Cuervo (Clarín): 11
Capítulo XI
Antón el Bobo y Cuervo se habían conocido en un entierro, al borde de una sepultura. El duelo, aunque se despedía en el cementerio, según rezaban las esquelas, se había quedado atrás, muy atrás, por no atreverse con el lodo de la carretera; y como en Laguna no iban coches a los entierros, sólo los valientes, los verdaderos aficionados, habían osado llegar a la lejana necrópolis, como llamaba el diputado, eléctrico al camposanto.
Los curas, que se despedían siempre del difunto en la casilla del resguardo, habían vuelto la espalda al que dejaban entregado a la Justicia ultratelúrica; y el carro fúnebre, con la gente de servicio y un criado del difunto, había emprendido, cuesta arriba, el fin de la jornada.
Antón el Bobo se detuvo para doblar los pantalones, que no quería manchar de barro, y al levantar, sonriendo, la cabeza, vio que un señor que parecía clérigo vestido de paisano le imitaba y sonreía también.
Y los dos, sin hablarse todavía, con los pantalones remangados, siguieron al muerto. Poco después, cuando el capellán del cementerio rezaba las últimas oraciones al que había bajado al hoyo, atado con sogas de esparto, Cuervo y Antón volvieron a reunirse, sonriendo otra vez los dos al decir amén a los latines del clérigo. Y al mismo tiempo, Cuervo y Antón se inclinaron hacia la tierra para coger terrones amarillentos y pegajosos, que besaron y solemnemente dejaron caer sobre la tapa del féretro.
-Retumba, ¿eh? -dijo Antón el Bobo, acercándose familiarmente a Cuervo, riéndose francamente y tocando en el hombro a nuestro protagonista.
-Sí, retumba -contestó Cuervo, que acogió con simpatía la familiaridad y la observación de aquel desconocido.
El Bobo repitió la experiencia: arrojó otro pedazo de tierra húmeda y pegajosa sobre la caja, y volvió a decir:
-¡Retumba!
Salieron juntos del cementerio, y cuesta abajo, camino de Laguna, se hicieron amigos.
Les parecía imposible no haberse encontrado antes. Recordaban entierros famosos a que los dos habían asistido. Y nunca se habían visto. Tenían los mismos conocimientos en la sociedad de curas y sacristanes, enterradores y demás personal de la administración de la muerte.
El tonto discurría perfectamente en materia de servicios fúnebres. Cuervo apoyaba con sinceridad todas sus afirmaciones. «Sin duda, hablaba de memoria; repetía lo que había oído.» Ello era que en la absoluta indiferencia con que Antón miraba el doloroso aparato de la muerte y en el placer con que saboreaba los elementos pintorescos y dramáticos de los entierros, Cuervo veía un espejo de sus aficiones, ideas y sentimientos.
Era Antón un mozo de treinta años, pálido, afeitado, como Cuervo; de ojos apagados, y llevaba el hongo negro, flexible, metido hasta las orejas; sobre los hombros encorvados había siempre colgada una esclavina azul muy larga con broches de metal blanco. Supo don Ángel que su amigo vivía de sus rentas, que le administraba un tío curador, y que todo el tiempo hábil lo invertía en contemplar ceremonias religiosas, prefiriendo siempre las de carácter fúnebre.
Desde aquel día, casi todos se dieron cita para el entierro de mañana. Antón, más desocupado, era el que solía avisar dónde había difunto. La delicia de ambos era un buen funeral en la aldea.
-Don Ángel -decía Antón, acercándose a su compañero con misterio-, mañana, uno de primera en Regatos; ¿voy a buscarle?
-Bien, ¿a qué hora?
-A las cinco; hay legua y media...
-Corriente; llevaré liga.
