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De Cartago a Sagunto/XI

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XI

Mi primer cuidado en los días subsiguientes fue contener la impaciencia de Chilivistra, ganosa de lanzarse a románticas aventuras... Una noche, al salir del teatro del Príncipe, encontré a Leona que me soltó esta sorprendente noticia: «¿No sabes? Está aquí don Florestán de Calabria. Se ha escapado con un oficial de iberia, herido, que viene a convalecer al lado de su familia. ¡Pobre don Jenaro! Ayer tarde me tropecé con él en la calle. Al pronto no le conocí. Se ha cortado las melenas, pero trae todavía la cara de hambre, los cachetes dados de almazarrón y la perilla pintadita con el humo de la sartén. Me dijo dónde vive, pero no me recuerdo... ¡Ay, ya doy con ello!... Vive con David Montero. Si tú sabes el domicilio de éste podrás abocarte con el chiflado don Florestán... ¡Ah!, también tienes aquí a Dorita, que rompió con Fructuoso por un agravio contundente, quiero decir bofetás... ¡Y qué cosas cuentan de lo que en Cartagena ha pasado! Dice mi señor que aquello ha sido el acabose de laapocalirsis».

Sin más averiguaciones me fui al día siguiente a la calle de los Reyes, 15, taller del armero Calixto Peñuela, famoso por su habilidad en la compostura de escopetas de caza. Era éste un hombre de pocas palabras, de corta estatura, calvo, afeitado. Entornaba los ojos para mirar por ser corto de vista, y se cubría con un blusón o mandil azul hasta los pies. En él vi el último representante vivo de aquellas ilustres familias de armeros de Madrid, que tanta honra y prez dieron a su industria en el siglo XVIII.

Su tienda era negra, desordenada, llena de piezas sueltas, de armas de fuego en situación de reforma. Advertí que no tenía en el taller ninguna silla, sin duda para que sus numerosos parroquianos no se sentaran a darle conversación. Si el hombre era histórico, éralo también la casa, que había pertenecido a don Francisco Goya.

Con el adusto artífice hablé lo preciso para formular mi pregunta, mas sólo obtuve una respuesta rotundamente negativa: ignoraba quién era el tal David Montero. Comprendiendo que quería guardar el incógnito a su amigo, pronuncié el fingido nombre que el tal me confió en la estación de Chinchilla: Simón de la Roda. Al oírlo, Peñuela salió conmigo a la puerta, y señalando calle abajo me dijo en forma seca y lacónica: «En esta misma acera verá usted, tres casas más allá, una que no tiene más que un piso alto, con un balcón y dos ventanuchos. En ese piso hallará usted a Simón».

Al poco rato abrazaba yo a David, a quien encontré limando una pieza de ajuste en un torno, junto a la ventana. No vestía ya de negro, y del disfraz con que le vi en Chinchilla sólo conservaba el total rapado de sus barbas. Apenas habíamos cambiado algunas impresiones sobre las cosas de Cartagena, cuando vi entrar a don Florestán, que venía de la compra con su cesta al brazo. Al verme se deshizo en cumplimientos y demostraciones de alegría, y habló de esta manera:

«Aún tengo tiempo de encender la lumbre... Ya ve usted, señor don Tito, en qué menesteres anda el pobre don Jenaro de Bocángel... Esa bigarda de Dorita, que pasa todas las noches corriendo las siete partidas con bailarines, toreros y hombres de mal vivir, se acuesta a la hora de las burras de leche, y todavía la tiene usted dormida como una marmota. Pero aquí está el hidalgo entre los hidalgos, obligado a tirar de cacerola y soplillo, cosa tan contraria ¡oh Dios mío!, a su abolengo y a su nombre... Soportemos, aguantemos con paciencia estas humillaciones, que pronto ha de llegar la buena... Habrá usted visto, señor historiadordon Tito Livio, que se cumplieron mis predicciones: ya está establecido el Cantón Mantuano, aunque disimulado y so color de Centralismo para desorientar a los alfonsainas».

