Cuentos de color de rosa/El Judas de la casa

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El Judas de la casa

- I -[editar]

Sígueme, amor mío, con los ojos del pensamiento a las riberas del Cadagua, a las ribera,; que más envanecen por bellas a aquel espumoso y fresco y cristalino río, desde que pierde de vista a su nativo valle de Mena, hasta que Dios le hunde en el Ibaizábal, apenas ha andado cinco leguas, en castigo de la prisa que se da a alejarse del valle nativo.

Sígueme con el pensamiento hasta el concejo de Güeñes, uno de los más pintorescos de las Encartaciones, que le he escogido por teatro de uno de mis cuentos más dolorosos, y por lo mismo menos sonrosados.

Por el fondo del valle corre, corre, corre, corre, como alma que lleva el diablo, el desatentado Cadagua, y al Norte y al Mediodía se alzan altísimas montañas, en cuyas faldas blanquean algunas caserías a la sombra de los castaños y los rebollos.

En una de las colinas que dominan a la iglesia parroquial de Santa María, y que puede decirse forman los primeros escalones de los Somos, que este nombre se da a las montañas del Norte, había a principios de este siglo una casería conocida por el nombre de Echederra.

Verdaderamente correspondía a aquella casería la denominación de Casa Hermosa, que no es otra la significación de su nombre vascongado.

La casa se alzaba, blanca como una pella de nieve rodeada de la montaña, en un bosque de nogales y cerezos, y a su espalda se extendían unas cuantas fanegas de tierra cuidadosamente labradas.

Hermosos parrales orlaban toda la llosa, costeando interiormente toda la cárcava, y lozanas hileras de perales y manzanos ocupaban los linderos de las diferentes piezas en que la llosa estaba dividida.

La situación de la casería de Echederra no podía ser más hermosa; desde las ventanas de la casa se descubrían, a través del ramaje de los árboles, ambas orillas del Cadagua, en una extensión relativamente grande, y un regato que bajaba de los Somos serpenteaba entre los nogales y los cerezos, en todo tiempo limpio como la plata y fresco como la nieve.

Corrían los últimos días del mes de junio. Los moradores de Echederra estaban a la caidita de la tarde cogiendo dos cestas de cerezas en el campo contiguo a la casería.

-Cuidado, Ignacio, no te caigas, que más vales tú que todas las cerezas del mundo -decía una mujer de edad algo avanzada a un joven como de diez y seis años, que encaramado en uno de los cerezos, bajaba de quima en quima a darle un canastillo de cerezas.

-Madre, no tenga usted cuidado, que ya conozco el terreno -contestó el joven.

-Hijo, para volatinero eras tú pintiparado.

La aldeana desocupó el canastillo en una cesta que estaba al pie del árbol.

-Mira, bájate -añadió dirigiéndose al muchacho-, que ya está la cesta colmada, y tu padre y tu hermano han llenado también la suya.

El joven bajó del cerezo de un salto.

Otro joven, como de cuatro o cinco años más, se descolgaba al mismo tiempo de uno de los cerezos inmediatos, a cuyo pie estaba un hombre bastante entrado en años.

Estos dos últimos tomaron, cada uno de su lado, su cesta de cerezas, y fueron a reunirse con los primeros.

Poco después se sentaron todos a descansar al pie de los cerezos.

El anciano sacó del bolsillo exterior de la chaqueta una bolsa de piel de perro arrollada y sujeta con una correa, a cuyo extremo había una especie de punzón de hueso, la desarrolló y sacó de ella una pipa de yeso, que se colocó en la boca.

El joven de más edad hizo la misma operación.

-Bautista, dame una pipada que se me ha acabado el tabaco -le dijo el anciano, registrando inútilmente el fondo de su bolsa.

-Padre, se me ha acabado también a mi -contestó Bautista, que había llenado ya su pipa.

-¡Embustero! -exclamó Ignacio indignado-. Si te traje yo ayer de Bilbao un cuarterón de tabaco...

-¡Tú siempre has de ser hablador!

-¡Y tú siempre has de ser egoísta!

-Me da la gana. El que quiera tabaco que lo compre.

-¿No te da vergüenza?

-Déjale, Ignacio -dijo el anciano, guardando su pipa con triste resignación-. Déjale, que ya sabemos todos los de casa lo que debemos esperar de tu hermano.

-¡Martín! -exclamó la anciana- ése es el Judas de la casa! ¡Ése nos ha de quitar la vida a todos! ¡Ése!...

-Cállate, Mari -la interrumpió Martín-. Si mucho me gusta el tabaco, me gusta la paz mucho más.

-Pues si no tenemos paz, tendrá usted tabaco -dijo Ignacio echando a correr hacia la casa.

Dos minutos después volvió, trayendo en la mano una hoja de tabaco, torcida a modo de cuerda de dos hilos.

-Tome usted, padre -dijo-, que aunque yo no fumo, sé lo que usted padece cuando no tiene tabaco, y ayer, de paso que compré lo que mi hermano me había encargado, tomó otro cuarterón con objeto de tenerlo de reserva para los apuros de usted.

-Sí -replicó Bautista-, sisarías esa hoja de lo mío.

-Mira, Bautista, no me tientes; la paciencia. El que las hace, las imagina.

-Anda -dijo Mari dirigiéndose a Bautista-, que tan ruines son tus pensamientos como tus obras.

-Vaya, vaya, se acabó, dejarse de historias -dijo el pacífico Martín, saboreando el humo de su pipa con una delicia que comprenderías si supieses hasta dónde llevan los vascongados su pasión al tabaco, tan anatematizado por los médicos y los escritores... que no fuman.

Recuerdo un ejemplo con que mi madre, a quien Dios haya coronado de gloria, procuraba apartarme de aquel vicio, si es que el nombre de vicio merece el uso del tabaco y que proporciona hasta al más pobre uno de los goces más dulces de la vida, sin perjudicar (con Perdón de los médicos y los escritores... que no fuman) la salud ni el bolsillo.

-Tu abuelo -me decía- era el hombre más pacífico, más sufrido y más bondadoso del mundo: todos los trabajos no bastaban a hacerlo perder su jovialidad; pero cuando no tenía tabaco, era la casa un infierno, y no había consuelo para él. Jamás se le vio enfadado ni triste teniendo para llenar a pipa.

¡Inútiles consejos! El nieto, torciendo la moraleja de este ejemplo, dijo para sí: «Cuando mi abuelo era tan aficionado al tabaco, el tabaco debe ser cosa buena».

Y con los primeros cinco cuartos que tuve, compré una onza de tabaco, y una pipa, me fui al castañar inmediato, y allí rendí culto al ídolo de mi abuelo, hasta quedar narcotizado como un fumador de opio.

Si mi abuelo alzara hoy la frente del sepulcro...

-¡Bien, nieto mío! -me diría-. Estoy contento de ti porque respetas las tradiciones de tu familia.

La paz se había restablecido entre la de Martín. El sol se había ocultado completamente, y aunque el día había sido caluroso, era deliciosa aquella hora.

-Cenaremos pronto -dijo Martín- y nos acostaremos en seguida, porque mañana hay que madrugar para que vosotros lleguéis con las cerezas a Bilbao antes que caliente demasiado el sol. Ea, con que vamos a casa, que Juana tendrá ya aviada la cena.

-Mira, Martín -dijo la aldeana a su esposo-, mejor sería que cenáramos aquí.

-Sí, sí -contestaron padre e hijos-, que en casa hará mucho calor.

-¡Juana! -gritó Mari volviéndose hacia la casa.

-¿Qué quiere usted, señora madre? -respondió una muchacha desde la ventana.

-En cuanto esté la cena, tráela, que vamos a cenar aquí.

-Pues allá voy -dijo la joven.

Y poco después salió de la casa y se encaminó hacia los cerezos, llevando en un triguero una fuente de sardinas frescas, cubierta con una pañada, y una borona tierna y amarilla como el oro.

Juana era una muchacha de diez y ocho a veinte años, risueña como una mañana de San Juan y colorada como una rosa.

Volvió boca abajo el triguero al pie del cerezo, le cubrió con la pañada, puso encima de aquella mesa improvisada la fuente de sardinas, partió unas cuantas rebanadas de borona, que colocó con simetría en torno de la fuente, y, previa la bendición de la mesa, que echó Martín, se puso a cenar toda la familia, conversando alegre y pacíficamente.

-Ya vamos aliviando en su peso a los cerezos -dijo el anciano-, y lo siento por el señor don José.

-Don José -repuso Bautista- no lo sentiría mucho; los que lo sentirán serán los pájaros.

-En acabándose las cerezas no vendrá el señor don José todas las mañanas, después de decir misa, a tirar desde nuestra ventana a los tordos y a los picazos... ¡Malditos de cocer! Acuden a bandadas a los cerezos, por más que uno les ponga espantos.

-Y ya que se habla del señor don José -dijo Mari-, ¿cómo no habrá venido esta mañana?

-Porque hoy está a Castro a encontrar a su sobrino el indiano -contestó Martín.

-¿Conque viene hoy su sobrino? ¡Ay, cuánto me alegro! ¡A ver si nos da noticias de tu hermano!

-¡Dios quiera que nos las dé! ¡Mira que es cosa que aturde no haber vuelto a saber de mi hermano desde que nos escribió de Méjico hace tanto tiempo! Mucho me temo que haya muerto, porque de vivir, lo que es él no estaba sin escribirnos.

-Así lo creo, Martín. Y no se diga que nos quisiera mal, porque la última carta que escribió no podía ser más cariñosa.

-¡Qué lástima que no se le haya llevado Pateta! -dijo Bautista.

-¡Ave, María Purísima! -exclamó Mari- ¡Qué alma tienes, hijo!

-¿Qué nos importa a nosotros que viva o que no viva, si nunca nos manda un cuarto?

-Lo que yo quiero -replicó Martín- es que viva, aunque tenga un potosí y no nos dé estopas para la unción.

-Pero ¿viene de Méjico Mateo, el sobrino del señor don José? -preguntó Juana.

-Yo no sé -contestó su madre-, pero ello hacia allá ha de ser, porque viene de las Indias; y dicen que viene muy rico.

-¡Cuánto me alegro, por el señor don José, que es tan bueno! -exclamó Martín.

-¡Calla! -dijo Bautista- ¿No son ellos aquéllos que vienen por el castañar? Sí, sí, allí viene don José; en nombrando al ruin de Roma...

-¡Cállate, hereje! -le interrumpió Mari- ¡Pues no llama ruin al señor don José!


- II -[editar]

En efecto: por una calzada que atravesaba un castañar, situado a tiro de piedra de la casería, asomaban el cura y su sobrino Mateo, cabalgando en sendas mulas, seguidos de, una recua que conducía el equipaje del indiano.

El señor don José era el cura párroco de Santa María de Güeñes; era un anciano bastante obeso, cuyo rostro y cuyas palabras respiraban bondad de corazón. El indiano era un bello joven de veintitantos años.

Los moradores de Echederra corrieron a saludarlos, excepto Bautista, que prefirió a dar aquella carrera, seguir engullendo las sardinas que quedaban en la fuente.

-¿Qué tengo yo que ver -dijo-con el indiano ni su tío? Para lo que le han de dar uno...

