De Oñate a la Granja/XXI
XXI
Avanzada la tarde, se fue generalizando en el pueblo la triste idea de la necesidad de la evacuación. Con un movimiento admirable, nuevo testimonio de las grandes dotes tácticas del insigne Córdova, secundadas por los generales de división Espartero y Ribero, el ejército cristino habíase posesionado con relativa facilidad de las formidables alturas del puerto de Arlabán, y era dueño de las sierras de Elguea y del monte de San Adrián, que cae sobre Aránzazu. Desde las lomas que cercan a Oñate, así como de las torres de las iglesias y de los tejados de algunas casas, se veía perfectamente esta posición, ocupada ya por las tropas de la Reina. A poco que estas se dejaron caer, ¡adiós Corte de Carlos V, adiós capital del flamante Estado absolutamente absoluto! Y no había tiempo que perder. Antes de media noche era forzoso que escapasen del pueblo, en busca de lugar seguro, el Rey con toda su alta y baja servidumbre, el Ministerio Universal con sus dependencias, las secretarías llamadasMinisterios con sus respectivas cáfilas de empleados, el Estado Mayor, todos los ramos y ramilletes de Guerra, la Superintendencia de Vigilancia Pública, la Junta Superior Gubernativa de Medicina y Cirugía, las diferentesIntendencias, Contadurías y Pagadurías, laMaestranza, etcétera, etc... con todo el papelorio, que en el poco tiempo de existencia formaba ya una costra formidable, y el balduque, los tinteros, las obleas, los polvos de secar, y todo, Señor, todo, pues con ser aquello un Reino en miniatura, abultaba ya casi tanto como la mitad o los dos tercios de un reino grande.
Y si no era floja impedimenta la caravana eclesiástica que llevaban por do quiera, capellanes sinnúmero, familiares del Obispo de León y de otros reverendos, confesores, ministros de la Generalísima, la caterva militar y palatina la superaba, pues había Guardias de honor de infantería y caballería para la Real persona, y un cuerpecito de Guardias de Corps, que no tenía más objeto que custodiar y hacer los honores debidos al estandarte de la Virgen de los Dolores, que D. Carlos llevaba por delante en sus frecuentes correrías de soberano caracol, siempre con el trono a cuestas... No se veían más que señores que desalados corrían a las oficinas, a empaquetar legajos, y después a sus casas, con medio palmo de lengua fuera, a guardar las casacas, el que las tenía, y los trapitos de ceremonia.
«He de intentar colarme en Palacio, ofreciendo mis servicios al Infante -dijo Rapella a su amigo, contemplando el inmenso trasiego de gente presurosa entre Artazcos y el Principal-. Y como estamos en peligro de quedarnos sin caballerías, porque los prófugos echarán mano de todas las que hay en el pueblo, conviene que mientras yo busco por aquí quien me introduzca, vayas tú a prevenir a Sancho para que dé un pienso a nuestros animales, y ensille y disponga todo, que el golpe bueno es salir antes que nadie, y agregarnos por el camino a la comitiva del Rey o de D. Sebastián».
Cuando esto decía vieron salir de palacio un grupo, en el cual el siciliano reconoció a su amigo Roa, secretario del Infante, y se fue derecho a él. Era un señor de hermosa presencia, mejor vestido que el Príncipe su amo, y de trato afable y meloso. Hablaban rápidamente de lo difícil que era en momentos tan críticos obtener audiencia del Rey o del Infante, cuando se aproximaron otras personas que azoradas y medrosas hablaban de preparativos de marcha. Del Ayuntamiento salió un nuevo grupo. El Sr. Roa, que continuaba en medio de la calle charlando con Rapella y Fernando, dijo: «¿No me preguntaba usted anoche por Negretti, el mecánico de la Maestranza? Aquí viene. Fíjense: es aquel de alta estatura, moreno, con boina azul y chaquetón de pana». No necesitó más Calpena para poner toda su vista y toda su alma en el pelotón que del Ayuntamiento acababa de salir. Las señas que daba Roa no permitían confusión, pues Negretti descollaba en el grupo con su gallardía escueta de ciprés, alto, derecho y obscuro. Calpena le miró; en aquel punto desaparecieron de su mente la Corte, Oñate, Rapella, el carlismo y cuanto le rodeaba. No vio más que al hombre corpulento, fornido, de morena tez; no vio más que el rostro meridional, tostado, casi ennegrecido por el cálido resplandor de la fragua. Representaba unos cuarenta y cinco años; era su cuerpo de Hércules, su hermosa cara, de matiz pizarroso en la piel del bigote y barba, afeitados con esmero; la expresión grave, los ojos dulces. Sus facciones delataban la raza, la incomparable estirpe de que era ejemplar perfecto la hermosísima Aurora. Por todo esto y por otros sentimientos que de súbito asaltaron a Calpena, el Negretti que de lejos veía le fue simpático. Fijose más en él, aproximándose, y Negretti también le miraba. Como si esta mirada fuese chispa eléctrica, sintió el joven un terrible sacudimiento dentro de sí, y sin encomendarse a Dios ni al diablo, movido de irresistible impulso, se fue derecho a él y, descubriéndose cortésmente, le dijo: «Es usted el señor Negretti...
