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De Cartago a Sagunto/VII

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VII

En Chinchilla, donde bajamos a confortar nuestros estómagos con el agua de castañas almidonada que llaman café con leche los fondistas de las estaciones, me puso la mano en el hombro un señor a quien al pronto no conocí.

Era David Montero, totalmente transfigurado de ropa y rostro. Tenía la facha de un clérigo vestido de seglar. Se había quitado barba y bigote, y disimulaba con ligero tinte las canas de las sienes y de la nuca, bajo un gorro de terciopelo negro como el que usan los párrocos de aldea. «Hablemos quedito -me dijo sentándose junto a mí-, y no pronuncie usted mi nombre. Ya ve que voy disfrazado. Me escapé hace días, y en casa de un amigo de Balsicas me vestí de máscara para marcharme a Madrid... Leona me mira sonriendo. Sin duda me ha conocido. Adviértale que no venga ahora con aspavientos y que no me llame por mi nombre... Ya hablaremos, ya hablaremos. Dígame en qué departamento van, y si es de segunda como el mío pasaré un rato con ustedes».

Alegrándome mucho de ver a David, le indiqué que íbamos en el último coche. Antes de partir el tren ya estábamos reunidos los tres y entablábamos una grata conversación sin recelo de ser oídos, pues al pasar de Chinchilla sólo quedaron en nuestro departamento dos viajeros, que arrebujados en sus mantas dormían como lirones. «El Cantón está perdido, señor don Tito -me dijo Montero con voz apagada-. Lo estuvo desde 1.º de Diciembre. Ya sabrá usted la prisión de Carreras, Pozas y demás individuos del Ejército».

-Lo sé, lo sé -respondí-. Estoy bien enterado de todo. Desde que López Domínguez tomó el mando de las fuerzas Centralistas, los militares de la plaza se hacen cucamonas con los de fuera.

-¡A quién se lo cuenta usted! -repuso David-. Yo he tenido algún trato con los Centralistas. Ello fue porque un primo mío, Carlos Montero, está de mecánico en el Cuartel General, donde le estiman mucho por los servicios que presta. He hablado con el Coronel Sánchez Molero, que ayer me dijo: «La fiesta de Reyes la celebraremos dentro de la Plaza». He hablado también con López Domínguez, quien, generoso, y muy satisfecho con las referencias que le dieron de mí, me aseguró que pedirá mi indulto. Pero mientras esa gracia viene, yo me pongo en salvo, amigo mío, que si se rinde Cartagena, lo primero que harán los vencedores será meter en chironaa toda la población penal. Y lo que es a mí no me pescan.

-Muy bien, David -dije yo-, ha hecho usted muy bien: libertad y vida nueva.

-Eso, eso -saltóLa Brava juguetona y alegre-. La idea de pasar de un mundo a otro la tuvo antes que usted, amigo Montero, una servidora. No más presidio: el mío era la pobreza, la vergüenza, el andar siempre entre gente groserota y vil o entre señoritos babosos y cargantes que todo lo ven bajo el prisma de la corcupicencia.

No pudimos prolongar nuestro coloquio porque Montero se quedó en Albacete, donde tenía un hermano. Allí descansaría breve tiempo, trasladándose luego a Madrid sin abandonar las precauciones que garantizaban su libertad. Díjome su nombre postizo, que era Simón de la Roda, añadiendo que se holgaría mucho de que nos viéramos en la Villa y Corte. De su paradero darían razón en el taller de Calixto Peñuela, un su amigo, famoso armero establecido en la calle de los Reyes, número 15... En Alcázar de San Juan, donde la parada fue muy larga, no me fue posible reprimir mi curiosidad, y me lancé a una indiscreta exploración del Reservado de Señoras, cuya portezuela estaba abierta.

Con gran asombro vi que el coche se hallaba vacío. ¿Qué se hizo de las misteriosas viajeras? ¿Se desvanecieron en los aires cual figuras que tenían su domicilio en los espacios imaginarios, o eran seres de carne y hueso que habían terminado su viaje? Busqué a las fantásticas damas a lo largo del andén; luego en la Fonda, y no hallé rastro de las princesas o señoras paganistas, como decía La Brava. Ésta, que era un águila para las averiguaciones por su metimiento y natural comunicativo, preguntó a un empleado del tren, el cual nos dijo secamente que el Reservado de Señoras había venido vacío desde Cartagena. La mentira y la verdad, enzarzadas y juguetonas, continuaban atormentando mi espíritu.

