Cuentos de Andersen/Andersen y sus cuentos

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

El ilustre escritor danés cuyo bosquejo vamos á trazar con las presentes líneas, ofrece un enlace tan íntimo entre su personalidad y sus numerosas obras, que basta leer alguna de ellas, para formarse cabal idea de su carácter particular y de alguna peripecia de su curiosa y accidentada existencia.

El mismo escribió su retrato de cuerpo entero y lo dió á la estampa con el título de «El Cuento de mi vida,» de cuyo libro publicaremos algún día los trozos más dignos de atención, puesto que no es el menos interesante de sus cuentos. Investigando á través de su tierna infancia, de su combatida juventud, de sus esperanzas, de sus decepciones, de sus esfuerzos, de sus desfallecimientos, de sus estudios, de sus primeros triunfos y de sus provechosos viajes, se encuentra el purísimo manantial de sus principales creaciones literarias, las cuales después de hacer el encanto de su país y de Alemania, han acabado por merecer el legítimo honor de ser traducidas á casi todos los idiomas europeos.

Hoy el nombre de Andersen es popular en Europa y principalmente en todos los países del Norte, las prensas francesas se cansan de reproducir sus obras traducidas por los más distinguidos escritores y en lodas partes se maltiplican las ediciones y se agotan apenas aparecen. Tal es el privilegio del genio. Las brumas natales no pueden oscurecer el sol de la inteligencia, y nosotros creemos que hasta en esta tierra de España tan favorecida por la más espléndida luz del astro del día, serán recibidos con íntimo regocijo estos destellos arrancados al cielo de Dinamarca.


Andersen nació el 2 de abril de 1805 en Odensea, capital de la isla de Fionia.

Sus antepasados de la rama paternal habían sido acomodados campesinos; pero tras una serie de contiatiempos y desgracias quedaron reducidos á la pobreza, antes de que naciera Hans Cristián. El abuelo de éste sufrió una enajenación mental, y su padre, sin medios para seguir los estudios, tuvo que reducirse al trabajo y no pasó de ser un modesto maestro zapatero. En cuanto á su madre, el mismo escritor lo cuenta, cuando era niña pedía limosna.

Sobre la estrechez de su familia, Andersen, que no renegó nunca de la humildad de su origen, nos da detalles íntimos en «El Cuento de mi vida

«El mismo, dice refiriéndose á su padre, tuvo que construirse el banco del taller y el lecho nupcial para éste último echó mano de algunas tablas con que se había formado el túmulo en que estuvo expuesto el féretro del conde de Trampe. Aún recuerdo haber visto clavados en ellas algunos pedacitos de bayeta negra. Pues bien, el día 2 de abril de 1805, en vez del cadáver del noble caballero, sustentaron aquellas tablas un niño lleno de vida y llorando sin cesar. Era yo, Hans Cristián Andersen. »

El primer libro que oyó leer siendo muy niño, fué el de las Mil y una noches, que abrió espacios inmensos á su tierna y precoz imaginación. Ya en su primera edad eran tan vivas y tan profundamente se grababan en su espíritu las impresiones que recibía en la esferal especial en que había nacido, que más tarde, cuando tras no pocos afanes llegó á escribir formalmente, no hizo sino recordarlas para inspirar en ellas sus obras más apreciables.

Si el de las Mil y una noches fué su primer libro, su primer y casi único juguete, durante su infancia, fué un teatrito mecánico, en el cual no desdeñaba representar las producciones que en su tiempo estaban más en boga, y principalmente algún drama de Shakspeare; y era tal la pasión que sintió siempre por el teatro, que él mismo, á la edad de 12 años, poseyendo algunos pocos rudimentos de instrucción primaria, se atrevió á escribir un drama, «una tragedia, dice el mismo Andersen, en la cual, natuturalmente, moría todo el mundo.»

No hizo este solo ensayo en edad tan temprana: después de la tragedia que acabamos de mencionar, escribió otra, entre cuyos personajes figuraban un rey y una reina, y como le hicieran notar que el lenguaje de la corte era muy distinto del que hablaba el vulgo y que él ponía en boca de sus encopetados personajes, se procuró un diccionario en el cual figuraban términos alemanes, franceses é ingleses, y mezclados y revueltos en monstruosa confusión, los puso en boca de los reyes de su comedia. Bien es verdad que nadie entendía sus discursos, pero así evitaba el ingenioso niño que sus reyes se confundieran con el vulgo.

