Ir al contenido

Crimen y castigo (tr. anónima)/Sexta Parte/Capítulo VI

De Wikisource, la biblioteca libre.

Capítulo VI

Estuvo hasta las diez de la noche recorriendo tabernas y tugurios. Halló a Katia en uno de estos establecimientos. La muchacha cantaba sus habituales y descaradas cancioncillas. Svidrigailof la invitó a beber, así como a un organillero, a los camareros, a los cantantes y a dos empleadillos que atrajeron su simpatía sólo porque tenían torcida la nariz. En uno, este apéndice se ladeaba hacia la derecha y en el otro hacia la izquierda, cosa que le sorprendió sobremanera. Éstos acabaron por llevarle a un jardín de recreo. Svidrigailof pagó las entradas. En el jardín había un abeto escuálido, tres arbolillos más y una construcción que ostentaba el nombre de Vauxhall, pero que no era más que una taberna, donde también podía tomarse té.

En el jardín había igualmente varios veladores verdes con sillas. Un coro de malos cantantes y un payaso de nariz roja completamente borracho y extraordinariamente triste se encargaban de distraer al público.

Los empleadillos se encontraron con varios colegas y empezaron a reñir con ellos. Se escogió como árbitro a Svidrigailof. Éste estuvo un cuarto de hora tratando de averiguar el motivo del pleito; pero todos gritaban a la vez y no había medio de entenderse. Lo único que comprendió fue que uno de ellos había cometido un robo y vendido el objeto robado a un judío que había llegado oportuna y casualmente, hecho lo cual se negaba a repartirse con sus compañeros el producto de la operación. Al fin se descubrió que el objeto robado era una cucharilla de plata perteneciente al Vauxhall. Los empleados del establecimiento se dieron cuenta de la desaparición de la cucharilla, y el asunto habría tomado un cariz desagradable si Svidrigailof no hubiera acallado las protestas de los perjudicados.

Después de pagar la cucharilla salió del jardín. Eran alrededor de las diez. No había bebido ni una gota de alcohol en toda la noche. Había tomado té, y eso porque había que pedir algo para permanecer en el local.

La noche era oscura y el aire denso. A eso de las diez, el cielo se cubrió de negras y espesas nubes y estalló una violenta tempestad. La lluvia no caía en gotas, sino en verdaderos raudales que azotaban el suelo. Relámpagos de enorme extensión iluminaban el espacio. Svidrigailof llegó a su casa calado hasta los huesos. Se encerró en su habitación, abrió el cajón de su mesa, sacó dinero y rompió varios papeles. Después de guardarse el dinero en el bolsillo, pensó cambiarse la ropa, pero, al ver que seguía lloviendo, juzgó que no valía la pena, cogió el sombrero y salió sin cerrar la puerta. Se fue derecho a la habitación de Sonia. Allí estaba la joven, pero no sola, sino rodeada de los cuatro niños de Kapernaumof, a los que hacía tomar una taza de té.

Sonia acogió respetuosamente a su visitante. Miró con una expresión de sorpresa sus mojadas ropas, pero no hizo el menor comentario. Al ver entrar a un desconocido, los niños echaron a correr despavoridos.

Svidrigailof se sentó ante la mesa e invitó a Sonia a sentarse a su lado. La muchacha se dispuso tímidamente a escucharle.

‑Sonia Simonovna ‑empezó a decir el visitante‑, es muy posible que me vaya a América, y como probablemente no nos volveremos a ver, he venido a arreglar con usted ciertos asuntos. Bueno, ¿ha hablado ya con esa señora? No hace falta que me cuente lo que le ha dicho, pues lo sé muy bien.

Sonia hizo un ademán y enrojeció. Svidrigailof siguió diciendo:

‑Esas damas tienen sus costumbres, sus ideas... En cuanto a sus hermanitos, tienen el porvenir asegurado, pues el dinero que he depositado para ellos está en lugar seguro y lo he entregado contra recibo. Aquí tiene los recibos; guárdelos por lo que pueda ocurrir. Y demos por terminado este asunto. Ahora tenga usted estos tres títulos al cinco por ciento. Su valor es de tres mil rublos. Esto es para usted y sólo para usted. Deseo que la cosa quede entre nosotros. No diga nada a nadie, oiga lo que oiga. Este dinero le será útil, ya que debe usted dejar la vida que lleva ahora. No estaría nada bien que siguiera viviendo como vive, y con este dinero no tendrá necesidad de hacerlo.