Nos hallábamos mi costilla falsa y yo consumiendo sendos chocolates con tortas de Alcázar, cuando se nos acercó un señor de más que mediana edad, alto y de buen porte, suelto de ademanes y de lengua, que saludó a Leona con despejo y gracia, felicitándola por verla camino de Madrid. Fue después al mostrador para pagar su gasto y el nuestro, y yo pregunté aLa Brava: «¿Este caballero es Prefumo o uno de los Paganes de Murcia?».

-Pagano es y de los buenos -me contestó mi amiga gozosa-. Pero no se llama Pagán.

Y cuando el caballero volvía del mostrador salió ella a su encuentro y hablaron un mediano rato lejos de mí. Al meternos en nuestro coche para continuar el viaje, mi esposa fortuita o accidental me dijo, con frase que por su extremada sinceridad parecía candorosa, que el paganole había propuesto pasarse a su departamento de primera y que él abonaría la diferencia del billete.

«¿Qué te parece, Tito? -agregó la moza con zalamería-. Sí tú lo consientes, voy; si no, no. Te digo esto, Titín, porque el ir con ese amigo me servirá para la introducción».

-¿Qué quieres decir?

-Que para introducirme o como aquel que dice presentarse en la vida de Madrid, ese caballero poderoso me hará un buen avío. Aconséjame si debo ir o no. Aconséjame, hombre.

Con toda honradez y franqueza le contesté que siendo ella mujer libre y árbitra de su destino, podía tomar la senda que más le conviniese para el buen principio y orientación en la carrera que había emprendido. Mi fácil consentimiento produjo en ella un ligero chispazo del amor propio y fugaces monerías de coquetismo. Pero al fin quedó convencida, gracias a la perfecta lucidez con que yo expresé la rectitud de mis intenciones. Díjele que si en Madrid necesitaba de mí me encontraría en mi vivienda, calle del Amor de Dios. Como La Brava no dominaba el conocimiento de los números, señalé la casa con la infalible indicación de que junto a la puerta había una cacharrería y en ésta una tablilla anunciadora de burras de leche... En Aranjuez se consumó nuestro divorcio. No debo ocultar que si ella se fue un tanto pesarosa yo quedé medianamente triste.

Llegué a Madrid solito y tan campante. Al tomar un coche de punto vi de lejos a Leona la Brava con el caballero pagano, precedidos de un mozo cargado de bultos, y disponiéndose a entrar en el ómnibus de la Fonda Peninsular. En mi casa fui recibido con explosión de júbilo. A Rosita encontré más espigada, a Nicanora más barriguda, y a Ido transparente ya de puro espiritado. Una novedad de la vida hospederil me contrarió mucho: la que yo llamaba mi habitación estaba ocupada por una señora, a quien mis buenos patrones no podían echar para restituirme en el usufructo de aquel cuarto. Era una dama recomendada por Delfina Gil, la dulce beata traficante en ataúdes. ¿Era guapa aquella señora? Sí. ¿Joven? Regular, tal, cual... En fin; ya la veríamos.

Ayudándome a quitarme la ropa de viaje, el seráfico Ido me dijo: «Ya sabemos, señor don Tito, que los cabecillas cantonales le nombraron a usted Embajador de Constantinopla, y que usted propuso al Gran Turco pactar un Tratado de Alianza con la República Cartagenera... No se ría, no venga negándolo; aquí todo se sabe... Nos dijeron también que estuvo en Roma tratando de conseguir del Papado que se entendiera con Roque Barcia para establecer en Cartagena un catolicismo suave y democrático. Ahora... usted lo negará, porque diplomacia y reserva son una misma cosa... ahora, digo, viene usted a Madrid a negociar con el Gobierno las paces con el Cantón en condiciones honrosas para ambas partes... No se haga de nuevas... ¡Si aquí le están esperando!... Hace días estuvo en casa don Nicolás Estévanez a preguntar cuándo volvía usted. Luego vino con la misma cantinela un caballero que a mi parecer es el secretario del señor Maisonave, Ministro de la Gobernación».

