Cuentos de color de rosa/Juan Palomo

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Juan Palomo

- I -[editar]

Ha transcurrido un año desde que se escribieron los cuentos que anteceden.

Su autor, que vagaba en Madrid hacía veinte como pájaro sin nido, suspirando por un hogar que pudiera llamar suyo, tiene ya hogar y familia, gracias a ti, Dios mío, que le has dado una dulce compañera con quien compartir sus alegrías y sus tristezas en esta larga jornada de la vida, que sigue con el cansancio en el cuerpo y la resignación en el alma.

¡Señor! Al entrar en el seno de la familia, mis primeras palabras deben ser para bendecirla, y he aquí que una bendición a la familia es el cuento que empiezo a contar a aquella de quien, sentado bajo los nogales que sombrean la casa de mis padres, espero decir un día al pasajero, como el hijo de Teresa: « ¡He ahí la santa madre de mis hijos!»


- II -[editar]

Entre los recuerdos que traje, amor mío, de mi valle natal, y que por espacio de veinte años de trabajos y penas he conservado ungidos con el perfume de la inocencia con que salieron de aquellas queridas montañas, había muchos cuya custodia he confiado ya al Libro de los cantares y a los CUENTOS DE COLOR DE ROSA; pero son tantos los que guardo aún en mi corazón, que con decir a éste: «Corazón mío, devuélveme el tesoro que te confié cuando por última vez volví, desconsolado, los ojos al hogar de mis padres», tengo todo cuanto necesito para cautivar tu atención y conmover tu alma enamorada y buena.

¿Ves esos montes que se alzan al Septentrión, coronados casi siempre de nieve? Pues remontémonos con el pensamiento más alto, más alto, mucho más alto que esos montes, hasta que descubramos un rinconcito del mundo, que lleva el nombre de las Encartaciones, y en ese rinconcito descubramos otro infinitamente mis pequeño, que lleva el nombre de Cabia. Cabia, que en el idioma vascongado significa nido, es propiamente un nido formado de ramas y flores, que cobija diez o doce casas, blancas como la nieve, y una modesta iglesia del mismo color, dedicada al santo de mi nombre.

Un angosto valle corre por espacio de una legua entre dos cordilleras de elevadas montañas, y va a morir en el mar.

En la falda de las montañas de Oriente forman una especie de escalón dos colinas paralelas, separadas sólo por una angosta cañada.

En el pórtico de la iglesia parroquial de Cabía hay una escalerilla de piedra, cuyo primer escalón, compuesto de un solo sillar, se quebrantó ha muchos años con las lluvias que le reblandecían, quedando en medio de sus dos trozos una honda canal, por donde se precipita el agua cuando Dios levanta las compuertas del cielo.

Así se dividió, trabajado por las aguas, el escalón que en otro tiempo daba acceso a las cumbres del Oriente de Cabía, y así se precipitan ahora las aguas por la profunda y ancha canal abierta entre los dos fragmentos del escalón.

El regato baja por entre las dos colinas, quejándose en alta voz de la escabrosidad del camino, y corriendo como la piedra soltada en la cúspide del pico Cinto o Colisa persuadido de que el mal camino debe pasarse pronto; pero al llegar al tobillo de las colinas, empiezan a disminuir sus murmuraciones y sus rabiosos espumarajos, que cuando llega al pie han cesado casi por completo.

Al pie de las colinas el regato no murmura, que sonríe placenteramente, porque allí encuentra nogales y cerezos, a cuya sombra descansa de sus fatigas, labios frescos y sonrosados que le besan, y hermosos huertos perfumados con la flor de los frutales, adonde va a dar un paseo para distraerse y recibir las ovaciones de melocotoneros y manzanos, que lo arrojan a puñados sus flores.

La colina del Sur levanta el pie derecho y la del Norte el izquierdo, para proteger constantemente por ambos costados a la aldeita de Cabia; y Cabia, así protegida, vive contenta y tranquila y feliz, olvidada de los hombres, pero recordada de Dios, que es lo que a ella le importa.

Las diez o doce casas de Cabia están agrupadas sin orden en un espacio de cuatrocientos pasos, dominándolas la iglesia, donde los moradores de la aldea encuentran el día festivo sus mayores delicias.

La aldea tiene al Norte un regato, que corre bajo una enramada de avellanos y parras monchinas, y al Mediodía una fuente, que brota caudalosa y cristalina y fresca al pie de un corpulento castaño cuya edad pasa de un siglo, pues Juancho, que tiene más de ochenta años, dice que ya en su tiempo se escondían los mozos de la aldea en el hueco del tronco de aquel mismo castaño para sorprender a sus novias mientras éstas llenaban la herrada en la fuente, y plantarles un par de abrazos como un par de soles.

La casa de don Juan de Urrutia, por mal nombre Juan Palomo, el casero más acomodado de Cabia, está situada en el campo de la iglesia. Es un edificio antiquísimo: sobre su puerta campea un escudo de piedra areniza, y en una de sus esquinas se halla incrustado un cuadrante de la misma materia, que presta grandes servicios al vecindario, pues éste, a no ser por él, nunca sabría en qué hora vive. Sobre la puerta, y por consiguiente, sobre el escudo, hay un espacioso balcón de madera, y sobre el balcón se extiende el pomposo ramaje de dos parras tetonas, que suben de lo que allí se llama zaguán, haciendo repetidas eses, vicio que tiene un no sé qué de familia.

Al extremo opuesto del mismo campo de la iglesia, poblado todo él de nogales, cerezos y otros frutales, menos un corto espacio que sirve de era común a la aldea, está la casa de Antonio de Molinar, formando singular contraste, por su modestia, con la del otro lado del campo. A la izquierda de la puerta tiene un horno, con su tejavana, que cobija un montón de leña, un carro y varias herramientas de labranza, entre ellas un arado, un rastro y un tragaz; a la derecha hay un hermoso cerezo, cuyas ramas ocultan casi toda la fachada del edificio. El piso principal de éste sirve de habitación a Antonio y su familia; el bajo, de cuadra, rocha y cubera, y el alto de payo. Detrás de la casa hay un huerto cercado de pared seca, orlado, por la parte interior de ésta, de una hermosa andana, y lleno de lozanos frutales que los dueños cuidan con singular cariño, por más que su sombra perjudique a las hortalizas.

Todo es reducido y pobre en casa de Antonio, así como todo es desahogado y rico en casa de don Juan. Don Juan vende cebera la mayor parte del año, y Antonio tiene que comprarla dos meses antes de la cosecha.


- III -[editar]

He dicho que Cabia se halla en la falda de las montañas que se alzan al Oriente del valle, y me falta añadir que en la falda de las montañas opuestas, frente por frente de Cabia, blanquea aún la casa donde pasé la niñez.

La mayor parte de los vecinos de Cabia eran parientes nuestros. Todos los años, el día de San Antonio, mi madre, que esté en gloria, se levantaba apenas oía el canto de los pajaritos en los frutales, cuyo ramaje daba en nuestras ventanas y nos despertaba a mis hermanos y a mí.

Comúnmente necesitaba llamarnos media docena de veces para que nos levantáramos; pero el día de San Antonio, apenas nos llamaba una, ya estábamos en pie.

Desde la ventana veíamos alzarse una blanca columna de humo de cada casa de Cabia; y si escuchábamos con un poco de atención, oíamos el alegre son del tamboril y el no menos alegre de las campanas.

Aquel humo y aquel son nos sacaban de nuestras casillas, y a duras penas podía mí madre conseguir que nos estuviéramos quietos mientras nos lavaba y nos peinaba y nos engalanaba con mil primores, porque la alegría que el tamboril y las campanas de Cabia infundían en nuestro corazón, nos hacía saltar y brincar, por más que mi madre me dijese:

-¡Verás, verás qué cachete vas a llevar, si no te estás quedo!

Cuando, rodeando a nuestra cariñosa madre, llegábamos a Cabia, encontrábamos la aldea vestida de gala..., de gala el humilde, pero hermoso templo, de gala las casas y de gala los moradores.

Nuestros parientes se disputaban el placer de contarnos entre sus convidados, y aquel día era para nosotros uno de los más dichosos del año, por más que echásemos de menos a mi padre, que rara vez iba a las romerías, según él decía, porque no le gustaban, y según yo he comprendido más tarde, porque necesitando quedar alguien al cuidado de la casa, suponía que no lo gustaban para no privar a mi madre de acompañarnos a ellas.

Los sábados eran días también muy felices para nosotros, porque el sábado no había escuela, y aquel día despertábamos con la esperanza de que nuestros padres nos dejasen ir a pasar el domingo en Cabia.

Apenas nos levantábamos, mi madre nos veía cuchichear, y aunque no oyera de qué tratábamos, lo adivinaba, se sonreía y se hacía la disimulada.

-Vamos a decirle a madre si nos deja...

(No había necesidad de añadir qué nos había de dejar.)

-Sí, sí, vamos a decírselo.

-Díselo tú.

-Yo no me atrevo.

-Pues yo tampoco.

-Si se lo dices te doy mi pelota.

-No quiero, que me va a reñir.

-¡Anda, collón!

-¡Más collón eres tú!

El proyecto de decir a mi madre que nos dejase ir a Cabia quedaba abandonado, pero no abandonábamos la esperanza de pasar en Cabia el domingo. Durante todo el día, a cada triquitraque hacíamos sonar el nombre de Cabia en el oído de mi madre.

-¡Ay, qué quemada tan grande hay en los argomales de Cabia! ¿Si habrá llegado el fuego a la llosa de tío Ignacio?

Mi madre se hacía la tonta.

-¡Qué bonita estará la danza de espadas que mañana van a hacer en Cabia, al salir la procesión! Mi madre se hacía la sorda.

-Mañana hay bateo en Cabia, y van a echar cuartos a la póscola.

Mi madre decía «¡Al otro oído!»

-¡Cuánta gente habrá mañana en Cabia, que los provincianos juegan a la pelota una onza.

-¡Condenados a muerte -exclamaba al fin mi madre-, ya me tenéis vuelta tarumba con Cabia! Id allá, y a ver cómo no volvéis.

Tirábamos las gorras al alto, dando saltos de alegría y echábamos a correr.

Pero, enemigos malos -nos gritaba mi madre-, ¿adónde vais con esas camisas y esas caras, que parecéis carboneros? ¡Mire usted qué avíos! ¡Por más que una se mata, cualquiera dirá que no tenéis madre' ¡El Señor le dé a una paciencia con estas criaturas!

Y así diciendo, mi madre nos ponía como unos Gerineldos, y añadía despidiéndonos con un beso:

-Andad con Dios, pícaros, que me habéis de quitar la vida! Ya os podéis despedir de Cabia, que ha de llover antes que vosotros volváis allá.

Si llovía antes del inmediato domingo; se cumplía la predicción de mi madre; pero si no... mi madre se acreditaba de mala profetisa.

Un sábado del mes de agosto llegamos a Cabia a las cuatro de la tarde, a pesar de que el calor había sido tan grande aquel día, que vimos literalmente asadas las peras en los perales que dan sobre la estrada que conduce del fondo del valle a la aldea.

Recuerdo muy bien todo esto, a pesar de que yo apenas contaba entonces diez años.

Había trilla en la era de Cabia.

Las yeguas, que habían terminado su tarea, despachaban una buena ración de alcacer, atadas a los troncos de los árboles inmediatos a las eras, y los trilladores, que habían dormido la siesta después de comer, a la fresca sombra de los mismos árboles, empezaban a levantarse desperezándose, a la voz de don Juan de Urrutia, que gritaba desde el balcón de su casa.

-¡Arriba, que ya es hora de sacar la trilla!

Siguiendo la hermosa costumbre que hay en aquel país de ayudarse mutuamente los vecinos en las faenas que requieren muchos brazos, todos los vecinos de Cabia, así mujeres como hombres, así ancianos como jóvenes, fueron apareciendo en la era, provistos de horquillas, de rastrillos, de sábanos y de brezas para ayudar a recoger la trilla.

Todo el mundo puso manos a la obra: los hombres separando la paja con las horquillas y allegando el trigo al centro de la era con los rastrillos, las muchachas conduciendo la paja en los sábanos al payo de don Juan, y las mujeres mayores barriendo con las brezas el trigo que dejaban rezagado los rastrillos.

También los chicos trabajábamos... dando la vuelta del gato sobre la paja, por más que don Juan, que presenciaba la tarea, nos gritase de cuando en cuando, echando mano al látigo de arrear las yeguas:

-¡Quitaos de ahí, hijos de una cabra!