-Sí, sí -dijo Montero, sarcástico-; ¡bonito está el Cantón Matritense, obra de Pavía, Serrano y García Ruiz!... Coja usted la cesta, don Florestán, y váyase a la cocina, que yo cuidaré de tirar de una pata a Dorita para que abra las pestañas, sacuda las greñas, se ponga los huesos de punta y vaya a su obligación. ¡Hala pronto, a la cocina, don Jenaro!

Rezongando se fueel de Calabria, y David pasó a otro aposento. Oí la voz descompuesta de Dorita maldiciendo a quien la despertaba. Volvió Montero a mi lado... Sentí el ruido que hacía la muchacha lavoteándose la jeta y requiriendo su ropa y zapatillas. Pronto apareció en la puerta alisándose las guedejas. «Este David tan súpito -exclamó entre bostezos- no la deja a una vivir». Luego advertí que metía sus blanduras torácicas dentro de un corsé muy deteriorado.

«Siéntese junto a mí, Tito -me dijo Montero-. Por esta gente y por otros que han venido huyendo de la quema, sé lo que ha pasado en Cartagena. En los primeros días de Enero arreció el fuego por una y otra parte con intensidad aterradora... Los cantonales izaron en todos los fuertes bandera negra, y los Centralistas se apoderaron de la ermita del monte Calvario, después de retirarse la poca fuerza que la guarnecía. Me han dicho también que la Tetuán no ardió por un hecho casual. Cuentan que uno de los fogoneros de la fragata, encerrados en el Presidio, fue malherido en el vientre por un casco de granada, y que antes de morir confesó que había pegado fuego a las estopas de limpiar las máquinas, después de rociarlas con petróleo, recibiendo por este servicio treinta mil reales. Así me lo han referido; no respondo de que ello sea cierto...

»Por el teniente de Iberia que trajo a don Florestán, he sabido que López Domínguez recibió el día 3 un telegrama del General Pavía dándole cuenta del golpe de Estado y diciéndole que tal acto fue tan sólo una medida heroica para sacar a España del anarquismo y del caos. Añadía el telegrama que acababa de formarse un Gobierno Nacional, y a éste se adhirió aquel Ejército, sin más reserva que la del Coronel de Ingenieros señor Ibarreta, el cual manifestó que su Cuerpo jamás se había sublevado contra los Gobiernos constituidos».

-Y en tanto -pregunté yo- ¿siguieron bravamente unos y otros la lucha emprendida?

-Sí -contestó David-. El día 4, los sitiadores rompieron un fuego vivísimo contra el castillo de Galeras, y los sitiados reforzaron sus medios de defensa montando un enorme cañón Barrios en el baluarte de la puerta de Madrid. La jornada fue muy dura... En ese día subió al cielo de los inmortales el intrépido rufián don José Tercero El Empalmao.

-Lo que prueba, amigo mío -observé yo-, que toda una existencia de acciones villanas puede ser redimida en una semana de sacrificios heroicos.

-Así es -afirmó sentencioso David-, y no pocos ejemplos hay de ello en la Historia.

-Tengo entendido que voló el Parque.

-Sí, el 6 al mediodía. El estruendo produjo efectos de terremoto. Perecieron en el momento de la catástrofe más de cincuenta personas, y otras tantas, espantosamente mutiladas, fueron extinguiéndose en los días sucesivos. ¡Horrible, horrible!... Lo más importante que vino después fue que López Domínguez, apreciando los estragos que su Artillería causó en los baluartes de Madrid y Muralla, amenazó con emplazar cañones de gran calibre a setecientos metros de la Plaza, para abrir brechas que facilitasen el asalto. Tales amenazas produjeron mayor exaltación en las fuerzas Cantonales, y los presidiarios dijeron que ellos serían los primeros en ocupar las brechas para recibir dignamente a los sitiadores, sobre todo si venía delante la Guardia Civil.

