Ir al contenido

De Oñate a la Granja/XXII

De Wikisource, la biblioteca libre.

XXII

Como chorro de agua fría derramado en un brasero, fue la presencia y dichos de Negretti en el espíritu de Calpena, que vio de súbito convertido en cenizas mojadas todo aquel fuego que encendía su voluntad; y el drama romántico que el niño se traía, con violencias y fuertes emociones, con su rapto correspondiente, quizás con cuchilladas y tiros, se trocó en comedia casera. Verdad que esta era de las buenas, de las mejores, según se anunciaba; mas, por el pronto, hubo desilusión, enfriamiento repentino, caída de las alturas, y esto siempre duele. Un rato estuvo el joven como atontado: casi, casi llegó a parecerle fantástica la aparición de Negretti, y sus palabras fingimiento del propio tímpano que las oyera. Por real lo tuvo reflexionando en ello, y reconoció gozoso que el tío de su amada era una gran persona, sus palabras sinceras y honradas, en armonía perfecta con la noble expresión de su rostro. ¡Vaya con los cambiazos del destino! ¡El enemigo, el tirano, el ogro, convertíase, como por magia, en un ser bondadoso, de ideas severas, eso sí, pero sanas! ¡Y con qué firmeza de padre tutelar le había planteado la cuestión de sus relaciones con Aura! ¡Con qué gracia y donosura había desbaratado el romántico artificio, como Don Quijote, acuchillando el retablo de maese Pedro! ¡Y cuán hábilmente, entre las ruinas del cartón pintado, había puesto el cimiento angular de la vida razonable, discreta, lógica, como Dios y la ley quieren y formulan! Era el tal D. Ildefonso todo un hombre, y no había más remedio que bajar la cabeza ante su voluntad, juntamente rigorista y protectora, aceptando los procedimientos pacíficos que proponía, los cuales significaban decencia, lógica y facilidad.

Dio vueltas Fernando por frente a la Universidad, sin hacerse cargo de lo que a su alrededor ocurría; tan metido estaba dentro de sí. Pasado un rato, y obligado por la llovizna a guarecerse bajo un alero, empezó a ver lo inmediato y circunstancial. «¿Qué tenía yo que hacer, Señor? -se dijo-. ¡Ah! ya me acuerdo: me mandó ese que buscase a Sancho y le mandara preparar las caballerías». Hallábase al decir esto entre la Universidad y el edificio destinado a hospital. A dos pasos de allí, en lkasola kalea, estaba el parador donde a la sazón debía de encontrarse Sancho; pero no acertaba con él: la noche se había echado encima, obscurísima, y la gente afanosa que por todas partes bullía le estorbaba el paso. En la puerta posterior de la Universidad había lo menos diez carros cargando pesados objetos, y en la Caridad, por un portalón de la huerta, sacaban enfermos en camillas. El tumulto era grande; alumbraban estas operaciones farolillos mustios, y el vocerío en vascuence o mal castellano mareaba la cabeza más firme.

Trató Calpena de abrirse paso hacia el parador, y preguntando a este y al otro pudo enterarse de que los jamelgos del Sr. Sancho habían sido embargados para el transporte de los heridos que bajaban de San Adrián. Pensó dar conocimiento al gran Rapella de estas novedades, que sin duda imposibilitarían la partida; ¿pero dónde demonios estaba el siciliano? Desde que se le apareció Negretti en la plaza, habíale perdido de vista. Si había logrado meterse en Palacio, y se agregaba a la comitiva de D. Sebastián, ¿cómo se las compondrían Sancho y Calpena para seguirle, no disponiendo de caballos? En fin, Dios diría. Llenose de paciencia el aburrido joven y continuó buscando al escudero. De pronto, vio que los hombres y mujeres que antes se agolpaban junto a la Universidad, corrían hacia la plaza gritando: «¡Ya vienen, ya vienen!...». Pudo creer el forastero por un momento que los que venían eran los cristinos victoriosos, posesionándose, con la brutalidad del vencedor, de la villa y Corte indefensas. Pero no; los que venían eran dos batallones facciosos, el Requeté y el 2.º de Guipúzcoa, que se retiraban con mediano orden delante del enemigo, trayendo muchos heridos, hambre, cansancio, ira, y la tristeza del vencimiento. Bajaban por el camino de Aránzazu, rotas las filas, presurosos. Calpena les vio entrar en el pueblo por la calle de Santa María: ante el Palacio del Rey, dieron algunos vivas con voz apagada y ronca, y pararon luego en la plaza, en medio de una gran confusión. Oyó los gritos de los jefes, queriendo ordenar las secciones, para repartirles pan y vino, y en tanto las mujeres se abalanzaban llorosas a los carros del 2.º de Guipúzcoa, reconociendo a los heridos, llamándoles por sus nombres, reconociendo también a los vivos y abrazándoles, si les encontraban. Era un lastimoso espectáculo que oprimía el corazón, tanto dolor de una parte, de otra tanta abnegación y entereza, y afligía considerar el enorme, inútil sacrificio que todas aquellas penas y virtudes representaban.