El párroco detuvo su cabalgadura apenas vio a sus feligreses, y su sobrino lo imitó.

-¡Hola, Martín! ¡Hola, Mari! -exclamaron tío y sobrino.

-Buenas tardes, señor don José y la compañía -contestaron todos.

-¿Será posible -dijo Mari- que este caballero sea...?

-Mateo -se apresuró a responder el indiano-. ¡Yo soy aquel muchacho travieso que hace seis años les apedreaba a ustedes los frutales cuando iba a Echederra con el tío!

-¡Bendito sea Dios! ¡Quién lo había de decir! Porque está usted...

-¡Qué usted ni qué ocho cuartos! ¡Pues no faltaba más, habiéndome conocido ustedes como un renacuajo! ¡Vaya, que Juana está echa una arrogante moza!

La muchacha bajó los ojos, y sus mejillas, que comúnmente parecían dos rosas, se pusieron, como dos claveles.

-¡Cuánto ha crecido Ignacio! -continuó el indiano- ¿Y qué me dicen ustedes de Bautista?

-Allá arriba queda...

-Ése tan descastado como siempre, ¿no es verdad? ¡Cuánto me ha hecho rabiar en este mundo!

-¿Y cómo le ha ido a usted?...

-No admito el tratamiento, Martín.

-Si no puede uno acostumbrarse...

-Pues es menester que ustedes se acostumbren. Me ha ido regularmente. Tengo mucho cariño a mi país, y sobre todo a mi tío, que me sirvió de padre desde que quedó huérfano, y así que me vi con un capitalito... pequeño, sí, pero suficiente para bandearse uno en este país, y para vivir feliz, teniendo poca ambición como yo tengo, dije: «A Güeñes me vuelvo, que el tío es ya viejo y quiero vivir a su lado para mimarle y pagar en lo posible el bien que me ha hecho...» Pero, ahora que me acuerdo, ustedes deben ser los más ricos de toda Vizcaya.

-A Dios gracias, no nos falta un pedazo de borona.

-¿Qué es lo que dice usted, Martín? ¿Y la herencia?

-¿De qué herencia habla usted, don Mateo?

-¡Dale con el don y el usted! De la de su hermano de usted, que esté en gloria.

-¡Dios mío! ¡Con que ha muerto! -exclamaron Martín y su familia prorrumpiendo en llanto.

-No puedo asegurarlo -contestó el indiano, algo perplejo-. Estaba bastante delicado...

-¡Ah! ¡Conque ha muerto! No nos lo niegue usted...

-Sí, murió hace dos años -contestó el indiano.

-Pero ¿es posible que ustedes no lo supieran? ¿Y el enorme caudal de que dejó a ustedes herederos?

-¡Que se lo guarden los que lo tengan! -dijeron a una voz Martín, su mujer y sus hijos.

-Amigos míos -replicó el cura con tono cariñoso-, los duelos con pan son menos. Tenemos que hablar mañana de este asunto, ya que ahora no están ustedes para ello.

La noche comenzaba a cerrar. El indiano y el cura hicieron por consolar a aquella familia y se despidieron, siguiendo unos hacia el valle y tornando otros a la casería.

-¡Ha muerto! ¡Ha muerto! -dijeron a Bautista sus padres y sus hermanos al llegar a los cerezos.

-¿Y estaba rico? ¿Y nos ha dejado herederos? -preguntó aquél con ansiedad y alegría.

-¡Bautista! -exclamó Martín con severidad-. ¡Tienes mal corazón!

En el pacífico y bondadoso Martín, la severidad equivalía a indignación.

Muy pronto desaparecieron todos por puerta de la casería. Nadie se acordó de las cerezas, que por la mañana fueron pasto de los cerdos; nadie se acordó de ir con ellas a Bilbao, porque en casa de Martín todos se ocupaban de la muerte del pariente americano; Bautista, para indagar si de ella podían resultarles riquezas; los demás, para llorarla.

Al salir el sol la mañana siguiente, subía a Echederra el cura. No llevaba la escopeta como otras veces, y le acompañaba su sobrino Mateo.

Al llegar a la casería encontraron a Martín y a su familia algo más resignados, algo más tranquilos que los habían dejado la víspera, algo más dispuestos a oír hablar de intereses.

-Vaya, Martín -dijo el indiano-, es preciso que sean ustedes razonables. Ya que el difunto nombró a usted su heredero, es preciso que reclame usted la herencia, aunque no sea más que para socorrer con ella a los pobres.

-Tiene usted razón, don Mateo -contestó Martín.

-Pues bien; diré a ustedes lo que hay en el particular. Su hermano de usted poseía un capital de veinticinco mil pesos...

-¡Veinticinco mil pesos! -exclamó Bautista. ¡¡¡Y nunca nos mandó un ochavo!!!

-Su hermano de usted era algo avaro... Pero dejemos en paz a los muertos, y declaremos guerra a los vivos. Los vivos a quien tenemos que declarar guerra son los que han abusado indignamente de la confianza del difunto. Los testamentarios de su hermano de usted han hecho correr la voz en Méjico de que habían cumplido religiosamente la voluntad del testador, y nadie pone en duda su buena fe. Es menester que les escriban ustedes inmediatamente, reclamándoles la herencia; y si se hacen sordos, ya encontraremos medio de quitarles la sordera.

-Corriente, señor don Mateo; haremos todo lo que usted nos aconseje.

Como en Echederra no hubiese recado de escribir, el señor cura envió a Bautista a su casa, a fin de que doña Antonia, su ama, le diese papel, tintas y obleas.

Bautista era perezoso como él solo, pero como se trataba de grandes riquezas en que esperaba obtener parte, se apresuró a obedecer, y de un salto se plantó en casa del señor cura.

Doña Antonia era mujer de edad algo avanzada, y bondadosa y desprendida, cualidades no muy comunes en las amas de los curas.

-¿Y por qué no son comunes en ellas esas cualidades?

-Porque sus amos suelen pecar en el extremo opuesto, llevando la bondad y el desprendimiento hasta el exceso, y ellas llegan a odiar el bien a fuerza de verle prodigar sin medida. Es menester que el ama de un cura esté muy por encima del vulgo de las mujeres para que no llegue a aborrecer a los pobres, viendo que por socorrer a éstos, tiene su amo la despensa vacía.

Bautista encontró a doña Antonia más alegre y aficionada a charlar que nunca.

-Conque, vamos, ¿me da usted eso, doña Antonia? -le dijo.

-Voy, voy a dártelo, hijo; pero espérate un poco y no seas tan vivo de genio.

-Pero ¿no ve usted que si tardo, se van a enfadar el señor cura y don Mateo?

-¡Qué se han de enfadar, hijo, si los dos son unas malvas benditas! Veinte años hace que sirvo al señor cura, y ni una sola vez le he visto enfadado. Pues Mateo, ¡otro que bien baila! Esa criatura es un ángel de Dios. Pero ¿has visto qué buen mozo se ha hecho?

-Y diga usted, doña Antonia, ¿ha venido muy rico?

-¡Mucho, hijo, mucho!... ¡Si supieras las cosas que ha traído!... Anda, ven a su cuarto y verás lo que es bueno.

Bautista y el ama del cura entraron en un cuarto donde estaban aún amontonados los baúles y las maletas del indiano.

Doña Antonia abrió algunos baúles, y enseñó a Bautista su contenido, que consistía principalmente en objetos de oro y plata.

Los ojos de Bautista parecían querer saltar de las órbitas al ver aquellas riquezas. Doña Antonia no cabía en el pellejo de orgullo y alegría.

-Esta -dijo indicando con el dedo una maleta colocada en un rincón -está cerrada con siete llaves. Álzala del suelo -añadió con una alegre y maliciosa sonrisa.

Bautista echó mano a la maleta, y no pudo hacerla perder tierra completamente. Al dejarla caer, se oyó un ruido metálico que hizo estremecer al joven y a la anciana reír con indecible alegría.

-Conque, Bautista, ¿no te parece costal de paja esa maleta?

-¡Qué dichosos son ustedes, doña Antonia! - exclamó Bautista.

-¡Ya lo creo, hijo, ya lo creo! Pero también vosotros participaréis de nuestra dicha. Cuando Dios da, da para todos. Mateo y el señor cura tienen un corazón de oro, y os quieren como si fuerais de la familia. ¡Mira tú, si el día que tengáis un apuro, os dejarán en la estacada!

Bautista no oía lo que doña Antonia le decía; una agitación indefinible se había apoderado de él. En su corazón había una lucha horrible.

-Conque, vamos, hijo, ¿qué dices de la maleta?

-¡Estará llena de duros!

-¡De duros! ¡Hijo, qué tonto eres! ¡De amarillas y muy amarillas sí que está llena!

Bautista se estremeció, miró a todas partes y dio un paso hacia doña Antonia.

-¡Bautista! ¡Bautista! -gritaron en aquel instante hacia la escalera.

Bautista dio una patada en el suelo, haciendo un terrible gesto de despecho, y doña Antonia y él se dirigieron al encuentro de la persona que llamaba.

Esta persona era Ignacio.

-Buenos días, doña Antonia -dijo.

Y añadió, dirigiéndose a su hermano:

-Despáchate, hombre, que el señor cura y Mateo están esperando hace una hora. ¿No ves que el señor cura tiene que bajar pronto a decir misa?

-Anda, que se esperen, que todavía no es tarde -dijo doña Antonia-. En menos que canta un gallo os voy a hacer de almorzar.

-No, no, muchas gracias, doña Antonia -replicaron a la vez ambos jóvenes.

-Os digo que no volvéis a Echederra sin comer unas magras y beber un jarro de chacolí.

Quiero que celebremos juntos la venida del indiano.

-Otro día será, doña Antonia -repuso Ignacio -. El domingo cuando bajemos a misa, disfrutaremos el favor de usted.

-Bien, hijos, bien, no quiero haceros mala obra; pero ya sabéis que os tengo buena voluntad; que sois hijos de buenos padres, y de buenos padres buenos hijos. Pero siquiera lo enseñaré a Ignacio lo que ha traído el indiano.

-No, no podemos detenernos más -dijo Bautista, tornando de la mesa recado de escribir.

Y los dos muchachos tomaron a buen paso la cuesta de Echederra.


- III -[editar]

Ahora vas a ver, numen de LOS CUENTOS DE COLOR DE ROSA, cómo es posible ir en busca de agua y no acordarse de pedirla.

Era una hermosa tarde de primavera.

El señor cura de Güeñes y su sobrino estaban en un cerro cerca de la casería de Echederra, apoyados en el cañón de sus escopetas, observando a dos hermosos perros que rastreaban en la falda de una colina inmediata.

-Tío -dijo Mateo-, me parece que Capitán y León han perdido ya el rastro de la liebre. Mejor sería que nos fuésemos ya hacia casa, porque va a anochecer y usted no está para andar a deshora por estos vericuetos.

-Tienes razón -respondió el cura-. Estoy ya rendido, a pesar de que esta tarde no hemos andado mucho. Mateo, no valgo ya dos cuartos. Los viejos tenemos que renunciar a la caza.