En esto llegó a nuestros oídos el rumorcillo de un altercado en lo interior de la casa, y se nos presentó don Florestán, compungido, diciendo: «Señor Montero, señor don Tito: Dorita me ha pegado. Vean el estropicio que me ha hecho en la frente con las tenazas. Y todo porque quise arrimar a la lumbre el cazo en que hago mi café. Más que el golpe he sentido que me haya llamado ladrón».

Antes risueño que compadecido, Montero le incitó a llevar con paciencia las genialidades de Dorita. Iguales exhortaciones le hice yo. Pero el desdichado Bocángel, adoptando el tono patético y lacrimoso, se expresó de esta manera: «¡No, señor Montero; las humillaciones que sufro aquí no se compadecen con mi carácter altivo! El pan que como en su casa de usted es demasiado amargo, y no pasa por mi gaznate sin producirme bascas horribles. Ya sabe usted que mi prima, la dama ilustre que ha venido a la triste condición de patrona de huéspedes, no quiere admitirme en su casa si no le doy adelantadas las tres pesetas del pupilaje. Pero hay Providencia, señor David, y un hombre como yo no puede andar pidiendo limosna por las calles».

-Eso no, eso no lo consentiremos -dije yo dando ánimos al infortunado prócer-. ¡Pues no faltaba más!

-Usted, señor don Tito, que sabe tanta Historia -prosiguió don Jenaro-, no ignora que también tengo en mi abolengo ramificaciones con la nobleza castellana. Por mi madre estoy emparentado con el famoso personaje del siglo XVI Ruy Gómez de Silva, esposo de la Princesa de Éboli, el cual Silva figura en la ópera que llaman Hernani, donde sale cantando por todo lo alto... Pero dejo aparte estas grandezas pasadas para repetir que hay Providencia. ¡Vaya si la hay! Sepan ustedes que me ha salido una protectora sumamente caritativa, quien me ha señalado un corto emolumento para vivir con el decoro que cumple a mi linaje... Y ahora, señor don David, agradeciéndole mucho su hospitalidad, le pido licencia para recoger la balumba de mis papeles, y me retiro de su casa.

Diole Montero el pasaporte con frases de afectuosa consideración, y don Jenaro partió en seguimiento de su mejor acomodo... Dos días me bastaron para saber que la señora caritativa, ángel tutelar del de Calabria, era Leonarda Bravo, instalada ya en un pisito segundo de la calle de Lope de Vega, frente a las Trinitarias. A visitarla fui una tarde. La casa estaba bien arregladita de muebles, cortinas y alfombras, y en ella campaba mi amiga como una reina que al trono de sus ilusiones había subido dignamente. Ya conocía yo el buen corazón y natural generoso de la hetaira lanzada con veloz carrera por el camino de la ilustración. Lo primero que hizo al instalarse fue señalar a don Florestándos pesetas diarias para que comiese en una taberna o figón; luego le asignó una peseta más para que le diera lección de escritura, dos horas al día, utilizando la consumada ciencia del eminente calígrafo; y remató el favor concediéndole un cuarto interno de su casa para que pasase las noches. Ahora dejo hablar a Leona, que completará estas interesantes noticias.

«No sólo me enseña la escritura -dijo ella sentándose en un blando sillón- sino cosas tocantes a la poesía; porque has de saber, Tito de mis pecados, que aquí trae mi señor las más de las noches a unos amigos, que por las trazas deben ser gente de pluma, periodistas o autores de comedias. Ello es que se ponen a decir versos, y a lo mejor salen hablándome de estos o los otros poetas. Como yo estoy in albis de tal jerigonza me veo negra para poder contestarles. Pero ya verán qué pronto me entero de todo eso y los dejo con la boca abierta... Don Florestán me está enseñando nombres de poetas, y yo los apunto para metérmelos en la memoria. Primero me ha enseñado los españoles, y ahora está con los italianos que son los que mejor conoce, cuatro no más según dice... el Dante, el Ariosto, el Tasso, el Petaca...».

