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Cuesta abajo (Leopoldo Alas)/Día 7 de enero de 18...

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

7 de enero de 18... A las cinco de la tarde Ambrosio Carabín, portero segundo o tercero (no lo sé bien) de esta ilustre escuela literaria, cerraba la gran puerta verde de la fachada oriental, y, después de meterse la llave en el bolsillo, se quedaba contemplando al propietario de la cátedra de Literatura general y española, que bajaba, bien envuelto en su gabán ceniciento, por la calle de Santa Catalina. Carabín, es casi seguro, pensaba a su manera: –¡Y que este insignificante, que ni toga tiene, me obligue a mí, con mis treinta años de servicios, a estar de plantón toda la tarde porque a él se le antoje tener clase a tales horas en vez de madrugar como hacen otros que valen cien veces más, según lo tienen acreditado!

Si el propietario de la cátedra de Literatura general y española hubiera oído este discurso probable de Carabín, se hubiera vuelto a contestarle: –Amigo Ambrosio, reconozco la justicia de tus quejas; pero si yo madrugara ¡qué sería de mí! Déjame la soledad de mis mañanas en mi lecho si quieres que siga tolerando la vida. Me has llamado insignificante. Ya sé que lo soy. ¿Ves este gabán? Pues así, del mismo color, soy todo yo por dentro: ceniza, gris. Soy un filósofo, Carabín. Tú no sabes lo que es esto: yo tampoco lo sabía hace algún tiempo cuando estudiaba filosofía y no sabía de qué color era yo. Pues sí: soy un filósofo y casi casi un naufragio de poeta (no te rías)... y por eso no puedo, no debo madrugar. En cuanto a que mi cátedra te estorba, te molesta, lo admito: me lo explico. También me estorba, también me molesta a mí. Intriga con el Gobierno para que me paguen sin poner cátedra, y habrás hecho un beneficio al país, a ti mismo y al propietario de esta asignatura, que ni tú, ni yo, ni los estudiantes sabemos para qué sirve. Pero el no madrugar es indispensable: por eso, por eso es por lo que debían pagarme a mí. No creas que en la cama no hago más que dormir. No, Carabín: medito, siento, imagino, leo, escribo... Justamente ahora doy principio a una obra, si no te parece ambiciosa la palabra, a una obra muy interesante para el curioso lector, que soy yo mismo, yo solo. Ea, con Dios, Ambrosio: queda con Dios, y no me desprecies demasiado. Y, en último caso, despréciame mucho... pero no me mandes madrugar.