Tío y sobrino echaron las escopetas al hombro y tomaron cerro abajo llamando a los perros, cuyo uniforme ladrido seguía oyéndose en el castañar inmediato por donde atravesaba la carretera.

Mateo, que caminaba el primero, en lugar de seguir el camino que conducía directamente al valle, tomó un sendero que conducía a Echederra.

-¡Qué! ¿Vamos a Echederra? -dijo don José.

-Sí, tío. Allí descansaremos un poco y beberemos un vaso de agua, que yo me estoy ahogando de sed.

El cura se sonrió maliciosamente, y dijo:

-Vamos, vamos, Mateo, que para haber corrido dos mundos, eres poco diestro en disimular.

-¿Por qué dice usted eso, tío? -repuso Mateo poniéndose un poco colorado.

-Porque no creo que en casa de Martín se pueda descansar mejor que en estos cerros, cubiertos de flores, ni beber agua mejor que la que brota aquí a cada paso.

-Sí, pero aquí...

-Aquí -dijo el buen anciano con benévola sonrisa- no hay, como en Echederra, una Rebeca que alargue el cántaro a Eliezer.

-¡Tío!...

-Vamos, confiesa que el deseo de ver a Juana te lleva todos los días a Echederra. ¿Qué mal hay en eso, siendo ella una buena muchacha y honradas tus intenciones?

-Pues bien, tío, no se ha equivocado usted.

-Los viejos cazamos largo.

-Quiero a la hija de Martín y creo que ella, también me quiere. Perdone usted si se lo he ocultado...

-No me lo has ocultado, Mateo, porque tú no puedes ocultar lo que siente tu corazón. Pero ¿porqué no declaras francamente tus intenciones a Martín y a Mari, y sobre todo a su hija?

-Son tan delicados, que temo me rechacen por la misma razón que movería a otros a aceptar... Yo soy casi rico, y ellos son pobres.

-Esa dificultad no merece el nombre de tal. ¿Acaso es un delito el ser rico, cuando las riquezas se han adquirido honradamente y se hace de ellas el buen uso que tú haces?

-No, tío; pero... dentro de poco tiempo quizá serán ellos más ricos que yo, y entonces...

-Entonces dirán... no ellos, pues son incapaces de un mal pensamiento, sino las lenguas maldicientes, que tus miras son interesadas.

-Tiene usted razón, tío. No me había ocurrido eso.

El señor cura y el sobrino continuaron su camino hacia la casería de Echederra.

Martín, su mujer y sus hijos estaban detrás de la casa, sallando borona.

-¿Qué tenemos de nuevo, Martín? -le dijo el cura.

-Nada, señor don José -respondió el labrador-. Hoy ha ido Ignacio a Bilbao, y aunque ha venido ya el correo de América, no hay carta para nosotros. Conque ya no hay esperanza.

-¿Cómo que no hay esperanza? -repaso Mateo. Es menester tomar una determinación decisiva y dejarse de paños calientes.

-¿Y qué es lo que hemos de hacer? Anda con Dios, que los testamentarios se guarden los veinticinco mil duros, y buen provecho les hagan. Nosotros pasaremos con nuestra pobreza.

-Tiene razón señor padre -asintieron Ignacio y Juana.

-Digo lo mismo -añadió Mari.

-¡Esto ya no se puede aguantar! -exclamó Bautista, arrojando la azada, que tronchó tres o cuatro pies de borona.

-¡Pícaro! -dijo Mari- ¡Seremos como tú, que no tienes más Dios que el dinero! ¡Si la avaricia te come! ¡Si la avaricia te ha de llevar a un presidio!...

-Vamos, Mari, vamos -la interrumpió el cura con tono conciliador-, déjele usted, que en esta ocasión merece disculpa. Me parece enteramente inútil volver a escribir a Méjico, porque ya está visto que hay mala fe en los testamentarios del difunto. Es menester que una persona interesada se determine a pasar el charco. Martín no está en edad de eso, Bautista no sabe escribir.

-Él se tiene la culpa -dijo Mari-. que por más que nos hemos matado para que aprendiese escuela, no ha aprendido el A E I O U. ¡Qué poco se parece a su hermana! La pobrecita no ha tenido más maestro que Ignacio, y ahora que se ha empeñado en aprender a escribir, hace ya unos palotes que da gloria de Dios el verlos.

-¡Ya! -dijo Bautista-. Eso es porque le da vergüenza decir delante de don Mateo que no sabe escribir.

Juana se puso colorada, y don José miró a su sobrino con una significativa sonrisa.

-Hacen bien -replicó Mari-. No, que será como tú, que nunca has querido...

-Vamos, Mari, se acabó. Lo pasado, pasado -dijo el cura-. Conque, Ignacio, ¿te encuentras con ánimo de meterte en el pozo grande?

-Señor don José, si mis padres quieren, iré aunque sea hasta el fin del mundo...

-¡Ay, señor don José! -exclamó la tierna madre-. ¡Embarcarse el hijo de mis entrañas!

-Tiene razón Mari-añadió Martín-; el hombre donde el buey pace.

-¡Eh, no sean ustedes cobardes! -dijo Mateo-. Si hay peligro en el mar, ¿no lo hay también en la tierra? Nadie se ahoga más que cuando Dios quiere. Cuando Dios quiere que uno se ahogue, se ahoga, aunque sea en una escudilla de agua. ¿No han oído ustedes contar el cuento del que sabiendo que su sino era morir ahogado, no salía jamás de casa, y al cabo se ahogó en la palangana?

-Tiene usted razón don Mateo -asintió Ignacio-. Como dice la copla:

No tengo miedo a la muerte,
aunque la encuentre en la calle;
que sin licencia de Dios,
la muerte no mata a nadie.

Conque, señor padre, si usted quiere, me planto en dos brincos en América y vuelvo con los veinticinco mil del pico; porque es una triste gracia que habiendo por aquí pobres, se rían con nuestros cuartos aquellos pícaros.

-Tienes razón -dijo Martín-. ¿Qué dices tú Mari?

-¿Qué he de decir yo, hijo? Me conformaré con lo que tú dispongas y... que Dios nuestro Señor y la Virgen Santísima del Carmen protejan al hijo de mi alma.

-Vaya, es cosa decidida -dijo el cura-. Hagamos los preparativos, y que parta Ignacio lo más pronto posible.

En efecto: ocho días después Ignacio se embarcó en Bilbao, provisto de carta de recomendación, de instrucciones y de dinero que el señor cura y Mateo le habían facilitado.


- IV -[editar]

Algunos meses después de la partida de Ignacio para América, los moradores de Echederra se sentaban a almorzar una fuente de leche con harina.

Aquella honrada familia debía haber padecido mucho, pues Juana había perdido el sonrosado color de sus mejillas, Mari y Martín habían envejecido muchísimo, y todos estaban tristes y silenciosos.

-Hija -dijo Mari a la joven- ¿por qué no comes?

-Ya como, señora madre.

-¡Si apenas has probado la leche!

-No tengo gana.

-Pues anda, hija, cuando uno no tiene gana de comer, se hace cuenta de que la comida es una medicina y dentro con ella. El que no como, tiene pena de la vida. ¿Pero qué es lo que tienes, hija de mi alma?

-Inútil es preguntárselo -dijo Martín-. Está malo Mateo, y se empeña en estarlo ella también.

-¡Y lo estará, y acabará por morirse si continúa así! Vamos hija mía, almuerza; mira qué rica está la leche. ¿Quieres que te haga un par de huevos estrellados?

-¡Si no tengo ganas!

Pero, hija, confianza en Dios, que Mateo se pondrá bueno muy pronto, y os casaréis, y se acabarán las penas.

-¡Ay madre de mi vida! ¡Si Mateo se muere, yo me moriré también!

-¡Morirse! No digas disparates, hija. El cirujano dice que ya está fuera de peligro. ¡Qué! ¿Es él el primero a quien yendo de caza se le ha disparado la escopeta, se ha herido, y al cabo de algunos meses se ha encontrado como si tal cosa? Verdad es que al principio se temió por su vida; pero a Dios gracias y a la Virgen del Carmen, ya nada hay que temer.

-¡Qué fastidio! -exclamó Bautista, arrojando sobre la mesa la cuchara-. ¡No saben ustedes hablar más que del indiano! ¡A ver cómo no se le llevan doscientos mil demonios!...

-Bautista -dijo Martín-, no pronuncies jamás el nombre de Mateo, sino para bendecirle.

-¡Bendecirle!... Para lo que nos da...

-Nos da más de lo que merecemos; nos da lo que necesitamos.

-Pues yo digo que es un miserable...

-¡Bautista! -exclamaron todos llenos de indignación.

-¡Tener más dinero que pesa, y consentir que trabajemos como negros!... ¡Lástima que cuando se le disparó la escopeta, en vez de darle el tiro en el costado, no le hubiera levantado la tapa de los sesos!...

-¡Calla, calla, pícaro! -exclamaron todos en el colmo de la indignación.

-No quiero callar.

-Vas a acabar con nosotros; nos vas a quitar la vida -dijo Mari-. Desde que tu pobre hermano se fue, no nos has dejado pasar siquiera un día en paz y gracia de Dios. ¡Hijo de mi alma! ¡Si él estuviera en casa, otra cosa sería!

Y la pobre Mari se echó a llorar; Juana la imitó; Martín bajó la cabeza sin pronunciar una palabra, y las lágrimas asomaron a sus ojos.

¡Maldito sea el hijo que arranca una lágrima de los ojos de sus padres!

El almuerzo había concluido aunque la fuente estaba aún casi llena.

El disgusto había quitado a todos el apetito e hízoles caer la cuchara de la mano.

-¡Martín! ¡Martín! -gritó un hombre que apareció al pie de los cerezos.

Martín se apresuró a contestarle desde la ventana:

-¿Qué hay de nuevo, Miguel?

-¡Buenas noticias! Ayer fui a Bilbao a vender unos cestos, y me dieron en el correo una carta de las Indias para vosotros. Como vino tarde, no pude traérosla anoche.

Martín, su mujer, y sus hijos corrieron al encuentro de Miguel, que entregó una carta al primero.

Martín exhaló un grito de alegría al examinar el sobre. ¡La letra era de Ignacio, de su hijo!

Mari le arrancó la carta de las manos, y leyó el sobre repetidas veces, besándole y regándole con sus lágrimas, y a su vez Juana se le arrancó a su madre e hizo lo mismo.

¿Y cómo no besar aquel papel, con tanta ansia esperado, y en el cual se había posado la mano de un hijo, de un hermano querido, cuya ausencia tantas lágrimas costaba hacía muchos meses?

Bautista era el único que permanecía impasible ante un suceso que llenaba de alegría a u familia.

-Pero ¿a qué viene -dijo- esos aspavientos, sin saber aún si Ignacio ha tomado posesión de la herencia?

Sí; Bautista tenía mal corazón, como su padre había dicho, ¡Nada le importaba saber que su hermano vivía aún! Para comprender la alegría que llenaba el corazón de sus padres y su hermana, ¡necesitaba saber que su hermano era rico! Si no lo era, ¿qué le importaba a Bautista que viviese o dejase de vivir?

Martín recobró, al fin, la carta de su hijo, y la abrió temblando de emoción.

La carta decía así:

«Méjico, etc.