La conversación era animada en la era, pero la animación subió de punto cuando empezó a notarse un delicioso aroma de magras fritas que venía de hacia casa de don Juan, y éste respondiendo a las interpelaciones indirectas que se le hacían, anunció que a la venida de aquel aroma iba a suceder la venida de un pernil de tocino, destrozado y frito en toda regla, y cuatro cántaras del mejor chacolí de su cubera.

Feliciana, una de las muchachas más hermosas de la aldea, se colocó en la cabeza un sábano de paja, ayudada por Antonio de Molinar y Benito, el criado de don Juan; pero el sábano pesaba tanto, que la pobre muchacha tuvo que arrojarle a los pocos pasos.

-¡Así te hubieras reventado! -le dijo Antonio, morado de cólera.

-¡Ave María! ¡Qué lengua' -exclamaron las mujeres.

-La estaría bien empleado, ya que se empeña en cargar como una mula -replicó Antonio, echando fuego por los ojos.

-Más vas a cargar tú dentro de poco -dijo don Juan.

-¿Yo?

-Sí ¡Qué! ¿No pesa el matrimonio más que un sábano de paja?

-Si el matrimonio es como Dios manda, no, señor- respondió Antonio, ya casi apaciguado.

Feliciana se sonrió y miró a Antonio con una especie de gratitud.

-¿Conque se van a casar pronto Antonio y Feliciana? -preguntó una de las vecinas, llamada Juana.

-Mañana se lee la primera amonestación -respondió el señor cura desde el pórtico de la iglesia, donde acababa de aparecer.

Feliciana bajó los ojos sonrosada.

-Mal gusto tienen, señor cura -dijo don Juan.

-¡Mire usted qué consejos!... -exclamaron o pensaron todas las mujeres-. ¡Calle usted por los clavos de Cristo, y ya que no se casa usted, no les quite la voluntad a los demás.

-Quiero quitársela, porque así es hago un gran bien.

-No soy de la opinión de usted, señor don Juan -replicó el cura-. Usted puede permanecer célibe todo el tiempo que guste; pero ofende usted a Dios y a la sociedad abogando por el celibato.

-Ahí está Juancho, que puede sentenciar este pleito -dijo don Juan, señalando a un anciano que, fatigado ya con lo poco que había trabajado, encendía la pipa sentado a la orilla de la era-. Tres mujeres ha tenido, y con las tres ha vivido como el perro con el gato.

-Verdad es -respondió Juancho-. Las tres me salieron de malas pulgas y como yo nunca las he tenido tampoco buenas... ¡siempre ha habido en mi casa cada tremolina!...

-Pues ahí verá usted -dijo el cura- cómo se achaca al matrimonio lo que sólo es efecto del mal carácter, de la mala índole o del poco talento de los que le contraen.

-Del talento de Antonio no formo muy buena idea.

-¿Y por qué?

-Porque Antonio se amonesta mañana.

-¡Calle usted, por Dios, que da coraje el oír a usted! -exclamaron las mujeres.

Don Juan continué:

-En cuanto al genio de Antonio..., por la muestra se conoce el paño.

-Sí -dijo una de las vecinas-. Antonio tiene un genio como la pólvora; pero Feliciana es una malva bendita, y apuesto a que antes de un año pone a su marido más suave que el cordobán.

-Tiene razón Juana -dijo el cura-. La mujer apacible y prudente y buena consigue fácilmente imprimir su carácter al marido irascible, pendenciero y malo.

-Pues señores -dijo Antonio, que se había abstenido de tomar parte en aquella especie de discusión-, ustedes dirán lo que quieran del matrimonio; pero yo, aunque soy un pobre Juan Lanas, también he echado mis cuentas, y he sacado en limpio que el matrimonio, siendo como Dios manda, es una gran cosa. Uno camina por esta pícara vida con el alma y el cuerpo cargados, y necesita una persona que por cariño y obligación le ayude a llevar la carga, so pena de caer en el camino, o hacer la jornada a trompicones. Dios ha dispuesto que el hombre busque por compañera a la mujer, y la mujer por compañero al hombre, y Dios ha sido más sabio que Salomón, ¡canario!, porque él ha dicho para sí:«Con ese ganchillo que la mujer tiene para el hombre, y ese otro que tiene el hombre para la mujer, se unirán que ni una pareja de bueyes pueda separarlos, y así tirarán adelante, llevando la carga a medias».

-¡Calla, hombre, calla, y no digas disparates! -dijo don Juan.

-Ustedes si que los dice, y no él -replicó Juana, haciéndose eco de lo que pensaban todos los circunstantes, y particularmente las mujeres.

-Juana tiene razón -asintió el cura-. El matrimonio y la familia, que es su consecuencia, son necesarios, así al individuo como a la sociedad.

-Pues yo, señor cura, sigo en mis trece...

-¡Señor, qué terquedad de hombre! -exclamaron las mujeres por el órgano de Juana-. Pero, santo varón, ¿querrá usted saber más que el señor cura?

-El señor cura me dispensará; pero lo que yo sé es que, a pesar de que soy tan individuo como el primero, no experimento esa necesidad que el señor cura y todos ustedes con él proclaman. Teniendo como tengo, dinero, tengo criados que me ayuden a llevar esa carga que ustedes dicen, y me importan un pito la compañera y la familia, y todas esas cosazas que tan necesarias juzgan ustedes.

-Ya se arrepentirá usted...

-¡Ja! ¡Ja! ¿Arrepentirme?

-Tan cierto corno usted se llama don Juan de Urrutia.

-Yo no me llamo así, que me llamo Juan Palomo. Solo me lo guiso y solo me lo como.

-Justo y cabal.

Una mujer, seca como un espárrago, se asomó al balcón de casa de don Juan.

-¡Benito! -dijo-. ¡Ven por la merienda que ya está dispuesta!

Benito echó a correr por la merienda, y todos, menos el señor cura, que no quiso esperar a participar de ella, formaron corro en el campo, llenos de alborozo, disponiéndose a desalojar el tamo que les mortificaba la garganta.

Momentos después llegaron Benito conduciendo una herrada de chacolí, y la mujer seca, que era ni más ni menos que Ambrosia, el ama de gobierno de don Juan, trayendo una gran cesta con el resto de la merienda.

Esta fue alegre como una Pascua florida.

El chacolí dio ocasión a varios excesos: a que se llamase repetidas veces Juan Palomo a don Juan de Urrutia, y a que Juancho recordase que Ambrosia, a pesar de ser una santa, no había encontrado un desdichado, que cargase con sus pedazos, lo que lo valió de Ambrosia un

-¡Usted es también de los del día!


- IV -[editar]

Hacía cuatro meses que Antonio de Molinar y Feliciana se habían casado.

Era una mañana de diciembre.

Las montañas, y aun el valle, se habían cubierto durante la noche de una vara de nieve, aunque en aquellos templados valles la nieve no es frecuente.

Los habitantes de Cabia sentían una alegría vivísima cuando al asomarse a la ventana se encontraban con aquella novedad.

¿En qué consiste, me he preguntado muchas veces, esa alegría, ese bienestar interior que sentimos cuando comienza a trapear, verbo con que en las Encartaciones sustituyen el verbo nevar, o cuando ya la nieve ha vestido de blanco los campos, y los tejados, y los árboles? Debe consistir en que la nieve es blanca, y amamos lo blanco porque prefiere perder la existencia a perder la pureza; y cuando amamos, sentimos la alegría y el bienestar en el alma, porque Dios nos ha dado el alma para el amor, que no para el aborrecimiento ni la indiferencia.

Terrible era la nevada; tanto, que cuando Andresillo, un muchacho de la piel del diablo, que, entre otras gracias, tenía la de hacer hablar las campanas, según era en Cabia público y notorio, subió ala torre a tocar a maitines, encontró tal cantidad de nieve en torno de las campanas, que tuvo pelotas de nieve para atacar durante toda la mañana, desde la misma torre, a cuantos se acercaban al campo de la iglesia.

Antonio, así que oyó tocar a maitines, se levantó de la cama y fue a asomarse a la ventana, del cuarto en que dormían él y su mujer; pero apenas asomó, una enorme pelota de nieve partida del campanario fue a deshacerse en su cara, haciéndole ver las estrellas.

Una estrepitosa carcajada que resonó en el campanario reveló a Antonio quién era el autor de aquella gracia. Feliciana se estremeció, pensando que iba a estallar espantosamente la cólera de su marido, y quiso lanzarse del lecho, para apoderarse de una escopeta que había en el cuarto, antes que hiciese uso de ella Antonio; pero éste se contentó con responder a la carcajada de Andresillo con otra más estrepitosa y alegre aún.

Feliciana recordó entonces con alegría que la víspera de sus amonestaciones había pronosticado Juana que antes de un año estaría Antonio más suave que el cordobán.

-¿Has visto, Feliciana, qué grandísimo pillo,? -dijo Antonio, sacudiéndose la nieve y riendo a más y mejor.

-Hijo, haces bien en no acalorarte.

-¿Cómo me he de acalorar, cuando me han puesto más fresco que una lechuga?

-Ese Andresillo es el enemigo.

-El pícaro me ha tenido guardado el tantarantán que le di el verano pasado por haberme disparado un hueso de cereza.

-¡Ave María! ¿Y le pegaste por eso?

-¡Toma! Y por mucho menos hubiera pegado yo entonces al lucero del alba.

-¡Anda, rabietas!

-Hija si no lo podía remediar; se me subía la sangre a la cabeza...

-¿Y cómo no se te sube ahora?

-¡Qué sé yo, mujer! Eso tú lo sabrás. Desde que me casé contigo, no sé cómo demontre te has compuesto, que no tengo alma para hacer daño a una mosca. Bien dice la canta:

Cuando yo era mozo, madre,
no me sujetaba un hierro,
y ha venido a sujetarme
una mujer como un huevo.

-Calla, calla, embusterazo que cualquiera diría que yo te he echado alguna cadena.

-Sí que me la has echado; pero no es de hierro, que es de flores...

-Anda, anda, zalamero, acábate de vestir y no estés ahí tomando el frío.

-Qué frío, ni qué... Ni el frío, ni el calor, ni el trabajo, ni el sueño, ni la sed, ni el hambre, ni nada de lo nacido, me incomoda a mí ya mientras tú me quieras. ¡Cuando a uno le hace feliz el cariño, cómo ha de aborrecer a nadie!

Al hablar así, Antonio, que estaba inclinado, hacia el lecho en que reposaba su mujer, fresca, sonrosada, hermosa, iluminada por la felicidad que dan el amor santo y la conciencia tranquila, dejó caer una lágrima de regocijo sobre el rostro de Feliciana.

La noble y enamorada esposa alzó los brazos y enlazó el cuello de su marido, mezclando sus lágrimas de felicidad con las de Antonio.

Feliciana y Antonio eran rústicos, eran ignorantes, apenas sabían que el mundo se extendía, más allá de las últimas montañas que divisaban sus ojos; pero sabían, sin haberlas aprendido, todas esas cosas delicadas y puras y nobles y santas que nosotros, los que leemos o componemos libros, creemos haber aprendido en unos cuantos pliegos de papel. ¡Cómo era posible que Dios hubiera concedido a una combinación de signos el privilegio exclusivo de revelar los sentimientos más bellos y santos!

Un mugido sonó en la cuadra, y Antonio dijo sonriendo:

-El Rojo y el Galán me piden el almuerzo, y tienen razón, que ya es hora de que se lo bajo.

-Yo también me voy a levantar para hacer el nuestro.

-Anda, mujer, que no corre prisa. Estáte otro ratito en la cama, que hace mucho frío -replicó cariñosamente.

-No, que cocina sin lumbre entristece la casa.

Yo encenderé la lumbre.

-¡Eh, quítate de ahí, tonto! ¡Qué entendéis los hombres de eso!

El Rojo y el Galán, un par de bueyes como un par de Soles, volvieron a mugir, como diciendo:

-Pero, Santo varón, ¿baja usted eso o no lo baja? ¿Usted cree que con hacer carocas a su mujer nos saca la tripa de mal año?

Antonio subió al payo con un cesto, y un bandada de pajarillos que estaban dándose un buena pechada de borona junto al ventanal, huyeron más quemados que un pisto manchego al ver que se les interrumpía en lo mejor de almuerzo. Llenó de calzas el cesto, se echó éste al hombro, bajó a la bodega cantando, distribuyó las calzas a los bueyes y volvió a subir más alegre que unas castañuelas.

