Cuentos de color de rosa/Por qué hay un poeta más y un labrador menos

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Por qué hay un poeta más y un labrador menos

- I -[editar]

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, demos principio a LOS CUENTOS DE COLOR DE ROSA, y démosle evocando los amados recuerdos de aquel rinconcito del mundo que se llama las Encartaciones de Vizcaya, donde aprendí a amar a Dios, a la familia, a la Patria y al trabajo.

Inspirado por estos recuerdos y por ti, dulce amor mío, cuyo corazón ha de ser el primero que conmuevan, y cuyos ojos han de ser los primeros que humedezcan, ¡cómo no han de ser puras, sentidas, honradas, estas sencillas narraciones, que tienen por principal objeto la glorificación de Dios y la familia y la Patria!

La azada encalleció mis manos de niño, y la pluma, más pesada aún que la azada, seca mis manos de hombre. ¿Quieres saber por qué hay en el mundo un poeta más y un labrador menos? Pues escucha éste que sólo tiene de cuento la condición de cosa contada, y de color de rosa los matices que cubren su fondo pavoroso y negro.

Era un caluroso día del mes de julio. Al sonar las doce en el campanario que se alzaba allá abajo, en el fondo del verde y hermoso valle, en una de cuyas vertientes estaba nuestra casa, todos los que trabajábamos en las heredados, unos en la siega del trigo, otros en la salla de la borona, soltamos la hoz o la azada y nos encaminamos alegremente a nuestros hogares, en cuyo camino nos habían precedido media hora antes las hacendosas madres de familia, que levantaban de cada hogar una azulada columnita de humo, preparando la comida para cuando el ansiado toque de la campana parroquial nos dijese: «Ea, al hogar, al hogar, que los que trabajan desde que el sol despunta, justo es que se alimenten y descansen cuando el sol llega al cenit».

Durante la canícula, el descanso era de doce a dos. Cuando las dos campanadas de la parroquia anunciaban que la siesta había terminado, ¡qué satisfechos tornábamos a las heredades! ¡Qué satisfechos de aquellas dos horas de solaz y descanso, cuya mayor parte había pasado la gente joven riendo y charlando a la sombra de los frutales!

Nuestra casa estaba aislada y medio escondida en un bosquecillo de nogales y cerezos, y como trescientos pasos más abajo, había otras tres unidas bajo un solo techo y también medio ocultas entre los árboles. Como el campo contiguo a nuestra casa era amenísimo en el verano, porque le daban sombra y fruta los árboles que le poblaban, y frescura un claro arroyuelo que a un extremo de él corría entre sauces y avellanos, allí era adonde subía a pasar la siesta la gente joven y aun la gente madura de las casas vecinas, y de otras esparcidas en aquellas inmediaciones.

Era, como he, dicho, un caluroso día del mes de julio, y en el campo contiguo a nuestra casa nos íbamos reuniendo a pasar la siesta todos los moradores del barriecillo.

Pero ¡ay!, al decir todos, incurro en una inexactitud, porque faltaban allí los jóvenes más lozanos y útiles de la aldea. La guerra civil desolaba entonces a España, y particularmente a las Provincias Vascongadas, si bien hacia algunos meses que sus estragos no se dejaban apenas sentir en las Encartaciones, y todos los mozos útiles para manejar el fusil estaban en el ejército carlista, en el que forzosamente se les hacía ingresar así que cumplían diez y siete años, y aun de menor edad si su desarrollo físico se anticipaba.

Aquel día la conversación era muy triste, pues giraba sobre los estragos que el anterior había causado una columna de tropas de la Reina en una aldea cercana.

Un chico que estaba subido en un cerezo, cogiendo cerezas en un cestillo de asa, exclamó con terror.

-¡Un cristino! ¡Un cristino!

-¡Un cristino! ¿Dónde? -le preguntamos todos, no menos aterrorizados que él y mirando todas partes.

-En las Pasadas -contestó el chico, bajando del cerezo con tal precipitación, que dejaba pendiente de una rama el cestillo medio lleno de cerezas.

Dirigimos todos la vista con ansiedad y espanto hacia las Pasadas, que era una alturita interpuesta entre la montaña y las heredades que se extendían más arriba de nuestra casa, y, e efecto, vimos a un cristino arrimado al grueso tronco de un castaño, como si quisiese oculta se de aquel modo.

El nombre de cristino se daba, generalmente a los defensores de la Reina Isabel, entonces niña y bajo la tutela de su madre la Reina gobernadora Doña María Cristina. El terror que inspiraba su presencia en nuestros valles y montañas era grande, y se concibe teniendo en cuenta que, como consideraban país enemigo al nuestro, cuyos jóvenes estaban en el ejército carlista, le estragaban horriblemente donde quiera que ponía la planta. La guerra, que Dios maldiga, y sobre todo la guerra civil, no tiene entrañas ni conoce la justicia, sea cual sufro la bandera que sustente.

A la parte opuesta de la alturita donde aparecía el cristino, cuya cualidad de tal nos manifestaba su uniforme; había una cañada, donde no dudamos se hallaría el cuerpo a que pertenecía aquel soldado.

En un instante quedó desierto el campo, porque no hubo quien no huyese despavorido a poner en salvo ganados, ropas, viandas, cuanto era posible ocultar, como se hacía siempre que los cristinos aparecían, y aun cuando aparecían los carlistas, en cuyas tropas no faltaban soldadesca que también tratase como país enemigo, al nuestro.

Nuestra casa era la que más inminente riesgo corría, pues era la que más cerca tenía a los cristinos, y mientras mi hermano y yo sacábamos de la cuadra los bueyes y las vacas para huir con ellos por una sombría estrada a un espeso castañar que se extendía a la falda de una de las montañas que dominaban la casa, mis padres escondían en ésta lo mejor que en ella quedaba.

Cuando mi padre hubo terminado esta tarea, se asomó a la ventana y vio que el cristino descendía lentamente y como temeroso de la alturita, parándose a cada instante y como procurando ocultarse entre los árboles, dando largos rodeos para evitar el terreno despejado. Por más que mi padre miraba a la cima de las colinas, no descubría más hombres que aquél.

