Crimen y castigo (tr. anónima)/Sexta Parte/Capítulo VII
Capítulo VII
Aquel mismo día, entre seis y siete de la tarde, Raskolnikof se dirigía a la vivienda de su madre y de su hermana. Ahora habitaban en el edificio Bakaleev, donde ocupaban las habitaciones recomendadas por Rasumikhine. La entrada de este departamento daba a la calle. Raskolnikof estaba ya muy cerca cuando empezó a vacilar. ¿Entraría? Sí, por nada del mundo volvería atrás. Su resolución era inquebrantable.
«No saben nada ‑pensó‑, y están acostumbradas a considerarme como un tipo raro.»
Tenía un aspecto lamentable: sus ropas estaban empapadas, sucias de barro, llenas de desgarrones. Tenía el rostro desfigurado por la lucha que se estaba librando en su interior desde hacía veinticuatro horas. Había pasado la noche a solas consigo mismo Dios sabía dónde. Pero había tomado una decisión y la cumpliría.
Llamó a la puerta. Le abrió su madre, pues Dunetchka había salido. Tampoco estaba en casa la sirvienta. En el primer momento, Pulqueria Alejandrovna enmudeció de alegría. Después le cogió de la mano y le hizo entrar.
‑¡Al fin! ‑exclamó con voz alterada por la emoción‑. Perdóname, Rodia, que te reciba derramando lágrimas como una tonta. No creas que lloro: estas lágrimas son de alegría. Te aseguro que no estoy triste, sino muy contenta, y cuando lo estoy no puedo evitar que los ojos se me llenen de lágrimas. Desde la muerte de tu padre, las derramo por cualquier cosa... Siéntate, hijo: estás fatigado. ¡Oh, cómo vas!
‑Es que ayer me mojé ‑dijo Raskolnikof.
‑¡Bueno, nada de explicaciones! ‑replicó al punto Pulqueria Alejandrovna‑. No te inquietes, que no te voy a abrumar con mil preguntas de mujer curiosa. Ahora ya lo comprendo todo, pues estoy iniciada en las costumbres de Petersburgo y ya veo que la gente de aquí es más inteligente que la de nuestro pueblo. Me he convencido de que soy incapaz de seguirte en tus ideas y de que no tengo ningún derecho a pedirte cuentas... Sabe Dios los proyectos que tienes y los pensamientos que ocupan tu imaginación... Por lo tanto, no quiero molestarte con mis preguntas. ¿Qué te parece...? ¡Ah, qué ridícula soy! No hago más que hablar y hablar como una imbécil... Oye, Rodia: voy a leer por tercera vez aquel artículo que publicaste en una revista. Nos lo trajo Dmitri Prokofitch. Ha sido para mí una revelación. «Ahí tienes, estúpida, lo que piensa, y eso lo explica todo ‑me dije‑. Todos los sabios son así. Tiene ideas nuevas, y esas ideas le absorben mientras tú sólo piensas en distraerlo y atormentarlo... En tu artículo hay muchas cosas que no comprendo, pero esto no tiene nada de extraño, pues ya sabes lo ignorante que soy.
‑Enséñame ese artículo, mamá.
Raskolnikof abrió la revista y echó una mirada a su artículo. A pesar de su situación y de su estado de ánimo, experimentó el profundo placer que siente todo autor al ver su primer trabajo impreso, y sobre todo si el escritor es un joven de veintitrés años. Pero esta sensación sólo duró un momento. Después de haber leído varias líneas, Rodia frunció las cejas y sintió como si una garra le estrujara el corazón. La lectura de aquellas líneas le recordó todas las luchas que se habían librado en su alma durante los últimos meses. Arrojó la revista sobre la mesa con un gesto de viva repulsión.
‑Por estúpida que sea, Rodia, puedo comprender que dentro de poco ocuparás uno de los primeros puestos, si no el primero de todos, en el mundo de la ciencia. ¡Y pensar que creían que estabas loco! ¡Ja, ja, ja! Pues esto es lo que sospechaban. ¡Ah, miserables gusanos! No alcanzan a comprender lo que es la inteligencia. Hasta Dunetchka, sí, hasta la misma Dunetchka parecía creerlo. ¿Qué me dices a esto...? Tu pobre padre había enviado dos trabajos a una revista, primero unos versos, que tengo guardados y algún día te enseñaré, y después una novela corta que copié yo misma. ¡Cómo imploramos al cielo que los aceptaran! Pero no, los rechazaron. Hace unos días, Rodia, me apenaba verte tan mal vestido y alimentado y viviendo en una habitación tan mísera, pero ahora me doy cuenta de que también esto era una tontería, pues tú, con tu talento, podrás obtener cuanto desees tan pronto como te lo propongas. Sin duda, por el momento te tienen sin cuidado estas cosas, pues otras más importantes ocupan tu imaginación.