Feliciana había encendido ya un fuego como la fragua de una herrería, lo había rodeado de manzanas caniegas y oquendanas, y freía en una sartén tres o cuatro torreznos de tocino.

-¡María Santísima, cómo trapea! -exclamó Antonio con cara de pascua, asomándose a la ventana.

-Anda -dijo Feliciana-, que en su tiempo lo hace. Borona y patatas y arvejas y tocino tenemos, a Dios gracias.

-Y apropósito de borona: voy a deshacer un cesto de ella, que la ociosidad es madre de todos los vicios.

-Bien hecho, que así tendremos garuchos para la lumbre, y si viene el molinero, estará pronto el zurrón.

Antonio bajó un cesto de borona de la que estaba secándose en el payo, dando un nuevo berrinche a los pobres pájaros, que volvieron a huir, exclamando:

-¡Canario! ¡Este hombre se ha empeñado en que a fuerza de sustos nos haga daño el almuerzo!

En el respaldo del escaño había una tabla sujeta con dos tavarillas, y que, colocándola en sentido horizontal, servía de mesa.

Feliciana la bajó, la cubrió con una blanca pañada, colocó sobre ella un plato con los torreznos, y rodeó el plato con rebanadas de borona.

En seguida, marido y mujer, dando cada carcajada que se oía desde el nocedal, se manducaron el tocino y la borona con tanto apetito, como si manducaran perdices y pan tierno.

Antonio dio gracias a Dios por el sustento que les concedía, contestándole su mujer; ésta desocupó la tabla, volviéndola a colocar en su sitio, y se pusieron inmediatamente, Feliciana a arreglar la casa y poner el puchero, y Antonio a deshacer borona, operación que consiste sencillamente en separar del garucho el grano, haciendo resbalar sobre él un garucho colocado entre el pulgar y el índice de la mano derecha.

Andresillo continuaba en el campanario, lanzando pelotas de nieve a cuantos veía a tiro.

-¡Andresillo, que toques a misa! -gritó el ama del cura desde la ventana de otra de las casas próximas a la iglesia.

Andresillo tocó con mil primores, pues ya he dicho que su habilidad de campanero era tal, que en Cabia, para encarecerla, decía todo el mundo que Andresillo, el hijo del sacristán y maestro de escuela, hacía hablar las campanas.

Cuando hacía buen tiempo, sólo iban a misa el día de trabajo Ambrosia y algunas ancianas, porque los demás habitantes de la aldea se contentaban con encomendarse a Dios desde las piezas donde trabajaban al oír la campana que anunciaba el santo sacrificio; pero el día a que me refiero ya fue otra cosa.

-Voy a misa, ya que no corre prisa esto -dijo Antonio al oír la campana.

-De buena gana iría yo también -dijo Feliciana-; pero si no voy, el Señor me lo perdonará; que como cuando hace bueno no para una en casa, todo está patas arriba, y hay que arreglarlo cuando hace malo.

-Tienes razón, hija. Como dice el señor cura santo es rezar, pero por la devoción no se debe dejar la obligación.

Antonio se dirigió a la iglesia y se encontró en el nocedal con Ambrosía.

-Buenos días, Ambrosia.

-Buenos te los dé Dios, hombre.

-¡Je! ¡Je! ¡Je! ¡Qué tiempecito tenemos!

-Es para desesperarse una.

-¿Para desesperarse? Al contrario: la nieve alegra el corazón y abona los campos. Año de nieves, año de bienes.

-¡Hombre, no digas animaladas!

-¡Válgame Dios, Ambrosia, que siempre ha de tener usted ese genio! ¡Con nada ha de estar usted contenta!...

-No, que seré como vosotros, que parecéis a los tontos.

-¿Por qué? ¿Porque tenemos siempre cara de risa? Pues que Dios nos la conserve.

-Vaya, vaya, dejémonos de conversación.

-Sí, que ya están dando el último toque.

-¡Mira qué prisa se da tu mujer!

-¿No ve usted que hoy no puede venir a misa?

-¡Ya! ¡Esa es también de las del día! Esa.

Ambrosia no pudo acabar la frase, porque un pelotazo de nieve, lanzado por Andresillo desde el campanario, le tapó la boca.

-¡Baja, acá, grandísimo pillo! -gritó Ambrosia echando fuego por los ojos y poniéndose en jarras al pie de la torre- ¡Baja acá, que he de perder el nombre que tengo si tú no me las pagas! ¡Si eres hijo de malos padres!... ¡Si tu madre fue una!...

-¡Ambrosia! -exclamó Antonio indignado, tapando la boca con la mano a la que iba a infamar públicamente la memoria de una mujer que ya no existía-. ¡Ambrosia, por la Virgen Santísima, respete usted a los muertos!...

La cólera de Ambrosia se volvió contra Antonio.

-¡Infame! -gritó aquel espárrago en forma no sé de mujer o furia.- ¿Quién eres tú para ponerme a mí la mano? ¡Si vienes de mala casta! Si tu padre...

-¡Ambrosia, silencio; Antonio, caridad con las flaquezas del prójimo! -exclamó el señor cura desde la ventana de la sacristía, donde estaba revistiéndose para celebrar el santo sacrificio.

Había tal imponente severidad en el acento del sacerdote al pronunciar aquel mandato, y tal persuasiva mansedumbre al pronunciar aquella súplica, que Ambrosia calló como aterrada, y Antonio recobró de repente la calma que había perdido al ver mancillar la inmaculada memoria de sus padres.


- V -[editar]

¡Bendita sea la primavera, que cubre de flores la tierra, que inunda de perfumes la atmósfera, que viste de azul el cielo, que llena de alegría los corazones!

Cuando brilla el sol y cantan los pájaros, la alegría brilla y canta también en mi corazón, por más que mi corazón no espere salir de este perpetuo invierno en que vivimos los moradores de las ciudades.

Entonces me dirijo al Occidente de la villa, arrastrado por una fuerza incontrastable, y me parece, al atravesar la hermosa plaza que precede al alcázar, oír decir a las hojas y a las flores que salen tímidamente a tomar el sol de Dios:

«¡Poeta! Carecemos de voz para alzar un himno de bendición al que nos da la libertad. Alzale en nuestro nombre, que, en tanto, nosotras agradecidas, derramaremos sobre ti sombra y perfume».

Siéntome al pie del muro secular en que la populosa villa venera a su santa patrona y dirijo con avidez la vista al extenso horizonte que delante de mí se extiende.

La nieve no corona ya las cumbres del Guadarrama.

Reflejan el sol, serenas y azules como el cielo, las aguas del lago, a la orilla opuesta del Manzanares.

Las hermosas arboledas de la Virgen del Puerto, de la Florida y de la Casa de Campo, se engalanan con su manto verde para asistir a la romería de San Antonio.

Y las flores del tomillo matizan las cumbres de Sumasaguas, diciendo a su amiga la brisa:

«Toma, toma este pomo de esencias, y llévale a aquel triste cautivo que nos contempla desde lejos, sin poder venir a descansar en el perfumado lecho que le ofrecemos».

La alegría va dejando de brillar y de cantar en mi corazón al ver que me faltan las alas de las alondras, que vuelan y cantan atravesando el espacio azul.

¡Ay! ¡La resignación y la fortaleza de mí alma, son grandes, pero el suplicio de Tántalo las quebranta!

Díjome Dios al enviarme a este mundo:

«¡Vuela y ríe, y canta libre y feliz en esos horizontes infinitos que destino a los pájaros y a ti!»

Pero me dijeron los hombres apenas empecé a volar:

«¡Suspira, y llora, y muere!»

¡Y suspiro, y lloro, y muero asfixiado en una cárcel estrecha, desde donde, con el pensamiento más que con los ojos, diviso los campos benditos que Dios ofreció a mi alma ansiosa de luz y de libertad!

Pero no, amor mío, no moriré en esta cárcel, por más que siga en ella mucho tiempo; que en tu corazón y el mío hay una eterna primavera, que me dará aliento y vida con sus cantos, y su luz, y sus perfumes.

Y luego, al remontar mi pensamiento más alto, mucho más alto que esos montes del Septentrión, coronados casi siempre de nieve, aún veo en Cabia seres queridos que me abren sus amorosos brazos y pugnan por arrastrarme con su magnética mirada a aquellos campos benditos que adquirieron derecho a la experiencia de mi ancianidad enseñándome en mí niñez a amar a Dios y a la Patria.

Volvamos, amor mío, a Cabia, que nunca más hermoso que ahora se ostentó aquel nido de flores; porque han pasado los nebulosos días del invierno y el sol de la primavera hace brotar las alegrías en todos los corazones, y las flores en todos los árboles, y los cantos en todos los labios y en todos los picos.

El sol muestra sus primeros resplandores sobre las cumbres de Urállaga, y poco a poco va subiendo, va subiendo, va subiendo, hasta aparecer en toda su plenitud, inundando de luz y de alegría hasta los valles más profundos.

Las campanas de Cabia repican más sonoras, más alegres, más elocuentes que nunca; que nunca Andresillo las hizo decir a los corazones cosas más tiernas y consoladoras que hoy.

¿Consistirá sólo en que hoy celebran a la par la resurrección de Jesús y la de las flores, o también en que el corazón de Andresillo ha brotado alguna flor?

Hace pocos momentos Andresillo atravesaba el nocedal, encaminándose a la iglesia, en ocasión que Isabel volvía de la fuente con la herrada en la cabeza y un clavel en la boca.

Andresillo iba cantando, más alegre que los pájaros que cantaban en los nogales y los cerezos que dan sombra a la iglesia, pero apenas vio asomar a Isabel, el canto desapareció de sus labios y la alegría de sus ojos.

-Buenos días, Isabel -dijo.

-Buenos te los dé Dios, Andresillo.

-No me los da buenos.

-Pues tú cantando venías.

-Cantaba para espantar penas.

-¿Y quién te las da?

-Quien dice quién.

-¡Anda, engañoso!

-Aquí me caiga muerto si no es verdad.

-¡Judío! No te castigue Dios.

-¿Y por qué?

-Porque es engaño eso que dices.

-Quiéreme y lo verás.

-Si ya te he dicho que no.

-¿Y por qué no, Isabel?

-Porque no tienes formalidad.

-Verás qué formal me hago si me quieres.

-¿De veras?

-Así me salve Dios. ¿Me das ese clavel?

-No, que dice la canta:

Isabel me dio un clavel,
le coloqué en la ventana,
el viento se lo llevó...
¡Adiós, Isabel del alma!

-No, no lo colocaré en la ventana.

-¿Pues dónde?

-En el corazón.

-Pues toma.

-¡Ay, que viene el señor cura!

-¡Y también mi madre!

-Adiós.

-Adiós.

Andresillo subió al campanario, dando al clavel un beso en cada escalón.

Isabel se paró antes de entrar en casa, esperando a que Andresillo empezara a repicar las campanas, y preguntándose a sí misma:

-¿Qué les hará decir esa bala?

Andresillo empezó a repicar, e Isabel añadió, soltando una alegre carcajada:

-¡Pues no les hace decir!: ¡Isabel! ¡Isabel! ¡Isabel!...

Desde el amanecer, casi todos los moradores de Cabia vagaban por la aldea, por los huertos, por las piezas, por las arboledas, cantando y riendo alegremente, quién apacentando los bueyes en las campas o las honderas, quién haciendo provisión de hortaliza, quién yendo a coger el agua serena en la fuente del castañar, quién, en fin, únicamente admirando la hermosura del cielo y la de la tierra.

La alegría reinaba en casi todos los corazones.

Y si no digo que en todos, mis razones tengo para ello. Veámoslas.

La casa de don Juan de Urrutia contrastaba notablemente por su riqueza, no sólo con la de Antonio de Molinar, sino también con las restantes de Cabia.

Nada faltaba en ella para comodidad de sus moradores. En el mueblaje y el decorado de las habitaciones, casi regias, se echaban de menos esos pormenores, esas pequeñeces, que un gusto delicado inspira; pero, en cambio, la riqueza y la comodidad tenían allí su asiento.

La habitación de don Juan, digna en todos conceptos de un rey, recibía a través de un cortinaje de flores que trepaban al balcón, inundándola de perfumes, los primeros rayos de sol, que la inundaban también de luz.

Cuando las campanas, magistralmente repica das por Andresillo, tantas dulcísimas cosas decían a los moradores de Cabia, y tanto alegraban los corazones, don Juan se incorporó dos tres veces en su lecho, exclamando con cara de vinagre:

-¡Voto a brios Baco balillo con las campanas, que me tienen ya hasta los pelos!...

