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De Ángel Ganivet a Miguel de Unamuno - 1

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El porvenir de España: Cartas abiertas
de Ángel Ganivet


I

No he olvidado, amigo y compañero Unamuno, aquellas tardes que usted me recuerda ni aquellas charlas de café, ni aquellos paseos por la Castellana, cuando con el ardor y la buena fe de estudiantes, recién salidos de las aulas, reformábamos nuestro país a nuestro antojo. Recuerdo aún sus proyectos de entonces, entre los cuales el que más me interesó era el de publicar la Batracomiomaquía de Homero (o de quien sea), con ilustraciones de usted mismo, que para salir con lucimiento de su ardua empresa, estudiaba a fondo la anatomía de los ratones y de las ranas. ¿Qué fue de aquella afición? Sobre la mesa de mármol del café me pintó usted una rana, con tan consumada maestría, que no la he podido olvidar; aún la veo, que me mira fijamente, como si quisiera comerme con los ojos saltones.

Han pasado siete años, que para usted han sido de estudios, y para mí de zarandeo y vagancia, salvo alguna que otra cosilla que he escrito para desahogarme; pero la amistad intelectual, aunque se forme en cuatro ratos de conversación, es tan duradera y firme, que en cuanto usted ha leído un libro mío y ha sabido por él que no me he muerto, ha pensado reavivarla con las tres bellísimas cartas que me envió, publicándolas en El Defensor, para que no se perdieran por el camino. Me encuentra usted completamente cambiado, y yo tampoco le hallo en el mismo punto en que le dejé. Por algo somos hombres y no piedras. Hay quien de la consecuencia hace una virtud, sin fijarse en que la consecuencia del que no piensa participa mucho de la estupidez. La principal virtud es que cada uno trabaje con su propio cerebro. Si trabajando así es consecuente consigo mismo, tanto mejor.

Lo que más me gusta en sus cartas es que me traen recuerdos e ideas de un buen amigo como usted, con quien me hallo casi de acuerdo, sin que ninguno de los dos hayamos pretendido estar acordes. Lo estamos por casualidad, que es cuanto se puede apetecer, y lo estamos aunque sentimos de modo muy diferente. Usted habla de "despaganizar" a España, de libertarla del "pagano moralismo senequista", y yo soy entusiasta admirador de Séneca; usted profesa antipatía a los árabes, y yo les tengo mucho afecto, sin poderlo remediar. Conste, sin embargo, que mi afecto terminará el día que mis antiguos paisanos acepten el sistema parlamentario y se dediquen a montar en bicicleta.

Usted, amigo Unamuno, desciende en línea recta de aquellos esforzados y tenaces vascones, que jamás quisieron sufrir ancas de nadie; que lucharon contra los romanos, y sólo se sometieron a ellos por fórmula; que no vieron hollado su suelo por la planta de los árabes; que están todavía con el fusil al hombro para defender las libertades modernas, que ellos toman por cosa de farándula. Así se han conservado puros, aferrados al espíritu radical de la nación. Por esto habla usted de la instauración de las costumbres celtibéricas, y cree que el mejor camino para formar un pueblo nuevo en España, es el que Pérez Pujol y Costa han abierto con sus investigaciones. Yo, en cambio, he nacido en la ciudad más cruzada de España, en un pueblo que antes de ser español fue moro, romano y fenicio. Tengo sangre de lemosín, árabe, castellano y murciano, y me hago por necesidad solidario de todas las atrocidades y aun crímenes que los invasores cometieron en nuestro territorio. Si usted suprime a los romanos y a los árabes, no queda de mí quizás más que las piernas; me mata usted sin querer, amigo Unamuno.

