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Cuesta abajo (Leopoldo Alas)/Día 15 de enero de 18...

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

15 de enero.–Tampoco sé yo si conservo la unidad de carácter del héroe confesando que, a pesar de lo que pasaba por mí con motivo de la presencia de Elena, de quien me estaba yo enamorando, el achuchón de Emilia y la mirada que le acompañó me causaron una delicia carnal desconocida para mí hasta aquel momento.

Fue un excitante, además de una revelación, aquel incidente instantáneo; y ello fue que me vi a poco entre las dos hermanas en la glorieta del jardín, sintiendo algo semejante a lo que debiera sentir un gallo entre sus gallinas, si los gallos fueran más psicólogos y menos sensuales.

Sin embargo, la vanidad entra por mucho, a mi entender, en el apego que tiene el gallo a su corral; y esa vanidad le viene, tal creo, más que del mando autocrático y de la conciencia de su valor guerrero, de la contemplación del eterno femenino siempre a su exclusiva disposición.

La rabia que se profesan los gallos, a priori, no emana de una emulación genérica en el terreno de las armas, o dígase espolones, sino de la cólera que le inspira a cada gallo la idea de la pluralidad en el propio sexo. –¿Por qué ha de haber más gallo que yo? –pensarán. ¡Qué desengaño tan doloroso debe de ser para cada uno de ellos la aparición de otros espolones en su corral!

De mí sé decir que sin ser, en la ocasión a que vengo refiriéndome, no ya gallo, ni siquiera pollo, estaba muy satisfecho sintiéndome solicitado por la coquetería, o lo que fuera, de ambas hermanas, que cada una a su manera, Emilia con plena conciencia y arte, la otra sin darse clara cuenta del propósito, deseaban agradarme. Sí: comenzaba a existir entre ellas una rivalidad inconsciente, pudiera decirse con aproximada propiedad de la palabra. Si hasta aquella tarde habían jugado a la queda, ahora (es decir, entonces) empezaban otro juego más peligroso, menos inocente, a lo menos en Emilia. Ni un momento vacilé en la elección: Elena, que no me incitaba ni me miraba cara a cara, ojos con ojos, valía infinitamente más. Era música y perfume, sueño, poesía: Emilia, embriaguez, color, inquietud voluptuosa. Mientras corrimos por el jardín, y después por la pumarada, la hermana mayor consiguió envolverme en su atmósfera de seducciones sensuales, sin recatarse, por cierto, sin miedo de que pudiera parecerme poco honesta; atrevimiento donoso que en aquel tiempo me asustaba y me atraía, porque para mí era entonces inaudito semejante proceder en una señorita bien educada. Ni en las novelas, ni en mis cálculos sociológicos, entraban damas, doncellas particularmente, que hiciesen tan ostensible alarde de sus gracias corporales y que fuesen tan propensas a los choques y contextos tan falsamente casuales. Hasta muchos años después no pude yo comprender que tal conducta no nacía de perversidad moral, sino del temperamento y de escasa delicadeza en el instinto pudoroso, debilitado o embotado en ciertas mujeres, como pueden adolecer de mal oído o de mal gusto para casar colores.

Emilia quería deslumbrarme, seducirme: no quería gozar con mi contacto placeres lúbricos, por someros que fuesen. Su malicia de mujer de alguna experiencia le decía que a mi edad, y en mi estado de impericia en tales lides, el mejor medio para dominarme era el que ella empleaba, y para el cual le daban armas admirables sus condiciones personales.

Tanto llegó a marearme que hubo minutos en que me olvidé de Elena, en que viví exclusivamente para los sentidos. Hasta llegué, en cierta mirada rápida, cuando acababa de saborear una sonrisa de Emilia que equivalía a toda una merienda de sensualidad fina, llegué a ver a Elena sin aquella aureola de que mi cerebro la había rodeado desde el primer instante de verla: la vi un momento como yo me decía que debían de verla otros, como más adelante comprendí que, en efecto, la veían los que la comparaban a cualquier mozuela graciosa, picante, morenilla... del vulgacho... a una hospiciana salada.