La candorosa infancia de Cristián abunda en incidentes de esta naturaleza. Era la casa paterna como el humilde nido de ese tierno pajarillo de la poesía, que sentía abrasadoras aspiraciones, y que sin embargo no podía volar, pues carecía de las dos alas indispensables, la instrucción y la fortuna para adquirirla.

De muy niño entró de aprendizi en una fábrica; pero no sólo era inepto para el trabajo, sino que distraía á los trabajadores, siendo la diversión de todos con sus cantos-tenía una voz magnífica-y con los trozos de comedia que se había aprendido de memoria y recitaba con chocante seriedad.

Así entretenido en sus juegos y escarceos literarios pasó de su infancia á su primera juventud. Catorce años tenía cuando se fué á Copenhague ansioso de celebridad. Su padre había fallecido, y su madre, casada en segundas nupcias, antes de consentir su partida, pasó á consultar el caso con una vieja que decía la buena ventura, la cual predijo que algún día la ciudad de Odensea haría iluminaciones en honor de Cristián.

Con trece escudos en el bolsillo, un pequeño lío debajo del brazo y una tarjeta de recomendación para la señora Schall, primera bailarina del Teatro Real, que, sin conocerla de vista siquiera, le había dado cierto impresor de Odensea, para quitárselo de delante, llegó Andersen á la capital el día 5 de setiembre de 1819.

Describir sus apuros, sus tentativas, sus ilusiones, sus desencantos, sería tarea harto prolija, aunque nada enojosa. Víctima del hambre y la desnudez, veía frustarse sus mejores proyectos. Deseaba ser cómico, y no habiendo dado resultado la recomendación que trajo para la célebre bailarina, un día se presentó al director de cierto teatro pidiéndole que le contratara.

—Está usted demasiado flaco, le dijo el director.

—Pues bien, contestó Cristián, señáleme usted cien escudos, y no se apure: el engordarme corre de mi cuenta.

El director le dió á entender que en su teatro no admitían sino á las personas instruídas.

Agotado su pequeño caudal, y 'despues de recorrer los anuncios de los periódicos en busca de colocación, entró de aprendiz en un taller de carpintero; pero no pudiendo tolerar las burlas groseras de los oficiales, tuvo que dejar el oficio á los pocos días.

No le quedaba otro recurso que volver á su ciudad natal; pero ante la idea de que iba á ser objeto de la rechifla de sus compatricios, resolvió antes morir de hambre heróicamente, que regresar á Odensea. Entonces recordó haber leído en un periódico que un italiano llamado Siboni era director del Conservatorio de Música, y animado con la idea de que poseía muy buena voz, tuvo la corazonada de fir á verle á su casa. Le encontró comiendo con el compositor Weyse y el célebre poeta Baggesen, y á los postres le recibieron, más por curiosidad ó quizás para divertirse un rato que con el deseo de auxiliarle. Sin embargo, los tres eran artistas y á fuer de tales, hombres dotados de sentimiento y de buen corazón; Andersen cantó y Siboni al oirle quedó tan prendado de su voz; que prometió recibirle en sus clases. El poeta le oyó recitar una elegía, y viendo anublarse sus ojos por el llanto, no pudo contener su emoción y le dijo:

—«¡Bravo, muchacho! Yo te lo predigo. Tú llegarás á ser algo.»

Tan grato recibimiento terminó con una colecta en favor del pobre Cristián que produjo unos setenta escudos. Pero ¡oh desgracia! vino el invierno y el alumno de Siboni tuvo que pasarlo con un mal traje de verano, pilló un resfriado, se puso ronco y perdió la voz.

No por eso desmayó el pobre muchacho. Fué á ver al poeta Guldberg, emparentado con algunos conocidos suyos de Odensea, y le enseñó unos versos. Guldberg le aconsejó que antes de escribir estudiara gramática; pero compadecido de él le proporcionó algunos recursos, y vista su afición al teatro. le recomendó á Lindgreen, primer actor del Teatro Real, para que le diera algunas lecciones de declamación; mas éste á los pocos días se desentendía de este empeño declarando que Cristián no servía para la escena, por lo que aconsejaba á su protector que le dedicara á estudiar latín.

Así lo hizo Guldberg lleno de buena fe, pero Andersen llevado de su decidida vocación por el teatro, ya que no podía ser cantante ni actor, pasó por ser bailarín, y no sólo recibió algunas lecciones de Dahlen, sino que figuró en una obra desempeñando un papel secundario. Tampoco el baile era su suerte., de modo que sufrió una larga temporada de miseria y abandono, hasta que habiendo recobrado la voz, figuró durante algún tiempo en el cuerpo de coros, con no poco disgusto de su prolector que viéndole descuidar sus estudios acabó por repudiarle.