En los balcones de Artazcos se veían luces. Quién decía que Carlos V estaba cenando sus alubias y su sopita de ajo con un poco de vino, para emprender la marcha inmediatamente hacia San Prudencio; quién que había cenado y estaba rezando el rosario con su alta y baja servidumbre y los señores Ministros; y esto lo decían con veneración, con el interés que inspira la persona más amada. En aquel barullo acertó Calpena a encontrar al chicuelo organista que le había guiado a la casa de huéspedes el día anterior, y le cogió del brazo, preguntándole: «¿Has visto, por casualidad, al señor diplomático que ayer llegó conmigo?». Replicó el chico negativamente, y al punto agregose otro bigardón afirmando que el caballero flaco había salido de Palacio con el Sr. Urra y el Sr. Echevarría, dirigiéndose al Ayuntamiento, donde se disponían caballos y coches para el séquito del Rey. De Sancho dijeron que creían haberle visto en la Caridad ayudando a la saca de los enfermos que debían marchar, y allá corrió Fernando con el organista, que oficioso se prestó a ser su escudero.

Nuevamente fue acometido Calpena, en ocasión de tanto apuro, del recuerdo de Negretti: «¡Qué bueno sería -pensaba- que nos encontrásemos ahora y lograra yo que me llevase consigo en los carros de la Maestranza!». Con estas ideas se entremezcló la consideración del cambiazo súbito que le marcaba su destino, y al decir Destino daba este nombre indebidamente al soberano gobierno de Dios, que dispone a veces, según su alta voluntad, todo lo contrario de lo que propone nuestra pequeñez ignorante y ciega. Bastaron unos minutos de coloquio con persona que trataba por primera vez, para ver alterado totalmente el rumbo de sus caminos, vueltas del revés sus ideas, y en la esfera de su voluntad sustituidas unas energías por otras. ¡Cuán lejos estaba el soñador Fernando de que su destino, Dios mejor dicho, le preparaba desviaciones más radicales y sorprendentes!

Entró con su ayudante en el patio grande de la Caridad, donde vieron algunos enfermos medianamente acondicionados en camillas para partir con la Corte. Eran soldados, oficiales, paisanos, víctimas de la guerra dinástica. Familia o amigos cuidaban de su transporte, y no había ya más dificultad que encontrar músculos vigorosos que cargaran las camillas por lo menos hasta San Prudencio. Los que se hallaban en mejor disposición se acomodaron en los carros de la Maestranza, entre bombas, cartuchería y maquinaria, y algunos fueron llevados a la plaza para agregarse a la impedimenta del Requeté o del 2.º de Guipúzcoa. Recorrieron todo el patio en busca de Sancho, y en una de estas vueltas Calpena se sintió cogido de la esclavina de su abrigo; volviose, y vio a una mujer lacrimosa que, cruzadas las manos y mirándole con vivísima ansiedad de postulante, como los que apremiados por la miseria imploran la caridad pública, le dijo: «Señor mío, caballero... no me negará usted que lo es, porque el que ha nacido caballero no lo puede negar... Si es usted tan noble y piadoso como me ha parecido, me atrevo a pedirle que ampare a una familia desgraciada...».

Hizo ademán Calpena de sacar limosna, y ella, retirando su mano, prosiguió: «No, no; la caridad que pido no es esa; pido su auxilio para salir de aquí, para proteger la vida de mi padre...

-Señora -dijo Fernando cortés y compasivo-, mucho siento no poder ampararla... Soy forastero, no conozco a nadie, y busco también quien me facilite la salida. Perdóneme usted... no puedo...».

