Cuentos de la Alhambra/Leyenda del astrólogo árabe

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Leyenda
del
Astrólogo Árabe.




En cierto tiempo, hace muchos siglos, reinaba en Granada un rey moro llamado Aben-Habuz, el cual era un conquistador retirado de los negocios; esto es, un hombre que despues de haber llevado en su juventud una vida de hostilidades y rapiñas continuas, cuando se vió viejo y débil, ya no deseó otra cosa sino vivir en paz con todo el mundo, poner á cubierto sus laureles, y gozar tranquilamente de los estados que habia usurpado á sus vecinos.

Sucedió sin embargo, que este monarca tan razonable y pacífico, tuvo que medir sus fuerzas con algunos rivales jóvenes, que hallándose con todo el fuego de su pasion á la gloria y á los combates, estaban decididos á pedirle cuentas de lo que habia usurpado á sus padres. Algunos puntos distantes de su territorio, que en los dias de su mocedad no se atrevian á rebullirse bajo su mano de hierro, trataron tambien de alborotarse ahora que aspiraba al descanso, llegando á amenazar á la capital. De modo que el desventurado Aben-Habuz, atacado en lo interior y en lo esterior, vivia en continuo sobresalto en medio de las montañas que rodean á Granada, sin saber por qué parte romperian las hostilidades.

En vano levantó atalayas en los montes, en vano hizo guardar todos los pasos por tropas estacionarias, que tenian órden de anunciar la proximidad de los enemigos con fuegos por la noche y ahumadas durante el dia: las habia con enemigos mas activos y vigilantes que él, y que á pesar de todas sus precauciones hallaban siempre medios de penetrar en sus tierras por algun desfiladero, talaban el pais y se llevaban consigo muchos prisioneros. ¿Se vió nunca un conquistador retirado y pacífico mas atormentado que el pobre Aben-Habuz? Hallábase en tan triste situacion, abrumábanle las tribulaciones que por todas partes le rodeaban, cuando se presentó en su córte un médico árabe. Bajábale hasta la cintura una barba blanca y poblada, y todo su aspecto anunciaba una estrema vejez; mas no por esto habia dejado de hacer el viage á Egipto, á pie y sin mas ayuda que el apoyo de un baston en el que estaban grabados algunos geroglíficos. Habíale precedido su celebridad: llamábase Ibrahim Eben Abou Agib, creíasele nacido en tiempo de Mahoma, y se decia que su padre Abou Agib habia sido el último compañero de este profeta. El Eben Abou Agib de que ahora hablamos, habiendo seguido en su juventud el egército victorioso de Amrou en Egipto, fijó su residencia en este pais, en donde permaneció muchos años con el objeto de estudiar las ciencias abstractas, y particularmente la mágia con aquellos sacerdotes. Decíase ademas que poseía el secreto de prolongar la vida, y que por su medio habia cumplido ya mas de dos siglos: la lástima era que habia descubierto el secreto siendo ya muy viejo, y solo habia podido perpetuar sus rugas y sus canas.

Este famoso anciano fue honrosamente acogido por el rey, que como la mayor parte de los monarcas viejos, empezaba ya á manifestar una aficion decidida á los médicos y á los astrólogos. Quiso hospedar á este en su palacio; mas el sábio moro prefirió para su habitacion una caverna de la colina que dominaba á Granada, que fue precisamente la misma en donde mas adelante se edificó la Alhambra. La hizo ensanchar, convirtiéndola en una vasta sala, y practicó en el techo una abertura circular, que comunicando con el esterior, facilitaba el que pudiesen verse las estrellas al lleno del dia, bien así como se ven desde el fondo de un pozo. Las paredes de la sala estaban cubiertas de geroglíficos egipcios, signos cabalísticos, y figuras de las estrellas y constelaciones, y ademas toda la caverna estaba llena de instrumentos que fabricaron bajo la direccion del sábio los artistas mas inteligentes de Granada; mas estos instrumentos tenian cualidades ocultas que solo Ibrahim conocia.

En poco tiempo logró este ser el consejero íntimo del rey, el cual no hacia nada sin consultarle. Cierto dia, hallándose Aben-Habuz con su confidente, se lamentaba lleno de dolor de la injusticia de sus vecinos, y de la continua vigilancia que tenia precision de observar para estorvar sus invasiones. Cuando hubo acabado de lastimarse, le miró el astrólogo en silencio por algunos momentos, y tras esto le dirigió en corta diferencia estas palabras: «Sabe, ó rey, que cuando yo estuve en Egipto ví una gran maravilla, que era obra de una princesa pagana de los tiempos antiguos. Sobre una montaña que domina una ciudad considerable, situada á la orilla del Nilo, se veía la figura de un carnero de bronce, y encima de este estaba un gallo del mismo metal; todo ello giraba sobre un quicio, y cuantas veces se veía el pais amenazado de alguna invasion, se volvia el carnero hácia la parte por donde venia el enemigo, y cantaba el gallo; lo cual advertia á los habitantes de la ciudad del peligro en que se hallaban, indicándoles al mismo tiempo el punto hácia donde debian dirigir su defensa.