El que habría hablado de esta suerte al portero, de haberle oído, es el principal personaje de estas memorias, el que tiene el honor de dirigirse la palabra, el autor, yo, D. Narciso Arroyo. Tengo treinta yseis años, ninguna cana, pocos desengaños, ninguno de esos personales que llegan al corazón; creo haber amado bastante, he creído lo suficiente, no me remuerde la conciencia por ninguna gran picardía de acción o de omisión; y no emigro de España porque cuando sueño que estoy lejos de la patria me dan amagos de disnea, allá entre pesadillas. Además, por lo que he visto de la tierra en los periódicos ilustrados y en Le Tour du monde, todo viene a ser lo mismo. Toda la humanidad se ha retratado, y ya no quedan más que dos tipos: o se trae corbata o se enseña el ombligo; o se sujetan con el corsé las sagradas fuentes de la vida o se dejan resbalar languideciendo. Otrosí, estoy enamorado de esa torre, estoy enamorado de ese monte. ¡Ay, sí! ¡Bien enamorado, mucho más de lo que yo sabía! Ayer pasó junto a mí Elvira (como yo soy el lector de estos apuntes, no necesito explicarme más; Elvira: demasiado sé yo quién es Elvira). ¡Qué vieja! Sí, esto pensé: ¡qué vieja! Estos ojos suyos no son ya aquellos ojos míos. ¿Se le apagaron a ella, o se me han apagado a mí? A ella, a ella sin duda. Y, si no, veamos. Ahí están la torre, el monte, que no han engordado, que no palidecen. Y no es que no se gasten... sí se gastan algo, el monte sobre todo: está más triste, más comido por las canteras; se va quedando algo calvo de robles y de castaños; pero, con todo, son los mismos, y yo siento por ellos más, mucho más que sentía hace veinte años y hace diez, y veo en ellos lo que entonces no veía. Tienen, de esto que sigo llamando mi alma, mucho más de lo que yo pensaba. ¡Y el cristianismo, el santo cristianismo, que me ordena amar más a D. Torcuato, el primer teniente alcalde, que a esa torre y que a esa montaña! Es que el cristianismo no conoce bien a D. Torcuato. ¡D. Torcuato Angulo! Parece hecho por el diablo para probar que no hay Dios. ¡D. Torcuato! Nunca le perdonaré el susto de la otra noche. Fue como sigue. Estaba yo acostado. Iba a dormirme, ya apagada la luz, cuando de repente recordé que Angulo había dicho de mí, en la confitería, que yo era ateo. La conciencia clara, clarísima, de que valgo más que Angulo, de que éste es un ser miserable hasta el asco, me dio remordimientos y me arrojó en los tiquis miquis de los escrúpulos de vanidad, soberbia, falsa filosofía, unción superficial y puramente artística con que suelo atormentarme en cuanto tomo la postura supina si no he trabajado con intensidad durante el día. En vano buscaba, en el fondo de esto que llamo el alma, actos de humanidad y caridad para quedar tranquilo, dormirme y acabar de una vez. Nada: la obsesión persistía. D. Torcuato no era digno de ser amado: ni metiéndole en la cuenta del gran todo, sumándole con lo Infinito para que pasara sin ser notado, conseguía yo hacer tolerable a aquel gandulazo. Y no había modo de dormir. Nada, una de dos: si yo no encontraba el lugar armónico que en la realidad y en mi corazón ocupaba necesariamente Angulo, no había tal realidad una, ni yo era un verdadero pensador, ni una persona decente: había que amar a D. Torcuato y explicárselo. Por poco me vuelvo loco. Claro: aquel ir y venir de argumentos en que el suelo se venía abajo de minuto en minuto y se volvía arriba, aquel círculo de contradicciones y aquella angustia metafísica, trajeron, como siempre, la excitación nerviosa, las náuseas, el miedo a la enajenación mental, y el sueño triste y lleno de visiones desanimadoras, que es lo peor que saco de estas campañas estériles. ¡Y todo por culpa de D. Torcuato! Ahora que estoy bien despierto, y el sol alegre llega hasta besar la blancura de esta sábana, y tengo el torso vertical, y no hay miedo al hígado ni al cerebro; ahora, apoyado en los estribos del buen sentido, santo, del mediodía, ahora grito: –¡Mala centella parta a D. Torcuato Angulo! –Y sigo–. No sé si he dicho que soy viudo: lo soy. No se crea que me acuerdo ahora de esto porque mi mujer me la haya matado D. Torcuato, no: capaz sería, pero no fue él. No estoy seguro de no haber sido yo. Pero bien sabe Dios que si contribuí a su muerte fue sin querer. Culpa, ninguna. Por eso estoy tranquilo. Aunque no siempre del todo. Porque hay horas también en que tengo remordimientos, a pesar de no creerme responsable de los actos en que esos remordimientos se fundan. Por ejemplo, cuando hablo en cátedra de las tres unidades de acción, lugar y tiempo, y digo que para el artista moderno ya no hay tales trabas, no estoy seguro de decir la verdad. Tal vez las tres unidades dramáticas son esenciales. Vaya V. a saber. Pero ahora lo corriente es decir que se puede prescindir de algunas de ellas. Y se prueba. No se prueba del todo, pero se prueba. ¿Voy yo a reñir con todo el mundo? ¿Voy a declararme paladín de las unidades? No: anda que corra la bola. Pues ¡no tendría yo que discurrir poco para averiguar el fondo último de la verdad en este punto! Tendría que emplear toda la vida en averiguar eso... y me quedaría a oscuras. De modo que ¡abajo las unidades y caiga el que caiga! ¿Qué culpa tengo yo? Bien, pues así y todo me remuerde la conciencia. ¡Ay! Bien piensa Carabín: siempre seré un insignificante.

Pero voy a mi asunto. Yo, Narciso Arroyo, catedrático de la facultad de Filosofía y Letras, viudo, de treinta y seis años, domiciliado en la calle de Santa Catalina, número nueve, he decidido escribir las memorias de mi vida en variedad de metros como quien dice, y sin respetar gran cosa las tres unidades. Pienso ser unas veces predominantemente épico, como yo digo muy serio en cátedra, porque hay que vivir; y otras veces me inclinaré visiblemente a lo lírico. Días habrá en que todo lo que guarde de aquellas veinticuatro horas mi libro de memorias no será más que una canción. ¡Días felices aquellos en que el alma fue no más una cuerda de la lira, y la conciencia una vibración sonora! ¡Quién le diría a mi compañero, el de Literatura griega y latina, que yo sé explicarme tan poéticamente! ¡Él, que me cree seriamente preocupado con el origen de los versos leoninos! ¡Mi buen D. Heliodoro! ¡Él ve a Grecia a través del director de Instrucción Pública, y jamás se le ha ocurrido imaginarse la cara que pondría Friné si le presentaran a Gil y Zárate y viceversa!

Hoy, pasada la Epifanía, se reanuda el curso, comienza el año nuevo... en cátedra, y quiero que hoy también se inauguren mis Memorias. Cuesta abajo, es decir, camino del hoyo. Sí, no hay que forjarse ilusiones: ya no hay más horizonte; doblé la cumbre y voy descendiendo ya al otro lado de la montaña. Sólo podré ver la vertiente que dejo atrás con los ojos del recuerdo. Mientras yo bajo por este lado, las Memorias volverán a subir por el otro; pero, ¡ay!, el espíritu que las dicta va cuesta abajo. ¡Qué diferencia de vivir a volver a vivir! Si se pudieran hacer las cosas dos veces ¡qué mal las haríamos la segunda vez! Esta segunda vida sería obra del hombre, y la primera es obra de Dios. Tal creo.

Clarín

(Se continuará)