Cuentos de color de rosa/El expósito

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El expósito

PERSONAS[editar]

MARI-CRUZ.
MARTÍN.
ISABEL.
DON LIBORIO.
ANTÓN.
UN MOZO.

Portalada o plazoleta que precede a la puerta de una casería en la vertiente meridional del valle de Zemudio, en Vizcaya.- Un nogal grande sombrea la portalada.- Al pie del nogal, un banco rústico.- Sobre la puerta de la casería, un balcón con antepecho de madera y una parra por adorno y quitasol.- En el rondo del valle, heredades verdes y caserías blancas.- En la vertiente opuesta, en primer término, collados con algunas caserías rodeadas de heredades, y en último, las altas cumbres del Jata.- Al Oeste, el mar, que comienza en el abra que separa a Santurce y Algorta, y se ensancha y se dilata y se pierde en la azul inmensidad del horizonte.



ESCENA I[editar]

MARTÍN, solo.- Es un joven de veinte a veintidós años, que viste pantalón blanco de lienzo, blusa azul y boina encarnada.- Repican campanas hacia el fondo del valle, donde se descubre un campanario.

MARTÍN. ¡Ya salen de misa mayor! Con razón dice Isabelilla que en tierra de moros y judíos, donde por supuesto no habrá campanas, serán muy tristes los días de fiesta. Domingo de Abril o Mayo; verdes montañas a lo lejos; mar azul hasta allá donde el cielo y la tierra parecen juntarse; valle florido allá abajo, y cielo refulgente allá arriba, están pidiendo campanas sonoras que canten y bendigan tanta hermosura. ¡Hoy está el cielo azul, como los ojos de Isabelilla! En Vizcaya su traje usual es el pardo, pero cuando le da por vestir de azul, ¡hasta camisa se pone de tan hermoso color! Isabel bajó a la fuente para que padre y madre encontrasen agua fresca cuando viniesen de misa mayor, como madre había bajado al establo esta mañana para que Isabel y yo encontrásemos leche caliente cuando viniésemos de misa primera. ¿Cómo no habrá vuelto ya esa chica? (Mira hacia la subida del valle.) Allí viene, escoltada por ese zoquete de Santiago... ¡Por vida del moscón ese, que se ha empeñado en que Isabelilla ha de oír sus zumbidos! No, como a mí se me atufen las narices, el tal Santiago, se ha de alejar de Isabel con las suyas rotas.



ESCENA II[editar]

MARTÍN e ISABEL, que aparece con la herrada en la cabeza, y atravesando la portalada entra en casa.- Es una chica de diez y siete a diez y ocho años, sonrosadita y blanca, con saya corta de bayeta encarnada, redova de listas blancas y azules y pañuelo de color en la cabeza, cruzados blandamente dos de sus calos sobre la raíz de las trenzas de pelo largo y rubias.

ISABEL. ¡Hola, Martinillo! Ven a echar una manita a la herrada. (Entra en la casa)

MARTÍN. Pues no voy, que al que se hace de miel... ¡Pero la pobre chica vendrá tan cansada de la cuesta! (Dirígese a la puerta y se detiene, viendo aparecer en ella a Isabel, que tira a la portalada el sorqui o cabecil de helecho fresco en que ha traído apoyada la herrada.)

ISABEL. Gracias, Martín, por lo bien mandado que eres.

MARTÍN. Tienes criado más de tu gusto que te sirva y te acompañe.

ISABEL. ¡Ja! ¡Ja! ¡Más de mi gusto! ¿Lo dices por Santiago?

MARTÍN. Y tengo razón para decirlo.

ISABEL. ¡Jesús, Martín, no me hables de ese terco, que me ha frito más la sangre desde la fuente al pie de la cuesta!...

MARTÍN. ¿Y cómo te ha frito?

ISABEL. Con las tonterías que ha venido diciéndome.

MARTÍN. ¿Se puede saber qué tonterías han sido ésas?

ISABEL. ¡Pues no se ha de poder! Dice que me quiere mucho, mucho, y que por Dios le quiera yo también a él, y que esta tarde va a venir su padre a pedir mi mano a los nuestros para que nos casemos en seguida.

MARTÍN. (Muy incomodado.) ¡Reniego de mi pícara suerte!

ISABEL. Martinillo, por Dios, no te enfades! Yo, ¿qué culpa tengo de que Santiago me haya dicho todo eso?