Las campanas callaron al fin, y don Juan procuró recobrar el sueño; pero en vano, porque las vueltas que daba en la cama, y las palabras incoherentes que pronunciaba cuando se quedaba adormilado, demostraban que su sueño, más que el nombre de tal, merecía el de pesadilla.

No sé qué demontre le desvelaba así, porque el único ruido que se oía a su alrededor era el de los pájaros que cantaban en las flores que trepaban al balcón. ¿Habría en su corazón algún ruido que solamente él oía?...

¡Quién sabe, Dios mío, hasta qué punto son capaces de turbar el sueño los ruidos del corazón!

Eran cerca de las diez cuando don Juan abandonó la cama y tiró de la campanilla con tal fuerza, que el cordón se hizo pedazos.

-¿Qué manda usted, señor? -le preguntó Benito entreabriendo la puerta del cuarto.

-Mando que os pongáis todos de patitas en la calle, porque me servís muy mal.

Benito se retiró sin replicar.

Chula, la perra, que al ver abierta la puerta del cuarto, vio el cielo abierto, porque se moría por su amo, fue a hacer a éste una caricia, pero don Juan le arreó un puntapié acompañado de un taco, murmurando:

-¡Para caricias está el tiempo!

La Chula se retiró diciendo pestes de la ingratitud de los hombres.

Don Juan se dejó caer en un sillón.

Los pájaros continuaban cantando entre las flores que trepaban al balcón, y en los frutales de la huerta.

Don Juan toleró su canto durante algunos instantes; pero, al fin, se levantó hecho una furia, exclamando:

-¡Voto va a bríos con la música, que es capaz de hacer perder la paciencia a un santo!

Y abrió el balcón con estrépito.

Los pájaros que cantaban allí, al ver aquella cara de vinagre, se fueron con la música a otra parte, quejándose de la poca protección que se dispensa en España a los artistas; pero los que cantaban en los frutales, o creyeron la fuga sólo digna de músicos vulgares, o en medio del entusiasmo con que ejecutaban una gran pieza concertante, no vieron ni oyeron a don Juan, por más que éste, extendiendo los brazos como aspa de molino de viento, repitiese con todas sus fuerzas:

-¡Uuusaaa!...

Don Juan, ciego de cólera, cogió la escopeta y descerrajó un tiro a los cantantes, que si bien tuvieron la suerte de quedar ilesos, se vieron precisados a huir al cerezo de la portalada de Antonio, donde concluyeron la pieza muy a satisfacción del público.

Al oír el tiro, Juana salió al patín de su casa, que estaba frontero al balcón del cuarto de don Juan, y viendo a éste aún con la escopeta en la mano, le dijo:

-¿Se caza, don Juan, se caza? ¡Gracias a Dios que le vemos a usted de humor para divertirse! Bien es que ¿quién no lo está hoy que ha resucitado el Señor, y hasta el cielo, y el sol, y las flores, y los pájaros lo celebran? Todavía le hemos de ver a usted esta tarde echar un corro al son de la pandereta en el nocedal. ¡Caramba! ¿Quiere usted bailar conmigo?

-¡Váyase usted al cuerno!

-¡Váyase usted más allá!

-No tengo gana de conversación.

-Con las viejas como yo, ¿no es verdad?

-Ni con las jóvenes.

-¡Vamos, señor don Juan, que todo se sabe!

-¿Y qué es lo que sabe usted, grandísima bruja?

-¡Ja ¡Ja! ¡Ja! Como dice el adagio, el que habla mal de la pera...

-Pero ¿qué pera ni qué camuesa?...

-¿Piensa usted que cuando ayer tarde encontró usted a Isabel en la estrada, la hija de mi madre, que estaba plantando arvejas al otro ado del seto, era sorda?

Don Juan se puso colorado de vergüenza morado de cólera, y balbuceando algunas palabras inspiradas por estos dos encontrados sentimientos, se volvió para retirarse del balcón.

-Señor -dijo Juana-, no le he llamado a usted perro judío para que se alborote usted de se modo. Decir que quiere usted casarse es ponerle una corona, y con Isabel mucho más. Ella es muy pobre, eso sí; pero merece casarse con el Rey de España, cuanto más con usted.

-Pero ¿quién le ha dicho a usted, grandísima habladora, que yo trato de casarme?

-A la vista está, porque no ha de ir una a creer que va usted con mal fin...

-Ni con malo ni con bueno voy; que en mi vida he pensado casarme.

-Por eso le llaman a usted Juan Palomo, yo me lo guiso y yo me lo como.

-¡Señora! ¡Señora! ¡Por todos los demonios el infierno, no me provoque usted, que me dan tentaciones de hacer un disparate.

Y al decir esto, don Juan agitaba convulsivamente la escopeta.

Juana se asustó, y dando un chillido se metió en casa.

Ni Benito ni la cocinera habían pensado en ponerse de patitas en la calle, por la sencilla razón de que se creían con tanto derecho a no obedecer a su amo, como éste a mandarlos.

-¡Benito! ¡Ciriaca! ¡Ambrosía! -gritó don Juan. ¿Dónde demonios estáis, que me tenéis aquí solo, rabiando, como un perro?

Benito y Ciriaca, la cocinera, acudieron a este llamamiento de su amo.

-¿Qué se le ofrece a usted, señor?

-¡El almuerzo, más pronto que la vista!

-No está todavía -contestó la cocinera.

-¡Rayo de Dios!

-Se ha llevado Ambrosia la llave de la despensa.

-¿Y dónde demonios está Ambrosia?

-En la iglesia desde las seis.

-Que venga volando, volando, o si no...

Benito echó a correr a la iglesia a llamar a Ambrosia, que pocos instantes después subió la escalera refunfuñando.

-¿Qué tripa se le ha roto a usted? -preguntó insolentemente a su amo.

-Yo si que les voy a romper a ustedes las costillas a garrotazos, que esto ya pasa de castaño oscuro.

-¡No me venga usted a mí con fueros! ¡Apuradamente está la madera para hacer cucharas!

-¡Ambrosia! ¡Que se me acaba la paciencia!...

-Compre usted unas cuantas libras de ella, que rico es...

-¡Rico! ¡Rico!... ¿De qué me sirve serlo si me encuentro siempre solo? ¡Si no tengo, aunque me gaste un sentido, quien me sirva de buena voluntad! ¡Si ni siquiera tengo a quien contar mis penas!

-Cásese usted, y verá cómo se ahorca y acaba de penar.

-Ambrosia, no hablemos más de esto, que voy a hacer un desatino. Que me hagan volando el almuerzo, y entre tanto tráigame usted una camisa, que me voy a mudar.

-No hay ninguna.

-¿Cómo que no hay ninguna, si las tengo por docenas?

-Pero no están planchadas.

-¿Pues qué ha hecho usted toda la semana?

-Hereje, lo que usted no hace.

-Bien se puede conciliar la devoción con la obligación.

-Si ¡usted también es de los del día!

Don Juan se arrojó en el sillón, desesperanzado ya de hacer entrar a sus criados en vereda, y buscando un medio de poner término a aquella hipocondría, a aquel humor más negro que la pez, que era su estado normal.

Sonó el primer toque de misa, y poco después don Juan oyó unas estrepitosas carcajadas de hombre y mujer en el nocedal. Asomóse al balcón, y vio que las daban Antonio y Feliciana, yendo a misa, cada cual con un pedazo de borona en la mano, que comían con más apetito que si fuera rosquilla.


- VI -[editar]

Era un domingo, víspera de San Juan, y los vecinos de Cabia acordaron hacer aquella noche una sanjuanada que fuese sonada en todas las Encartaciones.

En aquel país rara vez se sacrifica la obligación a la diversión. La obligación para los encartados es pasar el día de trabajo en sus heredades, y la diversión, pasar el día de fiesta parte en la iglesia y parte en el carrejo jugando a los bolos, a la pelota o a la barra, o en el noceal, o en las casas entregándose a placeres tan inocentes como éstos.

Como el año a que me refiero, la víspera de San Juan caía en domingo, los vecinos de Cabia tenían toda una tarde a su disposición para preparar la sanjuanada.

Reunidos, después del rosario, en el campo de la iglesia, propusiéronse antes de todo acordar el punto adonde habían de ir por roza.

-En Matacabras -dijo Antonio- tengo yo una rozada seca que basta para chamuscar todas las brujas de España.

Ambrosia, que oyó estas palabras desde la iglesia, se creyó aludida y salió hecha una furia.

-¡Señores -dijo una vocecilla burlona que parecía bajar del cielo-, propongo que no se chamusque a Ambrosia con argomas encendidas, que bastante tiene para quernarse con no haber encontrado en su vida un Vivanco como el que casó con Segovia, siendo ciego, cojo y manco!

Todos alzaron la vista y vieron con horror a Andresillo paseando con la mayor frescura por la cornisa de una cuarta de ancho que rodeaba la altísima torre casi por bajo las campanas.

Ambrosia empezó a echar sapos y culebras, y cogiendo una piedra se la arrojó a Andresillo, alzando la pata al arrojarla, como es uso y costumbre entre las señoras mujeres; pero la piedra dio mucho más abajo de la cornisa, y al caer rompió las narices a la que había disparado.

Curada Ambrosia con agua, sal y vinagre que la hicieron ver las estrellas, y conducida a casa, todo el mundo, hasta Juancho el ochentón, se armó de horquillas y bilortos, y tomó el camino de Matacabras, donde estaba la rozada que Antonio había hecho para abonar sus tierras después de pudrir la roza en la portalada.

También Feliciana quiso ser de la partida; pero su marido le dijo no sé qué al oído, se puso colorada y se quedó en el nocedal.

Llevaba el nombre de Matacabras la plataforma que coronaba una de las dos colinas que, dominaban la aldea.

Los hombres amontonaban sobre bilortos de rebollo argomas secas, que tomaban con las horquillas para esquivar sus agudas espinas; las mujeres las ataban, y muy pronto empezaron a rodar por la cuesta enormes haces, que no paraban hasta el campo de la iglesia, donde al anochecer había ya roza para cocer dos caleros.

Esperábase con ansia que empezasen a brillar sanjuanadas en el valle y las aldeas dispersas en la falda de las montañas de Poniente, para dar fuego a aquella gigante hacina. Las muchachas preparaban las panderetas, los hombres las escopetas, y la gente menuda las corambres viejas, que colocaban en pértigas altísimas, y todo era alegría en Cabia.

Sin embargo, don Juan Palomo no participaba de la alegría general; pues sentado en el balcón que daba sobre el zaguán de su casa, tiraba de cuando en cuando una chupada a la pipa, y seguía distraído y caviloso las ondulaciones del humo que despedía de sus labios.

Juana alzó la vista al balcón de don Juan, echando de ver a éste.

-¡Caramba! -le dijo-. Baje usted acá, cascarrabias, y no se esté usted ahí pensando en las musarañas. ¡Luego se atufará usted porque le llamen Juan Palomo!

Don Juan hizo un gesto de despecho al oír este apodo, que después de habérsele apropiado él mismo, había llegado a ser su pesadilla.

-Que no te vayas a estar repicando toda la noche -decía Isabel a Andresillo, un poco retirados ambos a la sombra de un nogal.

-No tengas cuidado, que entre repique y repique he de bajar a echar un corro que se hunda la tierra.

-Pero conmigo nada más.

-Con el lucero del alba que se ofrezca.

-¡Que no muelas, Andresillo!

-Esta noche te planto un abrazo.

-Anda, judío, ya verás cuando te confieses.

La madre de Isabel se asomó a la ventana.

-¡Isabel!

-¿Qué quiere usted, señora madre?

-¿Piensas dejarnos sin agua esta noche? No, tú como haya bureo... A ver si vas por una herrada de agua antes que sea más tarde.

-Voy al instante -respondió Isabel alejándose de Andresillo, que murmuró bajito:

-¡Que te le planto!

En aquel instante don Juan abandonó de repente sus cavilaciones y bajó al nocedal.

-¡Gracias a Dios -dijo Juana -que se da usted a mandamiento!

-Tiene usted razón -contestó don Juan alegremente-. Esta noche es noche de alegría, y todo el mundo debe echar con dos mil demonios el mal humor. Aquí faltan un par de cántaras de chacolí que alegren la pajarilla.

-¡Sí, sí, eso es lo que falta! -asistieron todos los circunstantes, menos Isabel, que ya salía de su casa con la herrada en la cabeza, y Andresillo, que se había escabullido del nocedal.