-Marta -dijo a mi madre-, el cristino baja...

-¡Dios nos favorezca! -exclamó mi madre-, interrumpiéndole aterrada.

-Pero baja solo, y... no es tal cristino...

-¿Pues no lo ha de ser, si tiene capote gris, correaje blanco y morrión? Si fuera carlista, tendría capote castaño, canana y boina.

-Pero es posible que no sea cristino ni carlista.

-Pero hombre, ¿estás loco? ¿Qué ha de ser, si no?

-Ni una cosa ni otra: un desgraciado.

-¡Ah! ¡Dios quiera que eso sea! -exclamó mi madre alzando los ojos al cielo, consolada con un rayo de esperanza.

¡Mi madre pidiendo a Dios que un hombre fuese un desgraciado! ¡Santa y dulce madre mía! ¡Qué singulares paradojas ofrece la vida humana!

El cristino estaba ya bajo los nogales y los cerezos, y ninguno otro asomaba por ninguna parte. Tanto esto último, como el abatimiento y el terror de que daba muestras aquel hombre, tranquilizaron por completo a mis padres, que continuaban observándolo desde la parte interior de la ventana.

Mi padre, que si no era lo que se llama un valiente, tampoco era un gallina, como lo había probado en la guerra de la Independencia, se decidió a salir al encuentro del cristino; y, en efecto, un instante después apareció bajo los nogales, seguido de mi madre, que, a pesar de su natural tímido y dulce, quería participar del riesgo que corriera su marido.

-¡Patrón!... -murmuró el cristino tímidamente.

Y como no acertase a pronunciar más palabras que ésta, arrimó el fusil al tronco de un cerezo, como en señal de que rendía y abandonaba las armas, y se adelantó hacia mi padre.

-¿Qué es eso, militar? ¿Viene usted enfermo? -le preguntó mi padre cariñosamente.

¡Ah! ¡Sí, señor; enfermo del cuerpo y del alma! -contestó el cristino, arrasándosele los ojos en lágrimas.

Mi madre fuese por esta contestación o fuese porque aquellas lágrimas eran para ella lenguaje elocuentísimo, comprendió que aquel joven era un desgraciado, y que el primer auxilio que, necesitaba era el calor de la ternura maternal. Y como este calor de tan rico tesoro encerraba su alma, se apresuró a ofrecer un poco de él a aquel joven, o, mejor dicho, a aquel niño.

-¡Venga usted, venga usted con nosotros, pobre hijo mío, que madre soy, y para que Dios no me desampare nunca a los hijos de mis entrañas, yo le cuidaré y consolaré a usted como si fuera su propia madre! -exclamó la mía llena de emoción, echándole una de sus manos al hombro y estrechando con la otra la del militar, que estaba calenturienta y convulsa.

Expresando su gratitud, más con sus lágrimas que con sus palabras, el militar siguió a mi madre a casa, mientras mi padre se alejaba de ésta algunos pasos para anunciarnos a mi hermano y a mí con una señal convenida que no había peligro alguno.

-¡Vendrá usted muerto de cansancio y hambre!-, preguntó mi madre al soldado, disponiéndose a prepararle algún alimento.

-Lo que más me molesta, -contestó el joven- es este horrible desaseo...

-Pues verá usted, -dijo mi madre-, cómo en un abrir y cerrar de ojos le ponemos a usted más limpio que la plata y más fresco que una lechuga. Casualmente, la ropa de mi Antonio le debe estar a usted que ni pintada.

Y un momento después mi madre llevó al militar al mejor cuartito de la casa, donde ya había preparado agua y jabón para que se lavase, y un traje completo, pobre, eso si, pero limpio y casi nuevo, con que se mudara.

Este traje era el dominguero mío. En efecto: mi ropa estaba como pintada al militar, porque aunque yo no tenía aún quince años, estaba ya casi tan alto como ahora, lo que si bien lisonjeaba en cierto concepto la vanidad de mi madre, tenía a ésta sobresaltada. Ya una partida carlista, que había estado últimamente en la aldea reclutando mozos, había fijado la atención en mí y querido llevarme consigo, diciendo que yo tenía la talla, y que lo que importaba para manejar el fusil era la talla y no la edad. Mi pobre madre decía en vista de esto:

-Si yo estuviera segura de que no me habían de llevar al hijo de mi corazón antes de que cumpla la edad, estaría tranquila, porque Dios nos permitirá que la guerra dure hasta que la cumpla; pero el mejor día me le llevan casi niño, y si no me le mata una bala, me lo mata su genio tímido y dulce como el de un cordero!

Razón tenía mi buena madre para creer que Dios no me había criado para los horrores de la guerra. En nuestros caseríos de Vizcaya es día de alborozo para los chicos el día próximo a Nochebuena, en que se mata el cerdo, porque para ellos tiene gran atractivo las operaciones que siguen al degüello, entre ellas la de chamuscar al animal en la portalada con helechos secos o manojos de paja, la de arrancarle las pezuñas calientes, que los chicos recogen para divertirse con ellas, y el obsequio de una morcilla y un chorizo en miniatura que la madre hace para cada chico. Este día, tan deseado por otros chicos, era mi pesadilla durante todo el año. Lejos yo de ayudar a la matanza del cerdo, corno hacían otros chicos de mi edad, bien sujetando las patas del animal en el acto de degollarle tendido sobre un banco, o revolviendo con un palo la sangre que cala humeante a la caldera, huía de casa al castañar inmediato, y allí me tapaba los oídos con ambas manos para no oír los dolorosos quejidos de la víctima.

Yo no acierto a explicarme ciertas crueldades de la especie humana. Críanse los animales casi en nuestro hogar, jugamos con ellos de niños, los queremos hasta el punto de extremar nuestras caricias como si las prodigásemos a racionales; nos buscan, nos acarician, nos aman ellos como si estuviesen dotados de razón, todo lo cual sucede con el cerdo, con la vaca, con la oveja, con la gallina, y, sin embargo, ¡nos alborozamos y regocijamos el día que darnos cruel muerte a los animales para saciar con sus carnes nuestro apetito!