Mis queridos padres y hermanos: Desde que me separé de ustedes la desventura me ha acompañado por todas partes.

El buque a cuyo bordo me embarqué para Nueva España, experimentó grandes contratiempos en alta mar. Después de una penosísima navegación entramos en el golfo de Méjico, creyendo llegar al término de nuestros infortunios; pero Dios nos reservaba otros mayores aún. Las olas se encresparon casi de repente, desatáronse los huracanes, el cielo se cubrió de obscuras nubes, resonó el trueno, y el rayo quebrantó los mástiles del buque. Largo tiempo luchamos contra el furor de los elementos, casi sin esperanza de salvación; al fin, el buque se hizo pedazos, y la mayor parte de mis compañeros de viaje hallaron su sepultura en las ondas del mar.

En aquel momento invoqué el nombre de Dios y el de la Virgen del Carmen, cuyo santo escapulario me puso mi madre al cuello al partir, y logré apoderarme de una tabla que flotaba entre las olas. Con ayuda de aquella tabla conseguí acercarme a la costa; pero mis fuerzas se agotaban y la borrasca era cada vez más espantosa; las olas rugían como el trueno, quebrantándose en las rocas de la playa, semejantes a montañas cubiertas de nieve. Daba ya mi último adiós al mundo, del que sólo sentía separarme porque en él dejaba desconsolados a mis padres y a mis hermanos, cuando vi que se me acercaba una barquilla tripulada por audaces habitantes de la costa.

Aquellos hombres, casi tan náufragos como yo, me vieron y, con peligro de su vida, acudieron a socorrerme. Al fin, pisé el nuevo continente, pero ¡en qué estado, Dios mío! Apenas podía tenerme en pie; mis manos estaban ensangrentadas, y mis brazos descoyuntados con los esfuerzos que había hecho para que las olas no me arrebatasen la tabla de salvación.

Los pobres indígenas hicieron con ramas una especie de camilla, y me condujeron en ella, a través de los bosques, a una aldeita donde encontré la hospitalidad más generosa. Allí pasé muchos días rodeado de los cuidados más tiernos, hasta que, restablecidas algún tanto mis fuerzas, me despedí de mis bienhechores, llorando de agradecimiento.

Al llegar a esta ciudad, me presenté a los testamentarios de mi difunto tío y... no quisiera afligir a ustedes con el relato de la indigna acogida que me hicieron. ¡Me trataron de falsario, me despreciaron, se burlaron de mí sin misericordia!...

Sin embargo, confío aún en la justicia de los hombres, y más aún en la de Dios, que no nos abandonará. Participen ustedes de mi esperanza, y consuélense por de pronto sabiendo que existo aún para trabajar por la felicidad de todos.

Me he presentado a las personas para quienes don Mateo me dio cartas de recomendación, y me han prometido ayudarme en mi empresa, particularmente un paisano nuestro, que me quiere ya como a un hijo. Necesito tiempo para llevarla a cabo, porque los testamentarios se defenderán con las armas que nos han usurpado, y que son tan poderosas aquí como en España.»

Ignacio suponía que su hermana y Mateo se habrían casado ya; se acordaba del señor cura, de doña Antonia, de Miguel el cestero y de otros vecinos, y en una postdata pedía a su madre que le encomendase a la Virgen del Carmen, de quien la piadosa y buena Mari era muy devota.

-¡Hijo de mi alma! -exclamó Mari al terminar Martín la lectura de la carta-. ¡Qué peligros ha corrido el hijo de mi corazón! Pero, al fin, la Virgen Santísima le ha salvado...

-¡Para lo que le ha servido! -murmuró Bautista con un desdén que excitó de nuevo la indignación de todos los concurrentes.

-¡Bautista! -dijo Martín con una severidad que nunca se había visto en él-. ¡Ésos no son los sentimientos que tus padres han procurado inspirarte!

-¡Pobres de nosotros! -exclamó Mari llorando- ¡Este hijo nos ha de quitar la vida y ha de parar en un presidio!


- V -[editar]

Bautista bajaba con frecuencia a casa del señor cura para saber del indiano, que continuaba aún en cama de resultas de la grave herida que recibió yendo de caza.

Su carácter era cada vez más acre para con su familia; de tal modo, que los disgustos que les proporcionaba diariamente habían hecho envejecer de un modo rápido a Martín y a Mari, cuya salud se iba quebrantando de una manera alarmante.

En casa del señor cura, Bautista era el reverso de la medalla; aquellas buenas gentes estaban asombradas del cambio que notaban en su carácter, y doña Antonia, no sabiendo cómo demostrarle su agradecimiento, le preparaba excelentes almuerzos y le confiaba cuanto había en la casa.

El sol teñía con sus últimos resplandores la parda y gigantesca torre de la Jara, recuerdo de los funestos bandos oñacino y gamboino, que desolaron por tanto tiempo el Señorío, y muy particularmente a las nobles Encartaciones.

Una negra y espesa humareda se alzaba en una sebe inmediata a la casería de Echederra, lo que indicaba que había allí carboneros.

En efecto: uno de éstos cuidaba la oya, y otros tres o cuatro escamondaban y picaban leña a corta distancia.

En la parte más alta de la sebe se veía una cabaña, formada de tres palos, una capa de helecho, y sobre ésta, otra de césped.

Uno de los carboneros se dirigió a la cabaña. Reanimó el fuego encendido a la puerta de ésta, y al lado de la cual hervía una oya de hierro colado, llena de habas secas y cecina; echó harina de borona, agua y sal en una desga, y se puso a amasar, en tanto que se calentaba una pala de hierro. Hizo en seguida tortas delgadas como galletas, que cocía en la pala, y cuando acabó esta operación se levantó, y formando con ambas manos una especie de bocina, gritó con robusto aliento:

-¡Ahaauuu!...

Sus compañeros contestaron con un grito semejante al del tortero, y clavando las hachas en el tronco de los rebollos, se dirigieron hacia la cabaña.

Habían ya acabado de comer y desocupado sus pipas, y sin embargo, permanecían sentados a la puerta de la cabaña.

Comenzó a cerrar la noche.

Los carboneros hablaban en voz baja y daban muestras de impaciencia.

Un hombre apareció al fin, en la parte baja del rebollar y se dirigió hacia la cabaña.

Al notar que se aproximaba, los carboneros dieron muestras de satisfacción.

Vamos -dijo el recién llegado-, no perdamos tiempo; porque yo necesito volver temprano a casa, para que no se extrañe mi tardanza.

-Pues andando -contestaron los carboneros.

-¿Qué armas lleváis? -preguntó el desconocido.

-Ninguna.

-Allá os las compongáis; yo llevo dos pistolas y una navaja.

-Nosotros vamos a robar, pero no a matar.

-Haga cada uno de su capa un sayo -dijo el de las pistolas y la navaja-; pero no perdamos tiempo. En el camino os daré las instrucciones que necesitáis y arreglaremos nuestro plan de campaña.

Todos se tiznaron la cara con cisco mojado, y echaron por el rebollar abajo.

-¿Por qué no viene Chomín? -preguntó el desconocido, designando al que vimos cuidar la oya, y que apenas comió y encendió su pipa, se apresuró a volver a su puesto.

-Haldea la oya -respondieron los carboneros- y es necesario que alguno se quede cuidándola. Además, el que se quede aquí no será el que menos contribuya al negocio.

-¿Cómo?

-Cantando.

-¿Para qué?

-Para que los de Echederra y las panaderas que vengan de Castro sientan constantemente a los carboneros en el rebollar.

-¡Tenéis mucho talento!

-Hagamos por tener mucho dinero.

Media hora después cantaba que se las pelaba en el rebollar un carbonero.

Jacinta, una panadera de Güeñes que venía de Castro con otras vecinas montadas en su mula, decía a sus compañeras:

-¡Qué buen humor gasta siempre ese condenado de Chomín! Siempre está cantando como un ruiseñor.

-Pues, hija -repuso una de las vecinas-, usted no suele quedarse atrás, que sabe usted más cantas que un ciego. Milagro que hoy ha cerrado usted el pico.

-Es que no estoy para cantar, con lo que sucede en casa del señor cura y en la de Martín el de Echederra.

-Hija, tiene usted razón, que parte el alma la desgracia del indiano y la de los de Echederra. Mari y Martín se quedan sin hijo, como yo soy cristiana.

- ¡Pobre Ignacio! -exclamó Jacinta echándose a llorar-. ¡Qué muerte habrá tenido en esa mar traidora!... Vamos, si le digo a usted que en la vida se me secarán los ojos si ese muchacho ha muerto. Como que fui la primera que le dio de mamar, y le quería como si fuera hijo mío. ¡Pues mire usted la pobre Mari!... Vamos, le cuesta la vida ese hijo.

Las panaderas continuaron su camino, tristes y silenciosas, en tanto que Chomín continuaba su canto.

La casa del señor cura de Güeñes estaba rodeada de nogales y un poco separada de las otras. Era uno de esos edificios de piedra caliza término medio entre el palacio y la fortaleza, y sobre cuya puerta campeaba un gran escudo de piedra. En una de las esquinas estaba incrustado uno de los cuadrantes o meridianos, tan comunes en el país vascongado, y muy particularmente en las Encartaciones.

En aquel país, donde pobres y ricos acostumbran madrugar, reina en las aldeas el silencio más completo durante las primeras horas de la noche, porque aquél es el momento en que los habitantes gozan del más profundo sueño.

El primer sueño es un letargo a la vez dulce y profundo.

Don José dormía y doña Antonia también. El único que no dormía en la casa del cura era el indiano, a quien la calentura desvelaba.

Los perros comenzaron a ladrar.

-¡Señor tío! -dijo Mateo a don José, que dormía en un cuarto inmediato al suyo.

Don José no respondió, porque continuaba profundamente dormido.

Los perros continuaban ladrando.

-¡Señor tío! ¡Señor tío! -replicó Mateo.

Al fin el señor cura respondió, y Mateo le dijo:

-León y Capitán ladran mucho, y me parece que suenan las tejas del horno.

-Moverá las tejas el viento, que no cesa de soplar, y los perros ladrarán porque suenan las tejas.

Tío y sobrino guardan silencio.

León y Capitán continuaban ladrando como si los desollasen vivos.

-Tío -dijo Mateo-, me parece que forcejean en la ventana del comedor, que se alcanza desde el tejado del horno.

-¡Hombre, no seas tonto -replicó el cura medio dormido- si es el viento!

-Lo veremos -dijo Mateo.

Y a pesar de su debilidad, se levantó y abrió, sin hacer ruido la ventana de su cuarto, que estaba en el mismo plano que la del comedor; pero nada absolutamente pudo ver ni oír, a causa de la completa obscuridad y el viento, que lo hizo retirar de la ventana.

León y Capitán ladraban cada vez más.

Mateo oía aún chascar las tejas del horno y moverse la ventana del comedor.

-Quiero ver qué es eso -dijo.

Y cogiendo la escopeta se dirigió al comedor, débilmente alumbrado por una lamparilla, que hacía mucho tiempo dejaba allí encendida doña Antonia.

Al acercarse Mateo a la ventana, ésta se abrió con violencia y un hombre apareció en ella.