-Servidor -replicó el atleta llevándose la mano a la boina con militar saludo-. Y usted es el Sr. de Calpena. Le he conocido no sé en qué, pues es la primera vez que tengo el gusto de verle... Corazonada... En la manera de mirarme usted le he conocido. Y como el Sr. Roa me dijo esta mañana que dos caballeros de Madrid preguntaban con interés por mí y por mi sobrina...
-¡Aura! -exclamó Calpena tan turbado que no sabía por dónde empezar-. Aurora...
-Sí, ya sé, ya sé... Hace usted bien en hablar conmigo, y en venir a nosotros por el camino derecho, porque yo no me como la gente; soy hombre razonable y sé ponerme en lo natural. Venga usted conmigo si quiere que hablemos un rato, que el tiempo apremia, y tengo que prepararme.
-Ya sé que la familia -dijo Calpena empezando a recobrar el aliento-, está en un pueblo de la costa.
-Sí señor... Como siempre me pongo en lo mejor, ese es mi natural, le supongo a usted con intenciones honradas y de caballero. Dígolo, porque si viniera con propósito de burlarme y de hacernos algún paso de comedia, ya puede volverse por donde ha venido, porque soy hombre que no se deja embromar. En el poco tiempo que lleva Aurora al lado nuestro, le hemos tomado mi mujer y yo gran cariño. La queremos ya como si fuera nuestra hija...».
Algo quiso decir Fernando; pero Negretti le tapó la boca con un gesto, queriendo abreviar, y prosiguió: «Ya sabemos la historia. Con lágrimas y suspiros nos ha contado la niña que le quiere a usted; que no puede querer a otro... Está bien, muy bien... Ahora, en pocas palabras, señor mío, le manifestaré mi opinión. Si yo llego a entender que es usted digno de ella, no me opongo, ni Prudencia, mi esposa, se opondrá tampoco. Demuéstreme el Sr. Calpena que es un joven de familia cristiana y limpia; vea yo que por su honradez, por su seriedad, por sus circunstancias, es merecedor de tal joya, y ya estamos en vías de acomodarnos. Si me sale con la gaita de que es poeta o de estos que no tienen más oficio que escribir en papeles, no hemos hecho nada, señor. Curaremos a la niña de su mal de amores, lo que podrá ser difícil, pero no imposible, y a Rey muerto, Rey puesto».
Nuevamente quiso hablar Calpena; pero el otro le cortó por segunda vez la palabra con estas: «Poetas y emborronadores de papel no queremos en casa. ¿Es usted por casualidad propietario?
-No señor.
-¿Es usted abogado? ¿Tiene alguna carrera?
-No señor.
-Empleado quizás...
-Lo he sido. Puedo volver a serlo.
-Los empleados tampoco nos gustan. Pero, en fin, ya que no tiene usted carrera, de algo sabrá, siquiera sea un oficio... Me consta, por lo que relata la niña, que en Madrid pasaba usted por hombre de gran inteligencia... y no sé por qué se me figura que en esto no va Aurorita descaminada. La cara del Sr. Calpena, sus ojos, me revelan entendimiento...
-No creo carecer de facultades para cualquier profesión u oficio a que me dedique.
-¿Sabe usted matemáticas?
-Muy poco.
-¿Latín?
-Eso sí... y humanidades.
-Algo es algo... En fin, señor mío, le acojo con benevolencia; pero no le abro mis brazos todavía; le mantengo a distancia. Ya ve que no soy tirano, y si usted ha venido con la idea de representar aquí un paso de teatro quitándome a la niña con burla o con violencia, no es flojo el chasco que se lleva.
-No vacilo en confesar a usted -dijo Calpena en un arranque de sinceridad- que he venido con esas ideas; pero la presencia de usted, sus palabras, su persona misma y modo de ser me han desconcertado radicalmente... Hállome aturdido, sin saber qué pensar ni qué decir... Pero desde luego le aseguro, señor mío, que por nada del mundo he de renunciar al amor de Aura, y que hacia ella he de ir por el camino que crea más corto. Si este es el camino de la paz, mejor; por él iré.