Abandonado á sí mismo, buscó consuelo á sus pesares escribiendo para la escena. Sus obras La capilla del bosque, Los bandidos de Vissemberg, y algunas otras pasaron al teatro, pero volvieron á sa casa sin ser representadas. En ciertas reuniones le recibían sólo para divertirse con sus rarezas y genialidades, en otras le protegían débilmente, algunas le cerraban sus puertas. Transcurría el tiempo, y su situación era cada vez más precaria. Un día reunió todas sus fuerzas, puso mano á la pluma y escribió una nueva tragedia titulada Afsol, de la cual quedó por todo extremo satisfecho.

La leyó al preboste Gutfeldt y á éste le pareció, bien. Con una carta de recomendación que le proporcionó el preboste se fué á ver á Collín, director del teatro, quien aunque le habló con ruda franqueza y destruyó el castillo de sus ilusiones diciéndole que la tragedia era irrepresentable, supo ver en ella algunos fragmentos que revelaban buenas disposiciones; y deseoso de proteger seriamente á su joven y desgraciado autor, obtuvo para éste del rey D. Federico VI una beca en el colegio de Slagelsée.

Allí empezó Cristián Andersen sus estudios: tenía 19 años, y sus condiscípulos, el que más, no pasaba de 10. Estudió con afan y aprovechamiento latín, griego y humanidades, saludó las matemáticas, por las cuales ¡cosa extraña! tenía singulares disposiciones, y en breve se dió á conocer con una poesía «El niño moribundo» que obtuvo un éxito asombroso. Sin embargo, la vida de colegio fué para Andersen un continuado martirio, sobre todo por verse privado de los consuelos de la amistad y principalmente por el carácter quisquilloso de alguno de sus profesores.

Sufrió los exámenes, saliendo muy airoso, y entró en 1828 en la universidad de Copenhague donde prosiguió sus estudios. Por aquellos días se despertó su numen poético y escribió su primera obra seria, titulada: «Viaje al pie del canal de Holin, en la punta oriental de Amager» (Fogreisen fra Holmens Kanal til Oestpynten af Amager). Es ésta una obra fantástica, para la cual Cristián no encontró editor, y se decidió á publicarla á sus expensas. A los pocos días se agotó la primera edición. Corrían los ejemplares de mano en mano entre los estudiantes de la Universidad, y éstos al par que la celebraban con caluroso entusiasmo, se enorgullecían de tener a su autor por compañero de estudios.

Aquí empieza la fortuna de Andersen. Ya era tiempo. El éxito de esta producción le abrió las puertas de todos los salones: trabó conocimiento con las personas más distinguidas de la capital danesa, pudo estudiar con calma y alegría y un año después, tras un brillante examen de filología y filosofía, dió por terminada su carrera universitaria.

En 1830 publicó sus poesías (Digte), que fueron muy bien recibidas.

En tanto contrajo relaciones con los ilustres poetas OEhlenschlœger, OErstedt é Ingemann, quienes le querían entrañablemente y le admiraban, y en unión de su protector Collin lograron que el monarca le concediera un estipendio de viaje (reise stipendium), mediante el cual tuvo ocasión de recorrer por espacio de dos años (1833-34) Alemania, Suiza, Francia, Italia, estudiando el idioma, los usos y costumbres y la poesía de estos países.

Poco antes había publicado, obteniendo asimismo el favor del público, las siguientes obras: «Escenas de viaje por el Harz y la Suiza Sajona» (Skyggebilleder af en Reise tit Harzen) (1831) que fué la que leyó el rey y le movió á otorgarle la indicada pensión. «Los doce meses del año.» (Aarets toly Maaneden) (1833) y «Colección de poesías» (Samlede Digte) (1833), con la cual se conquistó la indisputable gloria de figurar entre los primeros poetas de los países del Norte.

En su viaje á Alemania se puso en relación con los reputados escritores Tieck y Chamisso, quienes tradujeron sus obras y se encargaron de propagarlas en aquel país tan ilustrado, que en breve sintió por ellas predilección é interés. La lengua danesa hablada por un pueblo relativamente corto y que además es escasamente conocida, no bastaba á la gloria de Andersen, de suerte que la versión alemana de sus producciones puede decirse que las naturalizó en el resto de Europa y las impuso á todos los gustos.