‑Ha sido usted tan bueno conmigo, con los huérfanos y con la difunta ‑balbuceó Sonia‑, que nunca sabré cómo agradecérselo, y créame que...

‑¡Bah! Dejemos eso...

‑En cuanto a ese dinero, Arcadio Ivanovitch, muchas gracias, pero no lo necesito. Sabré ganarme el pan. No me considere una ingrata. Ya que es usted tan generoso, ese dinero...

‑Es para usted y sólo para usted, Sonia Simonovna. Y le ruego que no hablemos más de este asunto, pues tengo prisa. Le será útil, se lo aseguro. Rodion Romanovitch no tiene más que dos soluciones: o pegarse un tiro o ir a parar a Siberia.

Al oír estas palabras, Sonia empezó a temblar y miró aterrada a su vecino.

‑No se inquiete usted ‑continuó Svidrigailof‑. Lo he oído todo de sus propios labios, pero no me gusta hablar y no diré ni una palabra a nadie. Hizo usted muy bien en aconsejarle que fuera a presentarse a la justicia: es el mejor partido que podría tomar... Pues bien, cuando lo envíen a Siberia, usted lo acompañará, ¿no es así? ¿Verdad que lo acompañará? En este caso, necesitará usted dinero: lo necesitará para él. ¿Comprende? Darle a usted este dinero es como dárselo a él. Además, usted ha prometido a Amalia Ivanovna pagarle. Yo lo oí. ¿Por qué contrae usted compromisos tan ligeramente, Sonia Simonovna? Era Catalina Ivanovna la que estaba en deuda con ella y no usted. Usted debió enviar a paseo a esa alemana. No se puede vivir así... En fin, si alguien le pregunta a usted por mí mañana, pasado mañana o cualquiera de estos días, cosa que sin duda ocurrirá, no hable usted de esta visita ni diga que le he dado dinero. Bueno, adiós ‑dijo levantándose‑. Salude de mi parte a Rodion Romanovitch. ¡Ah, se me olvidaba! Le aconsejo que dé usted a guardar su dinero al señor Rasumikhine. ¿Le conoce? Sí, debe usted de conocerle. Es un buen muchacho. Llévele el dinero mañana... o cuando usted lo crea oportuno. Hasta entonces procure que no se lo quiten.

Sonia se había levantado también y miraba confusa a su visitante. Deseaba hablarle, hacerle algunas preguntas, pero se sentía intimidada y no sabía por dónde empezar.

‑Pero... pero ¿va usted a salir con esta lluvia?

‑¿Cómo puede importarle la lluvia a un hombre que se marcha a América? ¡Je, je! Adiós, querida Sonia Simonovna. Le deseo muchos años de vida, muchos años, pues usted será útil a los demás. A propósito: salude de mi parte al señor Rasumikhine. No lo olvide. Dígale que Arcadio Ivanovitch Svidrigailof le ha dado a usted recuerdos para él. No deje de hacerlo.

Y se fue, dejando a la muchacha inquieta, temerosa y dominada por confusas sospechas.

Más adelante se supo que Svidrigailof había hecho aquella misma noche otra visita extraordinaria y sorprendente. Seguía lloviendo. A las once y veinte se presentó, completamente empapado, en casa de los padres de su prometida, que habitaban un pequeño departamento en la tercera avenida de Vasilievski Ostrof. No le fue fácil conseguir que le abrieran. Su llegada a aquella hora intempestiva causó gran desconcierto. Pero Arcadio Ivanovitch tenía el don de captarse a las personas cuando se lo proponía, y aquellos padres que en el primer momento ‑y con sobrados motivos‑ habían considerado la visita de Svidrigailof como una calaverada de borracho, se convencieron muy pronto de su error.

