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De Cartago a Sagunto/X

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X

Después de enterarnos mi amigo Ferreras y yo del júbilo de los sombrereros (que en tiempos de República el armatoste llamado chistera iba muy en desuso), entramos en el café de La Iberia, donde tuvimos el feliz encuentro del bondadoso Llano y Persi, que nos convidó a almorzar. Eran las doce. En el Congreso estaban reunidos el Duque de la Torre, Cánovas, Sagasta, Martos, Becerra y algunos santones más, civiles y militares, amasando el pastelón del nuevo Ministerio para meterlo en el horno. Cánovas dijo que si no se proclamaba en el acto Rey de España al Príncipe Alfonso, debía declararse por lo menos abolida y conclusa la forma republicana. A esto no accedieron los altos reposteros, y continuaron trabajando el hojaldre para darle una pronta cochura y servirlo al país.

Ferreras, que era un águila para las indagaciones políticas, difirió por un rato el almuerzo y se fue al profano Templo de las Leyes, de donde volvió al cuarto de hora trayéndonos los nombres del nuevo Gabinete, trazados por él con lápiz en un papelejo. Ante los amigos que formábamos corrillo en dos mesas próximas leyó la esperada y emocionante lista, que reproduzco para conocimiento de los papanatas del tiempo venidero:

Presidente del Poder Ejecutivo, General Serrano. -Presidente del Gobierno y Ministro de la Guerra, General Zabala. -Estado, Sagasta. -Marina, Topete. -Hacienda, Echegaray. -Gobernación, García Ruiz. -Gracia y Justicia, Martos. -Fomento, Mosquera. -Ultramar, Balaguer... Almorzamos alegremente, y allí fue el acumular cálculos sobre la vitalidad de la nueva Situación, sobre el atropellado asalto de puestos oficiales y demás preparativos de la pública merienda burocrática que se aproximaba. Llano y Persi nos contó que, cuando Castelar iba del Congreso a su casa rodeado de amigos, a las siete y media de la mañana, se le presentó un ayudante de Pavía, rogándole de parte del General que continuase al frente del Gobierno. Don Emilio contestó con frase desvergonzada, única respuesta que a tal ultraje correspondía, y prosiguió inalterable y firme su retirada dolorosa.

Gratísima era la tertulia de La Iberia, donde se oían opiniones y comentos dignos de ser grabados en los mármoles y bronces de nuestra inmortal chismografía política. Pero yo, muerto de cansancio por no haber pegado los ojos la noche anterior, me fui a mi casa, a punto que atronaban las calles los voceadores de la Lista del nuevo Ministerio... Tendido en mi cama y contagiado de la soñación de mi vecina Chilivistra, soñé que era yo sastre, y que estaba cortando las 49 levitas para los 49 flamantes gobernadores de provincia. Luego cambió el tema de mis cerebrales aberraciones, y soñé que la dolorida dama se despojaba de su hábito negro para arrojarse en mis brazos amantes. Por último, andando ya la noche, me atormentó la visión o pesadilla del caso del Virginius, que fue uno de los temas tocados en la tertulia del café.

Dicha nave, arbolando bandera americana, fue apresada en aguas de Jamaica por nuestra goleta Tornado. Llevaba gran número de filibusteros, norteamericanos, ingleses y españoles, dispuestos a desembarcar en la Gran Antilla para favorecer la guerra contra España. Conducidos a Santiago de Cuba los tripulantes y pasajeros del barco insurgente, fueron fusilados la mayor parte de ellos, contraviniendo las órdenes de Castelar al Capitán General Jovellar para que no se aplicara la pena de muerte sin dar antes cuenta al Gobierno de Madrid. Ante la horrenda tragedia de Santiago de Cuba, desperté en mi cama dando gritos atroces: «¡Teneos, bárbaros! ¡No fusiléis!... ¡A mí!... ¡Socorro!... ¡Clemencia!...».

A mis voces acudió Ido del Sagrario en paños menores, alumbrado de un candilejo, y me dijo: «¿Qué es eso, señor don Tito? ¿Qué le pasa?».

-Que están fusilando a los del Virginius -repliqué yo sentándome al borde del lecho-. Los tiros me han dejado sordo.

-¿Pero está usted en Babia? -murmuró mi patrón tembliqueando de frío-. Lo del Virginius está arreglado hace ya la mar de días, según dijeron los papeles.