Pero lo importante es que usted, aunque sea a regañadientes, reconozca la realidad de las influencias que han obrado sobre el espíritu originario de España; porque hay quien lleva su exclusivismo hasta a negarlas; quien cree ya extirpadas las raíces del paganismo, y quien afirma que los árabes pasaron sin dejar huella; sueñan que somos una nación cristiana, cuando el cristianismo en España, como en Europa, no ha llegado todavía a moderar ni el régimen de fuerza en que vivimos, heredado de Roma, ni el espíritu caballeresco que se formó durante la Edad Media, en las luchas por la religión. La influencia mayor que sufrió España, después de la predicación del cristianismo, la que dio vida a nuestro espíritu quijotesco, fue la arábiga. Convirtiendo nuestro suelo en escenario, donde diariamente se representó, siglo tras siglo, la tragedia de la Reconquista, los espectadores hubieron de habituarse a la idea de que el mundo era el, campo de un torneo, abierto a cuantos quisieran probar la fuerza de su brazo. La transformación psicológica de una nación por los hechos de su historia, es tan inevitable como la evolución de las ideas del hombre, merced a las sensaciones que va ofreciéndole la vida. Y el principio fundamental del arte político ha de ser la fijación exacta del punto a que ha llegado el espíritu nacional. Esto es lo que se pregunta de vez en cuando al pueblo en los comicios, sin que el pueblo conteste nunca, por la razón concluyente de que no lo sabe ni es posible que lo sepa. Quien lo debe de saber es quien gobierna, quien por esto mismo conviene que sea más psicólogo que orador, más hábil para ahondar en el pueblo que para atraérselo con discursos sonoros.

He aquí una reforma política grande y oportuna. ¿Quién sabe si dedicados algún tiempo a la meditación psicológica, descubriríamos ¡oh grata sorpresa! que la vida exterior que hoy arrastra nuestro país no tiene nada que ver con su vida íntima, inexplorada? Yo creo a ratos que las dos grandes fuerzas de España, la que tira para atrás y la que corre hacia adelante, van dislocadas por no querer entenderse, y de esta discordia se aprovecha el ejército neutral de los ramplones para hacer su agosto; y a ratos pienso también que nuestro país no es lo que aparece, y sé me ocurre compararlo con un hombre de genio que hubiera tenido la ocurrencia de disfrazarse con careta de burro para dar a sus amigos una broma pesada.


II

La comparación de que me valí para explicar cómo entiendo yo la influencia arábiga en España, sirve asimismo para comprender el desarrollo de las ideas del hombre. Lo que usted recuerda mejor de mí, al cabo de siete años, es que yo le hablé de los gitanos. ¿Qué casta de pájaro será éste (pensaría usted), que parece interesarse más por las costumbres gitanescas que por las ciencias y artes que le habrán enseñado en la Universidad? Todo se explica, sin embargo, querido compañero, porque yo viví muchos años en la vecindad de la célebre gitanería granadina.

También le diré que el concepto de las ideas "redondas" que me sirvió de criterio para escribir el Idearium, me lo sugirió mi primer oficio. Yo he sido molinero, y a fuerza de ver cómo las piedras andan y muelen sin salirse nunca de su centro, se me ocurrió pensar que la idea debe de ser semejante a la muela del molino, que sin cambiar de sitio da harina, y con ella el pan que nos nutre, en vez de ser como son las ideas en España, ideas "picudas", proyectiles ciegos que no se sabe a dónde van, y van siempre a hacer daño.

Mientras en España no existan hábitos intelectuales y se corra el riesgo de que las ideas nobles se desvirtúen y conviertan en armas de sectario, hay que ser prudentes. La sinceridad no obliga a decirlo todo, sino a que lo que se dice sea lo que se piensa. Por esto encuentra usted obscuros mis conceptos en materia de religión; no sería así si yo hubiera puesto en mi libro una idea que se me ocurrió y que suprimí, porque si no era picuda por completo, tampoco era redonda del todo; era algo esquinada la infeliz y lo sigue siendo. Esta idea es la de adaptar el catolicismo a nuestro territorio, para ser cristianos españoles. Pero bastaría apuntar la idea para que se pensara a seguida en iglesias disidentes, religión nacional, jansenismo y demás lugares del repertorio; y nada se adelantaría con decir que lo uno nada tiene, que ver con lo otro, porque al decirlo por adelantado, se daría pie para que pensaran peor aún. Sin embargo, en filosofía dije claramente que era útil romper la unidad, y en religión llegué a decir que, en cuanto en el cristianismo cabe ser original, España había creado el cristianismo más original.