La inteligente y amable madre de la novia le acercó el sillón del achacoso padre y abrió la conversación con grandes rodeos. Nunca iba derecha al asunto y empezaba por una serie de sonrisas, gestos y ademanes. Por ejemplo, cuando quiso saber la fecha en que Arcadio Ivanovitch se proponía celebrar la boda, comenzó interesándose vivamente por París y la vida de su alta sociedad, para ir trasladándolo poco a poco desde aquella lejana capital a Vasilievski Ostrof.

Arcadio Ivanovitch había respetado siempre estas pequeñas argucias, pero aquella noche estaba más impaciente que de costumbre y solicitó ver en seguida a su futura esposa, a pesar de que le habían dicho que estaba acostada. Su demanda fue atendida.

Svidrigailof dijo simplemente a su novia que un asunto urgente le obligaba a ausentarse de Petersburgo y que por esta razón le entregaba quince mil rublos, insignificante cantidad que tenía intención de ofrecerle desde hacía tiempo y que le rogaba que la aceptase como regalo de boda. No se comprendía la relación que pudiera existir entre semejante obsequio y el anunciado viaje, y tampoco se veía en el asunto una urgencia que justificase aquella visita en plena noche y bajo una lluvia torrencial. No obstante, las explicaciones de Arcadio Ivanovitch obtuvieron una excelente acogida: incluso las exclamaciones de sorpresa y las preguntas de rigor se hicieron en un tono delicadamente moderado. Pero ello no impidió que los padres pronunciaran calurosas palabras de gratitud reforzadas por las lágrimas de la inteligente madre.

Arcadio Ivanovitch se levantó. Sonriendo, besó a su prometida y le dio una palmadita cariñosa en la cara. Seguidamente le dijo que volvería pronto, y como descubriera en sus ojos una expresión de curiosidad infantil al mismo tiempo que una grave y muda interrogación volvió a besarla, mientras se decía, con cierta contrariedad, que el regalo que acababa de hacer sería encerrado bajo llave por aquella madre que era un ejemplo de prudencia.

Cuando se fue, la familia quedó en un estado de agitación extraordinaria. Pero la inteligente madre resolvió inmediatamente ciertos puntos importantes. Manifestó que Arcadio Ivanovitch era una personalidad ocupada continuamente en negocios de gran importancia y que estaba relacionado con los personajes más eminentes. Sólo Dios sabía las ideas que pasaban por su cerebro. Había decidido hacer un viaje y realizaba su proyecto sin vacilar. Lo mismo podía decirse del regalo en dinero que acababa de hacer a su prometida. Tratándose de un hombre así, uno no debía asombrarse de nada. Ciertamente, había motivo para sorprenderse al verle tan empapado, pero mayores extravagancias se observaban en los ingleses. Además, a las personas del gran mundo no les importaban las murmuraciones y no se preocupaban por nada ni por nadie. Tal vez él se mostraba así adrede, para demostrar lo indiferente que le era la opinión ajena.

Lo más importante era no decir ni una palabra a nadie, pues sabía Dios cómo terminaría aquel asunto. Había que guardar el dinero bajo llave sin pérdida de tiempo. Afortunadamente, nadie se había enterado de lo ocurrido. Sobre todo, habría que procurar mantener en la ignorancia a la trapacera señora Resslich. Los padres estuvieron hablando de estas cosas hasta las dos de la madrugada. Pero a esta hora la hija hacía ya tiempo que había vuelto a la cama, perpleja y un poco triste.

Svidrigailof entró en la ciudad por la puerta ***. La lluvia había cesado, pero el viento soplaba con violencia. Se estremeció y se detuvo para contemplar con una atención extraña, vacilante, la oscura agua del Pequeño Neva. Pero al cabo de un momento de permanecer inclinado sobre el barandal sintió frío y echó a andar, internándose en la avenida ***. Durante cerca de media hora estuvo recorriendo esta inmensa vía como si buscase algo. Hacía poco, un día que pasaba casualmente por allí, había visto, a la derecha, una gran construcción de madera, un hotel llamado, si mal no recordaba, «Andrinópolis.» Al fin lo encontró. En verdad, era imposible no verlo en aquella oscuridad: era un largo edificio, iluminado todavía, a pesar de la hora, y en el que se percibían ciertos indicios de animación.