Y poco después del alba, al día siguiente, salían al campo, por trochas y senderos, pisando la hierba mojada, alegres como los pájaros que cantaban en los árboles, y como las flores que, al tropezar con ellas, sacudían las faldas de la levita de Cuervo y la eterna esclavina de Antón. Como tenían tiempo de sobra, no iban derechos a Regatos, sino dando los rodeos que determinaban los azares de la caza con liga, una de las aficiones secundarias de don Ángel. Por hacer algo, iban preparando varas; las dejaban sobre los setos, entre las ramas de los árboles, y se retiraban a esperar el resultado de sus asechanzas; si los pájaros tardaban en caer..., mejor para ellos. Cuervo y Antón seguían adelante. Lo primero era lo primero. Los dos mostraban impaciencia, y abandonaban las varas a la suerte. El caso era llegar al entierro.
Siempre eran bien recibidos; casi siempre esperados.
Cuervo veía en la sencillez de las costumbres aldeanas una franqueza y sinceridad muy conformes con su manera de entender las cosas relativas a la muerte. Por de pronto, el aspecto de la casa mortuoria era muy semejante al que la misma podía ofrecer el día de fiesta de la parroquia, si el amo era factor, o esperaba convidados de categoría.
En la cocina, en quintana, en el huerto, señales alegres del próximo festín; mucho hervor de pucheros, la gran olla en medio del hogar, como dirigiendo el concierto de bajos profundos de los respetables cacharros, cuyas tapas palpitaban a la lumbre; la cocinera de encargo, la especialista, Pepa la Tuerta, del color de un tizón arrogante, malhumorada, sin contestar a los saludos, activa y enérgica, dirigiendo a los improvisados marmitones y a la maritornes de por vida; postrimeros ayes de algún volátil, víctima propiciatoria, que habría de estar guisado a la hora de la cena; espectáculo suculento, aunque trágico, de patos y gallinas sumidos en crueles calderos, asomando picos y patas, como en son de protesta, entre las llamas, o bien dignos, solemnes, en su silencio de muerte, atravesados por instrumentos que recuerdan la tiranía romana y la Inquisición; supinos sobre aparatos de hierro que son símbolos del martirio, capones y perdices más tostados que otra cosa, que parecen testigos de una fe que los hombres somos incapaces de explicarnos; allá fuera restos de la res descuartizada; las pieles de los conejos, el testuz del carnero, las escamas de los pescados, las plumas de las aves, las conchas de los mariscos, los desperdicios, de las legumbres; y por todas partes, buen olor, un ruido de cucharas y vajillas que es una esperanza del estómago; cristal que se lava, plata que se friega, platos que se limpian..., ¡y todo por el muerto! Por el muerto, en quien no piensa nadie sino como en una abstracción, como se piensa en el santo el día de la fiesta.
Verdad es que allá dentro lloran. Son las mujeres.
-¡Ay mío Pachu del alma!... ¿Por qué me dexaste, Pachín del corazón?...
«Bueno, bueno; no hay que hacer caso», piensa Cuervo. Así es la aldea; mucho estrépito. También gritan cuando están en la llosa arrendando, y corren el cabritu, con una alegría que, en el fondo, no tienen. Esto es como el ijujúde las romerías; ni aquello es tanto placer como parece ni estos lamentos, que atruenan el espacio, son tanto dolor como quieren indicar. Restos de costumbres paganas; ya no se usan las plañideras, y hacen sus veces las mujeres de la familia. No hay que hacer caso.
-¡A la sala, Antón, a la sala! Allí están los señores curas.
¡Cómo respeta y admira Antón al clero parroquial! Casi tanto como a los señores del Cabildo.
Cuervo es acogido por los párrocos y coadjutores, capellanes sueltos y sacristanes como un compañero; Antón, como un sainete muy oportuno.
Blancas sobrepellices, manzanas en las mejillas, dentaduras formidables, risas homéricas, salud, espontaneidad, un hermoso egoísmo sin disfraz, comunicativo, simpático a los demás egoísmos.
-¡Vaya! ¡Vaya! El señor Cuervo. ¡Tome una copiquina! -grita Sabades (cada cura se llama como su parroquia).
Y allí va el jerez al gaznate.
Se pregunta mucho por la salud de todos y por la prosperidad y trances de la fortuna.