El indiano se echó la escopeta a la cara; pero no tuvo tiempo para disparar: el arma cayó de sus manos rota de un pistoletazo disparado por el ladrón.

Este último se lanzó dentro seguido de otros tres. Arrojáronse todos sobre Mateo, le derribaron, le taparon la boca con un pañuelo y le ataron de pies y manos.

Aquellos hombres pasaron en seguida al cuarto del cura y después al del ama, y repitieron la misma operación.

Luego se apoderaron del dinero y de las alhajas de algún valor. Tan bien conocían la casa, que acertaron sin titubear hasta con lo más oculto. Inmediatamente huyeron por la puerta principal, porque iban demasiado cargados para huir por la ventana por donde habían entrado.

Pero he aquí que algunos vecinos de Güeñes habían oído el tiro disparado por el ladrón, y acudían, escopeta en mano, por el nocedal, en el momento en que salían los ladrones.

-¡Alto! -gritaron.

Pero los ladrones desaparecieron entre los nogales.

Los vecinos hicieron fuego y cayó levemente herido uno de los malhechores, precisamente el que llevaba objetos de menos valor.

Los otros atravesaron el Cadagua y, protegidos por la obscuridad, se internaron en los sombríos castañares de la Jara.


- VI -[editar]

Seis meses después de los sucesos referidos en el capítulo anterior, el señor cura y su sobrino salieron de casa y tomaron la cuesta de Echederra.

En vez de llevar la escopeta al hombro, como en otro tiempo, llevaban gruesos bastones en la mano.

Privado de este apoyo, Mateo, sobre todo, no hubiera podido dar un paso sin caer.

El señor cura, en otro tiempo tan grueso, tan colorado como una manzana, y siempre con la sonrisa en los labios, estaba casi desconocido. Su cabello habla encanecido mucho, su cara estaba arrugada y pálida, y la tristeza de su alma se reflejaba en sus palabras como en sus facciones. Preciso era que el digno sacerdote hubiese padecido mucho para haberse, verificado tal transformación en él.

También Mateo era apenas la sombra de lo que había sido: la palidez de su rostro y la demacración de su cuerpo eran espantosas. Hubiérasele tomado por uno de esos desventurados jóvenes que en la flor de su edad se ven consumidos por una lenta calentura, y de quienes el vulgo se aparta en la absurda creencia de que la tisis es enfermedad contagiosa.

El pobre cura, que necesita apoyo y consuelo, se veía obligado a apoyar y consolar a su sobrino. Los que tienen un alma tan generosa y tan buena como aquel santo ministro del Señor, olvidan sus propias necesidades en presencia de las ajenas.

¡Vamos Mateo, ánimo! -decía a su sobrino. La tarde es deliciosa; por todas partes brotan hojas y flores, y un pájaro canta en cada rama. Es menester que te distraigas. ¿Qué va ti que dentro de quince días estás completamente restablecido?

- ¡Ay, tío! -respondió Mateo-. ¡La naturaleza sonríe, pero mi alma llora!

-Hombre, lo pasado, pasado. Lo que necesitas ahora es distraerte, recobrar la salud y tratar de ganar el terreno perdido. A Dios gracias, eres aún joven y... te casarás y viviremos todos en la gloria, ¡Qué! ¿No te sientes con ánimo para llegar a Echederra?

-Dudo, tío, que pueda llegar hasta allá, a pesar de tanto como lo deseo.

-Pues tienes que sacar fuerzas de flaqueza, porque la pobre Juana no tiene más que nosotros a quien volver los ojos, y no debemos dejarla entregada por completo a la crueldad y tiranía de su hermano.

-¡Su hermano! ¡Ah, tío! Ya que en la tierra no hay justicia que castigue a tales monstruos, ¿dónde está la justicia de Dios, que no los confunden?

-¡Mateo! Dios es justo y toma siempre en cuenta así el mal como el bien que los hombres hacen. Bautista ha llevado a sus padres a la sepultura a fuerza de disgustos, y no dudes que tarde o temprano encontrará su merecido.

Conversando así tío y sobrino, subieron poco a poco la cuesta que media entre el valle y Echederra.

Al llegar bajo los cerezos, Juana se asomó casualmente a la ventana, y apenas los vio, salió a su encuentro loca de alegría.

La pobre joven llevaba luto... ¡luto en el cuerpo y luto en el alma!

Instó a los recién llegados a que entrasen en la casa; pero ellos prefirieron, sentarse a la puerta en un poyo de piedra, porque estaban harto fatigados para subir la escalera. Además, aquel sitio ofrecía vistas magníficas, pues desde allí se descubría todo el valle y los montes situados al otro lado del Cadagua, donde se alzaba como negro espectro la torre de la Jara.

-¿Y Bautista? -preguntó don José.

-Ha ido a Avellaneda -respondió Juana.

Conviene saber que en la época en que pasaron los sucesos que voy contando, Avellaneda, aldea del concejo de Sopuerta, limítrofe con Güeñes, era la residencia de un teniente corregidor de Vizcaya y cabeza de las Encartaciones.

-Estamos -dijo el cura- en tiempo de la siembra de la borona, y no habéis layado aún un celemín de tierra. ¿Es posible que tu hermano abandone así la labranza?

-¡Ay, señor don José! No sé a qué atribuir semejante abandono. Dos o tres veces hemos sido Bautista y yo citados a Avellaneda para declarar en la causa que se sigue al carbonero preso a consecuencia del robo hecho en casa de ustedes, y después el teniente, no ha vuelto a acordarse de nosotros. Sin embargo, mi hermano va casi todos los días a Avellaneda. Hace una porción de tiempo que todo lo que pasa aquí es un misterio impenetrable, y me temo que este misterio tenga relación con la muerte de mis padres. ¡Padres de mi alma!

Juana se echó a llorar sin consuelo.

-Vamos Juanita, ¿a qué vienen esas lágrimas?- dijo el cura-. La resignación es uno de los primeros deberes del cristiano. La vida de tus padres era de Dios, y Dios ha dispuesto de ella. ¿Debemos quejarnos de lo que Dios hace? Explícanos, si puedes, qué especie de misterio, ves en la muerte de tus padres.

-Hacía algunos meses que mi hermano se encerraba en su cuarto con un hombre de mala traza, que venía a casa de noche. Estas visitas no admiraban menos a mis padres que a mí. Una noche que mi padre se había acostado ya, le vi levantarse y acercarse de puntillas a la puerta del cuarto donde mi hermano estaba, como noches atrás, encerrado con el desconocido. Volvió a la cama, y un momento después oí sollozar a mi padre y a mi madre. A la mañana siguiente mis padres se levantaron como si hubiesen pasado una grave enfermedad, y desde aquel día su salud se alteró de tal modo, que mi madre murió al cabo de tres meses y mi padre a los cuatro.

-¡Es cosa muy singular! -exclamaron don José y Mateo.

-Tío -añadió éste último-, tengo una horrible sospecha...

-Mateo, no pensemos mal de nadie. ¡Lo que sospechas sería el colmo de la iniquidad y la ingratitud!

-Juana no comprendió el sentido de estas palabras.

-Pero ¿cómo se porta ahora tu hermano contigo? -le preguntó Mateo.

-Nunca veo la sonrisa en sus labios, nunca me dirige una palabra cariñosa, y algunas veces me pega.

-¡Infame.' -exclamaron el cura y su sobrino llenos de indignación.

-Yo le veré y lo diré lo que se merece -añadió el primero.

-No, no, por el amor de Dios; no le digan ustedes nada -exclamó Juana aterrada-, porque sería capaz de matarme, pues ya me las ha jurado si me quejo a ustedes o a cualquiera otra persona del mal trato que me da.

-Bien -dijo el cura-, sufre con resignación algunos días más. Dios acabará de dar la salud a Mateo, y entonces mi sobrino arrancará a la víctima de manos del verdugo.

-Por Dios, no hablemos más de esto, que ya viene mi hermano.

En efecto: Bautista asomaba por un altillo situado a tiro de piedra de la casería.

Todos callaron hasta que llegó Bautista.


- VII -[editar]

Al ver a don José y al indiano, Bautista pareció sorprenderse y sobresaltarse un poco, por que temía, sin duda, que le reconviniesen corno merecía su conducta; pero procuró dominar su turbación y saludó con bastante desenfado.

-¿De dónde vienes, Bautista? -le preguntó el cura.

-Vengo -respondió el joven, turbándose nuevamente- de los Somos, adonde he ido a ver si Miguel el cestero me ha concluido un par de cestas que le encargué hace días.

-Mucho tiempo has empleado de aquí a casa de Miguel para haber apenas un cuarto de legua.

-Es que... Miguel se ha empeñado en que me quedara a comer con él.

El cura y su sobrino excesivamente crédulos, como suelen serlo las personas honradas, creyeron que Juana se había equivocado y no dudaron ya que Bautista venía de los Somos y no de Avellaneda.

-Pero ¿es posible, Bautista -continuó el señor cura-, que descuides la hacienda hasta el extremo de no haber vuelto un terrón, cuando ya todos los vecinos van concluyendo la siembra? ¿Qué es lo que piensas, Bautista?

-Pienso no sembrar.

-¡Será posible! -exclamaron el cura y su sobrino-. Abandonar así...

-Voy a vender la casa y la hacienda para irme con mi hermana a vivir a Bilbao. Con lo que nos valgan esos miserables terrones pondremos una tienda; porque aquí, por más que uno se reviente, no gana para comer borona y nabos.

-¡Vender la casa y la hacienda! -exclamó el cura tan indignado como Juana y Mateo al saber semejante proyecto- Es imposible, Bautista, es imposible que reniegues de tu familia hasta el extremo de vender la casa en que nacieron, vivieron y murieron tus padres; en que naciste tú. Bautista, o te chanceas, y te has vuelto loco.

-Ni me he vuelto loco, ni me chanceo -replicó Bautista con torro insolente- Extraño mucho que se metan ustedes en camisa de once varas. Soy el hermano mayor, mi padre murió sin testar y puedo hacer de la casa y la hacienda lo que me dé la gana.

-La casa y la hacienda pertenecen también a tus hermanos.

-En dándoles los quinientos ducados de dote que tocan a cada uno, estamos en paz. Mañana mismo, que es domingo, voy a poner en el pórtico de la iglesia el anuncio de venta.

-¡Qué picardía! ¡Qué infamia! -exclamaron el cura y Mateo, en tanto que Juana se deshacía en lágrimas, sin atreverse a despegar los labios.

-Lo dicho; haré lo que se me antojo -repitió Bautista cada vez con más insolencia-. Métanse ustedes en sus negocios y no en los del vecino, que cuidados ajenos matan al asno.

El cura se disponía a responder, pero Bautista lo volvió la espalda, y se entró en la casa cantando:

En mi casa hay un libro,
dice la letra:
En cuidados ajenos
nadie se meta.

-Juana -dijo el cura-, deja a ese monstruo; vente con nosotros, y no lo vuelvas a mirar a la cara.

-¡Ay! No me atrevo -contestó Juana-, no me atrevo, porque sería capaz de matarme.

-¡Juana! ¡Juana! -gritó Bautista desde el interior de la casa-. ¡Nada se te ha perdido ahí!