-¡Benito! -dijo don Juan a su criado-. Anda a casa y trae aquí chacolí de firme.

-¿De cuál traigo?

-Del mejor que hay en la cubera.

-Mire usted que Ambrosia se va a poner como un toro si lo huele...

-Ambrosia no huele ya, que tiene la nariz rota.

Dos minutos después el jarro corría que era una bendición y las pajarillas comenzaban a alegrarse: Don Juan, como quien no hacía nada, se deslizó entre la sombra de la arboleda y tomó el camino de la fuente, siguiendo a Isabel, que, cantando como una malviz, le llevaba cincuenta pasos de delantera.

El secular castaño que se alzaba al lado de la fuente, extendía sobre ésta sus pomposas ramas, con cuyo motivo y el de estar expirando el día, la obscuridad era casi completa en torno de la fuente.

Isabel colocó la herrada bajo la teja que servía a la fuente de caño, y mientras la herrada se llenaba, fue a alcanzar una rama para echarla en el agua, con objeto de que ésta no se jalducase; pero como oyese pisadas que se acercaban cada vez más, preguntó con voz temblorosa:

-¿Quién viene?

-No te asustes, Isabel, que soy yo -la contestó don Juan.

Isabel, cuya inocencia formaba singular contraste con las picardías de Andresillo, no pudo contener la expresión de su alegría, pues la obscuridad que reinaba allí empezaba a darle miedo.

-¿Pues cómo viene usted por aquí? -preguntó ingenuamente al camastrón de don Juan.

-Vengo porque te quiero mucho.

-¡Sí, cabalito!

-¿Lo dudas? Verás qué abrazo tan rico te voy a dar.

-¡Ay, no, no, que es pecado! -exclamó Isabel retrocediendo.

Pero tropezó con el tronco del castaño, y alcanzándola don Juan, iba a estrecharla en sus brazos, cuando del tronco del árbol salió una voz pavorosa que dijo:

-¡Tú me las pagarás!

Isabel y don Juan lanzaron un grito de espanto, quedando la primera muda e inmóvil de terror al pie del castaño, y tomando el segundo a escape el camino de la aldea.

-¡No te asustes Isabel! -dijo cariñosamente Andresillo saltando del castaño.

-¡Ay, Andresillo de mi alma! -exclamó la niña acercándose temblorosa a su novio, que la estrechó en sus brazos y dijo soltando una alegre carcajada:

-¿No dije que te le plantaba?

En aquel momento un vivísimo resplandor inundó a Cabia.

-¡La sanjuanada! ¡La sanjuanada! - gritó Andresillo alborozado. Y colocando a toda prisa la herrada en la cabeza de Isabel-. Adiós, chica -añadió-; las campanas me están echando ya de menos. No digas a nadie que hemos estado aquí Juan Palomo ni yo.

Y echó a correr más ligero que una liebre.

Don Juan antes de llegar al nocedal, dio un rodeo por detrás de las casas y se metió en la suya.

Asomóse al balcón y oyó a los vecinos que decían:

-Pero ¿dónde estará ese condenado de Andresillo, que no rompe ya las campanas a fuerza de repicar?

Al oír esto don Juan se dio una palmada en la frente, murmurando con desesperación:

-¡Era él! ¡Era él! ¡Va a contarlo a todo el mundo, y voy a ser el monote de la aldea!... ¡Qué vergüenza! ¡Un hombre de mis años y posición!..

Andresillo llegó en aquel momento al campo de la iglesia dando también su rodeo.

-¡Ea! ¡Viva! ¡Ya está aquí Andresillo! -gritaron los chicos tirando las gorras al aire.

-¿Dónde andas, hombre? -le preguntó el señor cura.

-Estaba echando un sueñecito para estar despabilado esta noche -contestó Andresillo.

Y subió de cuatro en cuatro los escalones del campanario.

Jamás se había oído en Cabia campaneo más alegre y sonoro que el que enseguida empezó a responder al que se oía en todas las iglesias parroquiales del valle.

-¡Qué condenado a muerte! -exclamaba Juana reventando de alegría- ¡Ahora, ahora sí que hace hablar las campanas!

Cien hogueras iluminaban con claridad del sol el verde y hermoso valle, y el río que por el fondo de éste se deslizaba, parecía una serpiente de fuego al reflejarse en sus claras aguas, aquel vivísimo resplandor.

Al himno de alegría que alzaban las campaas en los cinco campanarios que surgían blancos y esbeltos del verde follaje, en toda la exensión del valle, se unían las salvas de tresientas escopetas y los repetidos gritos de:

¡San Juan! ¡San Pedro!
¡San Pelayo en medio!

Pero entre todas las sanjuanadas, la de Cabia llevaba la gala, en concepto de los Cabia, que tenían la debilidad, ¡santa debilidad! de no envidiar a nadie, de creer que la aldea donde habían nacido era la mejor del mundo, de no comprender que fuera de aquel nido de ramas y flores existiera felicidad.

A todos les decía Andresillo su cosa, con aquella gracia que Dios le había dado para hacer hablar las campanas.

A Isabel: -«¡Te quiero mucho! ¡Te quiero mucho!»

A Antonio y Feliciana: -«Vuestro hijo, ¡qué hermoso será, qué hermoso será!»

A Juancho: -«¡Pasarás de los cien años y fumarás buen tabaco!»

-A Ambrosia: -«¡Rabia! ¡Rabia! ¡Rabia!»

-Y a Juan Palomo: -«¡Tú me las pagarás! ¡Tú me las pagarás!»

Sí, sí, esto decía Andresillo a don Juan de Urrutia, que mientras sus vecinos se volvían locos de alegría, se arrancaba de rabia el cabello, derrengaba de una patada a la perra, jugaba a la pelota con el gato, habría a puntapiés las puertas, y decía, tapándose los oídos para no oír las campanas:

-¡Tú me las pagarás! ¡Tú me las pagarás. ¡Me las está jurando!... ¡Me las está jurando!...


- VII -[editar]

El ardiente sol de julio se iba ocultando tras de los lejanos montes de Soba.

Antonio y Feliciana resallaban borona en una pieza situada a dos tiros de piedra de su casa, y muchos vecinos se ocupaban en lo mismo en otras piezas cercanas.

La alegría, que rara vez abandonaba el corazón de los vecinos de Cabia, se manifestaba entonces en toda su plenitud: era que dos días antes había llovido abundantemente, y veía crecer la borona, que con tanta prodigalidad recompensa las fatigas del labrador cuando recibe a tiempo el agua, bendición que Dios niega rara vez al creyente y laborioso labrador vascongado.

-Voy a bajar las ovejas y a arreglar en seguida la cena -dijo Feliciana.

-No -replicó Antonio-; no quiero que subas la cuesta, que no estás ya para eso. Vete, a preparar la cena, que las ovejas están en Matacabras poniéndose como pelotas con la hierba que ha nacido ya en la rozada que limpiamos la víspera de San Juan. Así que dé la oración, subiré yo en un brinco por ellas.

Feliciana se dirigió a casa, recogiendo al paso un brazado de leña seca para la lumbre.

La puerta estaba cerrada sólo con picaporte, que en Cabia para maldita la cosa se necesitan llaves ni candados.

-Feliciana -dijo Juana, que atravesaba a la sazón el nocedal-, ya te está esperando hace rato la familia.

La familia a que Juan aludía eran dos cerdos que hocicaban la puerta gruñendo como desesperados y una bandada de gallinas que, al mando del gallo más gallardo de Cabia, esperaban a sus amos con santa paciencia, pensando sólo en que podía descolgarse por allí algún gato montés y refrescar con sus hijos.

Para matar el tiempo, gallinas y cerdos habían emprendido la siguiente disputa:

-¡Pues no gruñen ustedes poco en gracia de Dios!

-¡No, que seremos tan gallinas como ustedes!

-¡Ya! ¡Como son ustedes gente gorda!...

-Pues ustedes bien suelen alborotar el gallinero.

-Pero no alzamos el gallo tan alto como ustedes.

-¡No, y ponen ustedes el grito en el cielo!

-¡Y ustedes por nada va están de hocico!

-¡Eh, basta de cacarear!

-¡No nos da la gana, cochinos!

La cosa se iba poniendo seria cuando apareció Feliciana en la portalada, y gallinas y cerdos corrieron a su encuentro haciéndola mil carocas, y como tontos, se metieron en casa con,ella, seguros de que habría por allí algunas somas y aechaduras que merendar.

Al poco rato, una blanca columna de humo empezó a elevarse de la chimenea de casa de Antonio.

Al verla éste desde su llosa, se sonrió como un tonto, de puro regocijo, diciendo a Juancho, que en aquel instante se había acercado a pedirle una pipada de tabaco:

-¡Mire usted, mire usted, qué humos gasta mi mujer! ¡Válgame Dios, qué de cosas le dice a uno el humo que desde lejos ve salir por la chimenea de su casa!

-Vamos a ver, ¿y qué es lo que a ti te dice?

-Hombre de Dios, si uno pudiera explicars como los que componen los libros, le aseguro a usted que más de cuatro cosas buenas se ha ían de oír en Cabia... Mire usted, Juancho: cuando desde las llosas o el monte veo yo el humo d mi casa, pienso para mí que mi mujer está di ciendo, si hace frío, «Hagamos una buena lumbrerada para que aquel pobre se caliente cuando venga»; si hace calor, «No echemos mucha lumbre, que aquél cuando venga va a encontrar la casa como un horno»; si hace una tortilla, «Pongámosla bien doradita, que así le gusta a aquél»; si echa sal al puchero, «No pongamos la comida muy salada, que aquél se atraca luego de agua»; si hace..., en fin, yo no sé explicarlo, pero ese humo me dice siempre que allí están pensando en mí.

-Quien te lo dice no es el humo.

-¿Pues quién, si no, me lo ha de decir?

-El corazón.

-Ése será, caramba; pero...

-Y si no, pregúntale a Juan Palomo qué le dice el humo de la chimenea.

-¡Toma! Porque ése no tiene mujer.

-Pues entonces, si no es el corazón, será la mujer y no el humo quien dice todas esas cosas...

-De juro, alguno será. Pero dejémonos de cavilaciones, que son para gente más leída que nosotros, y vámonos a echar para casa las ovejas, y a ver si aquélla tiene ya preparado algo que se pegue al riñón.

Antonio hizo un haz de pies de borona cortados por inútiles, se lo echó a un hombro y al otro la azada, y tomó el camino de su casa.

Así que sirvió aquella sabrosa merienda a los bueyes, y dijo yo no sé qué dulcísimas cosas a su mujer, pues ésta le puso de gitano que no había por donde cogerle, tomó cantando la cuesta de Matacabras, por la que se le vio bajar poco después, trayendo de batidores una docena de ovejas tan retozonas y alegres como él.

El día había sido calurosísimo, pero la noche era deliciosa: la luna alumbraba como el sol a medio día, y el ambiente venía cargado con el aroma robado al paso a las manzanillas que, a manera de una nevada, cubrían los collados que resguardan a Cabia por el Sur y el Norte.

Cuando Antonio llegó a casa con las ovejas, ya Feliciana había colocado una mesita y dos sillas de madera al pie del cerezo de la portalada.

Las ovejas, acostumbradas por su ama a malas mañas, rodearon a Feliciana, como diciéndola: «Ve, ve si tienes por ahí algo que echar a perder.» Y Feliciana obsequió a cada una con un currusco de borona.

Antonio subió al payo con un plato en la mano; desde el ventanal alcanzó una rama del cerezo, trasladó al plato el fruto que la abrumaba por lo que la rama dio un respingo que equivalía a un «Estimado, generoso», y bajó a depositar el plato de cerezas al lado de otro plato de pimientos y huevos y tomate, que ya Feliciana había colocado en la mesita.

Marido y mujer se sentaron a la mesa, y previa la bendición, que echó Antonio, ambos metieron mano a la cena, con un apetito y una cara de pascua que hubiera hecho morir de envidia al inapetente e hipocondríaco Juan Palomo.

-Pero, hija -dijo Antonio-, veo que comes por uno, cuando debieras comer por dos.

¿Cómo por dos? -replicó Feliciana sin comprenderle.

-Por ti y por un hombrecito que nos está oyendo.

-¡Sí, hombrecito! Mujercita sí que será -dijo Feliciana, comprendiendo al fin y poniéndose sonrosadita.

-Nada, nada, aquí no se quiere gente que se viste por la cabeza y se desnuda por los pies.

-¡Qué gracioso! Pues yo quiero que sea niña.