Se alejó; pero no había dado diez pasos cuando sintió en su corazón el golpetazo de la piedad, en su garganta el ahogo de la conciencia que se rebela contra el egoísmo, y volvió hacia la mujer, que arrimada al muro, lloraba sin consuelo. «Bueno -le dijo-, veamos en qué puedo servirla. No llore y explíqueme... Difícilmente podré yo...

-No me equivoqué -replicó ella-, al pensar que es usted persona hidalga. Entre tantos indiferentes o despiadados, sólo en usted, cuando le vi pasar, vi la esperanza.

-¿Pero qué puedo hacer? Soy forastero...

-Yo también. Tanto usted como yo somos aquí gente extraña, enemiga quizás al sentir de ellos... Bien se ve que no es usted de esta tierra...

-En efecto.

-Ni faccioso quizás. ¿Y qué? También hay en la facción caballeros, y usted lo es.

-De tal me precio... Pero... dígame... Lo primero: ¿quién es usted, qué clase de socorro desea?

-Ya sabrá quien soy, quiénes somos, pues conmigo está mi hermanita, más pequeña que yo. Por el momento, y en este grave apuro, sólo digo que tenemos aquí a nuestro padre enfermo, y queremos llevárnosle, huir, escapar de esta casa y de este pueblo. La vida de mi padre corre peligro... Moriremos nosotros con él antes que abandonarle... ¿Podremos salir aprovechando esta desbandada?

-Perdóneme... No acabo de enterarme. Su padre de usted ¿dónde esta?

-Arriba...

-¿Quién es?

-D. Alonso de Castro-Amézaga, persona de gran posición y nobleza, natural de La Guardia, prisionero, enfermo, condenado a muerte un día, y al siguiente indultado por la piedad de Carlos V; aborrecido del pueblo oñatiense, y de las tropas y servidores de este Rey, de quien no quiero decir nada malo. Observe usted que no digo nada malo».

Lo que observó Calpena, en ocasión que los farolillos movibles alumbraban el rostro de la pobre señora, fue que a esta le cuadraba más bien la denominación de moza o señorita. A obscuras y desfigurada por el llanto, habíala creído mujer del pueblo, joven.

«Soy una persona decente -dijo la llorona, comprendiendo que Calpena rectificaba su primer juicio-. Aunque me ve usted en este abandono de vestir, motivado por los trabajos que nos impone nuestra desgracia, mi hermana y yo somos dos señoritas de una familia rica y noble. Cómo hemos venido aquí, cómo nos encontramos prisioneras con mi padre, secuestradas propiamente por nuestro amor filial, sin amparo, sin consuelo, es cosa muy larga de contar. ¿Será usted bastante discreto para no pedirme ahora más explicaciones, y bastante generoso para prestarme, como caballero, antes que se las dé, su apoyo y protección?

-Sí, sí... Veamos.

-No tardará usted en conocer por qué circunstancias y casos tan peregrinos se encuentran aquí dos damitas muy principales al cuidado de un noble señor a quien sus entusiasmos locos han traído a esta terrible situación.

-Ya voy comprendiendo... Pues apela usted a mi caballerosidad, yo le aseguro que no ha llamado a la puerta del egoísmo... Señora, en lo que de mí dependa... Y ahora, ya que me ha dicho usted el nombre de su desgraciado padre, dígame el suyo.

-¿El mío? Me llamo Demetria... Mi hermana es Gracia, y sólo tiene catorce años. Yo he cumplido veinte.

-¡Veinte años! -exclamó Calpena-, ¡y a los veinte años, en posición decente, encontrarse aquí... así...!».

Por un momento dudó Fernando. Pero en aquel punto pasó un fraile que llevaba farol; a la luz de este vio el rostro de la que se había llamado damita, en el cual efectivamente se revelaban, sin que pudiera decir cómo, la principalidad y la buena educación. ¿Era bella? A la fugaz claridad del farol pareciole insignificante. Pero acertó a pasar otra linterna, y la luz de esta pintó la cara de Demetria con formas y matices que se aproximaban a una mediana hermosura.

«Quedamos en que Dios me ha deparado un caballero. Se lo pedí con toda el alma -declaró la joven mostrando su espíritu, gallardo y animoso, ya que no su semblante, que continuaba desvanecido en la penumbra-. Vamos, suba usted conmigo.

-Si el caballero que Dios concede a usted soy yo, señora -dijo Calpena con no menos gallardía-, sepa que cuando se trata de amparar al desvalido no conozco el miedo. Adelante, pues, y Dios sea con nosotros».