‑¿Y Dunia, mamá?
‑No está, Rodia. Sale muy a menudo, dejándome sola. Dmitri Prokofitch tiene la bondad de venir a hacerme compañía y siempre me habla de ti. Te aprecia de veras. En cuanto a tu hermana, no puedo decir que me falten sus cuidados. No me quejo. Ella tiene su carácter y yo el mío. A ella le gusta tener secretos para mí y yo no quiero tenerlos para mis hijos. Claro que estoy convencida de que Dunetchka es demasiado inteligente para... Por lo demás, nos quiere... Pero no sé cómo terminará todo esto. Ya ves que está ausente durante esta visita tuya que me ha hecho tan feliz. Cuando vuelva le diré: «Tu hermano ha venido cuando tú no estabas en casa. ¿Dónde has estado?» Tú, Rodia, no te preocupes demasiado por mí. Cuando puedas, pasa a verme, pero si te es imposible venir, no te inquietes. Tendré paciencia, pues ya sé que sigues queriéndome, y esto me basta. Leeré tus obras y oiré hablar de ti a todo el mundo. De vez en cuando vendrás a verme. ¿Qué más puedo desear? Hoy, por ejemplo, has venido a consolar a tu madre...
Y Pulqueria Alejandrovna se echó de pronto a llorar.
‑¡Otra vez las lágrimas! No me hagas caso, Rodia: estoy loca.
Se levantó precipitadamente y exclamó:
‑¡Dios mío! Tenemos café y no te he dado. ¡Lo que es el egoísmo de las viejas! Un momento, un momento...
‑No, mamá, no me des café. Me voy en seguida. Escúchame, te ruego que me escuches.
Pulqueria Alejandrovna se acercó tímidamente a su hijo. ‑Mamá, ocurra lo que ocurra y oigas decir de mí lo que oigas, ¿me seguirás queriendo como me quieres ahora? ‑preguntó Rodia, llevado de su emoción y sin medir el alcance de sus palabras.
‑Pero, Rodia, ¿qué te pasa? ¿Por qué me haces esas preguntas? ¿Quién se atreverá a decirme nada contra ti? Si alguien lo hiciera, me negaría a escucharle y le volvería la espalda.
‑He venido a decirte que te he querido siempre y que soy feliz al pensar que no estás sola ni siquiera cuando Dunia se ausenta. Por desgraciada que seas, piensa que tu hijo te quiere más que a sí mismo y que todo lo que hayas podido pensar sobre mi crueldad y mi indiferencia hacia ti ha sido un error. Nunca dejaré de quererte... Y basta ya. He comprendido que debía hablarte así, darte esta explicación.
Pulqueria Alejandrovna abrazó a su hijo y lo estrechó contra su corazón mientras lloraba en silencio.
‑No sé qué te pasa, Rodia ‑dijo al fin‑. Creía sencillamente que nuestra presencia te molestaba, pero ahora veo que te acecha una gran desgracia y que esta amenaza te llena de angustia. Hace tiempo que lo sospechaba, Rodia. Perdona que te hable de esto, pero no se me va de la cabeza e incluso me quita el sueño. Esta noche tu hermana ha soñado en voz alta y sólo hablaba de ti. He oído algunas palabras, pero no he comprendido nada absolutamente. Desde esta mañana me he sentido como el condenado a muerte que espera el momento de la ejecución. Tenía el presentimiento de que ocurriría una desgracia, y ya ha ocurrido. Rodia, ¿dónde vas? Pues vas a emprender un viaje, ¿verdad?
‑Sí.
‑Me lo figuraba. Pero puedo acompañarte. Y Dunia también. Te quiere mucho. Además, puede venir con nosotros Sonia Simonovna. De buen grado la aceptaría como hija. Dmitri Prokofitch nos ayudará a hacer los preparativos... Pero dime: ¿adónde vas?
‑Adiós.
‑Pero ¿te vas hoy mismo? ‑exclamó como si fuera a perder a su hijo para siempre.
‑No puedo estar más tiempo aquí. He de partir en seguida.
‑¿No puedo acompañarte?
‑No. Arrodíllate y ruega a Dios por mi. Tal vez te escuche.
‑Deja que te dé mi bendición... Así... ¡Señor, Señor...!