-No, no -exclamé yo lanzándome en pernetas a recorrer la estancia-. En este cuarto estaban conferenciando ahora Castelar y míster Sickles. Todavía estoy oyendo el traqueteo de la pata de palo que gasta el Ministro de los Estados Unidos. De aquí pasó don Emilio al cuarto de usted. Bien claro dijeron que es inevitable la guerra con la República Norteamericana. ¡Jesús, qué calamidad! ¡Jesús, qué desastre! ¡Pobre país, pobre España!

Con no poco esfuerzo me tranquilizó Ido, haciéndome volver a mi camastro. La cuestión del Virginius era ya cosa vieja. Castelar y el cojo Sickles arregláronla con los bartolillos y bizcochos borrachos que usa la diplomacia...

El día siguiente, 4, lo pasé casi todo con Nicolás Estévanez. Embozados en nuestras capitas nos fuimos a divagar por las calles, observando la fisonomía y estado moral de esta compleja Villa. Hallábase el hombre en un grado tal de desaliento y tristeza, que me fue imposible calmarle con mis excitaciones a la paciencia filosófica. La inhibición del pueblo ante el criminal golpe de Estado le ponía fuera de sí... Más de una vez le oí pronunciar estas frases que copio ad pedem litterae: Lo de ayer ha sido una increíble vergüenza... Todos nos hemos portado como unos indecentes... Visitamos a no pocos jefes y oficiales de la Milicia Nacional, para ver si los gorros colorados se decidían a intentar un supremo esfuerzo. A todos les encontramos indecisos y como atontados. Francisco Berenguer (el Quito) fue el único que, como siempre, se mostró resuelto a cualquier barbaridad. Era popularísimo en la Latina y disponía de bastante gente.

Antes de tomar una resolución en asunto tan arriesgado, quiso Estévanez ver a Salmerón, y allá nos fuimos. Dejele en la puerta de la casa y quedé en esperarle en el café de Lepanto. A la media hora volvió el infatigable republicano, diciéndome: «Farsa, farsa; no podemos hacer nada. Salmerón ha recibido un mensaje de Moriones. El General en Jefe del Ejército del Norte declara que no está dispuesto a reconocer el Gobierno formado por Pavía. Pero encarga que no nos movamos para no hacer fracasar sus intentos, y exige que se pongan de acuerdo los desavenidos Salmerón, Pi, Figueras y Castelar... Esto está perdido. Cantemos a nuestra pobre República el debido responso».

Pasados unos días me enteré de que las únicas poblaciones que protestaron decorosamente contra el golpe de Estado fueron Valladolid, Zaragoza y Barcelona. En la capital castellana pusieron sobre las armas los Voluntarios de la República. El famoso General don Eulogio González Iscar, familiarmente llamado Gonzalón por su extremada corpulencia, salió a calmar los ánimos. El gentío le acosó, rechazándole con ultrajes; mas aunque amenazaba con fusilar a los revoltosos nada hizo. El ruidoso motín, con sus incipientes barricadas, fue derivando hacia la tibieza y por fin hacia la paz, convencidos los republicanos de que la cosa no tenía remedio. En Zaragoza ocurrieron tentativas y desmayos semejantes. En Barcelona los Batallones Catalanes que mandaba el Xic de las Barraquetas, armaron un cisco que dominó fácilmente la tropa de la guarnición. El pueblo más deshonrado en aquellas vegadas fue nuestro querido Madrid, dándonos el mal ejemplo de una resignación musulmana. Estaba escrito que las crisis políticas resolvían las crisis del pequeño comercio y remediaban el hambre atrasada de sastres, sombrereros, zapateros y patronas de huéspedes.

Una mañana llamó a la puerta de mi casa la Leona cartagenera. No tuve el gusto de recibirla porque el señor de Ido, oficioso y pudibundo, conociendo por el trapío de la moza que ésta era de cuidado, le dijo que yo estaba ausente y que hasta la noche no volvería. Pasado un cuarto de hora salí a la calle y me la encontré en el portal: La Brava, ducha ya en las mentiras cortesanas, había conocido el ardid de mi filosófico patrón. Ella y yo nos alegramos de vernos, y apenas nos saludamos hice propósito de acompañarla hasta su casa. Cuando pasábamos juntitos a la acera de enfrente miré a mis balcones, y en uno de ellos vi a Chilivistra que nosguipaba cautelosa y un tanto ceñuda.