—¡Gran Dios! esclamó el pacífico Aben-Habuz, ¡qué tesoro seria para mí un carnero semejante, que sin cesar tuviese la vista fija en las montañas que me rodean, y un gallo queme advirtiese en caso de peligro! ¡Allah Akbar! ¡Cuánto mas tranquilo dormiria yo si velasen tales centinelas en lo alto de mi palacio!»

El astrólogo dejó pasar los primeros trasportes del rey, y continuó así:

«Despues que el victorioso Amrou (¡téngale Allah en descanso!) hubo acabado la conquista de Egipto, me quedé yo entre los antiguos sacerdotes de este pais, con los cuales estudié los ritos y ceremonias de su idolatría, procurando principalmente penetrar los conocimientos ocultos que les han dado tanta celebridad. Estando un dia en conversacion con un sacerdote anciano, sentados ambos á la orilla del Nilo, me señaló con el dedo las enormes pirámides que se levantaban como unos montes en medio del desierto, y me dijo al mismo tiempo estas palabras: «Todo lo que yo puedo enseñarte no es nada en comparacion de los conocimientos que esas masas gigantescas encierran. En el centro de la pirámide del medio se halla una cámara sepulcral y en donde reposa la momia del gran sacerdote que ayudó á edificar ese enorme edificio, y con él está enterrado tambien un libro maravilloso, que contiene todos los secretos del arte mágica. Este libro lo poseyó Adan antes de su caida, y pasó de padres á hijos hasta el sábio rey Salomon, á quien fue de gran provecho para la construccion del templo de Jerusalen; mas el modo cómo llegó despues al arquitecto de las pirámides, aquel que nada ignora podrá solo decirlo.»

«Luego que oí estas palabras del sacerdote egipcio ardió mi corazon en deseos de poseer el libro; y como podia disponer de una parte del egército victorioso, agregué á ella cierto número de egipcios, y con su ausilio acometí la empresa de penetrar en la sólida masa de la pirámide. Despues de largos trabajos logré descubrir uno de los tránsitos secretos del edificio; le seguí, y arrastrándome al traves de un laberinto lóbrego y espantoso, me introduje en la cámara sepulcral del centro, en donde reposaba hacia muchos siglos la momia del gran sacerdote. Rasgué sus vestiduras esteriores, y desatando las vendas que ceñian el cadáver, hallé al fin el precioso volúmen. Cogíle con mano trémula, y salí presuroso de la pirámide, dejando á la momia del gran sacerdote esperando el último dia en el silencio y la oscuridad de su sepulcro.

—¡Hijo de Abou Agib! esclamó Aben-Habuz, eres ciertamente un gran viagero, y has visto cosas maravillosas; ¿mas qué tengo yo que ver con el secreto de la pirámide, ni con el libro de la ciencia del sábio Salomon?

—Vas á saberlo, ó rey. Con el estudio constante de este libro me he instruido en todos los secretos de la mágia, y puedo mandar á los genios que me ayuden en la egecucion de mis planes. Conozco el misterio del talisman de Bursa, y puedo construir otro semejante y darle todavía mas fuerza.

—¡Ó sábio hijo de Abou Agib! dijo Aben Habuz enagenado de alegria; semejante talisman vale mas que las centinelas que tengo en la frontera y las atalayas de los montes. Dame luego esa feliz salvaguardia, y toma todas las riquezas de mi tesoro.»

El astrólogo puso luego manos á la obra para satisfacer los deseos del viejo monarca. Al efecto hizo construir una altísima torre en lo mas elevado del palacio, frente la colina del Albaicin; y es fama que las piedras que sirvieron para su construccion fueron sacadas de una de las pirámides de Egipto. La parte superior de la torre la ocupaba una sala de figura circular, con ventanas que caían á todos los puntos del horizonte; delante de cada una de estas ventanas habia una mesa, y sobre ella, á manera de un juego de ajedrez, estaba colocado un pequeño egército, compuesto de infantería y caballería con su rey á la cabeza, labrado todo en madera. Junto á cada mesa se veía ademas una lanza del tamaño de un punzon, en la cual estaban grabados ciertos caracteres caldeos. La rotunda estaba siempre cerrada con una puerta de bronce y una reja de acero, cuya llave guardaba el rey. En lo mas alto de la torre habia sobre un quicio una figura de bronce, que representaba un guerrero moro con una adarga en la una mano y una lanza en la otra: tenia la cara vuelta hácia la parte de la ciudad, en actitud de velar sobre ella; mas en el momento en que se acercaba algun enemigo, se volvia hácia el punto amenazado, enristrando al mismo tiempo la lanza.