Rodia se felicitaba de que nadie, ni siquiera su hermana, estuviera presente en aquella entrevista. De súbito, tras aquel horrible período de su vida, su corazón se había ablandado. Raskolnikof cayó a los pies de su madre y empezó a besarlos. Después los dos se abrazaron y lloraron. La madre ya no daba muestras de sorpresa ni hacia pregunta alguna. Hacía tiempo que sospechaba que su hijo atravesaba una crisis terrible y comprendía que había llegado el momento decisivo.
‑Rodia, hijo mío, mi primer hijo ‑decía entre sollozos‑, ahora te veo como cuando eras niño y venías a besarme y a ofrecerme tus caricias. Entonces, cuando aún vivía tu padre, tu presencia bastaba para consolarnos de nuestras penas. Después, cuando el pobre ya habia muerto, ¡cuántas veces lloramos juntos ante su tumba, abrazados como ahora! Si hace tiempo que no ceso de llorar es porque mi corazón de madre se sentía torturado por terribles presentimientos. En nuestra primera entrevista, la misma tarde de nuestra llegada a Petersburgo, tu cara me anunció algo tan doloroso, que mi corazón se paralizó, y hoy, cuando te he abierto la puerta y te he visto, he comprendido que el momento fatal había llegado. Rodia, ¿verdad que no partes en seguida?
‑No.
‑¿Volverás?
‑Si.
‑No te enfades, Rodia; no quiero interrogarte; no me atrevo a hacerlo. Pero quisiera que me dijeses una cosa: ¿vas muy lejos?
‑Sí, muy lejos.
‑¿Tendrás allí un empleo, una posición?
‑Tendré lo que Dios quiera. Ruega por mí.
Raskolnikof se dirigió a la puerta, pero ella lo cogió del brazo y lo miró desesperadamente a los ojos. Sus facciones reflejaban un espantoso sufrimiento.
‑Basta, mamá.
En aquel momento se arrepentía profundamente de haber ido a verla.
‑No te vas para siempre, ¿verdad? Vendrás mañana, ¿no es cierto?
‑Sí, sí. Adiós.
Y huyó.
La tarde era tibia, luminosa. Pasada la mañana, el tiempo se había ido despejando. Raskolnikof deseaba volver a su casa cuanto antes. Quería dejarlo todo terminado antes de la puesta del sol y su mayor deseo era no encontrarse con nadie por el camino.
Al subir la escalera advirtió que Nastasia, ocupada en preparar el té en la cocina, suspendía su trabajo para seguirle con la mirada.
«¿Habrá alguien en mi habitación?», se preguntó Raskolnikof, y pensó en el odioso Porfirio.
Pero cuando abrió la puerta de su aposento vio a Dunetchka sentada en el diván. Estaba pensativa y debía de esperarle desde hacía largo rato. Rodia se detuvo en el umbral. Ella se estremeció y se puso en pie. Su inmóvil mirada se fijó en su hermano: expresaba espanto y un dolor infinito. Esta mirada bastó para que Raskolnikof comprendiera que Dunia lo sabía todo.
‑¿Debo entrar o marcharme? ‑preguntó el joven en un tono de desafío.
‑He pasado el día en casa de Sonia Simonovna. Allí te esperábamos las dos. Confiábamos en que vendrías.
Raskolnikof entró en la habitación y se dejó caer en una silla, extenuado.
‑Me siento débil, Dunia. Estoy muy fatigado y, sobre todo en este momento, necesitaría disponer de todas mis fuerzas.
Él le dirigió de nuevo una mirada retadora.
‑¿Dónde has pasado la noche? ‑preguntó Dunia.
‑No lo recuerdo. Lo único que me ha quedado en la memoria es que tenía el propósito de tomar una determinación definitiva y paseaba a lo largo del Neva. Quería terminar, pero no me he decidido.
Al decir esto, miraba escrutadoramente a su hermana.
‑¡Alabado sea Dios! ‑exclamó Dunia‑. Eso era precisamente lo que temíamos Sonia Simonovna y yo. Eso demuestra que aún crees en la vida. ¡Alabado sea Dios!
Raskolnikof sonrió amargamente.
‑No creo en la vida. Pero hace un momento he hablado con nuestra madre y nos hemos abrazado llorando. Soy un incrédulo, pero le he pedido que rezara por mí. Sólo Dios sabe cómo ha podido suceder esto, Dunetchka, pues yo no comprendo nada.