-No le hagas caso, vente con nosotros -dijeron el cura y Mateo a la pobre muchacha, procurando detenerla.

-No, no, porque nos mataría a los tres antes que nos alejásemos cien pasos, si viese que yo me iba con ustedes. Adiós, adiós; tengo que obedecerle, porque si no, ¡pobre de mí!

Y se apresuró a subir la escalera.

El señor cura y el indiano tomaron el camino de Güeñes en silencio y con los ojos arrasados en lágrimas.

A mediados de la cuesta, en un torco, donde el camino de Echederra formaba encrucijada con el de los Somos, se detuvieron a descansar.

Las campanas de Santa María tocaban a la oración, y el anciano y el joven se descubrieron la cabeza y rezaron las tres Avemarías.

-No dude usted, señor tío -dijo Mateo cuando acabaron de rezar-, que Bautista venderá la casa paterna. Es necesario que la casería de Echederra continúe perteneciendo a la familia que la ha poseído siempre. Yo emplearé en ella el escaso capital que me dejaron los ladrones, y cuando vuelva Ignacio, si Dios quiere que vuelva, podré decirle, venga pobre o venga rico: «Ahí tienes el hogar de tus padres, que tu hermano quiso arrebatarte por medio de una sacrílega venta». Si el Señor permite que Juana y yo nos unamos, viviremos en Echederra hasta que Ignacio vuelva, y el sudor de nuestras frentes fertilizará esas tierras, que hoy están abandonadas e incultas.

-¡Bien, Mateo, bien! -exclamó el cura, enternecido y echando los brazos al cuello de su sobrino-. ¡Tienes el alma más noble de este mundo!

-¿No es Miguel el cestero aquel que viene por allá abajo? -dijo Mateo señalando al pie de la colina.

-¡Justamente! -respondió don José-. Y no tiene trazas de venir de los Somos, donde debía estar, a juzgar por lo que nos ha dicho Bautista.

Miguel, que venía a caballo en una mula, llegó poco después al torco.

-Buenas tardes, o mejor dicho, buenas noches, señor don José y la compañía -dijo Miguel deteniendo la mula.

-¡Hola, Miguel! ¿De dónde se viene por ahí?

-Vengo de Bilbao de vender un poco de obra.

-¿Y qué tal ha ido?

-No hemos hecho negocio, señor don José, porque he tenido que estar por allá dos días, y al cabo he vendido los cestos por un pedazo de pan. ¿Y qué había de hacer? Los tiempos están muy malos, y con la caballería se gasta uno un sentido en Bilbao. Luego me ha dado Dios un genio tan pícaro, que soy hombre perdido si estoy un par de días sin ver a la mujer y los chicos. ¡Qué quiere usted, señor don José! Como dijo el otro, genio y figura hasta la sepultura. Ello sí, la mujer y los hijos lo dan a uno guerra; pero... ¡qué caramba! tienen un ganchillo que le arrastra a uno hacia casa, aunque uno no quiera. ¿Y ustedes vienen de dar un paseito, no es verdad? ¡Muy bien hecho! Así irá tomando fuerzas el señor don Mateo.

-Sí, nos hemos llegado como quien no quiere hasta Echederra.

-¡Hola! ¡Hola! Ha sido una caminata más que regular. ¿Y qué me dicen ustedes de aquella gente? ¿Han sabido algo de Ignacio? Hace ya un siglo que no veo a Bautista ni a Juana.

-No, no han sabido nada.

-Si Ignacio estuviera en Echederra, un poco mejor andaría allí la cosa. El tal Bautista es el más holgazán que ha nacido de madre. Y si no, que se lo pregunten a su hacienda. ¡Ah! ¡Si Martín y Mari, que Dios haya, levantaran la cabeza y vieran cómo está su casa, se volvían a morir de pesadumbre!

-¿No sabes que Baustista piensa vender la casa y la hacienda?

-¡En el nombre del Padre y del Hijo!... ¡Qué me dice usted, señor don José! -exclamó Miguel santiguándose.

-Lo que oyes.

-¡Bah! ¡No se puede creer semejante locura! ¿Es posible que haya quien tenga valor para vender, como quien dice, el escaño en que se sentaron sus abuelos, sus bisabuelos, todos sus antepasados? Por todo el oro del mundo no vendería yo mi casa ni mi hacienda. ¿Puede haber más gloria que poder uno decir todos los días: «Este árbol le plantó mi padre, este otro le plantó mi abuelo, aquí jugábamos mis hermanos y yo cuando éramos chicos, aquí se sentaba mi madre, aquí...», en fin, mil cosas que uno no puede explicar? ¡Qué pícaro de Bautista! Si Ignacio, que es tan buen muchacho, supiera lo que pasa, se plantaba en Echederra de un brinco y no permitiría semejante barbaridad.

¡Ya le ajustaría él las cuentas a ese bala de Bautista!...

-Pues para evitar que el pobre Ignacio se encuentre sin la casa donde nació, trata éste de comprarla.

-¡Bien hecho! Ya, ya lo entiendo, señor don José -dijo Miguel con una sonrisa de satisfacción-. ¿Conque, según eso, el señor don Mateo se casa al cabo con Juana? Le doy la enhorabuena como soy Miguel. La chica vale más oro que pesa. Como que ha salido pintada a la pobre Mari... ¡Y qué vida le da el hereje de su hermano! ¡Válgame Dios, señor don José, qué cosas se ven en este pícaro mundo!

-Pero como Mateo, a pesar del robo, pasa por rico, Bautista querrá hacerle pagar el antojo...

-Tiene usted razón, señor don José. ¡Y que no es avaro el tal Bautista!

-Pues bien: para evitarlo, nos vas hacer tú un favor.

-Con el alma y la vida, señor don José. Díganme ustedes como puedo servirles.

-Comprando como que es para ti, la casería de Echederra.

No diga usted más. Serán ustedes servidos. Mañana, si Dios quiere, de paso que bajo a misa, arreglaremos muestre plan.

-Gracias, Miguel.

-¡Qué gracias ni qué!... Las gracias son para las amos... Perdone usted, señor don José, que iba a decir una barbaridad. Conque ea, buenas noches. ¿Quieren ustedes algo para los Somos?

-Memorias a tu mujer.

-Las agradecerá mucho. Dénselas ustedes de mi parte a doña Antonia.

-Y le añadiremos que mañana te prepare unas magras y un jarro de chacolí.

-¡Jeje! ¡Jeje! No vendrán mal, señor don José. Ea, que siga el alivio del señor don Mateo, y hasta mañana, si Dios quiere.

-Hasta mañana, Miguel.

El cestero siguió su camino, y el cura y Mateo volvieron a emprender el suyo a la luz de la luna, que brillaba como el sol a medio día.


- VIII -[editar]

En una de las calles peores de Bilbao la Vieja había una tiendecilla adonde entraban gentes de aspecto miserable.

Estas gentes iban a dar o tomar dinero, pero rara vez a comprar.

Detrás del mostrador se veía constantemente a Bautista, contando y recontando dinero, atando y desatando líos de ropa usada, doblando y desdoblando recibos, cuya procedencia y valor conocía aunque no sabía leer. De cuando en cuando llamaba desde la puerta de la trastienda a Juana, que aparecía inmediatamente detrás del mostrador, y por orden de su hermano hacía apuntaciones en un libro o ajustaba con la pluma una cuenta que Bautista ya había ajustado con los dedos.

Inspiraban profunda compasión la demacración y el miserable traje de la pobre Juana. Para ella no había descanso, ni caricias, ni nada que enjugase las lágrimas que derramaba con frecuencia acordándose de sus padres, de su hermano Ignacio, de quien nada absolutamente sabía, y de Mateo, que aún, no se había restablecido por completo. La recompensa de su trabajo era la desnudez, el hambre, los insultos y los golpes. Pero sus labios jamás proferían una queja. Bautista, prevaliéndose de su fuerza y de la debilidad de la pobre joven, había adquirido tal dominio sobre ésta, que la infeliz temblaba al oír su voz. Una mirada de aquel hombre le imponía silencio y le hacía bajar la cabeza con una mansedumbre y una resignación que hubiera desarmado a un tigre.

Una noche entró en la tienda de Bautista un hombre de manos y cara tiznadas.

Bautista palideció al verlo y se apresuró a cerrar la tienda, a pesar de que aún no era la hora ordinaria de cerrarla. Luego entornó la puerta de la trastienda, después de cerciorarse de que su hermana estaba en las habitaciones interiores, y fue a sentarse al lado del recién venido, que se había sentado casi sin saludar.

-¿Qué hay de nuevo, Chomín? -preguntó al forastero.

-Poca cosa -contestó éste-: que el pájaro se cansa de la jaula, y dice que si vosotros no le sacáis de ella como le ofrecisteis, va a cantar para entretenerse y para algo más. Mientras yo le he hecho compañía ha tenido paciencia; pero desde que recobró la libertad, gracias a que pude probar, con la declaración de Jacinta la panadera y otros testigos que pasé la noche de la fiesta cantando al lado de mi oya, el pobre se muere de fastidio, y dice que va a cantar, para que, atraídos por su canto, vayáis a hacerle compañía.

Bautista dio una patada en el suelo, profiriendo una obscenidad, y dijo:

-¿Y por qué se me han de echar a mí todas las cargas, cuando la misma obligación tenemos todos de sufrirlas?

-Poquito a poco, amigo, que yo he pagado ya mi escote. Para veinte miserables onzas que me disteis, he estado veinte semanas en la casa de poco trigo; en tanto que vosotros, que, sin contar con las alhajas, os calzasteis con más de doscientas onzas cada uno, no habéis dormido siquiera una siesta en los calabozos de Avellaneda. Los otros han puesto pies en polvorosa, y, por consiguiente, tú eres el único que corres riesgo de... tú ya me entiendes, si a fuerza de argumentos amarillos no convences a los señores de justicia de que deben abrir la jaula al pájaro.

-Te juro, Chomín, que no tengo un cuarto.

-¡A otro can con ese hueso! ¡Si ganas el oro y el moro prestando dinero al ciento por ciento! Ándate con cuidado, Bautista, que en Güeñes ha comenzado a correr cierto rum rum que no debe agradar mucho a tu oído.

-¿Y qué me importan a mí las habladurías de los de Güeñes?

-¿Tú no sabes lo de Rumbana?

-No, ni me importa saberlo.

-¿Es posible, hombre, cuando no hay en las Encartaciones un niño de teta que no sepa lo que le pasó a Rumbana! Te lo voy a contar, ya que no lo sabes.

-Chomín, déjate de cuentos que nada tienen que ver conmigo.

-¡Que no tienen que ver contigo! Oye, Oye, compañero, y verás si tiene que ver o no contigo lo que le pasó a Rumbana. Rumbana era un vecino de Zalla, que durante mucho tiempo se dio una vida de príncipe, con el producto en venta de la casa y la hacienda de sus padres. Al fin y al cabo, las amarillas se acabaron, y al pobre Rumbana se lo llevaban quinientos mil demonios viendo que se le habían acabado la buena vida. Cavila que cavila para recobrarla, una noche se plantó en Güeñes, metió mano al tesoro de un indiano, y se volvió a Zalla más contento que unas Pascuas con la nueva provisión de peluconas. Por más vueltas que dio la justicia, no pudo descubrir al autor de aquella hazaña; pero hete que cuando ya nadie hablaba de ella, pobres y ricos, jóvenes y viejos, chicos y grandes, y gordos y flacos, empiezan a cantar:

Rumba, Rumbana,
los doblones de Güeñes
rumban en Zalla.

