña‑ esta gran ternura produjo de pronto al joven una impresión penosa y amarga. Una sensación extraña y horrible. Había ido a aquella casa diciéndose que Sonia era su único refugio y su única esperanza. Había ido con el propósito de depositar en ella una parte de su terrible carga, y ahora que Sonia le había entregado su corazón se sentía infinitamente más desgraciado que antes.
‑Sonia ‑le dijo‑, será mejor que no vengas a verme cuando esté encarcelado.
Ella no contestó. Lloraba. Transcurrieron varios minutos.
De pronto, como obedeciendo a una idea repentina, Sonia preguntó:
‑¿Llevas alguna cruz?
Él la miró sin comprender la pregunta.
‑No, no tienes ninguna, ¿verdad? Toma, quédate ésta, que es de madera de ciprés. Yo tengo otra de cobre que fue de Lisbeth. Hicimos un cambio: ella me dio esta cruz y yo le regalé una imagen. Yo llevaré ahora la de Lisbeth y tú la mía. Tómala ‑suplicó‑. Es una cruz, mi cruz... Desde ahora sufriremos juntos, y juntos llevaremos nuestra cruz.
‑Bien, dame ‑dijo Raskolnikof.
Quería complacerla, pero de pronto, sin poderlo remediar, retiró la mano que había tendido.
‑Más adelante, Sonia. Será mejor.
‑Sí, será mejor ‑dijo ella, exaltada‑. Te la pondrás cuando empiece tu expiación. Entonces vendrás a mí y la colgaré en tu cuello. Rezaremos juntos y después nos pondremos en marcha.
En este momento sonaron tres golpes en la puerta.
‑¿Se puede pasar, Sonia Simonovna? ‑preguntó cortésmente una voz conocida.
Sonia corrió hacia la puerta, llena de inquietud. La abrió y la rubia cabeza de Lebeziatnikof apareció junto al marco.