Confiésote, amor mío, que hay en la vida una porción de cosas como ésta que suscitan en mí horribles dudas. O estas cosas no son justas y naturales, y si cruel y monstruosa violación de las leyes de la Naturaleza, o yo he venido al mundo por equivocación y soy en él planta parásita.

Mientras Juan, que así había dicho llamarse lo atendía en el cuarto a la primera necesidad de los limpios del alma, que es la limpieza del cuerpo, mi madre, le había preparado una sopa con torreznos y huevos, capaz de resucitar a un muerto.

Cuando Juan salió del cuarto, limpio como el sol y vestido de pies a cabeza con mi ropa dominguera, mi madre, so pretexto de que se parecía a mí, lo plantó un abrazo tan maternal, que le hizo sonreír y llorar a un tiempo; le condujo a la cocina, y quieras o no quieras, aduciendo todas esas razones que las madres tienen para echar por tierra la falta de apetito de los hijos, tales como la de que tiene pena de la vida el que no come, dio ánimos al pobre Juan para despachar la ración.

Entre tanto, mi padre cogía las armas y el uniforme del soldado y las ocultaba en el tronco de un castaño, que era seguro, enjuto y espacioso escondite para estas ocultaciones y otras de más valor y volumen, como lo habíamos experimentado muchas veces que venían, soldados a la aldea.

Todos los vecinos se habían enterado de que el cristino no era cristino ni carlista, sino un joven desgraciado, y durante la tarde habían trabajado tranquilos en sus heredades. Cuando abandonaban éstas, al toque de oración, en lugar de dirigirse hacia sus casas se dirigieron hacia la nuestra, deseosos de ver al forastero y saber algo más de su procedencia y del objeto con que había bajado a los Lugares, con cuyo nombre se designaban antonomásicamente los diferentes grupos de casas esparcidas en las cercanías de la nuestra.


- II -[editar]

La noche era de plenilunio y en extremo deliciosa. No ya en el nocedal, que estaba a la parte de arriba de nuestra casa, sino delante de ésta, en un campillo sobre el cual se inclinaban unos frondosos avellanos que sobresalían de la pared del huerto contiguo, se iban reuniendo todos los vecinos que venían de las heredades, sentándose unos en las cañas de la envenatada carreta, y otros en unos maderos que mi padre iba depositando allí en verano para que no faltara leña en invierno.

Juan estaba también en aquella asamblea a la luz de la luna, y los chicos, perritos de todas bodas, como decía mi madre, nos habíamos ya hecho muy amigotes suyos y le molíamos a preguntas sobre su vida militar, que es la vida que más interesa a la gente menuda, no viendo en ella la violencia y la sangre que suelen acompañarla, y sí sólo los colorines, la música y los movimientos acompasados.

-Callad, enemigos malos -exclamó mi madre, viendo nuestra impaciencia porque Juan hablase-, que cuando los mayores no necesitamos que nos dé cuenta de su vida para quererle como si hubiera nacido aquí, pues, demasiado dice su cara que es tan bueno como nosotros, no es cosa de que unos renacuajos se la pidan.

-Gracias, Marta -dijo el joven, con la emoción del agradecimiento ingenuo y sincero-; pero la curiosidad de estos pobres chicos, y aun la de todos ustedes, es muy natural, y voy a satisfacerla.

Yo soy de Burgos, en cuya ciudad nací y he vivido siempre, hasta que hace pocos meses caí quinto e ingresé en las tropas de la Reina. Mi padre era un empleado de modesto sueldo, que me hizo cursar la segunda enseñanza en el Instituto, con objeto de enviarme luego a Valladolid para que siguiese la carrera de Medicina, pues la consideraba más recompensada y segura que la de leyes u otras que, después de terminadas, tardan en dar resultados positivos o no los dan nunca; pero falleció joven aún, y mi madre, no pudiendo sobreponerse al dolor que le había causado su pérdida, que llevaba consigo la de la esperanza de poder darme una carrera decente, murió también pocos meses antes de caer yo soldado; lo que me privó de eximirme como hijo de viuda pobre. No tengo ya en mi pueblo nativo más que recuerdos, todos ellos tristes, porque hasta los alegres de la niñez se me aparecen bajo el velo negro con que se cubre a los muertos.

-¡Pobre muchacho! -exclamaron las mujeres, enjugándose los ojos con el cabo del delantal, y con más dolor que ninguna, una muchacha, que se llamaba Carmen y había sido recogida por unos tíos suyos, vecinos nuestros, con motivo de haber quedado huérfana de padre y madre, vecinos del valle de Mena.

-¡Anda!-, dijo uno de los chicos, reparando en el llanto de Carmen-. ¡Ya se conoce que Carmen es cristina!

-¡Calle usted, grandísimo trasto!-, le replicó su madre, dándole un pescozón-. Los cristinos ni los carlistas no tienen nada que ver con lo que hace llorar a Carmen, que se ha quedado sin padre ni madre, como el pobre militar.

Antes de seguir más adelante; y para que comprendas mejor esto, debo explicarte el fundamento de la salida de pie de banco de aquel pícaro chico.

Muchos vecinos del valle de Mena se declararon voluntariamente partidarios de la Reina, y tomaron las armas en su defensa como urbanos o milicianos nacionales, y se fortificaron en el antiguo torreón de Villanueva, en el centro del valle. Carmen que era sencilla e ingenua, no ocultó, al venir huérfana a mi aldea, sus inclinaciones a la causa de la Reina, a la que su padre había sacrificado la vida, pues había muerto de un balazo recibido en el pecho peleando contra los carlistas; pero respetando todos los vecinos el motivo y la buena fe de aquellas inclinaciones, nadie, aunque no participara de ellas, pensó en vituperarlas ni escatimarles el respeto que merecían.

Juan continuó su historia.