Lo más permanente en un país es el espíritu del territorio. El hecho más trascendental de nuestra historia es el que se atribuye a Hércules, cuando vino y de un porrazo nos separó de Africa; y este hecho no está comprobado por documentos fehacientes. Todo cuanto viene de fuera a un país, ha de acomodarse al espíritu del territorio si quiere ejercer una influencia real.

Este criterio no es particularista; al contrario, es universal, puesto que si existe un medio de conseguir la verdadera fraternidad humana, éste no es el de unir a los hombres debajo de organizaciones artificiosas, sino el de afirmar la personalidad de cada uno y enlazar las ideas diferentes por la concordia y las opuestas por la tolerancia. Todo lo que no sea esto es tiranía, tiranía material que rebaja al hombre a la condición de esclavo y tiranía ideal que le convierte en hipócrita. Mejor es que usted y yo tengamos ideas distintas que no que yo acepte las de usted por pereza o ignorancia; mejor es que en España haya quince o veinte núcleos intelectuales, si se quiere antagónicos, que no que la nación sea un desierto y la capital atraiga a sí las fuerzas nacionales, acaso para anularlas; y mejor es que cada país conciba el cristianismo con su espíritu propio, así como lo expresa en su propia lengua, que no se someta a una norma convencional. No debe satisfacernos la unidad exterior, debemos buscar la unidad fecunda, la que resume aspectos originales de una misma realidad.

Esto parecerá vago, pero tiene multitud de aplicaciones prácticas, de las que citaré algunas para precisar más la idea. El socialismo tiene en España adeptos que propagan estas o aquellas doctrinas de este o aquel apóstol de la escuela. ¿No hay acaso en España tradición socialista? ¿No es posible tener un socialismo español? Porque pudiera ocurrir, como ocurre, en efecto, que en las antiguas comunidades religiosas y civiles de España estuviera ya realizado mucho de lo que hoy se presenta corno última novedad. Creo, pues, más útiles y sensatos los estudios del señor Costa, de quien usted hablaba con justo elogio, que los discursos de muchos propagandistas que aspiran a reformar a España sin conocerla bien.

En filosofía asistimos ahora a la rehabilitación de la escolástica, en su principal representación, la tomista. El movimiento comenzó en Italia y de allí ha venido a España, como si España no tuviera su propia filosofía. Se dirá que nuestros grandes escritores místicos no ofrecen un cuerpo de doctrina tan regular, según la pedagogía clásica, como el tomismo; quizá sea éste más útil para las artes de la controversia y para ganar puestos por oposición. Pero ni sería tan difícil formar ese cuerpo de doctrina, ni se debe pensar en los detalles cuando a lo que se debe atender es a lo espiritual, íntimo, subjetivo y aun artístico de la filosofía, cuyo principal mérito está acaso en que carece de organización doctrinal.

Aun en los más altos conceptos de la religión creo que es posible marcar el genio de cada pueblo; aun en los dogmas. Usted me hace notar la confusión dogmática que parece desprenderse de la primera idea de mi libro; antes que usted, me lo dijeron otros amigos, y antes que el libro se imprimiera, alguien me aconsejó que la suprimiera, y yo estuve casi tentado de hacerlo, más que por el error que en ella pudiera verse, por no dar a algún lector una mala impresión en las primeras líneas. Y, sin embargo, no la suprimí. ¿Por testarudez? —se pensará—. No fue sino porque veía en esa idea una idea muy española. El dogma de la Inmaculada Concepción se refiere, es cierto, al pecado original; pero al borrar este último pecado da a entender la suma pureza y santidad. El dogma literal se presta además a esa amplia interpretación, porque las palabras "Concebida sin mancha" dicen al alma del pueblo dos cosas: que la Virgen fue concebida sin mancha; y que es concebida sin mancha eternamente por el espíritu humano. Hay el hecho de la Concepción real y el fenómeno de la concepción ideal por el hombre de una Mujer que, no obstante haber vivido vida humana, se vio libre de la mancha que la materia imprime a los hombres. Preguntemos uno a uno a todos los españoles y veremos que la Purísima es siempre la Virgen ideal cuyo símbolo en el arte son las Concepciones de Murillo. El pueblo español ve en este misterio no sólo el de la concepción ni el de la virginidad, sino el misterio de toda una vida. Hay un dogma escrito inmutable, y otro vivo, creado por el genio popular.