Cerca ya del amanecer, Emilia, triunfante, deslumbrada por el triunfo, tuvo la mala idea, mala para ella, de quedarse melancólica y como soñando bajo las ramas de un gran naranjo. El azahar embriagaba mezclado con el aroma de próximos jazmines. Recuerdo que mucho tiempo más adelante, cuando yo era un filósofo krausista, que procuraba hacer compatibles los mandamientos de M. Tiberghien con mis aficiones a las modistas de Madrid, persiguiendo una tarde a una chalequera, más lleno de lascivia que impregnado de ideal, me paró de repente una vibración sonora, triste, solemne: era la campanilla del Viático.

Como si fuera electricidad que había desaparecido por el suelo, sentí que la lujuria se me caía cuerpo abajo, huía al infierno evaporada. Fui otro hombre de repente: me acordé del que agonizaba acaso, y tuve remordimiento de mi juventud sana y vigorosa. Pues, aunque por causa muy diferente, análogo efecto me produjo, la tarde de mi cuento, el olor del azahar mezclado al del jazmín. Al penetrar bajo aquella bóveda verde y olorosa se disipó como un soplo mi embriaguez de voluptuosidad carnal, desapareció todo el atractivo de las formas exuberantes de Emilia, dejé de sentirme provocado por sus ojos y sus sonrisas, y se me llenó el alma de una dulcísima tristeza como mística, me latieron en el corazón reminiscencias de la infancia, muy lejanas, borrosas, pero de una intensidad inefable. El olor mezclado de azahar y jazmín se juntaba, se mezclaba también a las reminiscencias. En aquel momento, sobre los árboles que coronaban la colina de enfrente, apareció el globo inflamado, rojo, muy grande, de la luna llena. Otro recuerdo extraño, inexplicable, pero el más elocuente, el más fuerte...

–¡La luna del Pombal! –dijo una dulcísima voz de niña cerca de mí. Hablaba Elena, algo triste, consigo misma. ¡La luna del Pombal!

También aquellas palabras eran una reminiscencia: yo había oído aquello, o algo muy semejante, allá, en días lejanos. Estaba seguro de que por mi primera infancia había sido un espectáculo solemne, augusto, alguna vez, una sola acaso, aquella luna roja, tan grande, subiendo por el cielo; y estaba seguro de que aquello alguien a mi oído lo había llamado la luna de... de algo que acababa en al también. ¿Del Pombal?

No sabía. Yo, ni recordando, mejor diría queriendo recordar, entré imaginando y despertando reminiscencias moribundas, dispersas, y creí verme en brazos de alguno, de un hombre robusto, de mi padre acaso; y vi más en no sé qué abismos del recuerdo, de esos que en las crisis nerviosas, y probablemente a la hora de la muerte, mandan imágenes, fantasmas del pasado remoto, a la superficie del pensamiento: vi el reflejo de aquella luna roja sobre un rostro olvidado ya, que acercaban al mío el rostro de otro niño que debía de ir en otros brazos.

–¡La luna del Pombal! –repitió Elena. La miré entonces. ¡Oh amor del alma mío! ¡Cómo la vi! ¡Cómo la vi, Dios mío! ¡La huérfana de una cuna, la niña sin madre y sin arrullos! Parecía más niña que a luz del sol poco antes, y parecía más mujer. Porque estaba más seria, porque sus ojos expresaban dolorosa poesía, parecía más mujer. Parecía más niña por el gesto, por el matiz de sus pómulos infantiles acentuados, por la tirantez de ciertas líneas. Yo no soy pintor, no puedo pintar lo que vi en ella: estaba allí la santa seriedad de lo pueril, el dolor infinito, irremediable, de las caricias perdidas desde la cuna.

Con la voz temblona, sin pensar en que estaba allí Emilia, pregunté, serio también, con un timbre que desconocí yo mismo:

–¿Por qué repite V. eso? ¿Qué tiene esta luna?

–¡La luna del Pombal! Es mi sueño, de allá lejos.

Clarín

(Se continuará)