Concluido que estuvo el talisman, impaciente Aben-Habuz de esperimentar su eficacia, deseaba una invasion tanto como antes la habia temido. No tardaron á cumplirse sus deseos: acababa de amanecer una mañana, cuando el centinela de la torre avisó al rey que el guerrero de bronce estaba vuelto hácia la parte de Elvira, y su lanza apuntaba en línea recta al paso de Lope.

«Corre pues, dijo el rey, que los atambores y trompetas toquen inmediatamente al arma, y acuda á la defensa toda Granada.

—Ó rey, dijo el astrólogo, deja descansar á tus guerreros, que no es necesaria la fuerza para librarte de los enemigos. Manda que se retiren tus criados, y subamos solos á la pieza secreta de la torre.»

El anciano Aben-Habuz subió la escalera de la torre, apoyado en el brazo de Ibrahim Eben Abou Agib, que aun era mas viejo, y abriendo la puerta de bronce se entraron ambos en la rotunda, en donde encontraron abierta la ventana que miraba al paso de Lope. «Por este lado, dijo el astrólogo, viene el peligro; acércate, ó rey, y contempla las maravillas de la mesa.»

Llegóse Aben-Habuz al tablero en donde estaban colocadas las figuritas de madera, y advirtió con gran sorpresa que todas estaban en movimiento. Los caballos caracoleaban y batian el suelo con los pies, los guerreros blandian las lanzas, y oíase como en miniatura el sonido de las trompetas y atambores, el crugido de las armas y el relincho de los corceles; mas todo esto no producia sino un ruido muy débil, semejante al zumbido de una abeja.

«Ves aquí, ó gran rey, dijo el astrólogo, la prueba de que tus enemigos están en campaña y deben venir por el paso de Lope. ¿Quieres introducir la confusion en sus filas por medio de un terror pánico, y forzarlos á que se retiren sin efusion de sangre? no tienes mas que herir esas figuras con el asta de la lanza mágica; mas si por el contrario quieres sangre, tócalas con la punta.»

El semblante del pacífico Aben-Habuz se cubrió por un momento de un colorido cárdeno, y el movimiento de su cana y poblada barba descubria el trasporte que agitaba todos los músculos de su rostro: tomó con mano trémula la lanza y se acercó á la mesa. «Hijo de Abou Agib, dijo, creo que se verterá una poca sangre.»

Dichas estas palabras hirió con la punta de la lanza algunas de aquellas figuras mágicas, y tocó las otras con el cuento. Los primeros guerreros cayeron al momento muertos sobre el tablero, y los demas revolviéndose unos contra otros, trabaron confundidos un combate, cuyos resultados eran en corta diferencia iguales para unos y otros.

No costó poco trabajo al astrólogo el contener la mano del monarca mas pacífico, para impedirle que esterminase hasta el último de sus enemigos; mas al fin consiguió hacerle bajar de la torre para enviar espias á los montes por el paso de Lope.

Regresados estos, refirieron al rey que un egército cristiano, cruzando la sierra, habia llegado casi hasta las puertas de Granada; mas que de repente, suscitándose entre ellos una quimera, habian vuelto sus armas unos contra otros, y despues de un combate muy encarnizado, se habian retirado á sus fronteras.

El buen Aben-Habuz no cabia en sí de contento al ver tan cumplidamente acreditada la eficacia de su talisman. «Ya en fin, decia, voy á pasar una vida tranquila, pues que tengo en mis manos la suerte de mis enemigos. Sábio hijo de Abou Agib, ¿qué recompensa podré ofrecerte por tan señalado beneficio?

—Las necesidades de un anciano y un filósofo son muy simples y reducidas: proporcionadme, ó rey, los medios para convertir mi caverna en un retiro habitable, nada mas deseo.

—He aquí la modestia del verdadero sábio,» esclamó Aben-Habuz interiormente, muy satisfecho de lo moderado de la peticion; y llamando á su tesorero, le mandó que entregase á Ibrahim todas las sumas que le pidiese, ora para acabar de construir su retiro, ora para amueblarle.

El astrólogo hizo abrir en la peña muchas piezas que formaron una habitacion contigua á su salon mágico; luego las amuebló con ricos canapes y soberbias camas, y cubrió las paredes de hermosas colgaduras de damasco. «Soy viejo, decia; mis huesos no pueden ya descansar sobre un lecho de piedra; estas paredes son húmedas y es preciso vestirlas.»

Dispuso tambien se construyesen unos baños, provistos de toda especie de perfumes y aceites aromáticos. «Porque los baños, decia, son necesarios para combatir la estenuacion de la edad, y restituir la morbidez y la frescura á un cuerpo fatigado por el estudio.»

Hizo colgar en todo el edificio una multitud prodigiosa de lámparas de plata y cristal, en las cuales ardia un aceite odorífero, cuya receta habia encontrado en los sepulcros egipcios, el cual tenia la propiedad de arder sin consumirse, y despedia un apacible resplandor. «La luz del sol, decia el astrólogo, es demasiado viva y fuerte para los cansados ojos de un pobre viejo; la de la lámpara es la que conviene para los estudios de un filósofo.»