También los pueblos tienen sus dogmas, expresiones seculares dé su espíritu.


III

Desea usted que el cristianismo impere por la paz, y como usted no es un filántropo rutinario de los que tanto abundan, sino un verdadero pensador, habla a seguida de despaganizar a Europa, porque sabe que la guerra tiene su raíz en el paganismo. Sus ideas de usted son comparables a las que Tolstoi expuso en su manifiesto titulado "Le non agir", aunque Tolstoi, no contento con combatir la guerra, combate el progreso industrial y hasta el trabajo que no sea indispensable para las necesidades perentorias del vivir. Para que la organización cambie han de cambiar antes las ideas, ha de operarse la "metancia" evangélica, y para esto es preciso trabajar poco y meditar bastante y amar mucho. La lucha por el progreso y por la riqueza es tan peligrosa como la lucha por el territorio. Vea usted, si no, amigo Unamuno, el desencanto que se están llevando los que creían que el porvenir estaba en América. En tinas cuantas semanas se ha despertado el atavismo europeo, la riqueza acumulada por los negociantes se transforma en armas de guerra y aparece ésta en condiciones que en Europa misma serían impracticables. Porque en Europa no se usan ya guerras repentinas ni se suele acudir a las armas antes que agotar todos los medios pacíficos ni practicar ciertos procedimientos que hoy se emplean en nuestro daño. América tendrá ejércitos como Europa y disfrutará de los goces inefables de las guerras territoriales y de raza; en vez de hacer algo nuevo, copiará a Europa, y la copiará mal; y los hombres insignificantes que han derrochado estúpidamente las buenas tradiciones de su nación serán glorificados por la plebe.

La raza indoeuropea ha ejercido siempre su hegemonía en el mundo por medio de la fuerza. Desde los ejércitos descritos por Homero hasta los descritos hoy por la prensa periódica, son tantas las metamorfosis que ha sufrido el soldado ario que se pierde ya la cuenta. Unas veces han atacado en forma de cuña y otras en forma rectangular, y nosotros hemos descubierto últimamente el sistema de pelear boca arriba, como los gatos. Los europeos dicen que dominan por sus ideas; pero esto es falso. La idea en que se ampara la fuerza de Europa es el cristianismo, una idea de paz y de amor, que por esto no puede nacer entre nosotros. Nació en el pueblo judaico, que fue siempre enemigo de combatir y se pasó la vida huyendo de sus enemigos o subyugado por ellos; porque en los momentos de peligro, en vez de aparecer en el seno de este pueblo grandes generales, "organizadores de la victoria", aparecían profetas que se ponían de parte del enemigo, considerándolo como un enviado de Dios. El precepto evangélico de no resistir el mal es consecutivo del espíritu judaico.