-Está bien; pero debo asegurarle a mi vez que no hay para llegar a ella más que un camino, y en este camino estoy yo, Ildefonso Negretti; está también mi esposa. Ya ve que soy benévolo, que le hablo con lealtad, y de mi lealtad quiero darle aún mayor prueba diciéndole que Aurora reside con mi mujer en la villa de Bermeo; la he mandado a un puerto de mar, no sólo por ser aquel uno de los lugares más tranquilos dentro del país en guerra, sino porque espero que los aires de la costa han de probar bien a su salud, bastante delicada desde que salimos de Madrid. Viven mi mujer y mi sobrina en Bermeo, Barrencalle, núm. 2. Le digo a usted la dirección de mi casa para que vea que no le temo, que confío en que ha de responder con su lealtad a la mía.
-Barrencalle, 2 -repitió Fernando, que habría querido ir allá de un vuelo.
-No le doy las señas para que vaya allá, sino para que sabiéndolas se abstenga de ir, entendiendo que no es mi gusto que vaya, ¿estamos? No me alborote usted a la niña, ni me le encienda la imaginación, que con un soplo, como usted sabe, se convierte de rescoldo suave en horno de ferrería; no me trastorne aquella pobre alma, que fácilmente salta del sueño al delirio y de la ilusión a la locura, ni me dispare aquellos nervios que mi mujer y yo, a fuerza de dulzura y paciencia, hemos conseguido contener y amansar. No, no. Tengamos la fiesta en paz. Si se planta el novio en Bermeo sin mi permiso, fíjese bien, sin mi permiso, pues hablo como padre de Aurora, perdemos las amistades y no hay nada de lo dicho. Por lo que valga, sepa que en la casa de allá no están las mujeres solas; en ella viven también dos fieras en figura de hombres: mi cuñado Hilario, capitán de barco, y un primo suyo, que también es de mar; excelentes personas, bravos y fieles, que no han de consentir ningún desmán en aquella honrada vivienda».
Por tercera vez quiso Calpena decir algo; pero el hercúleo Negretti, que tenía prisa, no le dejó tomar resuello: «Aguárdese un poco, y concluimos. Ya he dicho antes que no soy tirano, y que acostumbro a ponerme en lo natural. Sé lo que son jóvenes; yo he sido algo joven, yo también he probado el amor, y no desconozco lo que puede en nuestra alma. Sabedor de todo esto, y siendo además hombre honrado y buen cristiano, le digo al Sr. D. Fernando que no me opongo, no señor, no me opongo a que ame a la niña, ni a que se case con ella. Pero he de advertirle que perlas como esta sobrina no están ahí para el primero que llega. Sobre lo que ella vale, está lo que posee, lo que ganó honradamente mi pobre hermano Jenaro, y si todo eso, la niña y su capital, han de ser para usted, no es mucho pedir que me demuestre ser merecedor de bienes tan grandes. ¿Es esto claro, es esto real, es esto noble?
-Sí, sí, sí -afirmó Calpena con efusión estrechándole la mano-. En un momento me ha conquistado usted, me ha hecho suyo, que es el verdadero camino, bien lo veo, para ser de ella.
-Pues no necesitamos hablar más por ahora. Antes de ir a Bermeo irá usted a donde yo esté... y estaré con la Corte, pues no puedo apartarme del servicio de Maestranza en el Real de D. Carlos. Hable usted conmigo, entendiendo que para ganar aquella plaza, tiene que ganar antes los baluartes que la rodean y defienden, y esos baluartes véalos en mí. Yo soy la muralla. Póngame usted sitio, y por los medios que emplee para conquistarme, sabré yo si debo o no debo rendirme. Por de pronto escribiré a la niña, diciéndole que he visto a su galán, para que esté tranquila... Con que...
-¿Pero qué, nos separamos ya? -dijo Fernando con ansiedad, sintiendo que el tal Negretti se le metía en el corazón.
-Sí señor. Yo tengo que preparar la salida del material, salvo lo que por su peso es forzoso dejar aquí. Me parece que ya hemos parlado todo lo substancial. Ya sabe dónde me encontrará.
-Pues separémonos; pero no sin decirle que, contra lo que esperaba, hallo en usted la suma lealtad y la hombría de bien más pura. Yo me lo figuraba un monstruo, un tirano, el mayor y más fiero enemigo de mi persona y de mi felicidad; pero ya veo...
-Adiós, adiós... Me esperan. Vea usted; allí me están llamando... Hasta que nos veamos; lo dicho, dicho... Adiós».
Y se metió corriendo en la Universidad, donde multitud de personas, unas de tipo militar, otras de obreros, le aguardaban inquietas. Calpena le seguía con sus ojos. ¡Y cuán solo y triste se quedó al verle desaparecer! En aquel momento ya obscurecía... Lloviznaba... ¡Qué triste anochecer!