Entre tanto el tesorero de Aben-Habuz iba ya regañando al entregar las sumas, que cada dia se le pedian para acabar el retiro, hasta que al fin dirigió sus quejas al rey.

«Está empeñada mi palabra real, dijo Aben-Habuz encogiéndose de hombros, y no hay sino prestar paciencia. Ese viejo quiere imitar en su retiro filosófico lo que vió en lo interior de las pirámides y en los vastos edificios de Egipto; mas todas las cosas tienen un término, y el mueblage de la caverna tendrá sin duda el suyo.»

No se engañaba el rey; por fin se concluyó el retiro, y quedó formado un palacio subterráneo de inaudita magnificencia.

«Ya estoy contento, dijo Ibrahim Eben Abou Agib al tesorero; ahora voy á encerrarme en mi celda y á consagrar todo mi tiempo al estudio. Nada deseo ya sino una friolera; una pequeña distraccion para llenar los intervalos de mis tareas abstractas.

—Ó sábio Ibrahim, pide lo que quieras, que tengo órden de proveerte de todo lo que necesites en tu soledad.

—Pues entonces, dijo el filósofo, no me desagradaria el tener conmigo algunas bailarinas.

—¡Bailarinas! esclamó sorprendido el tesorero.

—Sí, bailarinas, repitió gravemente el sábio; pero con pocas habrá bastante, porque yo soy un viejo y un filósofo: mis costumbres son muy sencillas y sé contentarme con poco; solo os encargo que sean jóvenes y graciosas, porque la vista de la juventud y la hermosura alegra y reanima la vejez.»

Mientras el filósofo Ibrahim Eben Abou Agib pasaba sábiamente su vida del modo que se ha dicho en su solitario retiro, el pacífico Aben-Habuz hacia gloriosas campañas en efigie en la rotunda de su torre. Á la verdad para un rey de sus años y de su humor era una cosa muy cómoda y agradable aquel talisman, por cuyo medio, al mismo tiempo que se divertia á sus solas, podia derrotar poderosos egércitos, ni mas ni menos que si fueran enjambres de moscas.

Gozó por algun tiempo de este placer, y aun algunas veces solia insultar á sus enemigos, sin mas objeto que el de inducirlos á que le atacasen; mas habiéndolos hecho prudentes sus repetidas desgracias, ninguno de ellos se atrevió ya á invadir el territorio de Aben-Habuz. Por espacio de muchos meses permaneció la figura de bronce bajo el pie de paz con su lanza perpendicular, y el buen rey empezaba ya á echar menos la acostumbrada diversion, y á fastidiarse en gran manera de su monótona tranquilidad.

Al fin llegó un dia en que el guerrero mágico giró súbitamente sobre su ege, y puso la lanza en ristre con direccion á los montes de Cádiz. Inmediatamente subió Aben-Habuz á la torre; pero quedó sorprendido al no ver ningun movimiento en el tablero que estaba colocado en la direccion indicada por el talisman: ni uno solo de los pequeños guerreros se movia. Inquieto el rey con esta novedad, envió á los montes una compañía de caballos, con órden de reconocerlos y darle cuenta de lo que descubriesen. Tres dias estuvieron ausentes los soldados, y cuando volvieron al cabo de este tiempo, dijeron á su señor:

«Hemos recorrido todos los desfiladeros de los montes, y no hemos descubierto picas ni capacetes: lo único que hemos hallado en nuestra espedicion es una jóven cristiana de peregrina hermosura, que estaba durmiendo junto á una fuente, y nos la hemos traido cautiva.

—¡Una jóven de peregrina hermosura! esclamó Aben-Habuz, brillando en sus ojos la alegria; que la traigan luego á mi presencia.»

Llevaron con efecto ante el viejo rey á la hermosa doncella, en cuyo trage se veía todo el lujo que distinguia á los godos españoles en la época de la invasion de los sarracenos. Las negras trenzas de sus cabellos estaban entretejidas con rastras de finísimas perlas; los diamantes que brillaban en su frente rivalizaban con la hermosura de sus ojos, y de la cadena de oro que pendia de su cuello colgaba hasta el lado izquierdo una lira de plata.

El fuego que lanzaban sus negros y brillantes ojos cayó á manera de rayo sobre el corazon de Aben-Habuz, que á pesar de su vejez, todavía era combustible, y estaba contemplando con éxtasis el esvelto y gracioso talle de la jóven.

«¡Ó la mas hermosa de las mugeres! esclamó; ¿quién eres? ¿cómo te llamas?

—Soy hija de uno de los príncipes godos, á quienes obedecia hace poco este pais. Los egércitos de mi padre han quedado destruidos como por encanto en esas montañas: él ha sido desterrado de su suelo natal, y su triste hija se halla ahora cautiva.