El viaje que hizo Andersen acabó de sazonar sus facultades. Basta leer algunos de sus libros ó simplemente algún cuento de los que componen la presente colección para descubrir desde luego con qué facilidad se asimilaba la naturaleza, las costumbres, la poesía, el color local, en suma el sello característico de cada uno de los países que recorría ávido de multiplicar sus conocimientos. Pero de todos ellos el que más impresión le hizo fué indudablemente Italia. Allí concibió una de sus mejores novelas, «El Improvisador» (Improvisatorem) (1834), la cual abunda en gallardas pinturas de las espléndidas regiones del Mediodía de la Península Italiana, en donde las galas de la naturaleza se combinan con los restos monumentales de las antiguas edades y la fogosidad de las pasiones. Pasando del sol ardiente á las apacibles brumas, á fuer de excelente pintor dotado de un sentimiento profundo de la naturaleza, escribió la novela O. T. (1835), ó sea La Cárcel de Odensea, tan original por su título como por la admirable pintura que contiene de los parajes y costumbres de su país natal.

En 1838 dió una nueva novela «Un simple violín», «Kun en Spillemand;» y en 1839 y 1840 respectivamente las «Aventuras contadas á los niños» (Eventyre fortalte for Bœrn) y el «Libro de estampas sin estampas» (Billedbog uden Billeder); pero, mal avenido con el monótono reposo, y por otra parte viéndose combatido acerbamente no diremos por la crítica imparcial, sino por la pasión y la envidia de otros escritores, que tuvo el candor de tomar en serio, emprendió un nuevo viaje á Italia, llegando hasta el Oriente, país de todos sus ensueños. Fruto de esta excursión fué su «Bazar del poeta» que se publicó en 1842. Al año siguiente visitó París; en 1844 llegó á Alemania en donde obtuvo grandes é incesantes ovaciones, pasó el invierno de 1845-46 en Berlín y Weimar, y luego se dirigió á Leipzig el primer centro editorial de Europa, donde preparó la edición completa de sus obras.

Poco después cruzando el Austria y deteniéndose algún tiempo en Viena y Trieste, visitó de nuevo Roma y Nápoles, en cuya última ciudad empezó á escribir la obra que hemos mencionado al principio de estas líneas: «El cuento de mi vida,» que terminó más tarde (1847) en los baños de Vernet (Pirineos). Posteriormente completó sus viajes, recorriendo Inglaterra y Suecia.

Intercalaba estas excursiones con la publicación de importantes obras de todos los géneros: novelas, cuentos, dramas, comedias, zarzuelas, trabajos periodísticos y toda suerte de producciones. Hasta el fin de su vida no dió un momento de vagar á su privilegiada pluma. La colección completa de sus obras que se publicó en Leipzig durante los años 1847-48, comprendía ya 35 volúmenes. Entre sus dramas alcanzó un éxito considerable «El Mulato» estrenado en 1839; no tuvo tanta fortuna el que dió con el título de «Rafaela» (1840) y fué muy celebrada su comedia sentimental «La flor de la dicha» (1842).

Pero su producción más conocida y apreciada, la que se ha traducido á todos los idiomas y alcanzado en todas partes mayor número de ediciones, publicándose con diversos títulos, lo cual dificulta á veces las tareas del bibliógrafo, es su preciosa colección de Cuentos. Forma tres volúmenes, y de ellos hemos entresacado los que constituyen el presente. Ya nos ocuparemos de estas obras con más detención.

Gozó Andersen en sus últimos tiempos de una existencia tranquila y sosegada. Querido tanto por sus excelentes prendas de caracter, cuanto por la bondad de sus obras, disfrutó en vida de la celebridad que le había predicho la adivina de Odensea, antes de partir para Copenhague. Bien es verdad que sus primeros pasos fueron difíciles y angustiosos; pero no lo es menos que con ellos fortaleció su espíritu y echó las bases de su carácter y aun de alguna de sus obras, pues ni las impresiones, que recibió, ni el conocimiento del mundo que á tanta costa contrajo en sus mocedades, habían de borrarse nunca más de su memoria.

Las clases altas y la corte le distinguían; el pueblo le idolatraba: aquellas porque el talento es en nuestro siglo el mejor timbre de nobleza; el último porque supo interpretar constantemente sus dolores y sus alegrías, sus aspiraciones y sus sentimientos.

El día 2 de abril de 1875, aniversario de su nacimiento, el rey le nombró comendador de la orden de Danebreg. Poco debía gozar de esta distinción honorífica, pues el 5 de agosto del mismo año moría tranquilamente en Rolighed, á los 70 de edad, causando su fallecimiento profunda impresión en el reino de Dinamarca, en Alemania y en todas partes donde era conocida alguna de sus obras.