Entró y pidió un aposento a un mozo andrajoso que encontró en el pasillo. El sirviente le dirigió una mirada y lo condujo a una pequeña y asfixiante habitación situada al final del corredor, debajo de la escalera. No había otra: el hotel estaba lleno. El mozo esperaba, mirando a Svidrigailof con expresión interrogante.

‑¿Tienen té? ‑preguntó el huésped.

‑Sí.

‑¿Y qué más?

‑Ternera, vodka, fiambres...

‑Tráigame un trozo de carne y té.

‑¿Nada más? ‑preguntó el sirviente con cierto asombro. ‑Nada más.

El mozo se fue, dando muestras de contrariedad.

«Este lugar no debe de ser muy decente ‑pensó Svidrigailof‑. ¿Cómo es posible que no lo haya advertido antes? También yo debo de tener el aspecto de un hombre que viene de divertirse y ha tenido una aventura por el camino. Me gustaría saber qué clase de gente se hospeda aquí.»

Encendió la bujía y examinó el aposento atentamente. Era una verdadera jaula en la que habían abierto una ventana. Tan bajo tenía el techo, que un hombre de la talla de Svidrigailof difícilmente podía estar de pie. Además de la sucia cama, había una mesa de madera blanca pintada y una silla, lo que bastaba para llenar la habitación. Las paredes parecían construidas con simples tablas y estaban revestidas de un papel tan sucio y lleno de polvo que era imposible deducir su color. La escalera cortaba al sesgo el techo y un trozo de pared, lo que daba a la pieza un aspecto de buhardilla.

Svidrigailof depositó la bujía en la mesa, se sentó en la cama y empezó a reflexionar. Pero un murmullo de voces, que subían de tono hasta convertirse en gritos y que procedían de la habitación inmediata, acabó por atraer su atención. Aguzó el oído. Sólo una persona hablaba, quejándose a otra con voz plañidera.

Svidrigailof se levantó, puso la mano a modo de pantalla delante de la llama de la bujía y en seguida distinguió una grieta iluminada en el tabique. Se acercó y miró. La habitación era un poco mayor que la suya. En ella había dos hombres. Uno de ellos estaba de pie, en mangas de camisa; tenía el cabello revuelto, la cara enrojecida, las piernas abiertas y una actitud de orador. Se daba fuertes golpes en el pecho y sermoneaba a su compañero con voz patética, recordándole que lo había sacado del lodo, que podía abandonarlo nuevamente y que el Altísimo veía lo que ocurría aquí abajo. El amigo al que se dirigía tenía el aspecto del hombre que quiere estornudar y no puede. De vez en cuando miraba estúpidamente al orador, cuyas palabras, evidentemente, no comprendía. Sobre la mesa había un cabo de vela que estaba en las últimas, una botella de vodka casi vacía, vasos de varios tamaños, pan, cohombros y tazas de té.

Después de haber contemplado atentamente este cuadro, Svidrigailof dejó su puesto de observación y volvió a sentarse en la cama. Al traerle el té y la carne, el harapiento mozo no pudo menos de volverle a preguntar si quería alguna otra cosa, pero de nuevo recibió una respuesta negativa y se retiró definitivamente. Svidrigailof se apresuró a tomarse un vaso de té para entrar en calor. Pero no pudo comer nada. Empezaba a tener fiebre y esto le quitaba el apetito. Se despojó del abrigo y de la americana y se introdujo entre las ropas del lecho. Se sentía molesto.

«Quisiera estar bien en esta ocasión», pensó con una sonrisita irónica.

La atmósfera era asfixiante, la bujía iluminaba débilmente la habitación, fuera rugía el viento. Llegaba de un rincón ruido de ratas; además, un olor de cuero y de ratón llenaba la pieza. Svidrigailof fantaseaba tendido en su lecho. Las ideas se sucedían confusamente en su cerebro. Deseaba que su imaginación se detuviera sobre algo. Pensó:

«Debe de haber un jardín debajo de la ventana. Oigo el rumor del ramaje agitado por el viento. ¡Cómo odio este rumor de follaje en las noches de tormenta! Es verdaderamente desagradable.»

Y recordó que hacía un momento, al pasar por el parque Petrovitch, había experimentado la misma ingrata sensación. Luego pensó en el Pequeño Neva y volvió a estremecerse como se había estremecido hacía un rato cuando se había asomado a mirar el agua.