—¡Guarda, ó rey! dijo en voz baja Ibrahim, esa jóven podria muy bien ser una de aquellas magas del norte, que toman las formas mas seductoras para coger en sus lazos á los imprudentes que se fian de ellas. Yo creo leer la hechicería en sus ojos y en todos sus movimientos; no lo dudes, este es el enemigo que señalaba el talisman.

—Hijo de Abou Agib, contestó el rey, tú eres un gran filósofo, y á mas á mas un gran mágico, yo lo concedo; pero no sabes una palabra de lo que concierne á las mugeres. Sobre este punto no cedo en conocimientos á nadie del mundo, incluso el mismo Salomon á pesar del prodigioso número de sus mugeres y concubinas. En cuanto á esta jóven, yo no veo en sus ojos nada de espantoso, y toda su persona agrada singularmente á los mios.

—Ó rey, replicó el astrólogo, escúchame: yo te he procurado con mi talisman un sinnúmero de victorias, sin haber tenido jamas la menor parte en los despojos de los vencidos. Concédeme pues esta cautiva para que amenice con su lira mi soledad; que si es en efecto maga, yo tengo conmigo contrahechizos que harán ilusorias sus artes.

—¿Aun necesitas otra muger? contestó ya amostazado Aben-Habuz, ¿no te bastan las bailarinas para amenizar como dices tu soledad?

—Sí, tengo bailarinas; pero no tengo cantoras, y me convendría un poco de música para descansar y reanimar mi espíritu cuando se halla fatigado por el estudio.

—Basta ya de peticiones para el retiro, dijo el rey encolerizado; esta doncella está destinada á consolar mi vejez en el harem.»

Nuevas pretensiones y nuevos argumentos de parte del astrólogo, solo sirvieron para provocar una negativa mas decisiva de la del monarca; con lo que se separaron llenos uno y otro de despecho. El sábio se encerró en su soledad para digerir allí el desaire; mas antes de retirarse, volvió á decir al rey que no se fiase de la peligrosa cautiva. ¿Pero qué viejo enamorado dió jamas oidos á semejantes consejos? Aben-Habuz soltó las riendas á la pasion que le dominaba, y puso todo su estudio en hacerse amable á los ojos de la bella cristiana. Á la verdad no podia agradarla por su juventud; mas era rico, y los amantes viejos son de ordinario muy generosos. El Zacatin de Granada fue despojado de sus mas preciosas mercaderías: las ricas telas de seda, los diamantes, los perfumes, cuanto ofrecian de mas raro y costoso el África y el Asia era prodigado á la princesa. Inventábanse para divertirla toda suerte de espectáculos y de fiestas: torneos, conciertos, bailes, corridas de toros; Granada en fin se habia convertido en la mansion de los placeres. La princesa goda lo miraba todo como persona acostumbrada á la magnificencia, y recibia los obsequios y los presentes del rey como unos tributos debidos á su rango, ó mas bien á su belleza: que el orgullo de la hermosura es aun mayor que el de la nobleza. Sentia un placer secreto en empeñar al fascinado monarca en unos gastos que agotaban su tesoro, mirando su estravagante profusion como una cosa muy sencilla; mas á pesar de sus atenciones y generosidad, el venerable amante no podia envanecerse de haber hecho la menor impresion en el corazon de la cautiva; porque si bien es cierto que no le recibia jamas con semblante adusto, no lo es menos que nunca le concedia una sonrisa. Apenas empezaba á hablarle de su amor, hacia ella resonar las cuerdas de su lira, y este sonido tenia tal encanto, que luego que llegaba á los oidos de Aben-Habuz, caía el pobre viejo en un sueño profundo, del que salia luego fresco, alegre y momentáneamente libre de su pasion. El efecto de esta música no podia ser peor para el éxito de su galantería; mas como en estos instantes de adormecimiento, estaban sus sentidos embelesados con sueños agradables, siguió soñando de este modo al lado de su hermosa, al mismo tiempo que toda Granada se mofaba de su infatuacion, y murmuraba sin rebozo al verle prodigar sus tesoros á cambio de canciones.

Entre tanto amenazaba á Aben-Habuz un peligro, sobre el que no podia darle ningun aviso su talisman. Estalló una insurreccion en la capital, y el populacho armado cercó el palacio, pidiendo á gritos su cabeza y la de la cristiana. Encendióse en el corazon del rey una chispa de su antiguo valor; salió á la cabeza de unos cuantos de sus guardias, puso en fuga á los rebeldes, y el alboroto quedó sofocado en su orígen.

Restablecida la tranquilidad, se fue á ver al astrólogo, que devorado por el despecho, estaba encerrado en su retiro, y alimentaba contra el rey el mas amargo resentimiento.