Por esto los europeos no lo han comprendido aún, ni menos practicado. Somos paganos de origen y de vez en cuando la sangre nos turba el corazón y se nos sube a la cabeza. Vea usted, si no, por vía de ejemplo, lo que ocurre en el arte. El cristianismo creó su arte propio, cuyo dogma se puede decir que era el resplandor del espíritu, así como el paganismo era el resplandor de la forma. Yo he visto en los Países Bajos centenares de obras inspiradas por el cristianismo puro y he visto cómo aquellos artistas que tan torpemente creaban obras tan sublimes, se encaminaban a Italia, cuando en Italia apareció el Renacimiento; me hacen pensar en tristes ayunantes, que después de comer espinacas durante el periodo cuaresmal se relamen de gusto viendo un buen tasajo de carne o un pavo relleno. Puesto entre las dos artes, prefiero el cristianismo, porque es más espiritual; pero me seduce también el arte pagano y me seducen aún más las obras de aquellos artistas españoles que acertaron como ningunos a infundir el espíritu cristiano en la forma clásica. Esto parecerá eclecticismo; pero el eclecticismo está en nuestra constitución y en nuestra historia. En España se ha batallado siglos enteros para fundir en una concepción nacional las ideas que han ido imperando en nuestro suelo, y a poco que se ahonde se descubre aún la hilaza. En Granada, por ejemplo, no hay artísticamente puro nada más que lo arábigo, y aun debajo de esto suele hallarse la traza del arte romano. Lo que viene después tiene siempre dos caras: una cristiana y otra clásica, como en las esculturas de nuestro insuperable Alonso Cano, o una cristiana y otra oriental, como en el poema admirable de Zorrilla. La primera habla al espíritu; la segunda, a los sentidos, que también son algo para el hombre. La esencia es siempre mística, porque lo místico es lo permanente en España, pero el ropaje es vario, por ser varia y multiforme nuestra cultura. Todo lo más a que puede aspirarse es a que el sentimiento cristiano sea cada día más alma de nuestras obras.

Así como hay hombres que viven una vida casi material y hombres que colocan el centro de su vida en el espíritu, dando al cuerpo sólo lo indispensable, así hay naciones que continúan aún aferradas a la lucha brutal y naciones que espiritualizan la lucha y se esfuerzan por conseguir el triunfo ideal. Pero no hay cerebro ni corazón que se sostenga en el aire; ni hay idealismo que subsista sin apoyarse en el esqueleto de la realidad, que es, en último término, la fuerza. El hombre está organizado autoritariamente (aun cuando el centro no funcione), y todas sus creaciones son hechas a su imagen y semejanza: desde la familia hasta la agrupación innominada, que forma el concierto de las naciones, Europa ha representado siempre el centro unificado y director de la Humanidad, y esto ha podido lograrlo solamente ejerciendo violencia en los demás pueblos. Hay quien sueña, como usted, en el aniquilamiento de ese eterno régimen, y en que un día impere en el mundo, por su pura virtualidad, el ideal cristiano. ¿Por qué no soñar y entusiasmarse soñando con tan admirable anarquía?


IV

Quien haya leído sus artículos y lea ahora los míos, creerá seguramente que somos dos ideólogos sin pizca de sentido práctico, cuando con tanta frescura nos ponemos a hablar de los caracteres constitutivos de nuestra nación, sin parar mientes en los desastres que llueven sobre ella. Tanto valdría, se pensará, ponerse a meditar sobre las mareas en el momento crítico de un naufragio, cuando sólo queda tiempo para encomendarse a Dios antes de irse a fondo. No obstante, la tempestad pasa y las mareas siguen; y quién sabe si una misma razón no explica ambos fenómenos. Las ideologías explican los hechos vulgares, y si en España no se hace caso de los ideólogos es porque éstos han dado en la manía de empolvarse y engomarse, de "academizarse", en una palabra, y no se atreven a hablar claro por no desentonar, ni a hablar de los asuntos del día por no caer en lugares comunes. Sin duda ignoran que Platón cortó el hilo de uno de sus más hermosos diálogos para explicar cómo se quita el hipo, y que Homero no desdeñó cantar en versos de arte mayor cómo se asa un buey. Se puede ser correcto y hasta clásico, explicando cómo se pierden las colonias.