-También vino -dijo Nicanora, que entraba con ropa limpia para hacerme la cama- uno que debía de ser el propio Castelar...

-Era él, era él -afirmó Ido dándose una palmada en la frente-. Era don Emilio con barba postiza.

-No, José, no; estás trascordado -repuso Nicanora-. Aquel caballero no traía barba... Pero si no era don Emilio, era Carvajal afeitadito... También estuvieron aquí don Luis Blanc, don Serafín de San José y un porción de santones, es a saber: el General Velarde, Solís, Moreno Rodríguez, doña Candelarita la escritora, y un tal Robledo Romero que me parece que es borbónico.

El mismo día de mi regreso al hogar patronil, hice conocimiento con la señora que ocupaba mi habitación. Era una dama de agraciado rostro, de estatura menos que mediana, edad incierta entre los treinta o treinta y cinco, tipo de lugareña fina, modosa y bien criada, el habla dulce aunque no exenta de viciosas concordancias, vestida con el hábito de los Dolores, limpia, peinada con esmero y un poquito perfumada.

«No es la primera vez que veo a usted, señor Liviano -me dijo, haciéndome sentar junto a ella en el sofá de los duros y punzantes muelles-. Yo soy vizcaína, de un pueblo que llaman Elanchove, y en Durango tuve el gusto de oír el discurso que usted nos echó sobre la República Pontificia, sermón bonita que si al pronto nos entusiasmó, luego vimos que irreverente burla era... Conozco a su padre de usted que fuertecito todavía está, aunque resentido de sus achaques. Trato mucho a su hermana Trigidia y a Ignacio Zubiri. Soy amiga de Pepita Izco, y algo parienta del cura Choribiqueta. Me llamo Silvestra Irigoyen, pero allá todos me conocen con el nombre familiar de Chilivistra... Conque ya ve que nos conocemos... Y ahora sólo me falta decirle que esperaba su vuelta como agua de Mayo para que me dé su auxilio poderosaen la pretensión que traigo a Madrid».

Atento a la buena señora, y sintiéndome ya ¿por qué no decirlo?, prendado de su modestia y dulzura melancólica, le dije que dispusiera de mí a todo su talante y voluntad.

«Tanto Delfina como este señor Sagrario y doña Nicanora -prosiguió Chilivistra- me han dicho que a usted no le niega nada el Gobierno. Cosa que pida es cosa lograda. Todos me aseguran que va usted para Ministro, y que ha venido al arreglo de paces con el Cantona».

Protestando con modestia de aquella supuesta privanza mía, le rogué que me diera razón de su cuita o desventura, y ved aquí lo que me contestó, echando por delante un gran suspiro: «Yo soy casada... No podré decir a usted si el casarme fue para mi felicidad o desdicha, pues de todo hay. Mi marido es... corazón de ángel y genio de todos los demonios. Pruebas mil tengo de su cariño, y en mi cuerpo no faltan señales de sus malos tratos. Se llama Gabino Zuricalday. En su familia todos son carlistas netos... Desde Febrero del año pasado mandaba el 5.º Navarro. Cuentan que era una fiera en los combates... Por dejarse llevar de su arrojo le coparon con otros en un encuentro que tuvieran con las avanzadas de Moriones cerca de Bacaicoa. Cuando le llevaban preso a Pamplona quiso escaparse y... ¡pim!, ¡pum!... sin lograr su objeto, Gabino mató a un guardia civil... Milagro fue que no le fusilaran. Hoy le tiene usted en la prisión militar de Logroño esperando sentencia de un Consejo de guerra... Más de un mes lleva en este suplicio; pero ello va despacio. Militares hay del Ejército liberala que se interesan por él; mas no faltan otros que no pararán hasta la vida quitarle... Oído el parecer de mi familia, y el consejo de mi confesor, vine a Madrid para poner cuanto esté de mi parte en la santa obra de salvar a ese desgraciado».

-Procede usted -le dije yo efusivamente apretándole las manos- como esposa cristiana que olvida las ofensas y obra conforme a la divina ley de amor. Porque si es verdad que su bello cuerpo conserva señales de malos tratos...