-Entonces, la meto en la misericordia de Bilbao.

-¡Gem! ¡Gem! ¡Que no me hagas rabiar!

-A no ser que se parezca a la pícara de su madre...

-Sí que se parecerá.

-Pues entonces, será pícara y se quedará en casa, porque tienen fortuna todos los pícaros como tú... sabes.

-¡Verás!

-Pero ahora que me acuerdo... Si me ha dicho el cirujano que es niño.

-¡Anda, mentiroso!

-Lo que oyes, hija. El domingo, antes de misa, estábamos en el pórtico esperando el toque de entrada, cuando asomaste tú por el nocedal, y me dice el cirujano: «Antonio, ¿quieres saber si tendrás hijo o hija?» Digo... Ya se ve que quiero. «Pues espera, que ahora lo sabrás.» Conque cuando ibas a subir el escalón de la puerta, se baja a mirarte los pies, y dice:

-¡Qué gracia!

-Chica, no te pongas colorada, que no dijo nada malo.

-¡Pues no son pocos mirones los hombres!

-Dice: «Hijo vas a tener.» ¿Y usted que sabe?, «Vaya si lo sé. Mira, cuando la mujer embarazada echa primero el pie derecho al subir un escalón, pare niño; y cuando echa el izquierdo, pare niña. Tu mujer ha echado primero el derecho; conque niño va a parir...»

-No quiero...

-Pues entonces le llevaré a la Misericordia.

-¡Sí, que te voy a dejar!

-Como no le quieres...

-Sí que le quiero.

-¿Y cómo le pondremos?

-Un nombre muy bonito.

-Dice Juan Palomo que los nombres bonitos son... así, como los que hay en unos libros de novela que él tiene.

-¿Y cómo, cómo son?

Arturo, y no sé cómo demontres más.

-¡Ay, que feos! ¿Verdad?

-Sí que lo son. Ésos son santos de Francia o por allá...

-Justo. ¡Cuánto más bonito es Antonio, Juan, Francisco, José, Ignacio, Manuel..., en fin, santos buenos, como los de España!

-¡Ésos, ésos son los que a mí me gustan! ¡Caramba! Donde están los santos de por acá...

-Pues mira, Antonio, yo a mi chiquitín le voy a poner tu nombre.

-Pero ¿no ves que cuando te pregunten por cualquiera de nosotros no vas a saber?... A no ser que tengas la precaución de hacer la pregunta de López...

-¿Qué pregunta es ésa?

-Yo te diré. López se había casado hacía mucho tiempo, y rabiaba porque no tenía familia; pero al cabo parió su mujer un niño. López, con este motivo, reventaba de orgullo y se desesperaba porque el cuidado de la parida no le dejaba ir por el pueblo contando que ya tenía un hijo. Pero ¿qué hizo el maldito de cocer? El mismo día que parió su mujer, se colocó a la puerta de su casa, y cuando llegaba algún desconocido y le decía: «¿Está López?», le preguntaba, poniéndose más hinchado que una bota:

-«¿Cuál? ¿padre o hijo?»

-Pues mira, dejémoslo, que ya pensaremos cómo le hemos de poner a mi pobrecito...

-Anda, que el nombre no le hace. Lo que importa es que el chico sea guapo.

-¡Y sí que lo será!...

-Porque se parecerá a ti.

-No, a ti.

-Le voy a hacer un carretón para que aprenda a andar antes de un año...

-Eso de enseñarle, por mi cuenta corre.

-¡Y qué gusto verle corretear por ahí aquel pelito rubio como el oro, y aquellos ojillos pícaros, como los de su madre!... ¡Je! ¡Je! ¡Je! ¡Qué tunante de chico!

-¡Que no le llames eso!

-Esquilando, como un gato, por el tronco del cerezo...

-¡Pues! ¡Para romperse la ropa!...

-Le das un par de azotitos.

-¡Anda, Nerón, no me da la gana de pegar a mi niño!

-Pues verás cómo yo me levanto y se los planto...

-¡No quiero, no quiero que le pegues!

Y Feliciana se vuelve asustada, extendiendo los brazos hacia el tronco del cerezo que está a su espalda, para impedir que Antonio dé al chiquitín lo que no se le caiga.

-Si vosotras los echáis a perder con ser tan madrotas...

-¡Mejor!...

-Pero felizmente nuestro chico saldrá hombre de bien.

-Y siendo tan guapo, se casará en alguna casa rica, aunque no me gusta mucho.

-No, mejor es que vaya a las Indias.

-Y verás tú qué rico viene, porque dicen que allí hacen fortuna los que son tan despejados.

¡Vaya si la hará! ¡Je! ¡Je! ¡Je! ¡Qué diablejo de chico!...

-¡Buenas noches! -dijo Juancho, presentándose en la portalada, antes que Antonio y Feliciana repararan en él, entretenidos como estaban con su chico...

-¡Buenas noches, Juancho! ¿Usted gusta? Aunque llega usted a los postres...

-Que aproveche. Hablábais de Andresillo, ¿no es verdad? Cierto que ese chico es un diablejo. Juan Palomo está trinando con él porque dice que le insulta siempre que repica las campanas.

-¿Y qué es lo que le dice?

-¡Qué sé yo! Sus cosas, como a todos nos dice las nuestras. Sólo que al que no hace nada malo, no le importa que le digan lo que hace.

-A ver si el tal Andresillo se casa pronto y sienta la cabeza como la sentó éste.

-¡Qué sé yo que os diga! La pobre Isabel no las tiene todas consigo. Pero a todo esto ¿cuándo te haces dos, Feliciana?

-¡Qué cosas tiene usted!

-Desmejoradilla te vas quedando.

-No ve usted que me da cada patada el chico...

-¡Qué chico ni que calabaza! La chica querrás decir.

-No señor; que el cirujano vio a ésta el domingo echar primero el pie derecho al subir el escalón del pórtico, y conoció en eso que va a parir chico.

-Pues hace una hora he estado a pedir al cirujano una pipada, y me ha dicho que esta tarde ha visto a tu mujer echar primero el pie izquierdo al subir la escalerilla de la llosa, y ha conocido que va a parir chica...

Feliciana soltó una alegre carcajada, a la que respondió Antonio con otra no menos alegre, añadiendo:

-Que venga lo que su Divina Majestad quiera; que si no sabemos si es niña o niño, sabemos que es la bendición con que el Señor completa nuestra felicidad.

A Feliciana se le llenaron los ojos de agua, y no sé cómo demontres la mano de Antonio y Feliciana se encontraron bajo la mesa y se dieron un apretón de padre y muy señor mío.


- VIII -[editar]

Era domingo y llovía a jarros.

Don Juan de Urrutia estaba alegre y placentero, cosa que tenía admirado a todo el mundo, porque don Juan se había ido avinagrando de tal modo, que los vecinos de la alítea apenas le llamaban ya Juan Palomo, que le llamaban Cascarrabias.

¿En qué consistía tan repentino cambio?

El pobre Andresillo, por el contrario, estaba reservado y triste; novedad también, y no pequeña, pero que no excitaba la curiosidad de nadie, porque nadie ignoraba ya en Cabia que a Andresillo lo había plantado su novia Isabel unas calabazas como unos soles, en vista de que no sentaba la cabeza, como lo probaba el haber pintado con carbón en el pórtico de la iglesia unas narices torcidas, en las que todo el mundo había reconocido las de Ambrosia.

A media tarde cesó la lluvia; pero no era posible jugar a los bolos ni a la pelota en el carrejo, porque éste estaba convertido en una charca.

Los muchachos de la aldea, entre los cuales se hallaba Andresillo, aunque casi tenían que llevarle, como quien dice a remolque, recogieron del carrejo bolas y bolos, y se echaron a buscar una casa donde pudieran armar el juego.

-¡Ambrosia! -decía don Juan a su ama de gobierno con tono zumbón y después de haber recalado a Juancho una hoja de rico tabaco-. Hoy me ha tenido usted en ayunas hasta las doce por estarse usted comiendo... los santos; pero se lo perdono a usted porque no quiero amargarle sus triunfos.

-Vaya usted mucho con Dios, que no tengo gana de conversación. ¡Qué triunfos, ni qué!...

-¿No los ha olido usted?

-No señor.

-Ya se conoce que no tiene usted buena nariz.

-Mire usted, señor, no me insulte usted, que tengo malas pulgas y le tiro aunque sea un demonio a la cabeza.

-¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Tiremele usted, a ver si rota alcanza el triunfo que la nariz de usted ha alcanzado.

-Pero ¿de qué triunfo habla usted, hereje? Que es usted capaz de hacer burla de un entierro, como todos los del día.

-¿Conque no lo sabe usted? ¿Conque no sabe usted que su nariz ha merecido la alta honra de ser retratada y expuesta al público no menos que en el pórtico de la iglesia?...

-¡Calle usted, calle usted, por los clavos de Cristo, y no tenga usted ganas de divertirse conmigo!...

-Toda Cabia se divierte con su nariz de usted.

-Le digo a usted que si quiere divertirse compre una mona.

Unas grandes carcajadas resonaron en aquel instante en el pórtico de la iglesia.

Don Juan se asomó al balcón que daba sobre el zaguán.

-¿Qué es eso, Antonio? -preguntó a éste, que venía de hacia el pórtico, desternillándose de risa.

-¡Ja! ¡Ja! ¡Qué ha de ser! -contestó Antonio-. Cosas de Andresillo, que es el mismo diablo. ¿Pues no ha pintado con carbón, que parece que está hablando, la nariz de Ambrosia?

Al oír esto, Ambrosia pegó un salto de hiena, y tomó un puchero con agua y una esponja, se lanzó a la calle, gritando:

-¿Dónde está ese pillo, hijo de mala madre y de peor padre?... ¡Veneno se me vuelva el pan que coma y el agua que beba, si no me la paga bien pagada!... ¡Por ésta! ¡Por ésta ¡Por ésta!

Y Ambrosia besaba el dedo pulgar, cruzado sobre el índice, corriendo con su puchero y su esponja hacia el pórtico.

En efecto: allí estaba la vera efigie de su nariz, insolente, gráfica, incapaz de confundirse con ninguna otra, hablando, como había dicho Antonio; pero Andresillo la había dibujado sirviéndolo de andamio Benito, que tenía tirria y mala voluntad a Ambrosia, y ésta dio un nuevo grito de desesperación al ver que la esponja empuñada por su mano no alcanzaba allí.

-¡Aunque estuviera en el quinto cielo esa infame pintura la alcanzaría yo! -exclamó, tirando la esponja al dibujo.

Pero la esponja cayó al suelo sin dar en el blanco, o mejor dicho, en el negro; y volvió a subir y caer, cubierta ya del barro formado con el polvo que había recogido en las multiplicas caídas, hasta que en uno de aquellos rebotes...¡paf! vino a parar a la cara de Ambrosia.

Los chicos y los grandes, que se iban ya reuniendo en el pórtico, entre ellos Juancho, soltaron una tremenda carcajada, dando un pase, atrás, espantados al ver la horrible caricatura de Ambrosia, descompuesta por la cólera y cubierta de barro.

Aquella carcajada y la inutilidad de sus esfuerzos acabaron de cegar y desesperar a Ambrosia, que, arrimándose de bruces a la pared, empezó a dar grandes saltos como el perro a quien ponen tres varas de altura una tajada de carne.

-¡Señora, señora, que se le ven a usted las piernas! ¡No sea usted escandalosa! -la gritaron Juana y otras vecinas, ahuyentando a los chicos.

Entonces Ambrosia tiró el puchero, echando a correr a casa en un estado de exaltación imposible de describir.

-¡Voto a bríos con la bruja esa! -exclamó Juancho, casi desesperado como Ambrosia.

Era que el puchero arrojado por el ama de Juan Palomo le había roto la pipa, en que empezaba a saborear una pipada del riquísimo tabaco que había pedido a don Juan al verle tan para gracias.

Don Juan continuaba en el balcón, desde donde había contemplado y celebrado aquella grotesca escena.

-¡Don Juan, por María Santísima -le dijo Juana desde el nocedal-, que lo va a dar algo a esa pobre mujer! Llamen ustedes al cirujano, y entre tanto, dígale usted a Ciriaca que...

-Ande usted, que cosa mala nunca muere -contestó don Juan -. ¡Mal portazo la oigo dar al encerrarse en su cuarto! Verá usted cómo allí se le pasa el berrinche.

-A todo esto el sol había salido radiante y hermoso, y la mayor parte de los vecinos de Cabia imitaban a los caracoles cuando sale el sol. El nocedal se iba llenando de gente.