MARTÍN. ¿Conque no me he de enfadar, y va a venir su padre a pedir tu mano? Si viene será porque tú habrás consentido en que venga.

ISABEL. ¡No hay tal consentimiento, Martinillo. Yo le he dicho que aunque me desuellen viva no me caso con él.

MARTÍN. (Lleno de alegría.) ¡Ah, bendita sea tu boca!

ISABEL. Luego me ha preguntado si es porque quiero a otro.

MARTÍN. ¿Y qué le has contestado tú?

ISABEL. Tentaciones tuve de decirle una mentirijilla, porque me daba vergüenza el decirle la verdad; pero no me atreví a mentir, porque, anda, cuando me confesé la última vez, buen sermoncito y buenos credos de penitencia me echó el señor cura por las mentiras...

MARTÍN. ¿Y qué contestaste a Santiago cuando te preguntó si el no quererle a él era porque querías a otro?

ISABEL. Contestó... ¡Ay, me da mucha vergüenza el decírtelo! Y el caso es que a Santiago se lo dije sin avergonzarme.

MARTÍN. Pero, vamos, charlatana, ¿qué le contestaste cuando te preguntó si el no quererle a él era porque querías a otro?

Isabel. Le contesté... que sí.

MARTÍN. ¿Y qué dijo él entonces?

ISABEL. Pegó una patada en el suelo, echó un pecado, muy grande, muy grande, y me preguntó si eras tú el que quería...

MARTÍN. (Con ansiedad.) ¿Y le dirías que no?

ISABEL. Pero, Martinillo, ¿cómo querías que mintiera?

MARTÍN.¡Ah! ¿Conque me quieres, Isabel?

ISABEL. ¡Jesús! ¿Por qué no ha de poder una echar una mentira sin pecar?

MARTÍN. ¿Conque me quieres?

ISABEL. Sí, Martinillo; más que, tú a mí.

MARTÍN. Más que yo a ti, no, Isabel; porque yo te quiero mucho.

ISABEL. Pues remucho te quiero yo a ti. El otro día, cuando yo bajaba a la fuente, oí que hablaban de nosotros madre y Mari-Juana, en el arroyo donde estaban lavando, y madre decía a Mari-Juana: «Hermanos que se quieran tanto como esos chicos míos no los hay en la aldea.» Y Mari-Juana le contestó: «Es que otros hermanos sólo como hermanos pueden quererse, y tus chicos se pueden querer como hermanos y como otra cosa.» ¿Tú sabes, Martinillo, qué es lo que quería decir Mari-Juana?

MARTÍN. ¡Vaya si lo sé!

ISABEL. Claro, porque los hombres lo sabéis todo. ¿Y qué era lo que quería decir?

MARTÍN. Que tú y yo podemos querernos como hermanos y como novios, porque los hermanos como nosotros pueden casarse juntos y los hermanos como otros no pueden.

ISABEL. (Saltando de contenta.) ¡Ay, qué cosa tan buena es el ser hermanos como nosotros!

MARTÍN. (Entristeciéndose.) Buena y mala, Isabelilla, ¡a lo menos para mí!

ISABEL.¿Qué quieres decir con eso?

MARTÍN. Que yo no soy tan digno de casarme contigo como yo quisiera y tú mereces.

ISABEL. (Como queriendo llorar.) ¡Ay, Dios mío, qué disparates dices, Martinillo!

MARTÍN. No, no los digo, Isabel. Tú eres hija de padres conocidos y estimados de todos,

y yo soy hijo de padres desconocidos, hasta del cura que me bautizó.

ISABEL. No, Martín, no; tú eres hijo, como de Antón de Echevarría y Mari-Cruz de Aguirre.

MARTÍN. Como si realmente lo fueran me quieren y los quiero; pero la verdad pública y notoria es que a Antón y Mari, Cruz se les murió de pocos meses el primer hijo que tuvieron; que Mari-Cruz tomó para criar un niño expósito, de padres completamente desconocidos; que cuando el expósito tenía tres años, naciste tú; que Antón y Mari-Cruz adoptaron por hijo al expósito, y que el expósito soy yo.

ISABEL. Cierto es todo eso, Martín; pero también lo es que Antón y Mari-Cruz te quieren y te han querido siempre como si fueran tan padres tuyos como míos, y como si hubiese resucitado el hijo que se les murió, y aquel hijo fueras tú.