El teniente de Avellaneda oye la canta, echa los cinco mandamientos al pobre Rumbana, y lo hace bailar el bien parado en la horca. Conque, compañero, aplica el cuento, y mira si tiene o no tiene que ver contigo; mira si el rum rum que corre en Güeñes puede o no llegar a oído del teniente. Compañero, tú has dicho: «Aunque tengo dinero, no puedo gastarlo en Güeñes, ni aun en Bilbao, sin que alguno diga: «¿De dónde salen esas misas?» y alguno conteste: «De casa del cura». Metámonos a comerciantes, después de vender la casa y la hacienda, para que se sepa de dónde ha venido el capital, y, establezcámonos un poco lejos para que los que me conocen a fondo no metan el cuezo en mis operaciones». ¿No es verdad, compañero, que esto ni más ni menos, es lo que tú has dicho?

-Pero ¿a qué viene todo eso, Chomín?

-Viene a decir que obraste con mucho talento, y que para obrar también con talento, esta noche me debes dar una docenita de onzas, a ver si untando la mano con ellas a los pajareros de Avellaneda, abren la jaula del pájaro preso.

-Es imposible, Chomín; te digo que es imposible, porque no las tengo. Y aunque las tuviera, ¿te parece a ti que no he dado ya bastante?

-Compañero, haz lo que te dé la gana. Voy a dar tu contestación al pájaro enjaulado. Verás cómo canta...

-¡Ah! -exclamó Bautista en el colmo de la desesperación-. ¡Mal rayo de Dios me mate si esto es vivir! ¡Esto es sufrir mil muertes, esto es el infierno en la tierra! ¡Ni duermo ni descanso! ¡Siempre con sobresaltos, siempre con pesadillas, siempre el infierno en el alma! ¡Soy el hombre más desgraciado de este mundo!

Chomín se puso a cantar por lo bajo con una sonrisa irónica:

Tú lo quisiste,
fraile mostén;
tú lo quisiste,
tú te lo ten.

-Conque, compañero -añadió-, dame esas doce oncitas, que si no, canta el pájaro.

Bautista rechinó los dientes, meneó la cabeza, profirió una horrible blasfemia, tiró de un cajón, y sacando seis onzas de oro las arrojó sobre el mostrador.

-Compañero -dijo Chomín, siempre con el mismo tono burlón-, vengan las otras seis.

-No tengo más.

-El pájaro necesita doce.

Bautista echó una onza más.

-Vamos, suelta las otras cinco, compañero.

Bautista echó otra onza y otra blasfemia.

-Compañero, ya faltan pocas.

-No tengo más.

-Compañero, que va a cantar el pájaro...

Bautista arrojó sobre el mostrador otra onza.

-Daca las tres que faltan.

-¡Tres centellas que te tumben, y a mí el primero!...

-Compañerito, ¡que el pájaro está rabiando por cantar!...

Bautista soltó otra onza y otro juramento.

-¡Ánimo, compañero que ya falta poco!

-¿No doy más, aunque me desuellen vivo!

-Que el pájaro va a cantar, compañero; que te huele el pescuezo a...

Bautista soltó otra onza.

-Un esfuercito más, compañero; ¡ánimo!

-¡No doy más, aunque me hagan tajadas!

-¡Que canta el pájaro!...

-Que cante lo que le dé la gana.

-¡Miserable! ¿Por una onza vas a consentir que te pongan el corbatín?... ¿Sabes, compañero, que estarás guapo haciendo volatines con un palmo de lengua fuera?...

Bautista, ciego de furor, arrojó otra onza, diciendo:

-Toma, y gástala en cuerda para ahorcarme.

-Esos son gastos del verdugo -replicó Chomín con mucha calma, recogiendo la onza-. Ea, ábreme la puerta, que voy a Avellaneda a ver si puedo introducir estos cañamones por entre los alambres de la jaula. En seguida me vuelvo a los rebollares de la Arbosa, a ver si haldea una oya que tengo allí encendida: porque como fuisteis tan tacaños para conmigo al hacer las particiones, he tenido que volver a agarrarme al hacha.

Bautista, aparentando tomar la llave de la puerta, tomó un cuchillo que estaba medio escondido en un extremo del mostrador, y empuñándole con disimulo, dio un paso hacia Chomín.

-Compañero -le dijo éste sin abandonar su burlona sonrisa y amartillando una pistola que sacó del bolsillo interior de la chaqueta-, si no encuentras la llave de la puerta; aquí tengo yo una que abre puertas y ventanas... en la cabeza o en el pecho, mejor que ese cuchillo.

Bautista dejó caer el cuchillo al suelo, balbuceando una cobarde disculpa y apresurándose a abrir la puerta, por la que desapareció Chomín.

Entreabrió en seguida el cajón, y al contemplar el vacío que habían dejado las doce onzas de oro, empezó a blasfemar y a tirarse de los pelos y a llorar como un niño.

Algunos días después el mismo Bautista se hallaba en la tienda, cuando el cartero le entregó una carta franca de porte, y cuya primera dirección, «Güeñes», había sido borrada y sustituida con la de «Bilbao».

Bautista llamó a Juana, a quien mandó que leyese la carta, lo que la joven se apresuró a hacer llorando de alegría.

La carta era de Ignacio.

Ignacio, que ya sabía la muerte de sus padres, escribía a sus hermanos, anunciándoles su próxima vuelta. Decíales al mismo tiempo que poseía, no la herencia que había ido a buscar, y que había reclamado inútilmente, sino una gran fortuna, de que podía disponer a su antojo, porque le pertenecía exclusivamente. Dios había compensado sus penas, concediéndole en pocos años más riquezas que adquieren en toda su vida la mayor parte de los españoles que pasan al Nuevo Mundo; un vizcaíno establecido en Méjico le había ayudado eficazmente en sus gestiones para arrancar la herencia a los testamentarios de su difunto tío, y habiendo muerto aquel mismo protector sin heredero legítimo, le había legado su capital, con objeto de indemnizarlo de la pérdida de sus esperanzas, que entonces era ya completa.

«Soy rico -decía Ignacio-, y mis hermanos participarán de mis riquezas si, como espero, continúan siendo dignos de mi cariño.»

La desesperación de Bautista no tuvo límites.

Si su hermano trajese la herencia que había ido a buscar, Bautista hubiera podido reclamar la tercera parte que lo correspondía; pero teniendo otra procedencia las riquezas de Ignacio no tenía derecho a reclamar parte alguna. Además, Bautista veía una amenaza en la carta de su hermano.

Reconociendo que se había portado indignamente con sus padres y su hermana, y no pudiendo ya adular a los primeros para que justificase su conducta, aduló a Juana por todos los medios.

Desde aquel día la situación de la pobre muchacha varió completamente. Bautista proporcionó a su hermana criados que la sirviesen; puso a su disposición ricos trajes, la rodeó de comodidades y cariño; nada, en fin, escaseó para tenerla contenta.

Juana, que no sospechaba las miras interesadas de su hermano, creía que el dedo de Dios había tocado el corazón de su verdugo; se juzgaba dichosa viendo el cambio de Bautista y el amor fraternal, que se había transformado insensiblemente en odio, iba recobrando poco a poco su antiguo carácter en el corazón de Juana.

Juana comenzaba a amar a Bautista tan tiernamente como amaba a Ignacio.


- IX -[editar]

Castro-Urdiales es un puerto de mar situado a cinco leguas de Güeñes y a siete de Bilbao. Hay allí mercado los jueves y los domingos y a él acuden las panaderas de Güeñes, Zalla, Sopuerta y otros concejos de las Encartaciones.

Un domingo, a cosa de las diez de la mañana, se dirigió a la plaza de Castro-Urdiales un joven que, procedente de Santander, acababa de desembarcar en el muelle denominado el Sable.

Detúvose cerca de los puestos de pan, y acercándose a una panadera, la dijo con tono familiar y alegre:

-¿Qué tal va la venta, rábula de Güeñes?

La panadera le miró sorprendida, y sin que pareciera picarse por el calificativo de rábula con que en Vizcaya se tienta la paciencia a los de Güeñes, del mismo modo que con el de brujos a los de Zalla, y el de hechiceros o legadores a los de Galdames.

-O tengo cataratas -dijo---, o usted es... Pero ¡ea! ¡Aquél no era tan buen mozo!...

-¡Calla! ¿Conque no me conoce ya la buena de Jacinta?

-¡Virgen Santísima! -exclamó la panadera, abriendo sus brazos al joven- ¡Ignacio!

Y la aldeana y el joven se abrazaron con efusión.

Jacinta -preguntaron las otras panaderas-. ¿Es pariente de usted ese caballero?

-No lo es, no; pero le quiero como si fuera hijo mío -contestó Jacinta llorando de alegría y reventando de orgullo-. Yo fui la primera que le dio de mamar. ¡Qué hermoso estás, hijo! ¡Cómo has crecido! ¡Ah! ¡Si tu madre levantara la cabeza! ¡Cómo te quería la pobre Mari, que esté en gloria! Muchas veces decía yo: «Pero mujer, ¡ese hijo te va a volver a ti chocha!» Y el señor cura me decía; «Déjela, Jacinta, que Ignacio es su Benjamín». ¡Qué dolor, qué dolor, hijo, haber dejado la familia tan unida y tan buena y encontrar ahora a unos muertos, y a los otros, Dios sabe dónde!

-¡Qué me dice usted, Jacinta! ¿No están mis hermanos en Echederra?

-¡Qué! ¿No sabes que aquel hereje de Bautista vendió la casa y la hacienda a Miguel el cestero y se fue a Bilbao con tu hermana?

-¡Dios mío! -exclamó Ignacio aterrado- ¿Conque mi hermano ha vendido la casa?

-Lo que oyes, hijo. ¡Si aquél no tiene entrañas! ¡Si no tiene ley a la camisa que lleva puesta! Como que mató a disgustos a su padre y a su madre.

Ignacio, cuyos ojos se arrasaban en lágrimas, quiso mudar de conversación.

-¿Y cómo están el señor cura y los de su casa?

-Así, así, hijo. El señor cura ha envejecido mucho; el indiano se hirió con la escopeta vendo de caza, y aún no está del todo bueno. Por eso no se ha casado todavía con tu hermana; porque, lo que él dice: «¿Para qué me he de casar con esa pobre muchacha, exponiéndola a quedar viuda y pobre en lo mejor de su edad?» La que va tirando mejor es doña Antonia; y eso que la pobre ha pasado la pena negra con tantas desgracias; porque tiene mucha ley a la casa; es lo que se llama una buena señora. Teniéndolo ella, no lo pasará mal ninguna vecina. ¡Y si supieras cuánto te quiere, hijo! Siempre está con Ignacio a vueltas. Pero ¿cómo te ha ido en las Indias, hijo?

-En las Indias muy bien; pero muy mal en el mar. El barco que traía todo mi caudal se ha perdido, y con él toda mi fortuna; de modo que vuelvo tan pobre como me fui.