En el camino hacia la calle de la Victoria, donde Leonarda me dijo que vivía, advertí que la mujer alegre no había perdido el tiempo en la obra ciertamente admirable de su metamorfosis. En diez días de Madrid iba vestida con traje flamante a la moda, y en lo referente a la adquisición de palabras finas, sus progresos me colmaron de asombro. Ya sabía decir hecatombe, el punto de vista, miel sobre hojuelas, y otras majaderías usuales. Lo primero que me contó fue que el caballero pagano con quien llegó a Madrid le había servido de mucho para orientarla en su nueva vida. Pero aquél tomó las de Villadiego, y ella anduvo algunos días un poquito aperreada... Después había tenido la suerte de que le saliera un señorón muy bueno, que sólo con verla se enamoró de ella como un colegial.

Parándose en medio de la calle, para hablarme con más reposo, La Brava continuó así su historia: «Mi señor es un personaje de la Situaciónque acaba de salir ahora, y está tan loco por mí que me llama su tipo y otra cosa muy bonita... a ver si me acuerdo... sí, eso es... su ideal... El nombre, Tito, no puedo decírtelo, porque él es casado y... debe una tener delicadeza y mirar el punto de vista de la familia y la sociedad... Le han dado un destino muy gordo... Creo que cincuenta mil reales y manos libres... Ya le están haciendo un uniforme bordado y un sombrerote con plumas, y todo esto, con el espadín y una banda amarilla, le sale por más de diez mil reales. A mí me ha regalado este vestido. Ya comprenderás que es rico... rico por su mujer, naturalmente».

Vivía Leona en una casa equívoca. Al entrar con ella en su habitación no vi más que a una mujer frescachona que me saludó con amabilidad tan equívoca como la vivienda. Seguimos nuestra conversación La Brava y yo hablando de Cartagena y de las trifulcas que allí dejamos. Mi amiga me dijo con viveza: «¿Pero no sabes?... Si tenemos aquí a la Ramira... ¿No te acuerdas de la Ramira, una que iba conmigo la noche que te acompañamos hasta la plaza de las Monjas?... Pues llegó ayer con un chico del ferrocarril... En casa está: voy a llamarla para que te cuente». Salió un momento, y al poco rato volvió acompañada de su amiga, que era menudita y graciosa. «Siéntate aquí, Ramira -dijo Leona-, y cuéntale a don Tito el incendio de la fragata. Verás, hijo, verás qué hecatombe».

«Pues señor -empezó diciendo la narradora-; la fragata Tetuán se ha quemado hace unos días. A las ocho de la noche comenzó el fuego, y a la media hora las llamas llegaban al cielo. Era un espanto. Los que estaban a bordo tuvieron que salvarse tirándose de cabeza a las lanchas. Decían que si el incendio había sido por las estopas o por los estopines. Los cañones se disparaban solos. La autoridad mandó que nadie se acercase. La ciudad estaba aterrorizada. A media noche reventó la santabárbara: la cubierta voló por los aires, hasta llegar a las estrellas; se hicieron cisco los palos, el cordaje, cuanto a bordo había, y el casco se fue a pique... ¡Ay, Dios mío! ¡Los cristales que se rompieron aquella noche cuando el retemblido!... Puertas y ventanas hubo que de la sacudida se arrancaron de por sí, saliéndose de sus marcos».

-Y fue milagro que no hubiera otras hecatombes -añadió Leonarda-. Según dice ésta, la Numancia, que a la vera estaba de la Tetuán, tenía en las bodegas cuatro mil quintales de pólvora, que hizo sacar del Parque tu amigo Cárceles porque contra el polvorín tiraba siempre la tropa del Gobierno.

-Mientras duró el fuego de la Tetuán -prosiguió Ramira-, Cartagena estaba como en fiestas con luminarias. Toda la gente se echó a la calle, y se veía lo mismito que en día claro. Los del Gobierno no disparaban. Los de dentro hacían catálogos y calculorios sobre el porqué del siniestro. Unos decían que el barco se quemóde su motivo; otros que había sido por mano de los que se fingen amigos y son traidores. Lo cierto fue que cuando los fogoneros de la Tetuán vinieron a tierra los encerraron en el Presidio y se les formó causa... En cuantico que voló el barco y Cartagena se quedó a obscuras, los de López Mínguez arrearon de firme otra vez a cañonazo limpio contra la pobre ciudad. Habíamos pasado de un infierno con llamas a un infierno entre tinieblas.

Con esto puso fin a su relato la Ramira, porque ignoraba lo que después de su salida del pueblo había pasado. Quiso Leona invitarme a almorzar, mas yo la convidé a ella, mandando traer dos cubiertos del café del Pasaje. Informado por mi amiga de que su respetable adorador no la visitaría en toda la tarde, permanecí junto a ella muy a gusto hasta después de anochecido, admirando sus considerables adelantos en el arte de hablar finamente y en otras preciosas y sutiles artes.

