De Cartago a Sagunto/VI

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VI

Ante sucesos de tal trascendencia no podía faltar la bíblica salmodia del bueno de don Roque. Resonó en un escrito jeremíaco recomendando que al imponer castigo a los desleales, se hiciera justicia magnánima, generosa, clemente... Decíase por aquellos días que López Domínguez había pedido cuatro mil hombres de refuerzo al Gobierno Central, y que a los apremios de éste para rendir la Plaza antes de 1.º de Enero, fecha de la reunión de las Cortes, contestó que a tantos no se podía comprometer. Con un mes largo por delante quizá podría rematar la empresa.

Castelar ofreció mandar los refuerzos y seguía pidiendo rendición a todo trance, ya por la fuerza, ya por el soborno, o bien combinando hábilmente ambos métodos de guerra... A mediados del mes, los sitiadores concentraron sus fuegos sobre los castillos de Atalaya, Moros y Despeñaperros, y las puertas de San José y Madrid. La Plaza contestó con brío, y los disparos de la escuadra Centralista contra San Julián resultaron cortos y por tanto ineficaces.

Reunió a la sazón López Domínguez Consejo de Generales para determinar el plan que habían de seguir, acordándose por el pronto la conveniencia de un ataque vigoroso a San Julián, y conviniéndose en la urgencia suma de reforzarla línea de bloqueo: ésta no era inferior a seis leguas, y si no se neutralizaba la extensión con la intensidad, imposible alcanzar el éxito con la rapidez que Castelar quería. Desplegaba López Domínguez enorme actividad, supliendo con su cuidado y esfuerzo la escasez de los medios de combate.

En Pormán celebró el General en Jefe una entrevista con el Contralmirante Chicarro, el cual le dijo que le era dificilísimo el bloqueo marítimo porque sus barcos andaban bastante menos que los barcos rebeldes. Con tal Marina y un Ejército animoso, pero de contado contingente, era obra de romanos rendir la más formidable plaza de guerra que sin duda existe en el Mediterráneo. Si los Cantonales hubieran tenido tanto seso como bravura en aquella última ocasión de su loca rebeldía, no queda un centralista para contarlo.

Hasta el 28 de Diciembre transcurrieron los días sin ningún suceso extraordinario. Continuaba incesante el fuego entre sitiadores y sitiados. Éstos hicieron varias salidas y en una de ellas causaron diez y ocho bajas a sus enemigos. Hacia el 22 recibieron los centralistas los refuerzos que esperaban y con ellos veinticuatro piezas de Artillería de diez y seis centímetros. El 24, un proyectil Armstrong disparado por la fragata Tetuán, que seguía mandada por el intrépido contrabandista Colau, estalló en la batería número 3 del campo enemigo, haciendo reventar cuatro granadas que dieron muerte a un oficial, catorce artilleros e individuos de tropa, y tres paisanos. Y con esto, amados lectores, llego al día 28, fecha culminante en mi memoria por ser la fiesta de los Santos Inocentes, y porque en aquella madrugada, a punto de salir el sol, nos escapamos de Cartagena Leona la Brava y yo, suceso a mi ver memorable que merece un rinconcito en estas verídicas crónicas.

Mi escapatoria no fue secreta, pero tampoco me convino hacerla pública. Sólo me despedí de Manolo Cárceles, a quien tantas atenciones debía. Al abrazarnos, me dio con sus cariñosos adioses algunos recados verbales para Estévanez, Castañé y Patricio Calleja. Prometile yo volver pronto, pues me interesaba mucho el Cantón y quería presenciar hasta el fin su arrogante defensa. En la respuesta de Cárceles creí advertir cierta disminución del optimismo que había mostrado desde el comienzo de la revolución cantonal: «Si nos vencen -me dijo-, y ello habrá de ser más por la maña que por la fuerza, abandonaremos este volcán y nos iremos tranquilamente al África en busca de mejor suelo para poder vivir. Si vuelves, gran Tito, te vendrás con nosotros y nos haremos todos africanos».