‑¿Cómo? ¿Has estado hablando con nuestra madre? ‑exclamó Dunetchka, aterrada‑. ¿Habrás sido capaz de decírselo todo?
‑No, yo no le he dicho nada claramente; pero ella sabe muchas cosas. Te ha oído soñar en voz alta la noche pasada. Estoy seguro de que está enterada de buena parte del asunto. Tal vez he hecho mal en ir a verla. Ni yo mismo sé por qué he ido. Soy un hombre vil, Dunia.
‑Sí, pero dispuesto a ir en busca de la expiación. Porque irás, ¿verdad?
‑Sí: iré en seguida. Para huir de este deshonor estaba dispuesto a arrojarme al río, pero en el momento en que iba a hacerlo me dije que siempre me había considerado como un hombre fuerte y que un hombre fuerte no debe temer a la vergüenza. ¿Es esto un acto de valor, Dunia?
‑Sí, Rodia.
En los turbios ojos de Raskolnikof fulguró una especie de relámpago. Se sentía feliz al pensar que no había perdido la arrogancia.
‑No creas, Dunia, que tuve miedo a morir ahogado ‑dijo, mirando a su hermana con una sonrisa horrible.
‑¡Basta, Rodia! ‑exclamó la joven con un gesto de dolor.
Hubo un largo silencio. Raskolnikof tenía la mirada fija en el suelo. Dunetchka, en pie al otro lado de la mesa, le miraba con una expresión de amargura indecible. De pronto, Rodia se levantó.
‑Es ya tarde. Tengo que ir a entregarme. Aunque no sé por qué lo hago.
Gruesas lágrimas rodaban por las mejillas de Dunia.
‑Estás llorando, hermana mía. Pero me pregunto si querrás darme la mano.
‑¿Lo dudas?
Lo estrechó fuertemente contra su pecho.
‑Al ir a ofrecerte a la expiación, ¿acaso no borrarás la mitad de tu crimen? ‑exclamó, cerrando más todavía el cerco de sus brazos y besando a Rodia.
‑¿Mi crimen? ¿Qué crimen? ‑exclamó el joven en un repentino acceso de furor‑. ¿El de haber matado a un gusano venenoso, a una vieja usurera que hacía daño a todo el mundo, a un vampiro que chupaba la sangre a los necesitados? Un crimen así basta para borrar cuarenta pecados. No creo haber cometido ningún crimen y no trato de expiarlo. ¿Por qué me han de gritar por todas partes: « ¡Has cometido un crimen! »? Ahora que me he decidido a afrontar este vano deshonor me doy cuenta de lo absurdo de mi proceder. Sólo por cobardía y por debilidad voy a dar este paso..., o tal vez por el interés de que me habló Porfirio.
‑Pero ¿qué dices, Rodia? ‑exclamó Dunia, consternada‑. Has derramado sangre.
‑Sangre..., sangre... ‑exclamó el joven con creciente vehemencia‑. Todo el mundo la ha derramado. La sangre ha corrido siempre en oleadas sobre la tierra. Los hombres que la vierten como el agua obtienen un puesto en el Capitolio y el título de bienhechores de la humanidad. Analiza un poco las cosas antes de juzgarlas. Yo deseaba el bien de la humanidad, y centenares de miles de buenas acciones habrían compensado ampliamente esta única necedad, mejor dicho, esta torpeza, pues la idea no era tan necia como ahora parece. Cuando fracasan, incluso los mejores proyectos parecen estúpidos. Yo pretendía solamente obtener la independencia, asegurar mis primeros pasos en la vida. Después lo habría reparado todo con buenas acciones de gran alcance. Pero fracasé desde el primer momento, y por eso me consideran un miserable. Si hubiese triunfado, me habrían tejido coronas; en cambio, ahora creen que sólo sirvo para que me echen a los perros.
‑Pero ¿qué dices, Rodia?
‑Me someto a la ética, pero no comprendo en modo alguno por qué es más glorioso bombardear una ciudad sitiada que asesinar a alguien a hachazos. El respeto a la ética es el primer signo de impotencia. Jamás he estado tan convencido de ello como ahora. No puedo comprender, y cada vez lo comprendo menos, cuál es mi crimen.
Su rostro, ajado y pálido, había tomado color, pero, al pronunciar estas últimas palabras, su mirada se cruzó casualmente con la de su hermana y leyó en ella un sufrimiento tan espantoso, que su exaltación se desvaneció en un instante. No pudo menos de decirse que había hecho desgraciadas a aquellas dos pobres mujeres, pues no cabía duda de que él era el causante de sus sufrimientos.
