Cuatreros

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Cuatreros[editar]

«Ladrón que harta bestias,» dice, del cuatrero, el diccionario, y el oficio, realmente, parece mandado hacer para el que, en la Pampa, no quiera vivir de su trabajo; pues el que, allí, tenga que robar para comer, no puede casi robar otra cosa que bestias. Con robar bestias, llena, por lo demás, todas las necesidades de su precaria existencia: carne para su mantención, cueros para vender y proporcionarse los vicios, o para cortar las huascas indispensables para su industria.

No hay duda que le sería mucho más ventajoso al cuatrero, en general, hacerse pastor y cuidar tranquilamente una majada de ovejas o una punta de vacas, propias o ajenas, pues así tendría siempre carne a discreción, los vicios y las huascas a pedir de boca, caballos gordos para andar, y techo seguro. Pero así, se muere el que ha nacido para cuatrero. ¡Miren! ¡qué gracia! carnear a la luz del día; elegir la res en el rodeo, enlazarla con toda comodidad, degollarla y desollarla, rodeado de comedidos: vecinos, perros y chimangos, que todos aprovechan, y quizás después, lo traten de zonzo.

Buscar la víctima en la tinieblas de la noche, sin turbar el silencio solemne del campo, más que una sombra en la sombra, enlazarla al tanteo, sin hacerla mover; sentir revolotear, en derredor suyo, al desollar de prisa, la palpitante inquietud de tener quizás que pelear y jugar la vida para salvarse, en caso de ser pillado, esto sí, le da sabor al matambre de cualquier animal y hace el cuero más blando para sobar.

Trabajo ingrato, por fin, peligroso como ninguno y de poco o ningún provecho; pero obra de artista que trabaja para la gloria.

Hoy, todo progresa; el cuatrero moderno, mestizo y hasta importado, ya no se contenta con carnear, de vez en cuando, una oveja o una vaca; se ha hecho criador; ha formado sindicatos; tiene socios habilitados en los varios ramos de su industria, y obra en grande. Autoridades cómplices, facilitan las guías; gauchos, que, más de gusto que por amor al lucro, se prestan a ayudar, cortan puntas de hacienda y las arrean, abriendo y cerrando portillos discretos en los alambrados; carniceros improvisados, en los pueblos más cercanos, benefician los animales, venden la carne barata y regatean poco por el precio de los cueros, por tal que, ligero y sin fijarse en las mareas, el pulpero, que es alcalde, los haga desaparecer en los arcanos de su depósito.

No falta una estanzuela alambrada, con tranqueras hábilmente dispuestas a todos vientos, para encerrar los animales que no puedan ser muertos inmediatamente; con su administración prolija, su fábrica de marcas de fuego, y hasta su laboratorio, para estudiar a fondo el arte de contraseñalar ovejas.

Y como no se debe despreciar las pequeñas utilidades, y que la galera pasa cerca, el postillón tiene su puesto en la orilla del campo, y nunca le faltan, para vender al dueño de la galera, caballos, a precios tirados; las marcas, en general, están en llagas vivas y algo mal pintadas, en los certificados, pero todos los sellos están; y la necesidad, siempre reñida con los escrúpulos, hace que el comprador prefiera dejarlos a un lado que pelear con ellos.

Nunca puede saber el caballo más mimado y mejor invernado, de las cercanías, donde acabará sus días.

Pero, los estancieros también se van poniendo más ariscos y la policía más activa. Se cansan los primeros de verse robados a cada rato, y sin saber cómo, ni por quién, y echan el grito al cielo. El cielo les hace poco caso, mientras sólo se trata de cualquier hijo de vecino, pero basta que le toque la suerte a la hacienda de un personaje político, para que empiece la cosa a ponerse más seria.

-«Señor, decía, un día, un paisano al comisario de un pueblito naciente, vengo a decirle que me han robado anoche una punta de vacas.

-¿Las ha buscado bien? preguntó el comisario.

-Sí, señor, pero no encontré nada.

-Es que no las habrá campeado. Búsquelas, amigo, y si de aquí dos o tres días, no las encuentra, entonces veremos.

-Y mientras tanto, señor, ¿qué le digo a mi patrón?

-¿Quién es su patrón?

-Don Benito.

-¿Quién dice?

-Don Benito Vergara.

-¿El diputado?

-Sí señor.

-Pues dígale, no más, amigo, que hemos de dar con los ladrones, cueste lo que cueste.»

Y mandó formar, sin perder un minuto, tres comisiones, a las cuales dio instrucciones terminantes; tan terminantes que, el día siguiente, a la madrugada, antes que el rocío hubiera desaparecido, una de las comisiones pudo seguir, abriendo el alambrado, el rastro de otra punta de hacienda, arreada por allí, esa misma noche, y el rastro llevó a los policianos directamente a la carnicería, habilitada por el Juez de Paz.

Situación difícil para un comisario; pero el diputado era influyente; le tenía rabia justamente al Juez de Paz ese, por su flojedad en las elecciones, y tanto hizo que fue un bochinche espantoso, una arreada general en el pueblito. Se mandó de la capital un comisario especial, con gente; un juez de instrucción, con sus secretarios, la mar. Se pusieron presos al carnicero, a su hijo, al juez de paz, al pulpero. En casa de éste, se encontraron muchos cueros que, mojados y lonjeados, dejaron ver el archivo entero de las marcas del partido.

Quiso negar; quisieron todos negar, pero se cortaban, se mancaban en las declaraciones y quedaban peor. El carnicero, por ejemplo, le sopló al hijo, al pasar: «niégalo todo.» Y cuando al hijo le enseñaron una marca, preguntándole si la conocía, dijo que no; a otra, lo mismo, y a todas; hasta que fastidiado, el juez, le enseñó la misma marca del padre, y también afirmó que no la conocía. El padre se levantó entonces y le dijo:

-«Pero no seas tonto ¡hombre!

-¿Y no me dijo V., contestó el hijo, de negarlo todo?»

Y como el diputado era hombre de puño, y que no soltó la presa hasta que todos estuvieran en la cárcel, cosa hasta entonces casi inaudita, se moralizó, por un tiempo, el pago aquel. ¡Dios quiera que a todos los cuatreros de la campaña, se les ocurra, de vez en cuando, robar hacienda de algún diputado!