-¡Ay, qué dolor, hijo! Pero ¡qué caramba! Has salvado el pellejo, y eso es lo principal. Anda, no te apures por eso, que, como dijo el otro, nunca falta un pedazo de pan habiendo salud. Conque nos iremos juntos a Güeñes, ¿no es verdad? He traído dos caballerías, y nos iremos tan campantes cada uno en la nuestra...

-Gracias, Jacinta; pero me voy a embarcar para Bilbao, ya que mis hermanos están allí. Quiero verlos antes de ir a Güeñes.

-Haces bien -dijo-, haces bien; porque, como dijo el otro, aquél a quien no le tiran los suyos no le puede ayudar Dios. Es verdad que Bautista es un descastado; pero, al fin, es tu hermano, y la sangre siempre tira. ¡Válgame Dios, hijo! ¡Que ha de haber siempre un Judas en las casas!... Figúrate tú si Juana se alegrará de verte. ¡Qué poco se parece aquélla a tu hermano! Es el vivo retrato de tu madre, que esté en gloria. Siempre trabajando en el arreglo de su casita... ¡Y qué manos tiene para todo!

Jacinta tuvo que interrumpir su sempiterna charla para despachar pan a un marinero que, se acercó a su banasta.

-Conque, hijo, ¿mandas algo para Güeñes?

-Memorias a su familia de usted y a todos, que no tardaremos en vernos por allá.

A la mañana siguiente, muy temprano, Ignacio se embarcó de nuevo en un quechemarín que salía para Bilbao, donde desembarcó algunas horas después.

Juana y Bautista estaban en la tienda cuando Ignacio apareció a la puerta de la misma.

Los tres exhalaron un grito de alegría y se confundieron en un solo abrazo.

Es imposible pintar los extremos que Bautista hizo para demostrar a Ignacio su alegría y su cariño, y es imposible aún dar una idea de la dicha que inundaba el corazón de Juana y el de Ignacio.

Pasadas las primeras efusiones del cariño fraternal, Ignacio refirió a sus hermanos las vicisitudes de su viaje, y concluyó por decirles lo que había dicho a Jacinta: que se veía reducido la miseria, que sus riquezas habían sido tragadas por el mar con el buque que las conducía.

Bautista y Juana apoyaban su brazo en el cuello del indiano mientras éste hablaba; pero al oír el primero que su hermano volvía tan pobre como fue, se apartó de él, como si Ignacio hubiese dicho que venía contagiado de la peste. Juana, por el contrario, le estrechó contra su corazón; pero una mirada de Bautista, una de aquellas miradas que hacía mucho tiempo dominaban su voluntad y llenaban su corazón de miedo, puso término a sus tiernas efusiones.

-Ignacio -dijo Bautista-, bastantes sacrificios he hecho por nuestra familia desde que te fuiste, y no me creo obligado a hacer más. Si eres pobre, yo también lo soy. Trabaja para ganar el pan, que lo más que yo puedo hacer es trabajar para ganar el mío y el de Juana.

-¡Es decir, que me cierras la puerta de tu casa! -exclamó Ignacio con el corazón lleno de amargura-. Pues bien, Bautista, si me arrojas de tu hogar, yo buscaré otro; yo rescataré el de nuestros padres, sacrílegamente vendido por ti, y viviré en él con mis recuerdos y mi miseria... o mi riqueza.

Y al decir estas palabras, se alejó, dejando a Juana anegada en llanto.

-¡El último desengaño! -exclamó al salir-. ¡También ella abandona a su hermano!

Al salir de Bilbao tomó el camino de Güeñes.

Al llegar a Altamira se detuvo para tomar aliento y contemplar el hermoso paisaje que se ofrecía a su vista.

Allá, en el valle del Ibaizábal, se destacaban las torres de Bilbao, y la insigne basílica de Santiago alzaba a Dios, con la sonora voz de sus campanas, un canto de regocijo.

A Ignacio le pareció que aquellas campanas doblaban por las esperanzas de felicidad y amor que acababan de morir en su pecho.

Así que descansó un poco, Ignacio continuó su camino, abatido, triste, desconsolado, con la desesperación en el alma.

Pasó el puente de Castrejana, construido, como otros muchos, por el diablo, según la creencia popular, y al cabo llegó a Sodupe, es decir, entró en el valle nativo.

-¡Ah, Dios mío, qué dulce debe ser, después de una larga ausencia, contemplar el valle en que uno nació!

Ignacio trepó a la cúspide de una colina que se alzaba cerca del camino, y desde allí descubrió la casería de Echederra, la casa en que había nacido, semejante a una blanca paloma posada en una mata de rosales.

En aquella casa no le esperaba ya una madre desconsolada con su ausencia. Al llegar al campo de los cerezos, ningún grito de alegría le saludaría en aquellas ventanas, ni una madre, ni un padre, ni una hermana, ni un hermano, saldrían por aquella puerta a recibirle con los brazos abiertos; que el hogar de sus mayores estaba ocupado por extraños, y ni aun le sería permitido penetrar en él una vez para refrescar su corazón con los recuerdos de la infancia.

-¡Dios mío! -exclamó el joven-. ¡Por qué no me han dado sepultura las ondas del Océano!

Apartó del valle natal sus ojos anegados en lágrimas, y dirigiéndolos al lado opuesto, lanzó un grito de alegría, se precipitó al camino, y recibió en sus brazos a una pobre joven que se dirigía a él con ansia de ceñirle con los suyos.

Aquella joven era Juana. ¡Era la hermana de su alma!

-¡Ignacio! ¡Ignacio! -exclamó la pobre muchacha.- Quiero participar de tu pobreza, quiero vivir a tu lado, cualquiera que sea tu suerte. Fui débil; pero apenas te alejaste, me avergonzó de mi debilidad y mi cobardía; pensé en tu soledad y tu aflicción, y tuve valor para huir de nuestro hermano. ¡Ay, Ignacio! ¡Con cuánta razón decía nuestro padre que Bautista tenía mal corazón! ¡Bautista es rico, y te abandona porque eres pobre!

-¡No, hermana mía! -exclamó Ignacio, loco de placer, loco de felicidad, loco de amor-. No, soy pobre conservando tu cariño. Tu cariño era lo único que me faltaba, porque soy rico, tengo una fortuna inmensa, que he querido ocultaros para saber si el amor de mis hermanos era de interesado. ¡La felicidad nos espera allí!

E Ignacio indicó con la mano la casa natal, y ambos hermanos continuaron su camino asidos amorosamente del brazo, en tanto que las campanas de Santa María de Gueñes tocaban a la oración.


- X -[editar]

Quince días después de la vuelta de Ignacio a Güeñes se agolpaba un gentío numeroso al valle, y el tamboril sonaba al compás de las campanas en el campo que rodea la iglesia de Santa María. Celebrábase la romería de la Santa Patrona, y acudían a ella los habitantes de las aldeas comarcanas.

Jacinta la panadera salía de la iglesia con su mantilla de franela y su vestido de estameña de Toledo, alegre como una Pascua, y aseada como generalmente lo son las aldeanas del nobilísimo y leal Señorío.

Como encontrasen al paso a una de sus vecinas, se puso a charlar con ella, porque ya sabemos que, a Dios gracias, Jacinta no era muda.

-¿Vas a la iglesia, Agustina?

-Sí, voy a ver a los novios.

-¡Ay, hija! ¡Ella está como un serafín, y él como un ángel del cielo!

-¿Y quiénes son los padrinos?

-Mujer, ¿quiénes quieres que sean? Doña Antonia e Ignacio, o más bien don Ignacio, porque siendo el más rico de Güeñes, es menester darle el don, aunque él ni siquiera el usted admite. ¡Qué grandísimo pícaro! ¡Cómo me engañó en Castro!

-Hija, que Dios los haga muy felices, porque se lo merecen, mejorando lo presente.

-¡Mira tú si los hará! Hasta el señor cura se ha remozado, y en quince días ha recobrado aquellos colores de rosa que le han hecho siempre tan hermosote.

-Tú que eres medio de la casa, podrás contarme algo de la boda.

-¡Vaya si puedo! Como que estoy convidada a ella. ¡Para que Ignacio olvidara en tan gran día a la primera que le dio de mamar! Pues, hija, lo primero que hizo al llegar a Güeñes fue ir a casa del señor cura y decir: «Yo soy rico; pero necesito un padre, una madre y un hermano. Que se case mi hermana con Mateo, y usted, señor don José, será mi padre; usted, doña Antonia, mi madre, y tú, Mateo, mi hermano. Las riquezas de los hijos pertenecen también al padre y a la madre, y la de los hermanos a los hermanos. Conque ya lo saben ustedes; mis riquezas pertenecerán a mis padres y mis hermanos. En primavera y en verano viviremos en Echederra, y en invierno aquí». Hija, apenas dijo esto Ignacio se abrazaron todos, llorando como chiquillos, Pero ¡calla! Ya salen los novios de la iglesia. Corramos allá, que da gloria de Dios el verlos.

Jacinta y Agustina echaron a correr hacia la puerta de la iglesia. En efecto: Juana y Mateo acababan de ser unidos para siempre por don José.

Los novios, los padrinos y el señor cura se dirigieron hacia la morada de este último, seguidos de un gentío inmenso, que los bendecía con lágrimas en los ojos, y del tamborilero, que los festejaba con la marcha del santo hidalgo de Loyola.

También Jacinta y Agustina los siguieron sin cesar de charlar.

-¡Qué dolor, hija -decía la primera-, que Dios no dé hoy una horita de vida a Martín y a Mari, que en paz descansen!

-Tienes razón, mujer. Hoy es día feliz para todo Güeñes.

-Como que son una bendición de Dios las limosnas que Ignacio ha repartido a los pobres. Y se ha dejado decir que mientras tenga una peseta, nadie se quedará sin comer en Güeñes. Conque ya ves tú si es para todos una dicha el que haya venido rico. Y además, hija, ¡la gente que ocupa en Echederra!...

-¡Qué! ¿Está haciendo allí obras?

-Todo lo que se diga es poco, mujer. Está haciendo jardines, fuentes, palomares, un palacio...

-¡Un palacio!...

-Sí, hija; un palacio más grande que la iglesia. Figúrate que la casa vieja queda dentro de él enterita, porque Ignacio no quiero que se la toque... Pero ¡calla! ¿Por qué corre la gente hacía la calzada? Vamos a ver qué es.

Y las dos vecinas echaron a correr.

Lo que llamaba la atención de los concurrentes a la romería era un joven que, fuertemente atado codo con codo, conducían cuatro migueletes, sin duda a la cárcel de Avellaneda.

-¡Qué es lo que veo, hija -exclamó Jacinta admirada-. ¡Es Bautista!

-¡Justo, él es!

-¡Ay hijo! ¡Qué razón tenía la pobre Mari, que esté en gloria, cuando decía que Bautista había de acabar en presidio!

Bautista quiso detenerse para hablar a Miguel el cestero, que estaba asomado al balcón de casa del señor cura; pero los migueletes lo dieron un culatazo en la espalda y siguieron con él Cadagua arriba.

¡El pájaro había cantado!