‑Querida Dunia, si soy culpable, perdóname..., aunque esto es imposible si soy verdaderamente un criminal... Adiós; no discutamos más. Tengo que marcharme en seguida. Te ruego que no me sigas. Tengo que pasar todavía por casa de... Ve a hacer compañía a nuestra madre, te lo suplico. Es el último ruego que te hago. No la dejes sola. La he dejado hundida en una angustia a la que difícilmente se podrá sobreponer. Se morirá o perderá la razón. No te muevas de su lado. Rasumikhine no os abandonará. He hablado con él. No te aflijas. Me esforzaré por ser valeroso y honrado durante toda mi vida, aunque sea un asesino. Es posible que oigas hablar de mí todavía. Ya verás como no tendréis que avergonzaros de mí. Todavía intentaré algo. Y ahora, adiós.
Se había despedido apresuradamente, al advertir una extraña expresión en los ojos de Dunia mientras le hacía sus últimas promesas.
‑¿Por qué lloras? No llores, Dunia, no llores: algún día nos volveremos a ver... ¡Ah, espera! Se me olvidaba.
Se acercó a la mesa, cogió un grueso y empolvado libro, lo abrió y sacó un pequeño retrato pintado a la acuarela sobre una lámina de marfil. Era la imagen de la hija de su patrona, su antigua prometida, aquella extraña joven que soñaba con entrar en un convento y que había muerto consumida por la fiebre. Observó un momento aquella carita doliente, la besó y entregó el retrato a Dunia.
‑Le hablé muchas veces de «eso». Sólo a ella le hablé ‑dijo, recordando‑. Le confié gran parte de mi proyecto, del plan que tuvo un resultado tan lamentable. Pero tranquilízate, Dunia: ella se rebeló contra este acto como te has rebelado tú. Ahora celebro que haya muerto.
Después volvió a sus inquietudes.
‑Lo más importante es saber si he pensado bien en el paso que voy a dar y que motivará un cambio completo de mi vida. ¿Estoy preparado para sufrir las consecuencias de la resolución que voy a llevar a cabo? Me dicen que es necesario que pase por ese trance. Pero ¿es realmente preciso? ¿De qué me servirán esos absurdos sufrimientos? ¿Qué vigor habré adquirido y qué necesidad tendré de vivir cuando haya salido del presidio destrozado por veinte años de penalidades? ¿Y por qué he de entregarme ahora voluntariamente a semejante vida...? Bien me he dado cuenta esta mañana de que era un cobarde cuando vacilaba en arrojarme al Neva.
Al fin se marcharon. Durante esta escena, sólo el cariño que sentía por su hermano había podido sostener a Dunia.
Se separaron, pero Dunetchka, después de haber recorrido no más de cincuenta pasos, se volvió para mirar a su hermano por última vez. Y él, cuando llegó a la esquina, se volvió también. Sus miradas se cruzaron, y Raskolnikof, al ver los ojos de su hermana fijos en él, hizo un ademán de impaciencia, incluso de cólera, invitándola a continuar su camino.
«Soy duro, soy malo; no me cabe duda ‑se dijo avergonzado de su brusco ademán‑; pero ¿por qué me quieren tanto si no lo merezco? ¡Ah, si yo hubiera estado solo, sin ningún afecto y sin sentirlo por nadie! Entonces todo habría sido distinto. Me gustaría saber si en quince o veinte años me convertiré en un hombre tan humilde y resignado que venga a lloriquear ante toda esa gente que me llama canalla. Sí, así me consideran; por eso quieren enviarme a presidio; no desean otra cosa... Miradlos llenando las calles en interminables oleadas. Todos, desde el primero hasta el último, son unos miserables, unos canallas de nacimiento y, sobre todo, unos idiotas. Si alguien intentara librarme del presidio, sentirían una indignación rayana en la ferocidad. ¡Cómo los odio!»
Cayó en un profundo ensimismamiento. Se preguntó si llegaría realmente un día en que se sometería ante todos y aceptaría su propia suerte sin razonar, con una resignación y una humildad sinceras.
«¿Por qué no? ‑se dijo‑. Un yugo de veinte años ha de terminar por destrozar a un hombre. La gota de agua horada la piedra. ¿Y para qué vivir, para qué quiero yo la vida, sabiendo que las cosas han de ocurrir de este modo? ¿Por qué voy a entregarme cuando estoy convencido de que todo ha de pasar así y no puedo esperar otra cosa?»
Más de cien veces se había hecho esta pregunta desde el día anterior. Sin embargo, continuaba su camino.