-Ya mi padre en sus últimos años se iba convenciendo de que yo no servía para médico, y se iba decidiendo a darme otra carrera más en armonía con mis sentimientos e inclinaciones, porque mi madre solía decirle, y él convenía en ello:

-Hay dos carreras para las que Dios no ha criado a este chico; la de medicina y la militar. ¿Cómo esta criatura que es todo dulzura y compasión, ha de ser feliz viviendo como los médicos, entre los que padecen, y a veces haciendo padecer horriblemente para aliviar? Muy santa y noble es la profesión de médico, que es el sacerdote del cuerpo, como el párroco es el sacerdote del alma; pero para ejercerla se necesitan almas enérgicas y fuertes, y no delicadas y tímidas como la de este pobre hijo mío, que está siempre soñando con un mundo de ángeles y un cielo sin nubes ni tempestades. Ni aun puede el médico preservar a sus inocentes hijos de los peligros de su profesión, pues al abrazarlos cuando vuelve al hogar para descansar de sus fatigas del cuerpo y del alma, no está seguro de que no les lleva el contagio y la muerte en aquellas ropas que tocan al acercar sus cabecitas a su seno, o en aquellas manos con que ordena su rubia cabellera, que han descompuesto sus caricias. Tampoco en la milicia puede encontrar la dicha nuestro hijo, y si la suerte le destina a ella, necesitamos a toda costa arrancarlo de una profesión donde encontraría la muerte, no tanto peleando con los hombres como peleando con sus inclinaciones, opuestas a la violencia y el derramamiento de sangre humana, que son el principal oficio del soldado.

Mi madre se estremeció al oír esto, sin duda pensando en mí.

Y tenía razón mi madre al pensar así -continuó Juan-. Nunca quise pasar por la puerta de San Martín, sólo porque allí vivía el verdugo; nunca quise acercarme al matadero, por no oír el doloroso bramido que lanzan las reses al hundir su cráneo el martillo del matachín; nunca quise ir a los toros, por no presenciar tan bárbaro y sangriento espectáculo, y siempre me indigné al ver y pensar que el pueblo español no sospeche siquiera que sean dignos de compasión los animales, como lo prueba la saña con que los maltrata y la diferencia con que ve sus tormentos y su muerte.

Mi madre volvió los ojos hacia mí, exclamando conmovida:

-¡Lo mismo, lo mismo que este pobre hijo mío!

-Mis gustos y diversiones -continuó Juan eran muy distintos de los que enamoran a la generalidad de las gentes. Para mi constituían los mayores encantos de la vida una buena música, una buena comedia, un buen libro, un buen cuadro, una buena escultura; pasar las horas enteras en la catedral con el alma absorta en las maravillas de la fe y del arte que aquel admirable templo atesora; recorrer los campos ricos de flores o mieses; contemplar el sol, cuando nace o cuando muere, desde la cima de un collado; olvidarme del mundo en una noche serena, fijos los ojos y el pensamiento en el cielo azul tachonado de estrellas, u oír en torno de un hogar historias maravillosas o sencillas que relata un venerable anciano o una bondadosa madre de familia y escuchan con emoción e interés niños de cabecita rubia y ojos azules y adolescentes de uno y otro sexo, cuya alma vuela por horizontes infinitos, luminosos y sonrosados.

-¡Lo mismo, lo mismo que este pobre hijo de nuestro corazón! -repitió mi madre en voz; baja, dirigiéndose a mi padre, que estaba a su derecha, y extendiendo su cariñosa mano hacía mí, que estaba a su izquierda.

Juan continuó:

-Caí soldado, y entonces comenzaron para mí dolores que ni yo podré explicar ni ustedes comprender. Cadenas de hierro en el cuerpo y en el alma a todas horas y en todas partes son las que sustituyen para el pobre soldado a las dulcísimas de los brazos de su madre, a que estaba acostumbrado en su hogar.

Aquellas cadenas eran insufribles para mí, que nunca había sentido más que las de flores y estaba acostumbrado a volar por la tierra y el cielo libre como los pájaros; pero aún había para mí en la milicia tormento mayor que las cadenas de la Ordenanza y las de la instintiva tiranía de los jefes militares, altos o bajos. Estábamos en tiempo de guerra, y el saqueo y el incendio y la matanza era nuestra diaria ocupación. Para mí esta ocupación era horrible, y mi alma la rechazaba indignada; y como ni entre mis jefes ni entre mis compañeros apenas había quien comprendiese la razón del horror y la profunda repugnancia con que me constituía en instrumento de desolación y muerte, la nota de mal soldado, de cobarde, de rebelde y de desafecto a la causa que defendíamos pesaba siempre sobre mí, y el castigo material era casi diariamente su consecuencia.

Mi alma y mi cuerpo estaban ya quebrantados con la espantosa tiranía que pesaba sobre ellos, y el término de mi vida se acercaba, a pesar de lo mucho que resiste la juventud todas las tiranías. Hace un mes tocóme formar parte del piquete que había de fusilar a una infeliz mujer, cuyo delito era haber salvado a una partida carlista, de la que formaban parte dos hijos suyos, avisándola que nosotros nos dirigíamos a sorprenderla. Cuando vi caer a aquella desventurada con el cráneo despedazado, tal vez por la bala salida de mi fusil, caí también al suelo sin sentido, y fui conducido al hospital entre el desprecio y la indignación que causaba a mis jefes y compañeros lo que unánimes llamaban mi cobardía.

Ayer, apenas repuesto un poco de mis últimos padecimientos, salí de Balmaseda con mi compañía y vinimos a esa aldea que está al otro lado de la montaña, con objeto de castigar a sus moradores, porque hace pocos días facilitaron raciones y alojamiento a una partida carlista que pernoctó en ella.

No sintiéndome con valor para presenciar, y menos para ejecutar los horrores a que la columna se entregaba en la aldea, separéme disimuladamente de mis compañeros y me interné en los castañares del pie de la montaña. Como mi anhelo continuo es descubrir nuevos horizontes, buscando alguno por donde mi alma pueda volar libre de los horrores y la opresión que la espanta y encadenan, subí, subí hasta la cima de la montaña sin darme cuenta de lo que hacía y huyendo por instinto de las llamas y los lamentos que se alzaban alla abajo en la desdichada aldea.