Cuando volví a mi casa, ¡ay de mí!, encontré a Chilivistracon unos morros de a cuarta que deslucían y afeaban su bello rostro. Mis galanterías delicadas no lograron arrancar la máscara de su desapacible seriedad. A fuerza de ruegos y arrumacos, pude oír de sus labios estas amargas explicaciones: «Ya me he convencido, señor don Tito, de que no debo confiar en el que se ofreció a prestarme auxilio con alma y vida en mis tribulaciones. Permítame decirle que acción fea es abandonar a una dama en momentos de prueba, yéndose de paseo con una trotacalles indecente».

Iba yo a contestarle cuando me quitó la palabra de la boca para seguir despotricando de esta manera: «¿A quién volverme ahora? ¿Con qué brazo fuerte, con qué corazón generoso podré contar?».

-Con el mío, señora -exclamé, echando el resto de mis pelendengues declamatorios y de mi hábil trasteo persuasivo. La domé, la convencí, jurando y perjurando que la pelandusca vino a pedirme socorro y que sólo fui con ella hasta doblar la esquina de la calle de las Huertas, desde donde marché al Ministerio de la Guerra. Con mohín remilgado y pucheritos graciosos me contestó Silvestra lo que a la letra copio: «¡Ay, Tito, Tito; no sabe usted cuán lacerado está hoy mi corazón! Esta mañana, cuando volví del Oratorio, me dejó usted con la palabra en la boca al intentar decirle...».

-¿Qué, señora, qué?

-Allá voy. Tenga usted calma... Pues mi confesor... no, no, me equivoco... no fue mi confesor, fue el padre Carapucheta, Rector del Oratorio, quien me aseguró que mi marido ha sido puesto en libertad hace unos días... Y usted que es el hombre del gran poder, usted que todo lo arregla con una cartita ¿resulta que ahora no sabe una palabra de esto?

-Perdone, señora. Se lo dice usted todo y no me deja meter baza... ¿Pues a qué fui yo hoy al Ministerio de la Guerra? ¿Qué me dijo el Subsecretario?... Me dijo, en nombre de mi amigo el General don Juan de Zabala, que, atendida como siempre mi recomendación, había sido indultado el capitán carlista Gabino Zuricalday. Eh... ¿qué tal?

-Está bien; pero aún no sabe usted lo mejor, quiero decir, lo peor. El padre Carapucheta, que es hombre a quien no se le escapa nada de lo que ocurre entre carlistas buenas y malas y tiene allá sin fin de espías que le cuentan todo, me ha enterado de que Gabino, en cuanto pescó la indulta, se fue a mi pueblo, cogió al nuestro hijo y se largó con él a la frontera de Francia, donde estará en espera de que don Carlos le dé el mando de otro batallona.

-Todo eso, Silvestra carísima -afirmé yo poniendo en mi rostro una calma seráfica-, no es para que cojamos el cielo con las manos. Serenidad, amiga mía. Lo primero es inquirir por ese clérigo Carapucheta el lugar donde Zuricalday se encuentra, y seguirle los pasos hasta que se agregue de nuevo al Ejército de don Carlos.

Chilivistra, levantándose airosa y extendiendo hacia mí su brazo, me dijo con rígida solemnidad: «¿Y podré yo contar, pobre mujer sola y sin amparo, con un caballero hidalgo y valeroso que me asista en los pasos arriesgados que son precisos para rescatar a mi hijito de las manos de Gabino, forajida mala?».

-Aun siendo preciso ir al mismo infierno, y pasar por entre todas las catervas de diablos que andan sueltos por el mundo -exclamé yo, dándome en el pecho un fuerte golpe-, aquí está el caballero, servidor y esclavo de la dama dolorida.

-Mire lo que dice y a qué se compromete.

Repetí yo, puesto en pie, con hipérboles más deslumbradoras mi juramento, y en el calor de la improvisación me lancé a darle un abrazo... Del abrazo quise pasar a darle un beso en la mejilla, pero ella desvió el rostro vivamente y me quedé con las ganas... Limitábame a besar ardorosamente sus lindas manos, cuando me dijo con severa dulzura: «Admito muy agradecida su oferta caballerosa, pero ello ha de ser sin el menor quebranto ni perjuicio de mi honestidad... La honestidad es lo primero... No habrá nada entre nosotros que no podamos decir a nuestros confesores».

Asentí, afirmé, corroboré con desaforados aspavientos.