Nosotros descubrimos y conquistamos por casualidad, con carabelas inventadas por los portugueses, llevando por hélice la fe y por caldera de vapor el viento que soplaba. Y al cabo de cuatro siglos nos hallamos con que en nuestros barcos no hay fe ni velas donde empuje el viento, sino maquinarias que casi siempre están inservibles. La invención del vapor fue un golpe mortal para nuestro poder. Hasta hace poco no sabíamos construir un buque de guerra, y hasta hace poquísimo nuestros maquinistas eran extranjeros. Al fin hemos vencido estas dificultades; pero tropezamos con otra: los buques necesitan combustible y nosotros somos incapaces de concebir una estación de carbón. No tenemos alma, aunque se dice que somos desalmados, para incomodar a nadie metiéndole en su casa una carbonera, como hacen los ingleses, por ejemplo, en Gibraltar. Cuando perdamos nuestros dominios, se nos podrá decir: -Aquí vinieron ustedes a evangelizar y a cometer desafueros; pero no se nos dirá: -Aquí venían ustedes a tomar carbón. Demos por vencida también la falta de estaciones propias para nuestros buques, y aún faltará algo importantísimo: dinero para costear las escuadras, el cual ha de ganarse explotando esas colonias que se trata de defender. Porque sería más que tonto comprar una escuadra formidable en el extranjero para enviarla a Filipinas a asegurar el negocio que allí hacen los mismos extranjeros. Más lógico es dejarse derrotar "heroicamente". Acaso la batalla más discretamente perdida, entre todas las de nuestra historia, sea esa batalla de Cavite, que usted, compañero Unamuno, comparaba en tono humorístico con la de Villalar.

No basta adaptar un órgano; hay que adaptar todo el organismo. En España sólo hay dos soluciones racionales para el porvenir: someternos en absoluto a las exigencias de la vida europea, o retirarnos en absoluto también y trabajar para que se forme en nuestro suelo una concepción original, capaz de sostener la lucha contra las ideas corrientes, ya que nuestras actuales ideas sirven sólo para hundirnos a pesar de nuestra inútil resistencia. Yo rechazo todo lo que sea sumisión, y tengo fe en la virtud creadora de nuestra tierra. Mas para crear es necesario que la nación, como el hombre, se recojan y mediten, y España ha de reconcentrar todas sus fuerzas y abandonar el campo estéril, en el que hoy combate por un imposible, con armas compradas al enemigo. Nos ocurre como al aristócrata arruinado que trata de restaurar su casa solariega hipotecándola a un usurero.

Nuestra colonización ha sido casi novelesca. La mayoría de la nación ha ignorado siempre la situación geográfica de sus dominios; le ha ocurrido como a Sancho Panza, que nunca supo dónde Estaba la ínsula Barataria ni por dónde se iba a ella ni por dónde se venía, lo cual no le impidió dictar preceptos notables que si los hubieran cumplido hubieran dejado tamañitas a nuestras famosas leyes de Indias, a las que tampoco se dio el debido cumplimiento, por lo mismo que eran demasiado buenas. Pero nadie nos quita el gusto de haberlas dado, para demostrar al mundo que si no supimos gobernar no fue por falta de leyes, sino porque nuestros gobernados fueron torpes y desagradecidos.

Detrás de la antigua aristocracia vino la del progreso. El pueblo que antes pertenecía a un gran señor y era administrado por un mayordomo de manga ancha, cayó en las garras de un usurero, y el pueblo inocente, que creía llegada una era de prosperidades, trabaja más y gana más y come lo mismo o menos; y si algún infeliz se atreve a coger un brazado de leña en el monte, que antes estaba abierto para todos, no tarda en ser cogido por un guarda y enviado unos cuantos años a presidio. Este es el porvenir que le aguarda a nuestra población colonial, que cree cándidamente que han de venir gentes más activas a enriquecerla. Pero nada se gana con predicar a estas alturas. La humanidad, ella sabrá por qué, se ha dedicado a los negocios, y ahí está la causa de nuestra decadencia. Nosotros no tenemos capital para emprenderlos ni gran habilidad tampoco; y si emprendemos alguno, nos olvidamos, por falta de espíritu previsor, de apoyarlo bien para que no fracase. Hay en Europa naciones que sostienen artificialmente con los productos que exportan varios millones de habitantes, que el suelo no podría nutrir; en España no llegan quizás a un millón los que viven de la exportación a Ultramar, y ésos están hoy amenazados, y tal vez se vean pronto obligados a buscar el pan en la emigración. Hemos podido ingeniarnos para conseguir la independencia económica, impuesta por nuestro carácter territorial, y dejándonos de libros de caballería, atenernos a nuestro suelo, cuyas fuerzas naturales bastan para sostener una población mayor que la actual.