Hasta la línea de bloqueo nos acompañó, al marcharnos La Brava y yo, mi leal mandadero Pepe el Empalmao, a quien las fatigas del sitio convirtieron de rufián en héroe. Su inveterada indolencia trocose en actividad febril, su astucia de zorro en fiereza leonina. En los baluartes de las puertas de San José o de Madrid afrontaba las balas enemigas, con un desprecio de la vida que ya lo querrían para sí más de cuatro figurones, de los que aspiran a merecer una línea en las altas inscripciones de la Historia. Y no lo hacía por ambición ni propósito de medro; no esperaba recompensa, ni galones, ni cintajos, ni cruces, ni siquiera el aumento de un real en su miserable soldada. Hacíalo, sin darse cuenta de ello, por la gloria, por un ideal que indeterminado y confuso hervía dentro de aquel cerebro, que para muchos no era más que una olla del más tosco barro. Como yo no quería partir sin saber algo del pobre don Florestán de Calabria, interrogué al Empalmao, que así me dijo:

«Ahora presta servicios de ranchero en las cocinas que ha mandado poner la Junta Soberana en el sótano de la muralla de los Mártires. Allí le tiene usted, con su mandil y su cucharón, revolviendo los peroles en que nos hacen la bazofia con que matarnos el gusanillo. Don Jenaro, que no sirve para militar sino para chupatintas, ha pedido a Contreras que le nombre Memorialista Mayor de la República Cartagenera. Pero para mí que se queda meneando el cazo toda su vida»... Con esto nos despedimos afectuosamente, y Leonarda y yo cogimos el tren de Madrid en la estación de la Palma.

Ya estábamos instalados en un coche de segunda con la ilusión de ir solitos todo el camino, y ya el tren se ponía en marcha, cuando vimos que avanzaba presurosa y dando chillidos una pobre señora, cargada de envoltorios, que intentó subir a nuestro departamento. Gracias al auxilio que yo le presté pudo poner el pie en el estribo y posesionarse de un asiento. Era una vieja de buenas carnes, vestida de negro. Al fijarme en su rostro temblé de sorpresa y sobresalto: o yo estaba loco o tenía frente a mí a la propia Doña Gramática, si bien envejecida, un poquito cargada de espaldas y tan descompuesta de facciones como de vestimenta. Antes que yo pudiera decir palabra, soltó ella la suya dejándome más absorto y alelado que antes, pues en cuanto abrió el pico reconocí la tremebunda y retorcida sintaxis de la que en día no lejano fue mi mayor suplicio. Volví a creer que me perseguían fantasmas al escuchar de boca de la vetusta dama estas enfáticas razones:

«No agradeceré bastante al noble caballero la merced con que me ha favorecido al prestarme ayuda para escalar, con la enfadosa carga de mis achaques y de estos paquetes, el endiablado vehículo. No están ya mis pobres huesos para tan vivos trotes... Ello ha sido que, faltando cortos minutos para la partida del tren, corrí a recoger estos livianos bultos, que olvidados dejó mi señora en la covacha del jefe de la estación, hombre descuidado al par que descortés, por quien a punto estuve de perniquebrarme o de quedarme en tierra. Gracias a usted, repito, y a esta hermosa dama cuyas manos diligentes me ayudaron a subir, y Dios se lo pague, pude meterme en este coche zaguero, y salva estoy aquí, aunque todavía no reparada del grave susto ¡ay de mí!, ni del sofoco de estos cansados pulmones. ¡Ay, ay!...».

Como he dicho, creí hallarme otra vez en pleno delirio y perseguido por las visiones de antaño. Apenas recobré la palabra, que el azoramiento y la confusión me habían quitado, dije a la para mí fantástica viajera: «Señora; perdóneme si la interrogo con cierta indiscreción. ¿Es ustedDoña Gramática, ilustre dama versada cual ninguna en los giros de las sintaxis?».

-No me llamo Pragmática-contestó ella con melindre- sino Práxedes. No soy dama ilustre, aunque no hay bastardía en mi linaje, y sólo acierta usted en que mi afición al estudio me ha enseñado a hablar con discreta corrección y propiedad.