«Nunca he podido ver el agua ni en pintura.»

Y acto seguido le asaltaron otras extrañas ideas que le hicieron sonreír de nuevo.

«En estos momentos, todo eso de la comodidad y la estética debería tenerme sin cuidado. Sin embargo, estoy procediendo como el animal que lucha por conseguir un buen sitio... ¡En estas circunstancias...! Lo mejor habría sido ir en seguida a Petrovski Ostrof. Pero no, me han dado miedo el frío y las tinieblas. ¡Je, je! ¡El señor necesita sensaciones agradables...! Pero ¿por qué no he apagado ya la vela?»

La apagó de un soplo y, al no ver luz en la grieta del tabique, siguió diciéndose:

«Mis vecinos se han acostado ya... Ahora sería oportuna tu visita, Marfa Petrovna. La oscuridad es completa; el lugar, adecuado; el momento, propicio... Pero ya veo que no quieres venir. »

De pronto se acordó de que, poco antes de poner en práctica su proyecto sobre Dunia, había aconsejado a Raskolnikof que confiara a su hermana a la custodia de Rasumikhine.

«Lo he dicho para fustigarme los nervios, como ha adivinado Rodion Romanovitch. ¡Qué astuto es! Ha sufrido mucho. Puede llegar a ser algo con el tiempo, cuando se vea libre de las disparatadas ideas que ahora le obsesionan. Está anhelante de vida. En tales circunstancias, todos los hombres como él son cobardes... ¡En fin, que el diablo le lleve! ¡Qué me importa a mí lo que haga o deje de hacer!

El sueño seguía huyendo de él. Poco a poco, la imagen de Dunia fue esbozándose en su imaginación y un estremecimiento recorrió todo su cuerpo.

«¡No, hay que terminar! ‑se dijo, volviendo en sí‑. Pensemos en otra cosa. Es verdaderamente extraño y curioso que yo no haya odiado jamás seriamente a nadie, que no haya tenido el deseo de vengarme de nadie. Esto es mala señal... ¡Cuántas promesas le he hecho! Esa mujer podría haberme gobernado a su antojo.»

Se detuvo y apretó los dientes. La imagen de Dunetchka surgió ante él tal como la había visto en el momento de hacer el primer disparo. Después había tenido miedo, había bajado el revólver y se había quedado mirándole como petrificada por el espanto. Entonces él habría podido cogerla, y no una, sino dos veces, sin que ella hubiera levantado el brazo para defenderse. Sin embargo, él la avisó. Recordaba que se había compadecido de ella. Sí, en aquel momento su corazón se había conmovido.

«¡Diablo! ¿Todavía pensando en esto? ¡Hay que terminar, terminar de una vez!»

Ya empezaba a dormirse, ya se calmaba su temblor febril, cuando notó que algo corría sobre la cubierta, a lo largo de su brazo y de su pierna.

«¡Demonio! Debe de ser un ratón. Me he dejado la carne en la mesa y...»

No quería destaparse ni levantarse con aquel frío. Pero de pronto notó en la pierna un nuevo contacto desagradable. Entonces echó a un lado la cubierta y encendió la bujía. Después, temblando de frío, empezó a inspeccionar la cama. De súbito vio que un ratón saltaba sobre la sábana. Intentó atraparlo, pero el animal, sin bajar del lecho, empezó a corretear y a zigzaguear en todas direcciones, burlando a la mano que trataba de asirlo. Al fin se introdujo debajo de la almohada. Svidrigailof arrojó la almohada al suelo, pero notó que algo había saltado sobre su pecho y se paseaba por encima de su camisa. En este momento se estremeció de pies a cabeza y se despertó. La oscuridad reinaba en la habitación y él estaba acostado y bien tapado como poco antes. Fuera seguía rugiendo el viento.

«¡Esto es insufrible!» se dijo con los nervios crispados.

Se levantó y se sentó en el borde del lecho, dando la espalda a la ventana.

«Es preferible no dormir», decidió.