Llegué a la cima de la montañas, y un grito de admiración y alegría se escapó de mis labios al descubrir de repente la apacible hermosura de este valle; y cuando vi estos grupos de alegres caserías esparcidas entre verdes arboledas y heredades en el regazo de las colinas que servían de escalones a la montaña desde cuya cumbre contemplaba yo todo esto, un ansía invencible o inexplicable de vivir y morir en este hermoso y apacible rinconcillo del mundo se apoderó de mi alma.

Allí permanecí horas enteras absorto en sueños y esperanzas imposibles de explicar; pero de aquellos sueños me sacó de repente el toque de cornetas y tambores que anunciaba la partida de mis compañeros de la aldea desolada.

-¡Desertor! -exclamé con espanto y vergüenza.

Y dí algunos pasos para descender a reunirme con mis compañeros; pero no tardé en detenerme, pensando que, dado caso lograse alcanzarlos, sería cruelmente castigado por haberme separado de ellos durante muchas horas, y que, de todos modos, la vida militar en tiempo de guerra era para mi muerte segura, próxima y precedida de tormentos aún más crueles que la muerte misma.

Volví a subir a la cima de la montaña y a fijar, mi vista en este hermoso valle, y sobre todo en estas aldeitas, tan cercenas a mí, que oía las campanillas del ganado que volvía del monte, porque la noche se acercaba, y las risas de las muchachas que volvían de la fuente, y las vocecitas de los niños que recogían los bueyes y las vacas de los prados, y las conversaciones de las mujeres y los hombres, que echando la azada al hombro, dejaban las heredades y se encaminaban a sus hogares, y entonces dije con toda la profunda decisión de mi alma:

-Bajaré a este rinconcillo del mundo y en él viviré y trabajaré y amaré y moriré y descansaré a la sombra de aquella iglesia, cuyas campanas tocan a la oración en el fondo del valle. Ese valle será mi mundo y mi patria y mi hogar, y sus ancianos serán mis padres, y sus jóvenes serán mis hermanos, y una de las hermanas de esos jóvenes será la elegida de mi corazón.

-¡Anda! Rabia, rabia, Carmen, que tú no tienes hermanos y no puedes ser novia de Juan!-, exclamó aquel pícaro chico que ya antes había interrumpido la narración del soldado.

Murmullos generales de disgusto y un pescozón de su madre acogieron la salida del chico, que si no hizo reír fue porque en todos los párpados habla lágrimas y en todos los corazones había penosa emoción; porque padres, hermanos, novias, todos pensaban con terror y pena, al oír al soldado, en los que allá en el ejército carlista pasaban o estaban destinados a pasar lo que él había pasado en el isabelino.

Mi pobre madre era la más conmovida y afligida de todas las madres, y sus ojos, arrasados en lágrimas, que brillaban a la luz de la luna, se volvían continuamente hacia mí con un ansia y una ternura que se comprenden y no se explican.

-Ea, -dijo-, todos necesitamos descansar, y el pobre Juan más que ninguno.

Todos nos levantamos, y no hubo mano que no estrechara la del soldado, como señal de amistad y simpatía.

-¡Y yo -exclamó el soldado con el trémulo acento de la emoción-, y yo que permanecí en la montaña toda la noche y toda la mañana siguiente sin atreverme a bajar, temeroso de que los habitantes de este valle vengasen en mí lo que mis compañeros habían hecho con los habitantes del valle opuesto!

-Pues, por mal pensado -le replicó mi madre sonriendo cariñosamente-, lo estaría a usted bien empleado que no sea la elegida de su corazón una encartada.

-¡Mira tú! -saltó el chico consabido-. Entonces será su novia Carmen, que es menesa.

Una carcajada de todos y un pescozón de la madre del chico, plantado a éste, puso término a la asamblea celebrada a la puerta de mi casa y a la luz del plenilunio, como aquéllas que, según cuenta Estrabón, celebraban hace dos mil años los cántabros, mis abuelos.


- III -[editar]

Era por el mes de Octubre del año siguiente, y por consecuencia, había pasado más de un año desde que Juan el cristino vino a los Lugares.

Mi madre estaba cada vez más inquieta y triste, viendo que la guerra no tenía traza de concluir y que nadie quería creer que yo tuviese diez y siete años sin ver mi partida de bautismo, que me señalaba diez y seis no cumplidos.

Un destacamento de reclutadores carlistas había estado pocos días antes en la aldea, y el sargento que le mandaba, a pesar de enseñársele la susodicha partida, había querido llevarme consigo, interpretando la ley por el estilo de un gobernador civil muy liberal que hubo en Vizcaya, según el cual, la ley de su conciencia es la única que deben consultar y ejecutar los magistrados y gobernantes, lo cual no deja de tener sus ventajas, que son las no flojas de ser tan sabio un simple alguacil como el conjunto de todos los legisladores habidos y por haber, y no necesitarse asambleas legislativas y codificadoras y poderse utilizar en la envoltura de especias todos esos mamotretos que constituyen las recopilaciones antiguas, nuevas y novísimas.

El sargento reclutador no había tratado de llevarse a Juan, porque a lo único que se obligaba a los que abandonaban el ejército de la Reina, era a entregar sus armas y uniforme, y hecho esto, quedaba a su voluntad el ingresar o no en el ejército carlista. Lo que si había exigido era que se lo entregasen las armas y el uniforme del desertor cristino, lo cual hizo éste quedando ya completamente seguro de que los carlistas no habían de turbar la dicha de que gozaba.

En efecto: Juan era dichoso como no lo había sido desde que perdió a sus padres. Trabajaba, amaba y era amado, lo que constituye la principal fuente de la dicha humana para las almas buenas y los entendimientos claros.

Como sus manos no estaban acostumbradas a manejar la azada, los primeros días se resintieron un poco del trabajo; pero como la voluntad del hombre consigue todo lo que no contraría su naturaleza, y el trabajo, lejos de contrariarla, la favorece, Juan triunfó de aquella dificultad muy pronto.