En tanto, Leona no quitaba los ojos del rostro de la vieja, cuyo hablar finísimo y entonado le colmó de asombro y embeleso. En el mirar de mi amiga leía yo un afán ardiente de apropiarse los términos exquisitos y la nobleza gramatical de nuestra compañera de coche.

«Cualesquiera que sean su nombre, estirpe y condición, señora mía -dije yo a doña Práxedes-, nosotros estamos muy complacidos de haber trabado conocimiento con usted. Juntos haremos este molesto viaje, honrándonos mucho con su grata compañía».

-¡Ay!, eso no podrá ser -replicó la enlutada dueña, arqueando las cejas-. Y de veras lo siento, porque me hallo harto gustosa entre personas tan hidalgas. En la primera parada que no sea corta tengo que pasarme al coche donde va mi señora, la cual es de alcurnia tan alta que no hay en la grandeza española quien pueda igualarse a ella. Va en el departamento que lleva el rótuloReservado de Señoras. A su servicio tiene damas y doncellas de singular hermosura.

Lo dicho por la vieja me adentró más en los delirios paganos. Pensé que en el mismo tren iba Mariclío... quizás Floriana... ¡Dios mío, qué horrible trastorno, mezcla de alegría y espanto! Si yo me presentaba a la divina Madre y ésta me veía con La Brava, sin duda me reñiría duramente por mi liviandad... Advertí que doña Práxedes, risueña, no apartaba sus ojos inquisitivos del rostro de Leona. Sorprendida de su silencio pronunció estas palabras: «Y esta joven tan hermosa y apuesta ¿no dice nada?». Mi compañera balbució algunos monosílabos que no expresaron más que su timidez y el temor de soltar algún disparate chulesco ante una tan refinada maestra de la lengua castellana... Intenté pedir a doña Práxedes más claras referencias de aquella princesa de alto linaje que iba en el Reservado de Señoras, con acompañamiento de bellas damas y lindísimas doncellas; pero un escrúpulo invencible paralizó mi lengua, y seguí alelado y taciturno.

Al fin, hostigada por la vieja redicha, pudoLeona desatar el nudo de su timidez, y pronunció algunas frases rebuscaditas para demostrar que no era muda. «Nosotros vamos a Madrid -dijo haciendo con sus rojos labios mohínes muy finústicos-, porque Cartagena es un infierno enpequeña miniatura. Allí la libertad es un viceversadel sosiego, o como quien dice, una ironía que la tiene a una siempre sobresaltada. En Madrid viviremos tranquilos porque allí la libertad no hace daño a nadie. Además, como estamos bien relacionados en la Corte, lo pasaremos al pelo».

-Su esposo de usted tendrá, y esto lo colijo por su talante, porte y lenguaje distinguido -dijo la vieja, clavando en mí sus miradas como saetas-, tendrá de fijo, repito, una elevada posición.

-Regular -contestó Leona, mordiendo su abanico para contener la risa-. No diré que sea de las más ensalzadas, ni verbigracia cosa de poco más o menos.En el interín, nos basta y nos sobra para todas las circunstancias de nuestra vida, y como no tenemos sucesión, sucede que marchamos divinamente.

Aunque me mortificaba que Leona me diputase por esposo permanente y legítimo, no me pareció bien desmentir a mi amiga, y permanecí callado largo rato, mientras ellas departían a su sabor. Leonarda, perdida completamente la cortedad, hablaba a doña Práxedes de lo divertido que era Madrid, donde había tanta aristocracia y tanta democracia. «Entre otros mil atractivos -dijo-, Madrid tiene toros los lunes y domingos, funciones en la mar de coliseos, misas de seis a doce en todas las iglesias, y a cada dos por tres jaleo de revolución en las calles».

Hasta la estación de Murcia, donde el tren paraba quince minutos, no se atrevió doña Práxedes a bajar al andén para cambiar de coche. Despidiose de nosotros con frase coruscante y ensortijada, deseándonos un viaje dichoso y toda la ventura conyugal que por nuestra juventud y buenas partes merecíamos. La Brava, que en los últimos coloquios había hecho muy buenas migas con aquella gramatical cotorra, tuvo gusto en descender con ella y en llevarle los livianos bultos, según la clásica expresión de la matrona provecta. Era mi costilla per accidens vivaracha y curiosona, amiga de gulusmear y enterarse de todo. Acompañó a la vieja hasta el Reservado de Señoras y, al abrirse la portezuela para dar paso a doña Práxedes, exploró con rápida vista al interior del departamento en que viajaban las misteriosas damas.