De la ventana llegaba un aire frío y húmedo. Sin moverse de donde estaba, Svidrigailof tiró de la cubierta y se envolvió en ella. Pero no encendió la bujía. No pensaba en nada, no quería pensar. Sin embargo, vagas visiones, ideas incoherentes, iban desfilando por su cerebro. Cayó en una especie de letargo. Fuera por la influencia del frío, de la humedad, de las tinieblas o del viento que seguía agitando el ramaje, lo cierto es que sus pensamientos tomaron un rumbo fantástico. No veía más que flores. Un bello paisaje se ofrecía a sus ojos. Era un día tibio, casi cálido; un día de fiesta: la Trinidad. Estaba contemplando un lujoso chalé de tipo inglés rodeado de macizos repletos de flores. Plantas trepadoras adornaban la escalinata guarnecida de rosas. A ambos lados de las gradas de mármol, cubiertas por una rica alfombra, se veían jarrones chinescos repletos de flores raras. Las ventanas ostentaban la delicada blancura de los jacintos, que pendían de sus largos y verdes tallos sumergidos en floreros, y de ellos se desprendía un perfume embriagador.

Svidrigailof no sentía ningún deseo de alejarse de allí. Subió por la escalinata y llegó a un salón de alto techo, repleto también de flores. Había flores por todas partes: en las ventanas, al lado de las puertas abiertas, en el mirador... El entarimado estaba cubierto de fragante césped recién cortado. Por las ventanas abiertas penetraba una brisa deliciosa. Los pájaros cantaban en el jardín. En medio de la estancia había una gran mesa revestida de raso blanco, y sobre la mesa, un ataúd acolchado, orlado de blancos encajes y rodeado de guirnaldas de flores. En el féretro, sobre un lecho de flores, descansaba una muchachita vestida de tul blanco. Sus manos, cruzadas sobre el pecho, parecían talladas en mármol. Su cabello, suelto y de un rubio claro, rezumaba agua. Una corona de rosas ceñía su frente. Su perfil severo y ya petrificado parecía igualmente de mármol. Sus pálidos labios sonreían, pero esta sonrisa no tenía nada de infantil: expresaba una amargura desgarradora, una tristeza sin límites.

Svidrigailof conocía a aquella jovencita. Cerca del ataúd no había ninguna imagen, ningún cirio encendido, ni rumor alguno de rezos. Aquella muchacha era una suicida: se había arrojado al río. Sólo tenia catorce años y había sufrido un ultraje que había destrozado su corazón, llenado de terror su conciencia infantil, colmado su alma de una vergüenza que no merecía y arrancado de su pecho un grito supremo de desesperación que el mugido del viento había ahogado en una noche de deshielo húmeda y tenebrosa...

Svidrigailof se despertó, saltó de la cama y se fue hacia la ventana. Buscó a tientas la falleba y abrió. El viento entró en el cuartucho, y Svidrigailof tuvo la sensación de que una helada escarcha cubría su rostro y su pecho, sólo protegido por la camisa. Debajo de la ventana debía de haber, en efecto, una especie de jardín..., probablemente un jardín de recreo. Durante el día se cantarían allí canciones ligeras y se serviría té en veladores. Pero ahora los árboles y los arbustos goteaban, reinaba una oscuridad de caverna y las cosas eran manchas oscuras apenas perceptibles.

Svidrigailof estuvo cinco minutos acodado en el antepecho de la ventana mirando aquellas tinieblas. De pronto resonó un cañonazo en la noche, al que siguió otro inmediatamente.

«La señal de que sube el agua ‑pensó‑. Dentro de unas horas, las partes bajas de la ciudad estarán inundadas. Las ratas de las cuevas serán arrastradas por la corriente y, en medio del viento y la lluvia, los hombres, calados hasta los huesos, empezarán a transportar, entre juramentos, todos sus trastos a los pisos altos de las casas. A todo esto, ¿qué hora será?»

En el momento en que se hacía esta pregunta, en un reloj cercano resonaron tres poderosas y apremiantes campanadas.

«Dentro de una hora será de día. ¿Para qué esperar más? Voy a marcharme ahora mismo. Me iré directamente a la isla Petrovski. Allí elegiré un gran árbol tan empapado de lluvia que, apenas lo roce con el hombro, miles de diminutas gotas caerán sobre mi cabeza.»