Nadie en la aldea aventajaba a Juan en el trabajo; tanto, que uno de los principales propietarios del pueblo solía decir enamorado de su laboriosidad:

-El día que ese muchacho trate de casarse y avecindarse entre nosotros, será inquilino de la mejor de mis caserías.

La cualidad de buen trabajador es quizá la primera que se exige en Vizcaya al hombre, y aun a la mujer. Cuando se trata de averiguarlas cualidades de un sujeto, lo primero que se averigua es si es buen o mal trabajador. Como que se creo que averiguando esto, es inútil averiguar todo lo demás, dando por supuesto que, si es buen trabajador, tiene todas las demás buenas cualidades que puede tener el hombre, y, si es malo, carece de todas ellas.

Juan había encontrado en la aldea la salud del cuerpo y del alma. Al mismo tiempo que sus fuerzas se habían desarrollado rápidamente y su rostro había adquirido la color entre trigueña y sonrosada, que dan el sol y el aire sano del campo y la serenidad del alma, esta serenidad había llegado a ser perfecta y envidiable. No había perdido su alma su antigua propensión a la melancolía y a soñar con un mundo de ángeles y un cielo sin nubes ni tempestades, pero esta cualidad, que también tenía mi alma, según decía mi madre, no impedía a Juan, como tampoco me impedía a mí, vivir satisfecho, sereno y alegre entre aquellas gentes sencillas, humildes y rústicas, y en aquellas ocupaciones, aunque rudas, pacíficas. El labrador a quien Dios ha dado la intuición, el instinto, el alma soñadora y tierna del poeta, ocasión tiene, aun en su vida extraña a toda cultura literaria y artística, de satisfacer diariamente las propensiones de su alma. Los encantos del amor y de la Naturaleza, que son la aspiración eterna y primordial del poeta, no están en las universidades y las academias: están dondequiera que está la obra más hermosa de Dios, que es la tierra y las criaturas humanas que la pueblan, hermoso cuadro cuyo boceto fue el Paraíso terrenal. Labrador con alma de poeta era aquel joven, y sin que las gentes entre quienes vivía le tuviesen por extravagante y loco, sino, muy al contrario, por un hombre que, como ellos, se conformaba con la vida tal cual Dios la ha hecho, y no se salía de los límites naturales que veía en ella, satisfacía las propensiones primordiales de su alma.

Cuando Juan, al oír el primer canto de los pájaros, se asomaba a la ventana y se detenía allí un momento contemplando aquella hermosa aureola con que coronaba el alba la cordillera de los altos montes que se extendía al Oriente del valle; cuando después, con la azada al hombro, se dirigía a las heredades, arrullado por el dulce e infinito concierto de cánticos que alzaban los pájaros en todas las enramadas; cuando aspiraba el dulcísimo perfume con que las flores y las plantas, húmedas con el rocío de la aurora, embalsamaban el ambiente, y cuando a la vaga y misteriosa luz del naciente día contemplaba el fondo y el conjunto del valle, donde nubecillas de humo que comenzaban a alzarse de los hogares, y balidos de ganado que iba al monte, y ruido de puertas y ventanas que se abrían, y chirridos de carretas que se ponían en movimiento, y cantares de muchachos que iban a coger el agua fresca y serena, anunciaban el despertar universal de la vida, adormecida un momento para descansar; cuando todo contemplaba y oía y aspiraba, ¡qué necesidad tenía su alma de poeta de oír ni entonar los cantos de Homero y Virgilio!

Y cuando al abandonar las heredades al toque de la oración se detenía en una colinita a contemplar los últimos resplandores del sol, que irradiaban sobre las montañas del ocaso, y a escuchar los últimos rumores del valle, cuya vida se concentraba en los hogares para descansar en el santo regazo de la familia; cuando después de este momento de contemplación se dirigía a la fuente del castañar, hacia donde había visto a Carmen dirigirse, y allí encontraba a Carmen y con ella volvía lentamente caminando y hablando los dos bajito, para que sólo Dios escuchara sus castas palabras y penetrara sus celestes sueños de amor y felicidad, entonces, ¡qué necesidad tenía su corazón de ajustar sus palpitaciones y su alma de ajustar sus amores al patrón académico que han esparcido por el mundo los poetas universitarios!

Porque es de saber que aquella misteriosa maldición, he dicho mal, aquella misteriosa bendición que una noche de plenilunio echó mi madre al desertor cristino, deseándole que una encartada no fuese la elegida de su corazón, le había caído a Juan de medio a medio. ¡La elegida de su corazón era Carmen, la dulce y triste huérfana menesa!

Por la margen septentrional del Ebro corro de Oriente a Ocaso una gran cordillera de piedra, que nace en los Pirineos y muere en el cabo de Finisterre. Al pie de este gran muro, que quizá sea el que hizo exclamar al bardo eúskaro de Altabizcar: «Dios ha hecho los montes para que los conquistadores no los traspasen»; al pie de este gran muro están los misterios más gloriosos y recónditos de la reconquista iniciada por la raza septentrional que acaudilla el gran Pelayo con la cruz en una mano y la espada en la otra; al pie septentrional de esta pétrea cordillera está el noble valle de Mena, eúskaro por la geografía, por la historia, por las costumbres y por el corazón, y castellano por lo demás. Un día un poeta de Castilla, por nombre el sencillo de Pueblo, se asomó a la gran peña, y mirando enamorado a los valles del Septentrión, donde se le aparecían en primer término el de Mena, en segundo los de las Encartaciones y en último el mar de Cantabria, exclamó conmovido y enamorado de la hermosura de aquellos valles y de la iracunda majestad de aquel mar:

Madre, si yo fuera rico,
daría cien mil ducados
sólo por tener amores
desde las Peñas abajo.

¡Si el poeta de Castilla sería Juan el burgalés, el venido de la banda meridional del Ebro para buscar, en el primer valle que vio de Peñal abajo, la elegida de su corazón!