Don Juan, que hacía un rato guardaba silencio y aplicaba el oído hacia el Noroeste, exclamó de repente:

-¡Demonio! ¡Ya está armado en Santoña! ¿No, oyen ustedes qué cañonazos?

Todo el mundo se puso a escuchar, y todo el mundo soltó una carcajada.

-¡No tiene usted malos cañonazos! -dijo Juana- Si es Andresillo que con otros muchachos está jugando a los bolos en el payo de su novia.

-Querrá usted decir de la que fue su novia -replicó don Juan anublándoselo un poco el semblante.

-De la que lo será aún; porque ¡haga usted caso de riñas de enamorados! Por más que diga Isabel, bien agarrada la tiene ya ese gitano, que es capaz de engatusar al lucero del alba.

Un nubarrón espantoso acabó de obscurecer el semblante de don Juan, que ya entonces no pudo tolerar que se le contradijera, poniendo en duda la perspicacia de su oído.

-¡Les digo a ustedes que son cañonazos!

-¡Calle usted, hombre, y no diga disparates!

-¡Centella de Dios! ¿Me quieren ustedes hacer tonto? Digo y repito que en Santoña hay un cañoneo que se hunde la tierra. Oigan ustedes. ¡Booom! ¡No hay más, ésos son los ingleses, que quieren otro Gibraltar!

-Vaya, vaya, usted está ido.

-Pero, ¿no oyen ustedes? Grandísimos...

-¡Hombre, no sea usted terco, por la Virge Santa! ¡Si sabremos aquí lo que son bolas y lo que son cañones!

-Se van ustedes a convencer de que son cañonazos, o me llevan a mí doscientos mil demonios.

Y don Juan se lanzó a la calle, dirigiéndose casa de Isabel.

Al llegar al portal de la casa, un terrible bolazo que sonó arriba le convenció de que se había equivocado de medio a medio, y de que ya tenían los vecinos de Cabia lo que necesitaban para quemarle la sangre.

Soltó un terrible juramento, y cogiendo una estaca de un montón de leña que había en el portal, se lanzó a la escalera del payo, jurando y perjurando que iba a matar a Andresillo.

Isabel, que estaba en el piso principal peinando a su madre, dio un grito de terror y se precipitó a su encuentro para detenerle.

Aquel grito y aquella solicitud por Andresillo convencieron a Juan Palomo de que Isabel no había dado calabazas de labios adentro al campanero, y colmaron la medida de su desesperación.

Isabel gritaba a Andresillo que huyera; pero Andresillo, con el ruido de las bolas, no lo oía; don Juan, a pesar de todos los esfuerzos de la muchacha, llegaba ya, blandiendo la estaca, a los últimos escalones.

De repente iluminó la alegría el hermoso rostro de Isabel, que dijo a don Juan en voz baja: -Si le pega usted a Andresillo, cuento las cosas malas que me dijo usted en la estrada y en la fuente.

Don Juan, que daba vista al payo en aquel instante, hizo un horrible gesto de desesperación y arrojó al suelo la estaca, a cuyo ruido volvió la cara Andresillo, y saltando desde una ventana del payo a un higar que daba contra ella, se encontró antes de un minuto en el nocedal.

Don Juan se volvió inmediatamente a su casa, siendo saludado al salir de la de Isabel por una porción de voces que decían:

-¡Booom! No hay más, ésos son los ingleses, que quieren otro Gibraltar!...

Y Andresillo enterado ya de todo lo que había pasado, tomaba parte en aquel coro, capaz de hacer perder la paciencia al pacientísimo Job.

-Una hora después iba anocheciendo, y Andresillo repicaba las campanas.

-¡Jal ¡Ja! ¡Ja! -decían los vecinos de Cabia, después de rezar las tres Avemarías-. ¡Qué condenado de muchacho, cómo imita los cañonazos! ¡Chúpate esa, Juan Palomo!

Juan Palomo opinaba, no sólo que Andresillo imitaba los cañonazos con las campanas, sino que por medio de éstas repetía cuanto él había dicho en el balcón para probar que los ingleses cañoneaban a Santoña.

-Señor, ¿quiere usted luz? -le preguntó Benito entreabriendo la puerta del cuarto.

-¡Un rayo de Dios, que hunda la casa con los que estamos dentro! -contestó don Juan, tirándole un tintero, que por milagro no le dejó en el sitio.

Menos afortunada que Benito fue la pobre Chula, que como aprovechase la ocasión para entrar a hacer un par de fiestecitas a su amo, éste le atizó tan fuerte puntapié, que le rompió una pata.

Chula se retiró como exclamando:

-¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Sea todo por Dios, que en este pícaro mundo este es el premio de quien bien ama!

A la mañana siguiente subió Andresillo al campanario a tocar a maitines. A mitad de la torre, según su invariable costumbre, se asomó a una ventana que allí había, para ver si pasaba alguien por debajo y echarlo una escupitina.

El que pasaba por debajo era el señor cura que, acompañado de Benito, se dirigía a toda prisa a casa de Juan Palomo.

Andresillo estuvo por echar la escupitina a Benito; pero renunció a aquel placer por temor de acertar al señor cura, y subió al saloncillo de las campanas.

Acababa de dar la última campanada, cuando oyó al señor cura que le llamaba desde el pie de la torre.

-¿Mande usted? -contestó, sacando la cabeza por debajo de una campnna.

-Toca a muerto -le dijo el señor cura.

-¿Pues quién ha muerto señor?

-La pobre Ambrosia -contestó tristemente el señor cura.

Y Andresillo hizo doblar por dos veces las campanas tristemente.


- IX -[editar]

Hace un mes que Ambrosia, el ama de gobierno de Juan Palomo, murió de un ataque cerebral, y desde entonces Andresillo está completamente desconocido, que muchas veces por tocar a gloria toca a muerto, que ya no echa escupitinas desde la ventana del campanario, ni pasea por la cornisa de la torre, ni canta, ni ríe, ni travesea, ni piropea a las muchachas.

Algo parecido sucede a Isabel, que tampoco canta ni ríe, y lo que es peor aún, ha perdido aquellos colores de rosa de Alejandría que enamoraban a los mozos de la aldea.

Es una mañanita de San Juan; Isabel toma la reluciente herrada en la cabeza, y castañar adelante, se encamina a la fuente. A mitad del caInino se encuentra a Andresillo, que vuelve a la. aldea, y sintiendo oprimirsele el pecho y humedecérsele los ojos, hace un esfuerzo supremo para distraer aquella emoción, y sobre todo para ocultarla a Andresillo.

Isabel se pone a cantar.

Déjame pasar, que voy
a coger la agua serena
para lavarme la cara,
que han dicho que soy morena.

-¿Para qué cantas, si lloras? ¿Para qué dices que eres morena, si estás descolorida? -le pregunta Andresillo tratando de sonreír a pesar de que los ojos se le arrasan en lágrimas

-Que llore ni que está descolorida, poco te importa, Andresillo.

-¿Que no me importa?

-No.

-¿Por qué?

-Porque ya me has olvidado.

-¡Isabel! ¿Ves las peñas de allá arriba?

-Sí que las veo.

-Pues más firme que ellas es mi cariño.

-¡Anda, engañoso!

-¿No me crees?

-No.

-¿Por qué?

-Porque nunca tuviste formalidad.

-Pero ahora tengo.

-¡Sí, que durará mucho!

-Lo que dure mi vida.

-¡Mentiroso!

-¡Isabel, por Dios, vuelve a quererme, que no puedo vivir sin ti! -exclamó Andresillo, con tal acento de verdad y tal emoción, que su alma parecía irse tras de sus palabras.

-Pero ¿lo dices de veras?

-¡Por esta cruz do Dios te lo juro!

Y Andresillo formó el signo de la cruz con el dedo índice de la mano derecha y el de la izquierda.

En la profunda fe, en la santa religiosidad de los moradores de Cabia, no había más que cerrar los ojos y creer ante juramento semejante.

Isabel creyó a Andresillo; pero la fe de amante no excluía la curiosidad de mujer.

-¿Y cómo has variado así? -dijo Isabel con ingenuidad.

-¿Recuerdas que hace un mes se murió Ambrosia?

-Sí que lo recuerdo.

-Pues desde entonces he sentido dos cosas: remordimiento porque Ambrosia había muerto por mi causa, y desconsuelo porque tú no me querías. Mira, Isabel, desde entonces ni una sola vez he subido al campanario sin arrodillarme llorando al pasar por la Iglesia, para pedir a Dios que salvase a Ambrosia y que me quitase penas quitándome la vida. Ni despierto ni dormido he podido echar de mí la idea de que Juan Palomo te quiere.

-¿Qué me quiere Juan Palomo? ¡Sí, cabal! ¡Y me asusta cuando me encuentra sola! Si no, mira tú, aquella noche en la fuente...

-Aquella noche me convencí de que te quería, y desde entonces empecé a idear un medio de vengarme de él; pero desde que Ambrosia se murió de resultas de una travesura mía, y se resultas de otra tú me aborreciste...

Engañoso, yo no te he aborrecido.

-¡Ah! ¡Bendita sea tu boca!... Pues desde que me sucedió eso, me puse triste, muy triste... y ya me pesaba no haberte engañado para ir a la barrera de Celaya y oír la voz y morirme...

-¡Ay, qué miedo, Andresillo! -exclamó Isabel acercándose al joven como en demanda de protección.

Para comprender las palabras de Andresillo, y sobre todo el temor de Isabel, necesito, atuor mío, advertirte que en Cabia hay la creencia de que el que engaña a una muchacha y pasa por la barrera de Celaya, que está al pie de un pico elevadísimo, oye allí una voz que baja del pico, y es tan triste y tan espantosa, que el que la oye amanece muerto al día siguiente.

-Madre -preguntó yo una vez a la mía, oyéndola contar esto-, ¿y de quién es esa voz tan triste?

-¿De quién ha de ser bajando de lo alto? Del cielo hijo mío. Si los hombres que son fuertes, maltratan a las mujeres, que son débiles, ¡quién sin Dios, ha de proteger a las mujeres! Si un día un hermoso niño, apoyando los brazos en tus rodillas y alzando a ti su carita sonrosada, te ruega que le cuentes un cuento, cuéntale éste, que a mí me contó mi madre; que si una mujer sembró en el corazón de un niño para que tú recogieras, justo es que tú siembres en el de otro para que otra, mujer recoja.

Pero volvamos a Andresillo.

-Un domingo por la tarde habla baile en el nocedal, y todas las muchachas me preguntaban por qué no bailaba.

-Mira tú, para que bailaras con ellas...

-Eso sería, Isabel; pero yo, aunque así lo comprendí, no quise estar aquí Isabel, ¿qué he de hacer aquí? Y si viene, ¿de qué me servirá, si no me hace caso o baila con otro? Conque entonces me subí al campanario, porque cuanto más se acerca uno al cielo, menos le molesta el ruido de la tierra.

-¡Pobre Andresillo, cuánto llorarías!

-No lloraba entonces, no; que subía a la torre pensando si me convendría tirarme desde las campanas para acabar de penar.

-¡Anda, judío! ¿Y tu padre y todos los que te quieren?

-Tienes razón; eso pensé, Isabel, y dije: «Mi padre es ya viejo y ya no acierta a cortar la pluma para los chicos ni a hacer derecho un palote de muestra si yo no acudo en su ayuda. ¿Qué culpa tiene el pobre de todo esto que a mí me pasa, para que se encuentre sin mi ayuda cuando más la necesita, después de haber estado tantos años esperando en mí?. Esto me dije, y desistí de hacer el disparate que se me había metido en la cabeza; pero entonces dirigí la vista hacia el castañar de la fuente y me acordé de Juan Palomo, y otra vez tuve deseos de vengarme. Pensando cómo me había de vengar, alcé la vista desde el castañar de la fuente al pico de Celaya. El sol de los muertos, amarillo y triste, como yo nunca le había visto, iluminaba la cima del pico... Seguí mirándole, mirándole, y una tristeza mucho más grande que la que antes sentía me fue oprimiendo el corazón... pensé en ti, y en mi padre, y en mi madre, y en Dios, y los ojos se me arrasaron en lágrimas. En aquel instante me gritó el señor cura desde la ventana de su casa: «¡Andresillo, toca a la oración!» Cogí la cuerda de la campana, y al dar la primera campanada empecé a llorar como un niño y a sentirme consolado; y al soltar la cuerda de la campana cal de rodillas y recé, pidiendo a Dios que me perdonara el mal que había hecho en este mundo y el que había pensado hacer... Desde entonces ya soy otro, Isabel, ya soy otro.