MARTÍN. Es verdad, Isabel; pero ¿quién sabe, a pesar de todo eso, si nuestros padres, que son de linaje honradísimo, con cuya sangre nunca se ha mezclado la de bastardos ni de linaje desconocido, no tendrán valor, el día que yo me atreva a pedirles la mano de su única hija, para concedérsela a un expósito de padres desconocidos, por mucho que al expósito quieran? ¡Por vida de mi mala suerte! ¡Que no resultara yo lo menos hijo de algún marqués!...

ISABEL. (Llorando.) ¡Ay, Martín, qué cosas tan tristes estás pensando y diciendo! ¡Y si eso sucediera, yo me moriría de pena!

MARTÍN. Y yo también, Isabel, ¡dulce y hermosa hermana de mi alma!

ISABEL. Has de saber, Martín, que yo estoy segura de que en este mundo no hay hermana que deba querer a su hermano tanto como yo debo quererte a ti.

MARTÍN.¿Por qué, Isabel?

ISABEL. Porque me parece que todo lo que sé y todo lo que siento y todo lo que vivo te lo debo a ti, sin que por eso deje de querer a nuestros padres ni deje de agradecer lo que les debo.

MARTÍN. Exageras, mi pobre Isabelilla; exageras lo que me debes.

ISABEL. No exagero, Martín, no. Sin duda para que no olvide nada de lo que te debo, Dios me ha dado tal memoria, que alcanza hasta la edad en que mis labios empezaban a pronunciar tu nombre. Me crié tan débil y delicada hasta los siete u ocho años, que la pobre madre toda se volvía suspirar y decir: «¡Este angelito de Dios siempre está con las alitas abiertas, como si se preparase a volar para reunirse con su hermanito en el cielo!»

MARTÍN. Es verdad que eso decía madre saltándosele las lágrimas.

ISABEL. Como por sus ocupaciones tenía que dejarme a tu cuidado la mayor parte del día, tú me sostenías cuando vacilaba, tú enjugabas mis lágrimas cuando lloraba, y tú me enseñabas cuanto no sabía.

MARTÍN.¿Cómo no había yo de hacer todo eso, si yo era la fuerza y tú la debilidad?

ISABEL. Pues así fui creciendo, creciendo, viendo

en ti mi apoyo, mi alegría, mi consuelo y mi maestro. ¿No he de quererte como hermana ninguna puede querer a su hermano? Pero charlando, charlando, olvido la cocina, donde la comida reclama mi cuidado, y padres suben ya la cuesta. Conque, Martinillo, ya sabes que el de Santiago va a venir esta tarde a pedir mi mano para su hijo.

MARTÍN. ¡Ay, Isabel, qué puñalada me has dado con esa noticia, porque si nuestros padres acceden a su petición, me quitan la vida!

ISABEL. (Sollozando.) ¡Y a mí también!

MARTÍN. En lugar de llorar, discurramos algo para que no accedan.

ISABEL. Pues lo mejor es que te adelantes al padre de Santiago.

MARTÍN. ¿Y cómo, Isabelilla?

ISABEL. ¡Hum, los hombres no sabéis nada! Adelantándose a pedir mi mano a padre y madre y al lucero del alba que fuera menester.

MARTÍN. Pero ¿no ves que no me atrevo?

ISABEL. Un corregidor muy sabio que hubo en Vizcaya decía que el alcalde No-me atrevo era el peor de los alcaldes. Conque a ver si por serlo tú... (Sollozando.) tengo que casarme con Santiago.

MARTÍN. (Casi llorando.) ¡No lo quiera Dios, Isabel! ¡Que no resultaría yo hijo de un duque!

ISABEL. (Mirando hacia la cuesta.) ¡Ya están ahí padre y madre! Voy a cuidar de la comida. (Entra en casa.)

MARTÍN. Y yo a segar un cesto de hierba para la de los bueyes. ¿Y cómo yo, un jariego, como dicen en las Encartaciones, un zarcicume, como dicen en el rosto de Vizcaya, he de atreverme a pedir la mano de Isabelilla? Por vida de... ¡Que no fuera yo hijo del archipámpano de Sevilla! (Entra en el portal, sale inmediatamente con una hoz y un cesto vacío, cuya parte cóncava encaja en el hombro, y desaparece por una barrera que da entrada a las heredades.)