-Petrarca, mujer, Petrarca -dije yo-. Ten cuidado, fijate bien.

-Ha sido una coladura -me contestó Leonarda-. Pero ya pongo en ello mis cinco sentidos, y delante de gente no suelto uno de estos nombres hasta que no estoy bien asegurada de las letras que tiene.

Felicité a mi amiga por el paso feliz que acababa de dar en su regeneración mundana, y por sus adelantos en el arte de hablar bien, a los que se unirían pronto algunos conocimientos literarios. En ella se manifestaban, cada día más claramente, una inteligencia muy aguda y una voluntad bien templada para la vida.

Ocasión es ésta de deciros algo del señor a cuya sombra realizaba Leonarda sus planes educativos, y os daré clara razón de él, reservando su nombre conforme a la delicada prescripción de su coima. Era el empingorotado caballero un terrible burócrata, que siempre tenía puesto en las situaciones liberales por su pericia en el mangoneo expedientil. Conocíale yo de vista y no dejaba de admirar su corpulenta figura, su pulida ropa, la mirada de protección y los andares majestuosos que centuplicaban su indudable importancia. Bigote y perilla muy poblados y teñidos de negro decoraban su rostro. En su pechera y en sus dedos lucían brillantes espléndidos.

Pero lo más característico de tan imponente persona eran los sombreros que usaba. La forma de tan descomunales chisteras estuvo muy en auge del 60 al 70: el primero que la llevó fue don José Salamanca. Adoptada después por el Marqués del Bacalao, Gándara, un conocido agente de negocios y varios bolsistas y banqueros, siguió imperando en un corto número de cabezas de notoria respetabilidad. Cuentan que fue Ministro un sujeto por el solo mérito de usar aquella prenda, cuya especialidad tenían los sombrereros Campo y Odone. Era un armatoste de alas anchas y retorcidas por los lados, con alta copa cilíndrica semejante a la chimenea de un vapor. El arrimo de La Brava usó siempre la forma más hiperbólica. Visto por detrás, el ajuste del sombrero en la cabeza dejaba a la intemperie un segmento de la lustrosa calva del buen señor. Completo en dos palabras el trazado de esta figura diciéndoos que era uno de esos inconmensurables imbéciles que están siempre en candelero.

Visité yo algunas tardes aLeona, hurtándole las vueltas al caballero burócrata, para no tropezarme con él. Un día me recibió mi amiga cuando terminaba su lección de escritura, y por cierto que escribía ya gallardamente, con finos y elegantes trazos. ¡Vaya una mujer! ¡Qué aplicación, qué tenacidad, qué inteligencia!...

Viendo salir al pobrecillo don Florestán, observamos que pisaba con el contrafuerte. Movida a compasión, Leonale llamó y le dijo: «Florestancito, no quiero verle más con esas botas; tírelas, y aquí tiene tres duros para comprar unas nuevas». Elogié yo su caridad, presagiándole que por esta virtud, y por otras cosas que no son virtud, llegaría seguramente a las mayores alturas de la esfera mundana. Ella, riendo, me contestó: «Déjame a mí de alturas, Titillo, que yo, con la modestia que me caracteriza, andaré siempre a flor de tierra».

-No, Leona -afirmé-. En ti se revela una cortesana de alto vuelo, que será tal vez ornamento de la sociedad futura.

Disimulando con graciosos mohínes la hinchazón de su orgullo, me soltó este verso, seguido de una fantástica cita literaria: «... Lástima grande -que no fuera verdad tanta belleza... como dijo el Petrarca».