Su testamento es un rasgo apreciable de su carácter. De su modesta fortuna, adquirida á fuerza de trabajo y perseverancia, hizo dos partes. Legó la primera á varias bibliotecas y otros establecimientos de enseñanza, con lo cual demostró su cariño á la nación que tan bien había acogido sus obras y su interés por el pueblo, ávido de instruirse. El resto lo legó á, los descendientes del conse jero Collin, pagando con ello una deuda de gratitud al bienhechor generoso que, al propio tiempo que rehusaba una de sus juveniles producciones dramáticas, le abría las puertas de un colegio para que adquiriese la instrucción necesaria y le ponía en condiciones de llegar á ser uno de los primeros escritores de su país.

Andersen escribió un día que las ideas generadoras de sus cuentos brotaban en su imaginación de repente, y sin darse cuenta de ello, como las melodías nacen en la cabeza de los compositores, con fuerza espontánea é inexplicable. Tan cierto es esto que en los cuentos de nuestro autor no se descubre el menor esfuerzo, el menor asomo de tortura; y sin embargo son á cual más originales.

La primera cualidad de los cuentos, según opina un ilustrado crítico, es que á un tiempo agraden á los niños y á los ancianos, es decir á los que están destinados á escucharlos y á los que deben transmitirlos. Los de Andersen reunen y aun exceden á esta condición, pues agradan lo mismo, á la niñez, á la juventud, á la edad viril y á la ancianidad, y no sin un poderoso motivo; pues es tan privilegiado el genio del autor, que responde á las más nimias exigencias de todos los gustos y edades. No se pierda de vista que Andersen á más de poeta es filósofo.

A fuer de poeta posee una originalidad portentosa, una inventiva inagotable, una imaginación sorprendente, un sentimiento intenso y tan sobrio que nunca incurre en fastidiosas declamaciones, una fantasía rica y espléndida, suavidad en los toques, colorido en las descripciones, gallardía en las imágenes, flexibilidad, delicadeza y gracia abandantes, y una ironía fina, humorística, que no traspasa los estrechos límites de lo lícito y agradable, conmueve el corazón humano y de la naturaleza, y véase con cuánta razón podremos colocarle entre los primeros poetas de nuestro siglo.

Pero Andersen es filósofo por el sentido que entrañan todas sus obras. ¡Cuán profunda intención no aparece en todas ellas! A ello se debe tal vez que sean tan gustadas. El autor no se esfuerza en demostrarla ni ponerla en relieve: la intención se desprende siempre del conjunto y de los detalles más insignificantes de sus admirables cuentos, espontáneamente, como la luz brota de los cuerpos luminosos y la fragancia de las flores. No puede hallarse más íntimamente fundida la intención filosófica con las condiciones estéticas; y en el particular, si es admirable este maridaje tan feliz, no son menos de aplaudir y celebrar el tino y el buen sentido del escritor danés por prestar culto á la moral más pura y á los sentimientos más honrados, sin hacer nunca alardes de piedad, de virtud, ni de mojigatería.

La nota característica de los cuentos de Andersen es la pureza, la delicadeza, la suavidad, así en la parte literaria como en luin sentido moral y filosófico.

Con gusto demostraríamos la exactitud de nuestro juicio refiriéndonos particularmente á cada una de las obritas de la presente colección; pero preferimos dejar íntegra esta tarea al criterio de nuestros lectores. Estos verán que como dice el mismo Andersen en su Sopa al asador, «el poeta es un hechicero.» Andersen con la varilla mágica, de su genio privilegiado no sólo supo animar el corazón de los hombres, sino en convertir en inteligencia el instinto de los animales, caracterizarlos por sus actos y prestarles un lenguaje á propósito, dar vida y carácter á los objetos inanimados, á las flores, á las piedras, á los muebles, á los juguetes, á todo lo que puso en contacto de su varilla para informar sus creaciones; supo mundar de luz sus paisajes, poblar de seres desde el cáliz de las flores al infinito espacio, prestar acentos al viento, á los rayos del sol, á las brumas, á todo lo creado, y en fin supo combinar siempre con éxito la realidad con la imaginación, el hombre con la naturaleza, el sentimiento interno con las galas de lo creado y de lo fantástico.

Ya que no nos es dable felicitarnos de haber podido reunir todos los cuentos en un solo volumen, satisfacción que nos reservamos y á la par reservamos á nuestros lectores para otro día, creemos poder ofrecer en el presente una muestra casi completa de la gran variedad de géneros y asuntos que campean en sus múltiples producciones.

Hecha esta advertencia, pase el lector adelante y perdónenos lo enojoso de la presente introducción.