ESCENA III[editar]

ANTÓN y MARI-CRUZ.- Antón viste pantalón y chaqueta de paño y boina azul, y Mari-Cruz traje de merino negro, y trae la mantilla de franela doblada sobre la cabeza. Son como de cuarenta y tantos años.

MARI-CRUZ. ¡Ay, Antón, no pueden ya conmigo las piernas!

ANTÓN. ¡Ay, Mari-Cruz, algo de eso les pasa a las mías! (Ambos se sientan en el banco bajo el nogal.)

MARI-CRUZ. Eso nos recuerda que vamos ya a Villavieja.

ANTÓN. Y que, por tanto, debemos ir pensando en el acomodo de los chicos.

MARI-CRUZ. Felizmente, en ese tenemos poco que pensar, porque lo hemos pensado ya casi todo.

ANTÓN. Es verdad; que sólo falta que piensen en ello los chicos.

MARI-CRUZ. Yo sospecho que ya lo tienen también pensado y repensado.

ANTÓN. Eso mismo sospecho yo; pero Martín es tan encogido y vergonzoso que si esperamos a que se explique con nosotros, ya podemos esperar sentados para no cansarnos. (Se oye un ruido de carruaje) ¡Calla, un coche! ¡Y baja de él un caballero que toma la cuesta para subir acá! ¿Si será don Liborio, el escribano de Bilbao, que ha andado últimamente preguntando a las gentes de la aldea si nosotros teníanios o dejábamos de tener un hijo adoptivo, y si estábamos bien o dejábamos de estarlo?

MARI-CRUZ. ¡Ay, Dios mío! El corazón me dice que nada bueno nos trae ese Métome en lo que no me importa...

ANTÓN. Tampoco me da a mí buena espina esa visita. ¡Por vida de briosle, que no tuviéramos un buen perro de presa que saliera a recibir en la cuesta al tal escribano! ¡Si en estas caserías aisladas no se puede estar sin un buen perro para estos casos!

MARI-CRUZ. Miedo me da ese hombre.

ANTÓN. Déjame a mí sólo con él, que yo me las compondré con este torito.

MARI-CRUZ. (Entrando en casa) Mira, no te arme algún enredo, que con razón dice el cantar vascongado:

Entre zarzas y escribanos
anda poco, vida mía,
que el escribano y la zarza
nacieron un mismo día.


ESCENA IV[editar]

ANTÓN y D. LIBORIO.- Don Liborio es un hombre grueso, como de cuenta y seis a sesenta años. Tiene la costumbre de tomar rapé cuando siente movimiento de disgusto o satisfacción. Durante esta escena Mari-Cruz aparece de cuando en cuando, escuchando desde el balcón.

D. LIBORIO. Buenos días, buen amigo.

ANTÓN. Téngalos usted muy buenos, caballero.

D. LIBORIO. ¿Es usted por casualidad Antón de Echevarría?

ANTÓN. Antón de Echevarría soy, pero no por casualidad.

D. LIBORIO. Hombre, no sea usted malicioso.

ANTÓN. Diré a usted, caballero. como aunque pobre, vengo de padres y abuelos como Dios manda, lo que soy no lo soy por casualidad.

D. LIBORIO. ¡Pero, hombre, que ustedes los aldeanos han de ser siempre maliciosos!

ANTÓN. ¡Es que por las aldeas se, descuelgan unos pájaros!...

D. LIBORIO. Dejemos esto, amigo Antón, y vamos al negocio que motiva mi viaje por acá. ¿Supongo que tendrá usted buena la familia?

ANTÓN. Buenos estamos y somos todos, a Dios gracias.

D. LIBORIO. Vaya, me alegro mucho, porque la salud es lo principal. Yo he tenido un chico a la muerte, y le aseguro a usted que me ha hecho llorar dos veces; la primera, de dolor viendo que se me moría, y la segunda de gozo viendo que estaba ya fuera de peligro.

ANTÓN. Pues es extraño que haya llorado usted, aun siendo por un hijo.

D. LIBORIO. ¿Por qué ha de ser, hombre?

ANTÓN. ¿No es usted escribano?