Es lo cierto que Juan y Carmen, huérfanos ambos, y ambos tristes, y ambos desterrados del valle nativo y sin descubrir en este valle más que sepulcros, habían olvidado su orfandad y sus tristezas y su destierro y sus negros recuerdos desde que se vieron, porque desde que se vieron se amaron, no con el amor vulgar de los que se refugian en el olvido cuando el amor se les malogra, sino con el amor celeste de los que, cuando se les malogra el amor, se refugian en el sepulcro.

Juan continuaba viviendo en nuestra casa, porque mi madre alegaba derechos de prioridad para que no abandonase nuestro hogar hasta que se casara y le tuviera propio: estos derechos eran el ser nuestro hogar el primero de la aldea en que había penetrado. Por lo demás, como era buen trabajador, como todos le querían y como en la aldea había gran falta de brazos, estando ausentes los más robustos y ágiles, los vecinos todos se le disputaban para trabajar en sus heredades y remunerarle con buen jornal. Una gran razón, sobre otras muchas, decía tener mi madre para querer a Juan como si fuera hijo propio, y esta razón era que se parecía todo a mí. Optimismo maternal y sólo optimismo, pues yo sólo me parecía a Juan en una cualidad del alma: en serme repulsivo todo lo violento, grosero, brutal o cruel, y simpático todo lo dulce, delicado y bueno, y en que también podía decir mi madre, como decía de su hijo la de Juan, que yo estaba siempre sonando con un mundo de ángeles y con un cielo sin nubes ni tempestades.


- IV -[editar]

Era, como he dicho, por el mes de Octubre. Mi padre, que tenía la costumbre de toda la vida de levantarse antes de amanecer o lo más tarde al rayar el alba, para bajar un cesto de cebo a los bueyes, que eran uno de sus amores, como es muy común en los labradores vascongados, se levantó a la hora acostumbrada, y al acercarse a la ventana, no sé si para ver qué tiempo hacía o por qué ladraba furiosamente el perro, retrocedió profundamente sorprendido y alarmado: una partida de cristinos, cuyo correaje blanco se distinguía muy bien, a pesar de que aún no era día claro, estaba rodeando la casa. Comprendiendo que su objeto era apoderarse de Juan, corrió al cuarto de éste, que se estaba ya vistiendo, para poner en conocimiento del pobre joven lo que ocurría, y obligarle a ocultarse en una especie de subterráneo que habíamos excavado en la cuadra para ocultarlos objetos más preciosos de casa cuando venían soldados.

-No, no me escondo -le replicó Juan-, porque pudieran descubrirme, y, en ese caso, sería perderlos a ustedes. Prefiero saltar por una ventana, y así, o moriré o me salvaré.

Mi madre, mi hermano y yo, que habíamos despertado con los ladridos del perro, oímos algo de lo que Juan y mi padre hablaban, y comprendiendo que algo grave ocurría, nos levantamos y vestimos a toda prisa.

-¡Patrón, abra usted! -gritaron los cristinos golpeando la puerta y forcejeando para abrirla, lo cual era facilísimo, pues sólo estaba cerrada con una taravilla interior, incapaz de resistir un mediano empuje.

El chirrido de la puerta al girar sobre su quicio nos advirtió que la taravilla había saltado y los cristinos estaban ya en el portal.

El altercado de mi padre y Juan sobre si éste se había de esconder o había de saltar por la ventana de la cocina, que daba a un espeso bosquecillo de frutales que se prolongaba hasta el castañar, cesó de repente como ya inútil, y Juan corrió hacia el carrejo o corredor interior, adonde daban la puerta de la cocina, la de la escalera, la del cuarto de mis padres y la del en que dormíamos mi hermano y yo.

Al salir Juan al carrejo para dirigirse a la cocina, nos tropezó a su paso. Trataba de darnos un rápido abrazo, probablemente de eterna despedida, y entonces la voz de ¡alto! resonó en la puerta de la escalera, por donde asomaban cuatro fusiles apuntando hacia nosotros.

Juan comprendió instantáneamente que la descarga que le amenazaba nos amenazaba también, y ya no pensó en huir. Entregóse sin resistencia alguna y le bajaron al portal, donde con un portafusil le sujetaron por detrás los brazos, como si fuese una fiera o un gran malhechor.

A todo esto, era ya de día, y los cristinos, retirándose de en torno de la casería, formaban en dos filas en la portalada.

El capitán que mandaba la compañía procedió por sí mismo a un interrogatorio, en que Juan declaró lisa y llanamente cómo y por qué había desertado, la acogida que en mi casa y en la aldea toda había encontrado y su vida durante el tiempo que allí llevaba.

-Patrón -dijo el capitán a mi padre-, algún mérito tiene en facciosos, como supongo que lo serán ustedes, el no haber maltratado a un soldado de la Reina, aunque probablemente lo harían sólo porque el soldado era desertor; y también es de tener en cuenta que, lejos de apresurarse ustedes a enviar a los facciosos el armamento y el uniforme del cristino, como nos llaman ustedes, los conservaron hasta que hace pocos días se los exigieron a ustedes los reclutadores, que poco después cayeron en nuestras manos y se libraron de ser fusilados diciéndonos la procedencia de aquel uniforme y aquel armamento. Todo esto le libra a usted de ver su casa quemada, y quizá de algo mucho peor. En cuanto a este mozo, que tan robusto y guapo se ha puesto con la vida aldeana, hay, por de contado, que amansar un poco su vigor para que no intente una nueva deserción de aquí a Balmaseda, donde se le acabarán de ajustar las cuentas.

Como es de suponer, todos estábamos más muertos que vivos viendo y oyendo todo esto, y el pobre Juan apenas levantaba la cabeza más que para dirigir de cuando en cuando una dolorosa mirada hacia una casa que se descubría en un altito, no lejos de la nuestra. ¡Aquella casa era la de los tíos de Carmen! ¡Carmen vivía en aquella casa!