Se retiró de la ventana, la cerró, encendió la bujía, se vistió y salió al pasillo con la palmatoria en la mano. Se proponía despertar al mozo, que sin duda dormiría en un rincón, entre un montón de trastos viejos, pagar la cuenta y salir del hotel.

«He escogido el mejor momento ‑se dijo‑. Imposible encontrar otro más indicado.»

Estuvo un rato yendo y viniendo por el estrecho y largo corredor sin ver a nadie. Al fin descubrió en un rincón oscuro, entre un viejo armario y una puerta, una forma extraña que le pareció dotada de vida. Se inclinó y, a la luz de la bujía, vio a una niña de unos cuatro años, o cinco a lo sumo. Lloraba entre temblores y sus ropitas estaban empapadas. No se asustó al ver a Svidrigailof, sino que se limitó a mirarlo con una expresión de inconsciencia en sus grandes ojos negros, respirando profundamente de vez en cuando, como ocurre a los niños que, después de haber llorado largamente, empiezan a consolarse y sólo de tarde en tarde le acometen de nuevo los sollozos. La niña estaba helada y en su fina carita había una mortal palidez. ¿Por qué estaba allí? Por lo visto, no había dormido en toda la noche. De pronto se animó y, con su vocecita infantil y a una velocidad vertiginosa, empezó a contar una historia en la que salía a relucir una taza que ella había roto y el temor de que su madre le pegara. La niña hablaba sin cesar.

Svidrigailof dedujo que se trataba de una niña a la que su madre no quería demasiado. Ésta debía de ser una cocinera del barrio, tal vez del hotel mismo, aficionada a la bebida y que solía maltratar a la pobre criatura. La niña había roto una taza y había huido presa de terror. Sin duda había estado vagando largo rato por la calle, bajo la fuerte lluvia, y al fin había entrado en el hotel para refugiarse en aquel rincón, junto al armario, donde había pasado la noche temblando de frío y de miedo ante la idea del duro castigo que le esperaba por su fechoría.

La cogió en sus brazos, la llevó a su habitación, la puso en la cama y empezó a desnudarla. No llevaba medias y sus agujereados zapatos estaban tan empapados como si hubieran pasado una noche entera dentro del agua. Cuando le hubo quitado el vestido, la acostó y la tapó cuidadosamente con la ropa de la cama. La niña se durmió en seguida. Svidrigailof volvió a sus sombríos pensamientos.

«¿Para qué me habré metido en esto? ‑se dijo con una sensación opresiva y un sentimiento de cólera‑. ¡Qué absurdo!»

Cogió la bujía para volver a buscar al mozo y marcharse cuanto antes.

«Es una golfilla», pensó, añadiendo una palabrota, en el momento de abrir la puerta.

Pero volvió atrás para ver si la niña dormía tranquilamente. Levantó el embozo con cuidado. La chiquilla estaba sumida en un plácido sueño. Había entrado en calor y sus pálidas mejillas se habían coloreado. Pero, cosa extraña, el color de aquella carita era mucho más vivo que el que vemos en los niños ordinariamente.

«Es el color de la fiebre», pensó Svidrigailof.

Aquella niña tenía el aspecto de haber bebido, de haberse bebido un vaso de vino entero. Sus purpúreos labios parecían arder... ¿Pero qué era aquello? De pronto le pareció que las negras y largas pestañas de la niña oscilaban y se levantaban ligeramente. Los entreabiertos párpados dejaron escapar una mirada penetrante, maliciosa y que no tenía nada de infantil. ¿Era que la niña fingía dormir? Sí, no cabía duda. Su boquita sonrió y las comisuras de sus labios temblaron en un deseo reprimido de reír. Y he aquí que de improviso deja de contenerse y se ríe francamente. Algo desvergonzado, provocativo, aparece en su rostro, que no es ya el rostro de una niña. Es la expresión del vicio en la cara de una prostituta. Y los ojos se abren francamente, enteramente, y envuelven a Svidrigailof en una mirada ardiente y lasciva, de alegre invitación... La carita infantil tiene un algo repugnante con su expresión de lujuria.

«¿Cómo es posible que a los cinco años...? ‑piensa, horrorizado‑. Pero ¿qué otra cosa puede ser?»