D. LIBORIO. Sí que lo soy; pero ¿qué tiene que ver eso para que uno sea sensible?...

ANTÓN. ¡Qué sé yo, don Liborio! Un escribanoo sensible... parece cosa que no puede ser. Pero, en fin, usted dirá en lo que le podemos servir por acá.

D. LIBORIO. (Yendo a sentarse en el banco.) Sentémonos aquí un poco, amigo Antón, que tenemos que hablar de un asunto importante...

ANTÓN. ¡Importante! ¿Para quién?

D. LIBORIO. Sobre todo para usted y su familia, que se van a encontrar con una fortuna inesperada.

ANTÓN. ¿Con una fortuna? No vendría mal, don Liborio, aunque tenemos en casa un tesoro de mucho precio.

D. LIBORIO. ¿Qué tesoro es ése?

ANTÓN. Un chico y una chica que valen más oro que pesan.

D. LIBORIO. A propósito del chico, que supongo será Martín, le voy a contar a usted una historia cuyo inesperado desenlace le va a llenar a usted de gozo.

ANTÓN. Venga esa historia que ya se parece a todas en lo mucho que promete el anuncio.

D. LIBORIO. En tiempo de la primera carlistada, un joven, oficial del ejército isabelino, perteneciente a una de las familias más distinguidas de Madrid, se enamoró de una joven perteneciente a una de las familias más honradas de Vizcaya, la sedujo y resultó...

ANTÓN. ¿Qué resultó de esa bribonada?

D. LIBORIO. Pues resultó un niño como un sol.

ANTÓN. ¡Lástima de balazo al seductor!

D. LIBORIO. El niño, apenas nació, se lo llevó a los expósitos, diciendo a su madre que se le llevaba a criar en una aldea, de donde sus padres le recogerían cuando legitimasen su amor, casándose, así que terminase la guerra; pero una imprudencia reveló a la madre del niño, aun convaleciente del parto, que su hijo había sido llevado a los expósitos, y se afectó tanto con esta revelación, que le costó la vida.

ANTÓN. De todo lo cual resulta que Dios abriría las puertas del cielo a la pobre seducida y las del infierno al infame seductor.

D. LIBORIO. El seductor vive aún.

ANTÓN. Lo que prueba que algún fundamento tiene aquello de que todos los pícaros tienen fortuna.

D. LIBORIO. La guerra concluyó, y el oficial, que ya había olvidado a la madre, olvidó también al hijo, fue ascendiendo hasta llegar a general, fue Ministro de la Guerra y Presidente del Consejo de Ministros, obtuvo un título de marqués, y hoy es uno de los personajes más ricos e ilustres e influyentes en la corte.

ANTÓN. ¡Me deja asted asombrado, don Liborio!

D. LIBORIO. ¿Por qué, hombre?

ANTÓN. Porque en las aldeas, como somos tan negados, estábamos en la inteligencia de que antes de hacer a un hombre general o ministro o marqués, se registraba su vida de cabo a rabo, y si se encontraba en ella una picardía tanto así (señalando el canto de la uña) se le mandaba a escardar cebollinos.

D. LIBORIO. Hombre, ¡qué disparate!

ANTÓN. ¡Disparate! ¿Y por qué?

D. LIBORIO. ¡Porque buena estaría la Nación sin generales, ni ministros, ni marqueses, ni nada! Pero volviendo a nuestro señor marqués, cuando se encontró viejo rico, grande de España y adulado d toda la corte, echó de menos un sucesor directo de sus riquezas y su título y pensó en el chico que de su orden se había llevado en Vizcaya a los expósitos.

ANTÓN. ¡A buena hora, mangas verdes!

D. LIBORIO. Ya verá usted, amigo Antón, cómo aún era a buena hora. El señor marqués que tenía noticias muy favorables de mí, porque administro los bienes qu tienen en Vizcaya varios señores amigos suyos, me honró con la comisión de averiguar el paradero de su hijo, dándome instrucciones y amplias facultades para gastar cuanto fuese necesario y disponer su viaje a la corte, en caso de que pareciese. A fuerza de diligencias he llegado a saber que el hijo y heredero del ilustre marqués es el expósito que ustedes criaron y adoptaron por hijo, y como tal tienen en su casa. Averiguado esto, y aun mucho más, pues sé lo pobres que son ustedes y hasta su proyecto de casar a su hija con el expósito prevalidos de que los chicos se miran con buenos ojos y el muchacho les quiere a ustedes como si fueran sus verdaderos padres, se lo he escrito todo ce por be al señor marqués, añadiéndole que quizás antes de tener contestación suya, que aún no había llegado cuando salí esta mañana de Bilbao, ya estaría su hijo en mi casa preparándose a salir para Madrid, donde (con énfasis) ocupará entre la aristocracia de la corte el alto puesto que a su nacimiento corresponde, y casará con alguna de las más hermosas y ricas hijas de la la grandeza de España. (Mari-Cruz, que ha escuchado todo esto desde el balcón, llora y da señales del dolor más profundo.)