Chilivistra me interrumpió diciendo con presteza: «Cardenales fueron y tantas que llevaba yo sobre mí todo el Sacro Colegio. Mas tiempo ha que no dolerme. Mi confesor, santo siervo de Dios y de don Carlos, me ha dicho que perdone al marido mala que me ofendía... y ello no era más que cuando se arrebataba por la bebida o se encalabrinaba porque le había soplado mal el naipe... El Altísimo y mi conciencia me gritan que emprenda la campaña de redención. Lo hago no sólo por mí sino por el mi hijo... Se me olvidó decirle que tenemos un niño de siete años al cual he dejado en casa de los mis padres... ¡Ayúdeme usted, don Tito, en esta empresa cristiana, y si en ella salimos triunfosganaremos el cielo!».

Lo que yo mayormente quería ganar era la ternura indecisa de sus ojos, tras de los cuales entreveía los cielos infinitos del amor. «Señora cristiana y dolorida -exclamé con arranque-, yo, como buen caballero, me pongo al servicio de usted, y no tendré paz ni sosiego hasta que rematemos el alto empeño de rescatar la vida de su esposo. Hoy mismo veré a Sánchez Bregua, a Castelar. Mi grande amigo Emilio no me dará una negativa...».

Chilivistra quedó muy complacida, y yo salí de su presencia revolviendo en mi mente un plan de campaña que me pareció inspirado en la lógica más pura. Con el súbito recuerdo de mis admirables éxitos, en la primera mitad del año que expiraba, se renovó en mí la firme convicción de que cuantas peticiones hiciese a los Ministros serían inmediata y satisfactoriamente resueltas, por obra y gracia de mis invisibles espíritus familiares. En aquel poder hermético confiaba yo para conseguir la libertad del prisionero y hacerme dueño de su interesante y acardenalada esposa.

Imaginando que me bastaría poner una expresiva carta a mi amigo Eleuterio Maisonave para que el prodigio se realizase con la presteza sobrenatural de marras, puse en ejecución mi pensamiento, y allá fue la epístola que a mis queridos espíritus daba tarea en qué pasar el rato... Refrescado y vestido de limpio me eché a la calle en busca de mis camaradas, y tuve la desgracia de no encontrar a ninguno.

Silvestra, sola o con Delfina, iba diariamente a misa, y las más de las noches a los oficios que se celebraban en las iglesias próximas. Pero no creáis, lectores píos, que era una de esas beatas apestosas y cargantes que son verdadero antídoto contra el pecado. Largo espacio de la mañana empleábalo en la limpieza y arreglo de su bella persona, y cuando salía tan bien apañada y elegantita, daban ganas de ir en su seguimiento y arrodillarse con ella ante los altares. El 1.º de Enero de 1874, se me ocurrió salir en su acecho y la sorprendí hociqueando en la rejilla de un confesonario. Mas no por esto se amenguaban su gracia y atractivos. Algunas veces, después de dar un paseíto por el barrio, volvía trayendo en su pañuelo naranjas o peladillas compradas en los puestos de Antón Martín. Jamás conocí santurrona tan sugestiva y simpática.

Fiado en la intervención de mis amigos del otro mundo, daba yo a Chilivistra seguridades de un éxito feliz en nuestra empresa de salvamento, y una tarde, acompañándola con su permiso a la iglesia de Montserrat, donde había sermón y Manifiesto, pude advertir que cuando yo le hablaba de la libertad de su marido no parecía tan contenta como era de suponer. Llegué a formar la opinión de que los anhelos de la dama dolorida y coquetona se satisfarían con obtener la vida de Zuricalday, y conseguido esto... que le mandaran lejos, lejos, a Filipinas por ejemplo, poniendo así la mayor distancia posible entre el adorable cuerpo de la señora y la mano impía del esposo.

No se me olvida la fecha de estas insignificantes ocurrencias y vanos coloquios. Era el 2 de Enero. Deseoso de ponerme en contacto con mis amigos me fui al Congreso, donde el invisible poder de Mariclío me llevó a presenciar los memorables acontecimientos de la noche del 2 y madrugada del 3 de Enero de 1874... ¡Dame tu aliento, sostén en mí la acendrada devoción de la verdad, divina Madre y Maestra!