La niña vuelve hacia él su rostro ardiente y le tiende los brazos.

Svidrigailof lanza una exclamación de espanto, levanta la mano, amenazador..., y en este momento se despierta.

Vio que seguía acostado, bien cubierto por las ropas de la cama. La vela no estaba encendida y en la ventana apuntaba la luz del amanecer.

«Me he pasado la noche en una continua pesadilla.»

Se incorporó y advirtió, indignado, que tenía el cuerpo dolorido. En el exterior reinaba una espesa niebla que impedía ver nada. Eran cerca de las cinco. Había dormido demasiado. Se levantó, se puso la americana y el abrigo, húmedos todavía, palpó el revólver guardado en el bolsillo, lo sacó y se aseguró de que la bala estaba bien colocada. Luego se sentó ante la mesa, sacó un cuaderno de notas y escribió en la primera página varias líneas en gruesos caracteres. Después de leerlas, se acodó en la mesa y quedó pensativo. El revólver y el cuaderno de notas estaban sobre la mesa, cerca de él. Las moscas habían invadido el trozo de carne que había quedado intacto. Las estuvo mirando un buen rato y luego empezó a cazarlas con la mano derecha. Al fin se asombró de dedicarse a semejante ocupación en aquellos momentos; volvió en sí, se estremeció y salió de la habitación con paso firme. Un minuto después estaba en la calle. Una niebla opaca y densa flotaba sobre la ciudad. Svidrigailof se dirigió al Pequeño Neva por el sucio y resbaladizo pavimento de madera, y mientras avanzaba veía con la imaginación la crecida nocturna del río, la isla Petrovski, con sus senderos empapados, su hierba húmeda, sus sotos, sus macizos cargados de agua y, en fin, aquel árbol... Entonces, indignado consigo mismo, empezó a observar los edificios junto a los cuales pasaba, para desviar el curso de sus ideas.

La avenida estaba desierta: ni un peatón, ni un coche. Las casas bajas, de un amarillo intenso, con sus ventanas y sus postigos cerrados tenían un aspecto sucio y triste. El frío y la humedad penetraban en el cuerpo de Svidrigailof y lo estremecían. De vez en cuando veía un rótulo y lo leía detenidamente. Al fin terminó el pavimento de madera y se encontró en las cercanías de un gran edificio de piedra. Entonces vio un perro horrible que cruzaba la calzada con el rabo entre piernas. En medio de la acera, tendido de bruces, había un borracho. Lo miró un momento y continuó su camino.

A su izquierda se alzaba una torre.

«He aquí un buen sitio. ¿Para qué tengo que ir a la isla Petrovski? Aquí, por lo menos, tendré un testigo oficial.»

Sonrió ante esta idea y se internó en la calle donde se alzaba el gran edificio coronado por la torre.

Apoyado en uno de los batientes de la maciza puerta principal, que estaba cerrada, había un hombrecillo envuelto en un capote gris de soldado y con un casco en la cabeza. Su rostro expresaba esa arisca tristeza que es un rasgo secular en la raza judía.

Los dos se examinaron un momento en silencio. Al soldado acabó por parecerle extraño que aquel desconocido que no estaba borracho se hubiera detenido a tres pasos de él y le mirara sin decir nada.

‑¿Qué quiere usted? ‑preguntó ceceando y sin hacer el menor movimiento.

‑Nada, amigo mío ‑respondió Svidrigailof‑. Buenos días.

‑Siga su camino.

‑¿Mi camino? Me voy al extranjero.

‑¿Al extranjero?

‑A América.

‑¿A América?

Svidrigailof sacó el revólver del bolsillo y lo preparó para disparar. El soldado arqueó las cejas.

‑Oiga, aquí no quiero bromas ‑ceceó.

‑¿Por qué?

‑Porque no es lugar a propósito.

‑El sitio es excelente, amigo mío. Si alguien te pregunta, tú le dices que me he marchado a América.

Y apoyó el cañón del revólver en su sien derecha.

‑¡Eh, eh! ‑exclamó el soldado, abriendo aún más los ojos y mirándole con una expresión de terror‑. Ya le he dicho que éste no es sitio para bromas.

Svidrigailof oprimió el gatillo.