-No se siente junto a la puerta, que viene sudando.
«¡Valiente pedantón y majadero y framasón sería -piensa Cuervo- el que censurase a estos benditos varones porque ríen, y beben, y están contentos cuando van a cantarle el gori gori a un difunto! ¿Y qué? ¿Cuándo pueden ellos verse en otra?... La mayor parte del año viven aislados en su parroquia, sin ver una persona decente durante semanas, llenos de trabajos, asistiendo a los moribundos de noche, haya nieve, hielo, ladrones y fieras, o no; a leguas y leguas de distancia... ¿Por que no han de alegrarse, cómo no han de alegrarse cuando se muere un Pachu, de éstos, que deja mandado un entierro de verdad, como una boda? Van a comer bien, como no suelen; van a tener conversación de amigos y compañeros, que casi siempre les falta; van a echar un tresillejo, que constituye sus delicias; van a cobrar una buena pitanza, que les viene de perlas, ¿y han de estar tristes? ¡Porque se ha muerto uno! ¿Pues no se han de morir todos? Usted, señor framasón, que censura, ¿no lee todos los días en los periódicos noticias de grandes desgracias, de horrendas catástrofes? ¿Y cómo se queda usted? ¡Tan fresco! Ayer, que el río Colorado, en China, se llevó de calle más de cien pueblos con millares de millares de chinitos. ¿Y qué? Usted,framasón, al teatro. Hoy estalló el gas de una mina y ahogó a quinientos trabajadores que dejan quinientos mil huérfanos, ¿y qué? Usted, a paseo. Y porque esos millones de muertos estén lejos, no se vean, ¿dejarán de ser prójimos?... ¿Sabe usted, señor ateo, por qué estos señores curas no sienten ya el olor a difunto? Porque su sagrado ministerio les obliga a vivir siempre pegados a la muerte; demasiado saben ellos que morir no es un arco de iglesia, y, además, no hay dolor que resista al uso, no hay pena que no se desgaste, como se gasta el placer. ¡Hipócritas! ¡Fariseos! Nosotros, los que manoseamos la muerte, los que enterramos vuestros difuntos, hacemos algo útil, sin sentirlo; y vosotros, que sentís tanto, no hacéis nada de provecho. Los muertos quedarían insepultos, y habría pestes sin fin, y se acabaría el mundo si todos fuésemos sensitivos como vosotros. Vade retro! Venga otra copa, señor arcipreste.»
Y al cementerio. Delante, la cruz y los ciriales; detrás, la caja, y luego, en dos filas, el coro de la muerte, el coro trágico, que calla a ratos, mientras habla el misterio de ultratumba allí dentro, en la caja, sin que lo oigan los delcoro; como en el palacio de Agamenón, mientras Orestes asesina a Egisto, no se oye nada... Y vuelve el coro a cantar, a cantar los terrores de la muerte; terrores de que no habla la letra, a que nadie atiende, pero de que hablan las voces cavernosas, el canto llano, el aparato fúnebre.
Y dicen los amigos de Cuervo:
Benedictus Dominus Deus Israel, quia visitavit et fecit redemptionem plebis suae.
Et erexit cornu salutis nobis in domo David, pueri sui.
Sicut locutus est per os Sanctorum...
Y en tanto, los pájaros en los setos de la calleja y en los árboles de la huerta, trinan, gorjean, silban y pían; las nubes corren silenciosas, solemnes, por el azul del cielo; la brisa cuchichea y retoza con las mismísimas ropas talares del acompañamiento de la muerte; y Antón y Cuervo, en el colmo de un deliquio, oyen como extáticos, como en sueños, el runrún del Benedictus, los sonidos dulces y misteriosos de la Naturaleza, que, como ellos, ve pasar la muerte, sin comprenderla, sin profanarla, sin insultarla, sin temerla, como albergándola en su seno, y haciéndola desaparecer cual una hoja seca en un torrente, entre las olas de vida que derrama el sol, que esparce el viento y de que se empapa la tierra.