ANTÓN. (Con forzada alegría.) ¿Qué es lo que usted me cuenta, don Liborio?

D. LIBORIO. Lo que usted oye, amigo Antón. Vamos, es necesario que así usted como su mujer y su hija y el mismo Martín moderen su alegría, que el exceso de ella mata como el exceso de dolor.

ANTÓN. A propósito de dolor, le voy a hacer a usted una pregunta, don Liborio.

D. LIBORIO. ¿Cuál, amigo Antón?

ANTÓN. ¿Hubiera usted sentido dolor muy grande si, después de toda su diligencia por servir al marqués, hubiera usted tenido que dar la noticia de que su excelencia tenía que resignarse a estirar la pata sin haber visto en sus aristocráticos salones al heredero de sus riquezas y sus título?

D. LIBORIO. Lo hubiera sentido tal, que de seguro me hubiera costado una enfermedad el dar a su excelencia tan triste noticia.

ANTÓN. Pues ya puede usted dársela, meterse en cama y llamar al médico y reventar de dolor.

D. LIBORIO. ¿Qué quiere usted decir con eso, Antón?

ANTÓN. Lo que quiero decir es que Martín ya tiene padre y probablemente también novia, sin que usted ni nadie lo proporcione uno ni otra.

D. LIBORIO. Como soy padre, y buen padre, comprendido, amigo Antón, que a ustedes les costará trabajo el desprenderse del chico, porque me han dicho que es trabajador como él sólo, y ya veo que les será a ustedes duro el verse privados de sus brazos.

ANTÓN. ¿De sus brazos nada más? ¿Usted, don Liborio, no habrá padecido nunca del corazón?

D. LIBORIO. Nunca, a Dios gracias.

ANTÓN. Es natural; un ciego de nacimiento que suele venir por aquí cantando y vendiendo curiosos romances, dice que nunca ha padecido de la vista.

D. LIBORIO. ¡Bah, bah! Dejémonos de chafalditas y volvamos al asunto del muchacho. No crea usted que al llevármele les voy a dejar a ustedes, como quien dice, con las manos peladas. En este punto, su excelencia ha dejado a mi prudencia y celo el corresponder con ustedes, y para dar a cada uno lo que le corresponde, crea usted, amigo Antón, que no soy manco.

ANTÓN. ¡Manco un escribano! Cá, don Liborio, cómo había yo de creer tal cosa, cuando una noche que estuve en el teatro de Bilbao a ver una comedia que había compuesto un poeta que luego se ha hecho escribano, oí decir a uno de los que hablaban en la comedia:

Era mi padre escribano
de la ciudad de Almería,
y por más señas tenía
seis dedos en cada mano...

D. LIBORIO. Ya conozco a ese escribano. Mucho talento tiene, pero es un escribanillo montado a la moderna hasta en la supresión del dicho y el antedicho, y el susodicho y el supradicho, que el verdadero escribano repite en cada renglón y es lo que más caracteriza el estilo clásico curial. Pues, como iba a decir a usted, me parece que lo más puesto en razón es que, sin perjuicio de apreciar luego el tanto cuanto que han de percibir ustedes por los alimentos, vestido, etc., del chico, les haga yo a ustedes inmediatamente un regalo digno de la esplendidez de mi poderdante.

ANTÓN. El mejor regalo que usted puede hacernos es dejarnos en paz, volverse a Bilbao y cuidarse mucho duran enfermedad.

D. LIBORIO. ¿Qué enfermedad, hombre?

ANTÓN. La que lo va a costar a usted la noticia que va a dar a su excelencia de que necesita renunciar a la esperanza de adquirir de viejo lo que abandonó de joven.