Así se hubiera evitado la guerra; porque esta guerra que se dice sostenida por honor es también, y acaso más, lucha por la existencia. La pérdida de las colonias sería para España un descenso en su rango como nación; casi todos sus organismos oficiales se verían disminuidos y, lo que es más sensible, la población disminuiría también a causa de la crisis de algunas provincias. Se puede afirmar que todos los intereses tradicionales y actuales de España salen heridos de la refriega; los únicos intereses que salen incólumes son los de la España del porvenir, a los que, al contrario, conviene que la caída no se prolongue más, que no sigamos eternamente en el aire, con la cabeza para abajo, sino que toquemos tierra alguna vez.

Este gran problema que nos ha planteado la fatalidad ha sido embrollado adrede por falta de valor para presentarlo ante España en sus términos brutales, escuetos, que serían: ¿Quieres ser una nación modesta y ordenada y ver emigrar a muchos de tus hijos por falta de trabajo, o ser una nación pretenciosa o flatulenta y ver morir a muchos de tus hijos en el campo de batalla y en el hospital? ¿Qué cree usted, amigo Unamuno, que hubiera contestado España?


V

Usted, amigo Unamuno, que es cristiano sincero, resolverá la cuestión radicalmente, convirtiendo a España en una nación cristiana, no en la forma, sino en la esencia, como no lo ha sido ninguna nación en el mundo. Por eso acudía usted al admirable simbolismo del Quijote y expresaba la creencia de que el ingenioso hidalgo recobrará muy en breve la razón y se morirá, arrepentido de sus locuras. Esta es también mi idea, aunque yo no doy la curación por tan inmediata. España es una nación absurda y metafísicamente imposible, y el absurdo es su nervio y su principal sostén. Su cordura será la señal de su acabamiento. Pero donde usted ve a Don Quijote volver vencido por el caballero de la Blanca Luna, yo lo veo volver apaleado por los desalmados yangüeses, con quien topó por su mala ventura.

Quiero decir con esto que Don Quijote hizo tres salidas y que España no ha hecho más que una y aún le faltan dos para sanar y morir. El idealismo de Don Quijote era tan exaltado, que la primera vez que salió de aventuras se olvidó de llevar dinero y hasta ropa blanca para mudarse; los consejos del ventero influyeron en su ánimo, bien que vinieran de tan indocto personaje, y le hicieron volver pies atrás. Creyóse que el buen hidalgo, molido y escarmentado, no volvería a las andadas, y por sí o por no, su familia y amigos acudieron a diversos expedientes para apartarle de sus desvaríos, incluso el de murar y tapiar el aposento donde estaban los libros condenados; mas Don Quijote, muy solapadamente, tomaba mientras tanto a Sancho Panza de escudero, y vendiendo una cosa y empeñando otra y malbaratándolas todas, reunía una cantidad razonable para hacer su segunda salida, más sobre seguro que la primera.