Gozoso y echando facha con sus flamantes botas se me apareció una noche don Florestán, cerca de la casa en que moraba su protectora. Me paró y entablamos el siguiente diálogo, que no carece de interés histórico:

«Caballero don Tito, ¿va usted a casa de doña Leonarda?».

-No, hijo, que allí estará el señor del chisterómetro.

-En efecto, allí le tiene usted, acompañado de dos poetas tristes y dos bolsistas alegres que hacen sus versos con números. Leonardita a todos les oye y de todos aprende: ya sabe decir que el Interior está a 45,90, que los Bonos del Tesoro se cotizan a 33,12.

-Y a Montero ¿ha vuelto usted a verle?

-Sí señor, pero no en su casa. ¡Dios me libre de encontrarme con Dorita, que es más mala que un dolor de muelas! He visto a don David en un sotabanco de la calle de San Leonardo, donde mora una tal Graziella, italiana, que estaba en Cartagena y de allá vino huyendo hace días.

-¡Por Baco, por todos los númenes de Italia, qué grata noticia me da usted! ¡Graziella en Madrid! Iré a verla mañana... ¿Habrá venido con el bestia de Perico?

-No señor. Ha venido con Fructuoso Manrique, ese caballerete semejante a un palo del telégrafo que, según me dijo El Empalmao (q. s. g. h.), era novio de Dorita.

-Graziella es mujer donosa y atractiva. Entiende de cábala y se divierte con hechicerías que embelesan y cautivan el ánimo.

-¡A quién se lo cuenta usted! -exclamó don Florestán-. En Cartagena, mediante el estipendio de cinco duros, le hice yo una copia del Manual Hebraico de Salomón Safetir, donde están todos los signos, trazos y garabatines que sirven para el barrunto y adivinación de lo venidero, y para saber lo que está pasando a cien mil leguas de distancia en la esfera terráquea... Apenas llegó aquí, la Graciella puso taller y despacho de adivinanzas, con tan buena mano que allí tiene un jubileo de mujeres del pueblo y de señoras de alto copete, que van a que les eche las cartas para descubrir los enredos de amantes o maridos.

-¿Estará haciendo su agosto?

-Ya lo creo. Cuando le pagan bien trae a capítulo a los animales del Zodíaco, el Carnero, el Toro, el Escorpión,el Macho Cabrío, y a los que no son animales comoGéminis y Libra o la Balanza que, entre paréntesis, es el signo que presidió mi nacimiento, por lo cual estoy destinado a defender y hacer triunfar la justicia. Mi misión es no tener descanso hasta conseguir que la maldita mano muerta no se apodere por inicuos legados de lo que no es suyo... Cuando usted tenga un rato disponible le daré a conocer las cartas que estoy escribiendo al General Pavía, al General Serrano, al señor García Ruiz y al señor Martos, señalándoles el camino que deben seguir para que las leyes tocantes a la herencia no sean conforme al capricho de una vieja loca, sino ajustadas al fuero de Naturaleza.

No se me cocía el pan hasta encararme con Graziella, y allá me fui a media mañana del día siguiente. El taller mágico de la italiana diabólica radicaba en el piso más eminente de la casa en que vivió y murió el buen don Hilario de la Peña. Cuando yo remontaba con dificultad la escalera, mi audaz imaginación me hizo creer que ante mí corrían negros y peludos diablillos... En una estancia larga y de bajo techo encontré a Graziella, tan picaresca y sugestiva como siempre, sentada a lo musulmán sobre un tapiz moruno. Vestía también al uso marroquí, con chaquetilla roja recamada de aljófar, amplios calzones y babuchas encarnadas. Entre sus piernas dormitaban dos gatos negros, que a mi parecer, eran los mismos con quienes jugueteó el santo don Hilario momentos antes de expirar. A un lado de la manga lucían dos velas verdes. En el suelo vi un cuervo atado con delgada cadena, y un búho que en platillo de barro comía su ración de carne cruda.

Al verme entrar, la diablesa soltó la risa y...