Y al decir esto, Andresillo fijaba sus ojos en Isabel, esperando con ansia las primeras palabras que ésta pronunciara.

-Pues entonces sí que te quiero -dijo la niña con inocente ingenuidad, que constituía el mayor de sus encantos.

Y añadió, haciendo un gesto de niña que quiere llorar:

-Pero mira, no me vuelvas a engañar, que eso no vale.

Andresillo le estrechó la mano en silencio, y la niña se sonrió con infinita alegría, dando más valor a aquel apretón que a todos los juramentos y todas las promesas que hasta entonces había oído de los labios de Andresillo.

Ambos, asidos de la mano, siguieron camino de la fuente.

A la fuente debieron hacérsele los dientes agua contemplando la felicidad de Isabel y de Andresillo; pues murmuradora como todas las de su clara estirpe, dijo al vejestorio que lo daba sombra:

-Acostumbrada estoy a presenciar con la mayor frescura felicidades de amantes, pero la de éstos...

-Sí -la interrumpió el castaño con la fría indiferencia de la ancianidad-, la de éstos pasa de castaño obscuro.


- X -[editar]

Desde que Isabel y Andresillo se encontraron camino de la fuente, y el segundo contó a la primera sus penas, debe haber llovido, a juzgar por las cosas nuevas que vamos a hallar en Cabia.

Es un alegre domingo de primavera.

Los pájaros cantan en el ramaje que entolda el balcón de Juan Palomo, y nadie se mete con ellos; muy al contrario, el cerezo de la portalada de Antonio de Molinar les dice en florido lenguaje que se acerca el tiempo en que en Espana no se mueran de hambre los artistas.

El primer toque de misa ha sonado, y la mayor parte de los vecinos de la aldea van llegando al pórtico de la iglesia y al nocedal contiguo. Hasta una docena de chicos forman corro, y hablan de si se van o no a echar cuartos a la péscola. Hacia la escuela suena un silbido, y aquellos chicos y otros echan a correr hacia donde el silbido ha sonado.

El Señor cura sale de casa de Juan Palomo y se encamina a la iglesia. Los hombres, que fuman sentados en el pórtico, se levantan y se quitan la pipa de la boca y el sombrero o la boina de la cabeza.

-¿Qué tal le deja usted, señor cura? -le pregunta Juancho.

-No está del todo mal; pero ya se ve, con esas incomodidades que toma por nada, se pone a morir...

-¡Válgame Dios! ¡Qué poco vale el dinero si faltan otras cosas!...

-Cierto -dice el señor cura entrando en la iglesia-; el dinero es un pobre caballero.

Como hasta docena y media de chicos, formados en dos filas, salen de la escuela, dirigiéndose hacia la iglesia. Detrás de ellos viene el maestro, muy grave y muy decentemente vestido. Algo revoltosos están los chicos con motivo de yo no sé qué esperanzas de cuartos, que al parecer les sonríe.

-¡Eh! -les dice el maestro- A ver si van ustedes con formalidad; que van ustedes a la casa del Señor y no a ninguna romería.

Los chicos vuelven a entrar en caja, o imitan en la gravedad al señor maestro. Los hombres del pórtico se levantan, como cuando pasó el señor cura.

-Buenos días, señor maestro -dicen todos.

-Buenos los tengan ustedes -contestó el maestro con amabilidad, pero sin abandonar del todo la gravedad propia de su ministerio.

Juancho, que apenas puede ya con los calzones, aligera cuanto puede sus piernas para alcanzar al maestro antes de que penetre en la iglesia.

-Oye, Andresillo -le dice-, dame una pipada de ese tabaco bueno que fumas tú.

-Pero, hombre, si ya no fumo -contesta el maestro sin incomodarse por la petición.

-¿Que no fumas? ¿Desde cuándo acá?

-Desde que el Concejo me autorizó para sustituir a mi padre en la escuela.

-No serías fumador legítimo.

-Sí que lo era; pero ¿cómo quiere usted que fuera a dar mal ejemplo a mis discípulos?

-Tienes razón, hombre.

-Pero después de misa vaya usted a easa y dígale a Isabel de mi arte que le dé todo el tabaco que le di a guardar cuando tiré la pipa.

-Dios os dé mucha salud a ti, a Isabel, a tu padre, al hijo que te va a nacer y hasta a los ratones de tu casa.

-Gracias, Juancho; ya sabe usted que le queremos.

Juancho no pudo contestar al maestro antes que éste desapareciera por la puerta de la iglesia, porque le ahogaba la alegría.

-¡Ahí era nada! ¡Lo menos un cuarterón de tabaco a su disposición!

-¡Vamos! -balbuceó al fin- Si parece mentira que haya salido tan hombre de bien esa Andresillo!...

-¡Hombre -dijo uno de los circunstantes-, llámele usted siquiera, don Andrés!

-¡Qué don Andrés ni qué cuerno, cuando le llevo a su padre quince años!... ¡Pues apuradamente no es llano él, no estando delante los chicos!

El tercero y último toque de misa sonó, y todo el mundo entró en la iglesia.

Antonio de Molinar sale también de su casa a con la cara más de risa que los nacidos han visto en Cabia, y entra en el templo. Al salir de misa, el maestro manda a los chicos romper filas y retirarse a sus cuarteles; pero si los chicos le obedecen en lo primero, no así en lo segundo; algo se les ha perdido hacia la iglesia, pues no hay quien los arranque de allí.

El senor cura se dirige hacia su casa a tomar chocolate, cuando Antonio, quieras que no quieras, se le lleva a la suya, diciendo:

-¡Pues no faltaba más!...

Poco después, Isabel y su marido los dos en traje de gala, atraviesan el nocedal y entran también en casa de Antonio.

¿Qué demonche pasa en casa de éste, que todo el mundo va para allá, y hasta los pájaros que antes cantaban en el balcón de Juan Palomo, han pasado al consabido cerezo, y allí ejecutan una pieza de las más difíciles de su repertorio?

-¡Pero calla, que ya pareció aquello! Los chicos corren hacia la portalada de Antonio, gritando:

-¡Bateo!¡Bateo!

Y, en efecto, bateo hay; que Isabel trae en brazos una criatura recién nacida, engalanada con todos los primores que ha ideado la poesía suntuaria de las madres pobres. A su lado camina el señor cura, el señor maestro y Antonio, que contempla con la alegría de un bobo la cara del niño, o lo que sea, por más que Isabel le dice:

-¡Quítate de ahí, tonto, que eres lo más padrote!...

La vocería de los chicos dice a los pájaros:

-¡Váyanse ustedes con la música a otra parte!

Pero los pájaros cantan a más y mejor, como, diciendo:

-¡Las narices nos iremos en un día como éste!

Ya terminó el bautizo, y bautizado y asistentes salen de la iglesia.

-Señor cura -dice Antonio-, deseo que el maestro, en celebridad de este cachorrito que Dios me ha dado, eche un repique de aquellos, que él sabe.

-Si él quiere, por mi parte con mucho gusto -contesta el señor cura.

-Y por la mía también aunque no sé si habré olvidado el oficio -añade el maestro tomando la escalera del campanario.

-¡El maestro va a repicar! ¡El maestro va a repicar! -es la voz que con la rapidez del viento corre por la aldea, llenándola de alborozo.

Y todo el mundo se preguntaba qué es lo que el maestro hará decir a las campanas.

El maestro rompo el repique más alegre, más sonoro, más elocuente que nunca, y hasta los lejanos valles se estremecen de gozo, y repiten por lo bajo aquellas notas, cada cual con arreglo a sus facultades, como en un teatro repiten los espectadores, con arreglo a las suyas, las notas privilegiadas que resuenan en la escena.

A don Juan -dice el maestro con la voz de las campanas-: ¡Se muere usted, don Juan! ¡Se muere usted, don Juan!

A Juancho: -¡Es rico ese tabaco! ¡Es rico ese tabaco!

A Isabel: -¡Lindo será nuestro chico! ¡Lindo será nuestro chico!

A Feliciana y Antonio: -¡Vuestro hijo es como un sol! ¡Vuestro hijo es como un sol!

Y a los chicos de Cabia-: ¡Cuartos va a haber! ¡Cuartos va a haber!

Y, en efecto, cuartos hay; que Antonio se asoma a la ventana gritando:

-¡A la péscola!

Y arroja a la portalada no sé cuántas embuezas de cuartos, echando en seguida a correr hacia adentro, a ver a su mujer y a su hijo, que el pobre no los ha visto lo menos hace... seis minutos.

Pero en medio del general alborozo, Juana, que hace un momento pasó de su casa a la inmediata de don Juan Palomo, sale desolada preguntando por el señor cura y el cirujano, que acuden inmediatamente a la casa grande.

-¿Qué pasa, Juana, qué pasa? -la preguntan.

-¡Que el pobre don Juan se muere! Le oí gritar desde mi casa: «¡Que me roban! ¡Que me dejan morir como un perro! ¡Vecinos! ¿No hay quien se duela de mi soledad y desamparo?», y vine corriendo, y encontré al pobre señor agonizando, y a esos pícaros de criados sin hacerle caso, diciendo con mucha calma que cosa mala, nunca muere.

El cura y el cirujano penetran en el cuarto del enfermo, a quien encuentran, en efecto, luchando con la agonía.

-¿Cómo estamos, señor don Juan? -preguntan a éste.

Don Juan fija en ellos los ojos turbios y extraviados, y hace un supremo esfuerzo para contestarles.

-¡Me muero! -balbucea al fin-. ¡Abandonado! ¡Solo! ¡Robado a mis propios ojos!... ¡He visto a mis criados sacar debajo de mi almohada las llaves de mis gavetas... y apoderarse de mi dinero y mis alhajas!...

-Cálmese usted -dice el cirujano-, y veamos si podemos remediar el mal.

-¡El mal de mi cuerpo no tiene remedio! Señor cura, ¿le tendrá el de mi alma?

-Sí, don Juan; que Dios ha dado a la religión bálsamo para curar todas las heridas del alma.

-¡Oh, señor! ¡No abandone usted la mía, que se apresura ya a abandonar el cuerpo!

El cura quedó solo con el enfermo en la habitación, convertida en tribunal de penitencia.

Poco después abre la puerta de la alcoba, y anuncia que el moribundo desea dirigir el último, adiós a los moradores de Cabia. Muchos de éstos, que se hallaban ya en la casa, se acercan con religiosa emoción.

Don Juan está más tranquilo, su rostro, antes desencajado y siniestro, respira la dulzura, la paz inefable, la santa benevolencia de los justos.

-¡Amigos míos -exclama el moribundo-, perdonadme en esta hora suprema; que muchas veces he sido injusto con todos vosotros!...

Un grito general de misericordia resuena en la habitación entre sollozos.

-Mi mayor falta en este mundo -continúa don Juan, cada vez con menos aliento- ha sido el haber renunciado a la familia, en que vosotros halláis la felicidad. De esta falta han procedido todas las que me han perdido para el mundo, y a no ser Dios tan misericordioso, también para el cielo; pero ahora en presencia de Dios lo reconozco y me arrepiento de ello. ¡Bendita sea la familia!

-¡Bendita sea! ¡Bendita sea! -contestan todos los circunstantes, anegados en lágrimas.

Y el alma de don Juan se exhala al compás de aquel coro de bendiciones.


- XI -[editar]

Al día siguiente, la mayor parte de los moradores de Cabia acompañaron el cadáver de don Juan al camposanto, situado en la colina del Norte.

Llegó la noche, húmeda, ventosa y obscura, y la aldea quedó en silencio.

Juana recogió la lumbre del hogar para irse a la cama, como lo había echo ya toda su familia, y creyendo oír carcajadas hacia casa del difunto don Juan, se asomó a la ventana de la cocina.

No se había equivocado: Ciriaca y Benito habían metido mano, por lo visto, al chacolí de la cubera y al jamón de la despensa para dulcificar la pena que les causaba la muerte de su amo, y andaba en grande el retozo. Pero las fuertes ráfagas de viento no trajeron al oído de Juana sólo las carcajadas de Ciriaca y Benito, que trajeron también un quejido lastimero que venía de la colina del Norte. Aquel quejido era de la pobre Chula, que aullaba a la puerta del camposanto, donde habían enterrado a su amo hacía algunas horas.

-¡Ay del que vive solo en el mundo, que sólo sus perros le llorarán cuando muera!