D. LIBORIO. No puedo creer, amigo Antón, que cierre usted la puerta de su casa... (estornuda después de haber tomado rapé, volviéndose para estornudar hacia el tronco del nogal) a la fortuna que entra por ella.

(Martín, que viene con un cesto de hierba, entra en casa al volverse don Liborio para estornudar, y sólo le ve Antón.)

ANTÓN. Es verdad que entra, y ¡Dios la bendiga como la bendecimos nosotros!

D. LIBORIO. Me alegro, hombre, de que al fin sea usted razonable. Por de contado, voy a regalarlos a ustedes, en cambio del chico, una buena pareja de bueyes.

ANTÓN. (Indignado). Don Liborio, mire usted que no aguanto bromas a costa de mi hijo.

D. LIBORIO. Antón, debe usted acostumbrarse desde ahora a no dar ese nombre a Martín.

ANTÓN. Martín es hijo mío, péselo a usted, y, sobre todo, pésele al señorón que nos le quiere quitar con un solo derecho, y ese tan vergonzoso, que si en el mundo hubiera verdadera justicia, ese derecho sería un crimen y bastaría para que ese señor, en lugar de ser general, marqués y rico, fuera...

(Mari-Cruz, que durante toda la escena ha dado señales mudas de participar con exceso de los sentimientos e ideas de su marido, reprime con dificultad su deseo de aplaudir a Antón.)

D. LIBORIO. (Interrumpiéndole con cómica severidad.) ¡Antón, hable usted de su excelencia con el respeto debido!

ANTÓN. Con el respeto debido hablo. ¿Se debe más respeto que éste al que cuando mozo sedujo y asesinó a una joven inocente, y cuando viejo quiere asesinar a una pobre y honrada familia, cuyo único delito consiste en tener el corazón y el pundonor que a ese señor le falta?

D. LIBORIO. ¡Antón, mire usted que le pueden costar caros ese lenguaje y esa terquedad!

ANTÓN. Suprima usted las amenazas, que nada adelantará con ellas. Soy vizcaíno por mis cuatro costados, y ya sabe usted lo que de los vizcaínos cuentan que dijo un gran guerrero...

D. LIBORIO. Sí, el Gran Capitán vino a decir que era más fácil domar leones que domar vizcaínos.

ANTÓN. Pues ¿quién ha de domarme a mí, que soy vizcaíno a carta cabal?

D. LIBORIO. ¿Quién? La ingratitud y la soberbia.

ANTÓN. Esas señoras no vienen por acá.

D. LIBORIO. Ahora verá usted si vienen. (Llamando.) ¡Martín! ¡Martín!


ESCENA V Y ÚLTIMA[editar]

TODOS, y además UN MOZO, que aparece a su debido tiempo.- Martín, Mari-Cruz e Isabel, salen de la casa por el orden en que se los nombra. Mari-Cruz e Isabel vienen llorosas y aterrorizadas.

MARTÍN. Mande, usted caballero.

D. LIBORIO. Pongo en tu conocimiento que eres hijo del ilustre y rico marqués...

MARTÍN. (Sorprendido agradablemente.) ¡Hijo yo de un marqués!

D. LIBORIO. Y de un marqués que te reconoce como tal hijo y te hace heredero de su glorioso título y de sus inmensas riquezas.

MARTÍN. (Como loco de alegría) ¡Virgen santísima!... ¡Hijo yo de un marqué!... ¡Viva!... (Tira la boina al aire y salta de gozo.) ¡Madre!... ¡Padre!... ¡Isabelilla de mi alma! (Quiere abrazarlos a todos; pero se contiene sorprendido al ver que, lejos de participar de su alegría, están como aterrados.)

D. LIBORIO. (A Antón con aire de triunfo.) Ya ve usted, amigo Antón, que el chico no hace ascos al marquesado y los millones de su padre.

ANTÓN. (Abatido.) ¡Ay, ya lo veo! (Indignado) ¡Ingrato!... (Enternecido.)¡Y mi pobre Isabelilla!...

UN MOZO. (Aparece de repente muy sofocado, subiendo del valle y se queda parado como sorprendido al ver llorosos a lo aldeanos y alegre a don Liborio.) ¡Calla! ¡Los aldeanos llorosos y el escribano alegre! Bien dice la adivinanza: ¿En qué se parece el escribano y la cebolla? En que hacen llorar.