Pronto volvió a mi lado, contándome de este modo lo que había visto: «Pues allí va una señorona con más años que Matusalén, alta y de buenas hechuras. Su cara es blanca, con perfil de estatua: parece mismamente de mármol. Viste de luto y tiene aire de reina que ha perdido el trono. En el fondo del coche hay otras mujeres, y entre ellas una chavala guapísima... como los propios ángeles. La gachí parece una diosa de las que he visto pintadas en un libro que tiene don Florestán... No pude fijarme más porque ellas me miraban como choteándosede mí. Me dio vergüenza y me retiré en buen orden a mis posiciones, como dice el ayudante de Contreras».

Al partir el tren llenose nuestro coche de viajeros de Murcia, que alborotaban hablando a gritos de las cosas del Cantón. Unos ponderaban a Gálvez con extremadas hipérboles, asegurando que si le dejaran sería pronto el dominador de toda España; otros, con desmayado pesimismo, sostenían que el Cantón estaba perdido y que López Domínguez daría buena cuenta de aquella gentecilla, entre Año Nuevo y Reyes. Yo me desentendí de esta conversación, y reclinado en un ángulo del coche, mi mano en la mano de Leonarda, permanecí largo rato soñoliento y meditabundo, pensando en lo que mi amiga me contara de las damas que ocupaban el Reservado de Señoras. ¿IbaMariclío en aquel departamento? ¿Era Floriana la divina hermosura que Leona comparó con las diosas?

En estas ideas y en dudas tan crueles fluctuaba mi espíritu, que ya se asía fuertemente a la realidad rechazando toda relación con el mundo de las quimeras, ya se lanzaba disparado a embelesarse con las hermosas visiones Paganas y Mitológicas. Por momentos, el deseo y la curiosidad me aguijoneaban para correr hacia el coche donde iban las misteriosas viajeras; por momentos, el miedo a la desilusión y la idea de ser mal recibido me retenían, sujetándome a la única diosa de que yo podía disponer, Leona la Brava, divinidad terrestre, pedestre y de vuelo harto rastrero y prosaico.

En la estación de Hellín saqué un momento la cabeza por la ventanilla, y vi pasar a un hombre de soberbia talla y formas escultóricas. ¿Era el arrogante forjador de voluntades, padre presunto de las mil hijas de Floriana que, después de echar toda el agua fría del mundo sobre mi pasión por la Maestra educadora de pueblos, me arrojó desde lo alto de un talud, cual si yo fuera un muñeco inservible o un despreciable animalejo? Cuando advertí que el divino Titán, vestido con azul ropa de maquinista, se acercaba al Reservado de Señoras y subiendo al estribo departía con las incógnitas viajeras, llegué al colmo del espanto. Tembloroso me arrebujé en la manta y cerré los ojos para reconcentrarme de nuevo en mí mismo. «¿Qué te pasa?» -me preguntóLeona. Y yo respondí: «Me pasa... me pasa que he visto cómo resucita el Paganismo que creíamos muerto para siempre. Me pasa que he visto una figura...».

-¿Pero a quién, a quién has visto? ¿Quién ha resucitado? -exclamó Leonarda con súbito terror, palideciendo-. ¿Es mi marido que ha vuelto ya de la isla desierta?

-No, hija, no. Tu marido... se lo comieron los peces y lo han digerido ya. La figura que he visto no es la de Cándido Palomo. Es la del forjador atlético hijo de los Dioses, padre de las mil maestras... renovador del Paganismo...

-¡Bah, bah!; ésas son coplas. ¿Ya estás otra vez con la tecla de los paganistas? Pues ya sabes que el mejor paganismo es no pagar a nadie y cobrar todo lo que se pueda.