Llegóse á él Aben-Habuz, y le dijo con semblante franco y amistoso: «Sábio hijo de Abou Agib, razon tenias cuando me anunciaste que la hermosa cautiva atraeria sobre mí muchos peligros; mas ya que eres tan profundo en la ciencia de anunciar los males, dime ahora qué es lo que debo hacer para evitarlos.

—Separar de tu lado á la infiel que los causa.

—¡Antes perder el reino! dijo con resolucion Aben-Habuz.

—Te arriesgas á perder uno y otro, replicó el astrólogo.

—No seas tan áspero y desconfiado, ¡ó el mas profundo de los filósofos! Conduélete de la doble desgracia de un monarca y un amante, y busca algun medio de libertarme de los peligros que me amenazan. Nada me importan ya el poder ni la grandeza, solo suspiro por la tranquilidad. ¿No me seria dado hallar algun asilo, en donde lejos del mundo, de sus pompas y de su bullicio, consagrase el resto de mis dias al reposo y al amor?»

El astrólogo le miró por algunos momentos frunciendo las pobladas cejas.

«¿Y qué me darias, le dijo en fin, si te procurase un retiro semejante?

—Tú mismo señalarias la recompensa, y si estaba en mi mano concedértela, te aseguro sobre mi palabra que podias mirarla como tuya.

—¿Has oido hablar, ó rey, del jardin de Hirám, uno de los prodigios de la Arabia Feliz?

—Sí, el Alcorán habla de ese jardin en el capítulo titulado la Aurora del dia. Ademas he oido referir muchas cosas maravillosas á los peregrinos de la Meca; pero siempre creí que eran cuentos de viageros.

—No desprecies, ó rey, las relaciones de los viageros, replicó con semblante grave el astrólogo; porque en ellas se encierran raros conocimientos, trasportados de un estremo á otro de la tierra. En cuanto al palacio y jardin de Hirám, en general es cierto lo que refieren.... yo he visto uno y otro por mis propios ojos.... Escucha bien lo que voy á referirte, porque mi aventura tiene relaciones muy íntimas con el objeto de tu pretension.

«En mis primeros años, cuando yo no era mas que un simple árabe del desierto, guardaba los camellos de mi padre. Atravesando un dia el desierto de Eden se descarrió uno de ellos, y yo le busqué en vano por espacio de muchos dias: estenuado en fin de fatiga á la hora en que se halla el sol en el meridiano, me quedé dormido bajo una palma, al lado de un pozo que estaba casi seco. Al despertarme me encontré á la puerta de una ciudad, y habiendo entrado en ella ví unas calles hermosas, plazas y mercados espaciosos; mas todo estaba silencioso como la tumba: la ciudad parecia inhabitada. Anduve, errando por todas partes, hasta que descubrí un palacio situado en medio de un jardin adornado de fuentes, estanques, bosquecillos llenos de flores y árboles frondosos cargados de frutos. Sin embargo, ningun viviente se mostraba aun en aquel lugar de delicias. Espantado de tanta soledad, salí apresuradamente del palacio y de la ciudad, y habiéndome alejado algunos pasos, me volví para contemplarla; pero ya no ví nada, sino el desierto que se estendia hasta perderse de vista.

«Poco despues encontré á un viejo dérvis muy versado en los secretos y tradiciones del pais, á quien referí mi aventura. «Lo que has visto, me dijo, es el célebre jardin de Hirám, una de las maravillas del desierto, el cual aparece de cuando en cuando á los viageros estraviados como tú, los divierte con la vista de sus torres, jardines y árboles cargados de frutos, y se desvanece al momento, dejando en su lugar una inmensa y árida soledad. En los tiempos antiguos, cuando este pais estaba habitado por los Additas, el rey Sheddah, hijo de Ad, biznieto de Noé, fundó en él una ciudad magnífica, y cuando estuvo concluida y vió su grandeza y hermosura, enchido de orgullo su corazon, resolvió levantar un palacio y unos jardines que igualasen á lo que refiere el Alcorán de las bellezas del paraiso. Pero su presuncion atrajo sobre él la maldicion del cielo: él y todo su pueblo desaparecieron de la tierra, y su opulenta ciudad, su palacio y sus jardines fueron puestos bajo la influencia de un encanto que los separa de la vista de los hombres, fuera de ciertos momentos en que aparece para perpetuar la memoria de su pecado.»

«Esta historia y las maravillas que habia visto no se borraron jamas de mi imaginacion, y cuando estuve mas adelante en Egipto, dueño ya del libro del sábio Salomon, resolví visitar de nuevo el jardin de Hirám. Le hallé en efecto con el ausilio de mi libro, tomé posesion de él, pasé muchos dias en aquella imitacion del paraiso, y obedientes á mi poder mágico los genios que le guardan, me revelaron los encantos por cuya fuerza habia sido construido, y los que le hacian invisible.

«Yo pues, ó rey, puedo construirte un palacio semejante en la montaña que domina la ciudad; conozco todos los secretos mágicos y poseo el libro del sábio Salomon: nada es inaccesible á mi poder.