Este es el cuento de España. Vuelve ahora de su primera escapatoria para preparar la segunda; y aunque muchos españoles creamos de buena fe que se lo hemos de quitar de la cabeza, no adelantaremos nada. Y acaso sería más prudente ayudar a los preparativos de viaje, ya que no hay medio de evitarlo. Yo decía también que convendría cerrar todas las puertas para que España no se escape, y sin embargo, contra mi deseo, dejo una entornada, la de África, pensando en el porvenir. Hemos de trabajar, sí, para tener un período histórico español puro; mas la fuerza ideal y material que durante él adquiramos, verá usted cómo se va por esa puerta del Sur, que aún seduce y atrae al espíritu nacional No pienso, al hablar así, en Marruecos: pienso en toda África, y no en conquistas y protectorados, que esto es de sobra conocido y viejo, sino en algo original, que no está al alcance ciertamente de nuestros actuales políticos. Y en esta nueva serie de aventuras tendremos un escudero, y ese escudero será el árabe.

Se me dirá que el África está ya repartida como pan bendito; pero también estuvo repartido el mundo, o poco menos, entre España y Portugal, y ya ve usted a dónde hemos llegado. En nuestros días hemos visto aparecer varias doctrinas flamantes como la de Monroe y la de la protección de interés, la de la ocupación efectiva y la del arrendamiento. Europa se arrienda a China en diversos lotes y se reparte el África, porque no estaba ocupado efectivamente. Y a esto no hay nada que objetar; si la propiedad privada se pierde por el abandono de la misma, ¿por qué no ha de perder una nación sus derechos soberanos sobre territorios que nominalmente se atribuye? Lo único que se puede decir es que ahora tampoco es efectiva la ocupación, y que lo que se llama "esfera de influencia" o "hinterland" es, con nombre diverso, la misma soberanía nominal, hoy desusada. No sé si usted es amante del Derecho, amigo Unamuno, y si se disgustará porque le diga que el Derecho es una mujerzuela flaca y tornadiza, que se deja seducir por quien quiera que sepa sonar bien las espuelas y arrastrar el sable. Si España tuviera fuerzas para trabajar en Africa, yo, que soy un quídam, me comprometería a inventar media docena de teorías nuevas para que nos quedáramos legalmente con cuanto se nos antojara.

Ahora y antes, el único factor efectivo que en África existe, aparte de los indígenas, es el árabe, porque es el que vive de asiento, el que tiene aptitud para aclimatarse y para entenderse con la raza negra de un modo más natural que el que emplean los misioneros, que introducen, según la frase de usted, el "fetichismo pseudo cristiano". El árabe, habilitado y gobernado por un espíritu superior, sería un auxiliar eficaz, el único para levantar a las razas africanas sin violentar su idiosincrasia. Los árabes dispersos por el África están oscurecidos y anulados en la apariencia con los europeos, porque éstos no saben entenderse con ellos; nosotros sí sabríamos. Actualmente la empresa es disparatada, pues sin contar nuestra falta de "dineros y camisas", el antagonismo religioso lo echaría todo a perder. Pero, ¿quién sabe lo que dirá el porvenir? ¡Utopía! ¿No le agradan a usted las utopías? "Sí, me agradan, me contestará usted, pero ésa pasa de la marca: yo hablo en pro de la paz y usted nos arma para nuevas guerras". Si usted me dice que hay que despaganizar a Europa y destruir en ella los gérmenes de agresión, yo estoy con usted, porque el deseo es generoso y noble. Pero mientras la forma de la vida europea sea la agresión y se proclame moribundas a las naciones que no atacan y aun se piensa en descuartizarlas y repartírselas, la paz en una sola nación sería más peligrosa que la guerra. La nación más cristiana, por temperamento, ha sido la judaica, y tiene que vivir, como quien dice, con los trastos a cuestas. Así, pues, España encerrada en su territorio, aplicada a la restauración de sus fuerzas decaídas, tiene por necesidad que soñar en nuevas aventuras; de lo contrario, el amor a la vida evangélica nos llevaría en breve a tener que alzarnos en armas para defender nuestros hogares contra la invasión extranjera. El espíritu territorial independiente movió a las regiones españolas a buscar auxilio fuera de España, y ese mismo espíritu, indestructible, obligará a la nación unida a buscar un apoyo en el continente africano para mantener ante Europa nuestra personalidad y nuestra independencia.


Segunda carta