El temor podía más que la curiosidad en todas las personas mayores de la aldea, pues ninguno había parecido aún por allí; pero no sucedió lo mismo con los chicos, pues tres o cuatro de ellos, incluso aquel maliciosillo y entrometido que vimos arrostrando los pescozones de su madre por acusar a Carmen de cristina y suponer afinidades entre ella y Juan, estaban allí embobados con los uniformes y el armamento de los soldados y llevando su atrevimiento hasta tocar uno y otro.

El capitán dispuso que el desertor recibiese en el acto cien palos.

Mi pobre madre, que lo oía y presenciaba todo desde la parte interior de un antepecho que daba a la portadela, se retiró a la parte opuesta de la casa, consternada y horrorizada al oír aquella cruel sentencia. Quiso bajar a arrodillarse a los pies del que la había dictado para suplicarlo que la mitigase; pero mi padre la disuadió de ello, diciéndole con profundo convencimiento que sus súplicas habían de ser inútiles, si era que no contribuían a que la sentencia se agravase.

Púsose un tambor en el suelo entre las dos filas que formaba la tropa, despojóse a Juan de la chaqueta y el chaleco, hízosele arrodillar o inclinarse sobre el tambor, y dos cabos, armados de gruesas varas, empezaron a descargarlas furiosamente sobre sus espaldas al compás del ruidoso redoble de los tambores.

Juan lanzó un doloroso grito al recibir los primeros golpes; pero después quedó silencioso e inmóvil, y así permanecía cuando los tambores callaron y las varas quedaron quietas. La sangre brotaba a borbotones de su espalda descubierta, pues las varas habían hecho jirones la ensangrentada camisa.

Yo me atreví a mirar por la ventana, y retrocedí espantado ante aquel sangriento espectáculo, cuyo recuerdo no se ha apartado de mí ni un solo día de mi vida.

-Ea -dijo el capitán-, lávese con un poco de agua y sal, si no hay vinagre, la espalda de ese mozo, y adelante con él, que ya estamos aquí demás.

El barbero de la compañía se inclinó al desertor para cumplir, en lo que le incumbía, la orden del capitán, y después de observar y pulsar al apaleado, se incorporó, exclamando:

-¡Mi capitán, si está muerto!

-¡Muerto! -repitieron muchos de los oír circunstantes, más o menos compadecidos y horrorizados.

Pero todos callaron para prestar atención a Carmen, que corría hacia la tropa llorando y gritando:

-¡Perdón, perdón, por la vida que dio mi padre por la Reina!

-¿Qué dice de su majestad la Reina esa facciosa? -preguntó el capitán indignado, no comprendiendo lo que decía la desolada muchacha.

-¡Mira, Carmen, mira; está muerto tu novio! -dijo uno de los chicos en el momento en que Carmen, por entre las filas de los soldados, descubría el ensangrentado cuerpo de Juan, encorvado sobre el tambor.

-¡Muerto!... -exclamó Carmen con inmenso dolor.

Y retrocediendo de espaldas, y queriendo devorar a los cristinos con una mirada de hiena, gritó con indescriptible desesperación:

-¡Viva Carlos V!...

Veinte fusiles se alzaron por un movimiento instintivo y sin obedecer a voz de mando alguna, y Carmen cayó atravesada de balazos al expirar en sus labios el grito de ¡Viva Carlos V! como su padre había caído al expirar en los suyos el de ¡Viva Isabel II!

Mi madre, que también había caído sin sentido casi al mismo tiempo, cuando le recobró, exclamó dirigiéndose a mi padre con las manos juntas, en señal de entrañable súplica, y los ojos ciegos de lágrimas:

-¡Manuel, vendamos lo poco que tenemos para enviar a este pobre hijo de nuestra alma adonde Dios le libre de la suerte que aquí lo espera!

Quince días después iba yo camino de Madrid, destinado a la tienda y almacén de ferretería que en la calle de Toledo, número 81, tenía don José Vicente de la Quintana, primo de mi madre y hermano del venerable párroco de mi aldea y vicario del partido eclesiástico a que ésta pertenecía.


- V -[editar]

Pasó cerca de un año, y la guerra civil no había concluido aún, porque el insensato príncipe que la había promovido creía que la sangre y las lágrimas no empañaban el brillo de las coronas.

Un día recibí una carta de mi padre y me apresuré a leerla, chocándome no poco que estuviese fechada en Galdácano, pueblo distante ocho leguas del mío.

La carta empezaba así:

«Querido hijo: Hace dos meses, cuando cumpliste los diez y siete años, te reclamaron y me trajeron aquí hasta que te presentases...»

Al leer esto, arrojé la carta sobre el mostrador, exclamando con profunda decisión:

-Hoy mismo, aunque sea a pie y aunque aborrezco a los que con la guerra llenan de lágrimas y sangre la antes libre y dichosa tierra en que nací, parto para Vizcaya.

Pero cuando me hube repuesto un poco de la indignación y el disgusto que me había causado la noticia de que mi padre estaba, hacía dos meses, lejos de su hogar y preso, y sabía Dios si apaleado, porque yo no me presentaba en el ejército carlista, volví a tomar la carta y continué su lectura. Mi padre continuaba:

«... Pero no por eso vengas, que yo no corro peligro alguno; y si vinieras, tu pobre madre se moriría de pena.

Dentro de poco cumple la edad tu hermano, y tendrá que ir soldado; pero como aquél es todo lo contrario que tú, pues parece que ha nacido para eso, tu madre está resignada a que vaya.

No teniendo más que dos hijos, basta que sea uno soldado, y es mucho exigir que lo sean los dos. Nosotros queríamos que fueras labrador pero ya que Dios ha querido otra cosa, cúmplase su santa voluntad. Seas lo que seas, sélo honradamente, y esto es lo único que te piden y exigen tus padres.»

Mi resolución de emprender el camino de Vizcaya desapareció cuando hube leído el resto de la carta de mi padre; pero cada vez fue más firme la de ser honradamente lo que Dios quisiera que fuese.

Fue autor de cantares y narraciones vulgares el que pensaba ser labrador. Si lo es honradamente, no hace más que cumplir las órdenes de las dos autoridades más respetables del cielo y de la tierra. ¡Dios y sus padres!