—¡Ó hijo de Abou Agib! ¡ó el mas sábio de todos los hombres! dijo Aben-Habuz ardiendo en deseos, ¡tú eres un gran viagero, tú has visto y aprendido cosas maravillosas! Débate yo un paraiso semejante, y pide en recompensa cuanto quieras, que yo te lo concedo, aunque sea la mitad de mi reino.

—¡Ah! replicó el astrólogo, ya sabes que yo no soy mas que un anciano, un pobre filósofo bien fácil de contentar; no te pido otra cosa sino la primera cabalgadura que pase por la puerta del palacio mágico, con la carga que lleve.»

Aceptó gustoso el monarca esta modesta condicion y el astrólogo puso manos á la obra. Ante todo, en la cumbre de la colina que dominaba inmediatamente su retiro subterráneo, hizo erigir una gran portada, que pasaba por el centro de una torre fortísima. Sobre la piedra fundamental del arco esterior que formaba el pórtico, esculpió el mismo mágico una mano gigantesca, y en la del arco interior, encima de las puertas, representó una gran llave; cuyas figuras eran poderosos talismanes, sobre los cuales pronunció ciertas palabras en lengua desconocida.

Concluida esta puerta, permaneció por espacio de dos dias encerrado en su cámara mágica, y el tercero se subió á la colina, y se estuvo en la cumbre hasta alta noche. Bajó á esta hora, y presentándose á Aben-Habuz: «En fin, ó rey, le dijo, ya está terminada mi obra: en la cumbre de ese monte he erigido el palacio mas delicioso que pudo inventar jamas el ingenio humano; allí está reunido todo lo que puede contribuir á la felicidad de la vida; salones magníficos, jardines sombríos y floridos, fuentes cristalinas, baños perfumados: en una palabra, la colina se ha trasformado en un paraiso; y á la manera que el palacio de Hirám, se halla tambien este protegido por un encanto de gran poder, que le hace invisible á todos los que no poseen el secreto de su talisman.

—Basta, dijo lleno de júbilo Aben-Habuz: mañana al despuntar la aurora subiremos á la colina, y tomaremos posesion de esa morada de ventura.» Aquella noche durmió poco el monarca, y apenas los primeros rayos del sol comenzaban á dorar los picos de Sierra-Nevada, montó en su caballo, y seguido de una corta y escogida comitiva, subió la colina por un camino angosto y escarpado. Al lado de Aben-Habuz iba la princesa, montada en un palafren blanco; su trage estaba sembrado de diamantes, y del hermoso cuello colgaba segun costumbre la lira de plata. El astrólogo, que nunca montaba á caballo, caminaba á pie al otro lado del rey, apoyado sobre su baston geroglífico.

Hacíase todo ojos Aben-Habuz, esperando ver en lo alto las torres del palacio con sus jardines y bosquecillos; mas nada podia descubrir. «Ved ahí, dijo el astrólogo, en lo que consiste la seguridad y el misterio de este lugar: nada puede distinguirse hasta que se ha pasado la puerta encantada.»

Luego que llegaron delante de la puerta, deteniéndose el astrólogo, enseñó al rey la mano y la llave misteriosas grabadas sobre el arco. «Las figuras que veis, dijo, son los talismanes que guardan la entrada de este paraiso: entre tanto esa mano no se baje hasta tocar la llave, ningun poder humano, ningun artificio mágico podrá triunfar del señor de esta colina.»

Mientras Aben-Habuz contemplaba embelesado, y en un silencio de admiracion y pasmo los misteriosos talismanes, el palafren de la princesa, que seguia caminando, se entró por el pórtico hasta el centro de la torre.

«He aquí, dijo el astrólogo, la recompensa que me habeis prometido; la primera cabalgadura que entre por estas puertas mágicas, con la carga que lleve.»

Sonrióse Aben-Habuz, creyendo que era un chiste del viejo; mas cuando conoció que hablaba con seriedad, temblaron de indignacion las canas de su barba.

«Hijo de Abou Agib, dijo con airado semblante, ¿qué significa este engaño? Bien sabes tú lo que yo creí prometer: la primera cabalgadura que entrase por la puerta con la carga que llevase. Ve pues, toma la mula mas poderosa de mis caballerizas, cárgala de los objetos mas preciosos que se hallen en mi tesoro, tuya es; mas no levantes tus pensamientos hasta la que forma, las delicias de mi corazon.

—¿Y qué se me da á mí de tu oro ni de tus riquezas? dijo con aire de desprecio el astrólogo. ¿No poseo yo el libro del sábio Salomon? ¿No tengo á mi disposicion todos los tesoros de la tierra? La princesa me pertenece de derecho: tu palabra real está empeñada, yo la reclamo como alhaja mia.»