D. LIBORIO. (Reparando en el mozo) ¡Hola, Perú! ¿Qué hay?

UN MOZO. Esta carta traigo para usted, de parte de la señora.

D. LIBORIO. Trae y dile al cochero que enganche si ha desenganchado, que hallá voy yo: y espérate, que volverás en el pescante. (El mozo saluda con una inclinación y desaparece. Don Liborio se apresura a leer la carta.) Señores, carta de su excelencia el marqués. Mi mujer ha conocido que era suya en la corona del sobre, y se ha apresurado a mandármela adivinando que era urgente. Oigan ustedes (leyendo): «Por el sencillo y circunstanciado relato que usted me hace de sus averiguaciones acerca de mi hijo y de la familia en cuyo seno ha encontrado lo que no encontró en el de sus padres, sospecho que en el encargo que he dado a usted va a arrancar amargas lágrimas en esa familia y acaso también en mi hijo. No quiero que las arranque mas que de alegría y agradecimiento. Una locura o más bien una infamia de mi juventud, ha llenado de remordimientos mi vejez. Nada de violencia para con mi hijo ni para con los que le han servido de padres, ni para con la que haya elegido para compañera de su vida y de su alma. En la corte como en la aldea, entre los ricos entre los pobres, entre los sabios como entre los ignorantes, entre los grandes como entre los pequeños, hay buenos y malos. Como yo me creo bueno, a pesar de las faltas de mi juventud, quiero proceder como tal en mi ancianidad. Si lo que sospecho resultase cierto, limítese usted a continuar las diligencias para el reconocimiento legítimo de mi hijo, porque esto es para mi asunto de consuelo y satisfacción de conciencia, y a suplicar a mi hijo, a sus padres adoptivos y a su hermana de leche y de corazón, que acepten mi amistad y una letra de algunos miles de duros con que hermosear la casa donde viven, para que cuando yo vaya el próximo verano a visitarla y a abrazarlos me puedan hospedar como a un marqués.» (Todos se conmueven, incluso don Liborio.)

ANTÓN. (Dirigiéndose a Martín.) ¡Ya ves que tu padre, a pesar de ser marqués y rico no es soberbio ni ingrato como tú!

MARTÍN. ¡Ingrato y soberbio yo!

ANTÓN. ¿Qué es sino ingratitud y soberbia la loca alegría que has experimentado al saber que eras hijo y heredero de un rico y un marqués?

MARTÍN. Padre, ahora va usted a saber lo que era y es mi loca alegría. (Dirigiéndose sucesivamente en tono suplicante a Antón y a Mari-Cruz.) ¡Padre! ¡Madre! ¡Concédanme ustedes la dicha mayor que puedo alcanzar en este mundo, que es la de casarme con Isabel, para que Isabel y yo vivamos y muramos con ustedes donde aprendimos a querernos!

MARI-CRUZ e ISABEL. (Con inmensa alegría) ¡Ah!

ANTÓN. (Lo mismo.) Casaos, hijos míos, y Dios bendiga vuestro cariño como lo bendecimos nosotros. (Se abrazan con ternura y transporte padres e hijos, y al verlo don Liborio se enjuga las lágrimas con el pañuelo.)

D. LIBORIO. (Hablando consigo mismo.) ¡Luego dicen que un escribano no puede ser sensible! ¡Yo no sé si lloro como escribano o como padre; pero la verdad que al ver esto... lloro! (Procurando disimular su emoción con el cambio de tono.) ¡Amigo Martín, vaya un padre que te has encontrado como de bóbilis bóbilis! Bueno, rico y marqués.

MARTÍN. Por bueno, y no por rico ni por marqués, le querré y respetaré siempre como el mejor de los hijos.

D. LIBORIO. ¿Tú sabes lo que harás cuando heredes su glorioso título y sus inmensas riquezas?.

MARTÍN. Lo único que sé es que esta casita y estas heredades y estos árboles que la rodean no me verán desertar de ellos hasta que vaya a descansar para siempre a la sombra del campanario que se alza allá abajo. Ya tengo (abrazando sucesivamente a Isabel, a Mari-Cruz y a Antón), y eso me basta, aquello que dice el cantar vascongado:

Una heredad en un bosque,
una casa en la heredad,
y en la casa pan y amor.
¡Jesús, qué felicidad!