Á todo esto, desde lo alto de su palafren les dirigia la princesa mirandas altivas, y se sonreía desdeñosamente al contemplar á aquellos dos vestiglos disputándose la posesion de su juventud y belleza.

Despues de un largo debate, dominando la rabia del monarca sobre su prudencia, esclamó: «¡Hijo vil del desierto! tú puedes ser sábio en mas de una ciencia; pero reconoce en mí á tu señor, y no lleves la temeridad hasta el punto de burlarte de tu rey.

—¡Tú mi señor! replicó el astrólogo, ¡tú mi rey! ¡El soberano de una ratonera daria leyes al que posee el libro de Salomon! Adios, Aben-Habuz, reina en tu pequeño reino, y gózate en tu paraiso de los locos; que yo voy á reirme á tus espensas en mi retiro filosófico.»

Dichas estas palabras, cogió de la brida el palafren de la princesa, hirió la tierra con el baston y se hundió con la hermosa dama al traves del centro de la torre. Tras esto se cerró la tierra sobre sus cabezas, sin dejar el menor rastro de la abertura por donde habian desaparecido.

Quedó Aben-Habuz tan asombrado, que por algunos momentos no acertó á articular una palabra. Vuelto al fin de su sorpresa, dispuso que mil obreros hiciesen una escavacion profunda en el sitio por donde se habia hundido el astrólogo: trabajaron con teson, pero todos sus esfuerzos fueron vanos: en algunos puntos saltaban los picos rechazados por la peña, y la tierra llenaba en otros el hoyo practicado, casi tan pronto como lo habian hecho. Aben-Habuz buscó en la falda de la montaña la boca de la caverna que conducia al palacio subterráneo del pérfido mago; pero no fue posible descubrirla, pues en el lugar donde estaba la entrada de la cueva, no se veía ya otra cosa que la roca firme y unida.

Entre tanto, con la desaparicion de Ibrahim Eben Abou Agib perdieron la eficacia sus talismanes: el guerrero de bronce quedó inmóvil, vuelto el semblante hácia la colina, y con la lanza apuntada al sitio por donde se habia hundido el astrólogo, como si quisiera indicar que se ocultaba allí el mayor enemigo de Aben-Habuz.

Algunas veces se oían en aquel sitio los sonidos de un instrumento, y los acentos de una voz de muger, que apenas se distinguian, y al parecer salian de las entrañas de la tierra. Cierto dia refirió un labrador al rey que la noche anterior habia notado en la peña una hendedura, y habiéndose introducido por ella habia distinguido á gran profundidad un salon subterráneo, en el cual, recostado el astrólogo sobre un magnífico sofá, dormitaba dando cabezadas al sonido de la lira de la princesa, que segun los efectos egercia un poder mágico sobre sus sentidos.

Buscó Aben-Habuz esta hendedura; mas no le fue posible encontrarla, porque sin duda habia vuelto á cerrarse. Tambien reiteró las tentativas de la escavacion; mas fueron tan infructuosas como las primeras: y es que ningun poder humano podia superar al encanto de la mano y la llave. En cuanto á la cumbre del monte, donde debian haberse construido el palacio y los jardines ofrecidos, ora fuese que dicho elíseo permaneciese invisible por efecto del encanto, ora que no hubiese existido jamas, y solo fuera una fábula del astrólogo; lo cierto es que allí no se veía otra cosa que una soledad árida; y escabrosa. Las gentes adoptaron piadosamente la última opinion, y unos llamaban á aquel sitio la Locura del rey, y otros el Paraiso de los locos.

Para poner el colmo á las desgracias de Aben-Habuz, los vecinos, á quienes habia desafiado, insultado y deshecho á su placer cuando poseía el talisman, habiendo llegado á conocer que ya no se hallaba protegido por la mágia, invadieron por todos los puntos su territorio, de modo que el resto de la vida del mas pacífico de los monarcas fue una serie de guerras y disturbios.

En fin, Aben-Habuz murió, y hace algunos siglos que está enterrado; y sobre la colina venturosa se edificó mas adelante la Alhambra, que realiza en cierto modo las fábulas del jardin de Hirám. El pórtico encantado, que se conserva aun entero, protegido sin duda por la mano y llave misteriosas, forma la puerta llamada del Juicio y la entrada principal de la fortaleza; y es opinion comun que el astrólogo permanece todavía bajo este pórtico en el salon subterráneo, dormitando en su sofá al son de la lira de la princesa.

Los inválidos que dan la guardia de dicha puerta, suelen oir estos sonidos en las noches de verano, y cediendo entonces á su virtud soporífica, se quedan tranquilamente dormidos en sus puestos. Todo lo cual, segun las leyendas, debe perpetuarse de edad en edad: la princesa, dicen, permanecerá cautiva del astrólogo, y el astrólogo sometido á la mágia somnífera de la princesa hasta el dia del juicio; á menos que la mano, empuñando la llave fatal, deshaga antes el encanto de la montaña.