De los nombre de Cristo: Tomo 1, Pimpollo
Es llamado Cristo Pimpollo, y explícase cómo le conviene este nombre, y el modo de su maravillosa concepción
El primer nombre puesto en castellano se dirá bien Pimpollo, que en la lengua original es Cemach, y el texto latino de la Sagrada Escritura unas veces lo traslada diciendo Germen, y otras diciendo Oriens. Así le llamó el Espíritu Santo en el capítulo cuarto del profeta Isaías: «En aquel día el Pimpollo del Señor será en grande alteza, y el fruto de la tierra muy ensalzado». Y por Jeremías en el capítulo treinta y tres: «Y haré que nazca a David Pimpollo de justicia, y haré justicia y razón sobre la tierra». Y por Zacarías en el capítulo 3, consolando al pueblo judaico, recién salido del cautiverio de Babilonia: «Yo haré, dice, venir a mi siervo el Pimpollo.» Y en el capítulo sexto: «Veis un varón cuyo nombre es Pimpollo».
Y llegando aquí Sabino, cesó. Y Marcelo:
-Sea éste -dijo- el primer nombre, pues la orden del papel nos lo da. Y no carece de razón que sea éste el primero, porque en él, como veremos después, se toca en cierta manera la cualidad y orden del nacimiento de Cristo y de su nueva y maravillosa generación; que, en buena orden, cuando de alguno se habla, es lo primero que se suele decir.
Pero antes que digamos qué es ser Pimpollo, y qué es lo que significa este nombre, y la razón por que Cristo es así nombrado, conviene que veamos si es verdad que es éste nombre de Cristo, y si es verdad que le nombra así la Divina Escritura, que será ver si los lugares de ella ahora alegados hablan propiamente de Cristo; porque algunos, o infiel o ignorantemente, nos lo quieren negar.
Pues viniendo al primero, cosa clara es que habla de Cristo, así porque el texto caldaico, que es de grandísima autoridad y antigüedad, en aquel mismo lugar adonde nosotros leemos: En aquel día será el Pimpollo del Señor, dice él: En aquel día será el Mesías del Señor; como también porque no se puede entender aquel lugar de otra alguna manera. Porque lo que algunos dicen del príncipe Zorababel y del estado feliz de que gozó debajo de su gobierno el pueblo judaico, dando a entender que fue éste el Pimpollo del Señor de quien Isaías dice: En aquel día el Pimpollo del Señor será en grande alteza, es hablar sin mirar lo que dicen; porque quien leyere lo que las letras sagradas, en los libros de Nehemías y Esdras, cuentan del estado de aquel pueblo en aquella sazón, verá mucho trabajo, mucha pobreza, mucha contradicción, y ninguna señalada felicidad, ni en lo temporal ni en los bienes del alma, que a la verdad es la felicidad de que Isaías entiende cuando en el lugar alegado dice: «En aquel día será el Pimpollo del Señor en grandeza y en gloria.»
Y cuando la edad de Zorobabel, y el estado de los judíos en ella hubiera sido feliz, cierto es que no lo fue con el extremo que el Profeta aquí muestra; porque, ¿qué palabra hay aquí que no haga significación de un bien divino y rarísimo? Dice del Señor, que es palabra que a todo lo que en aquella lengua se añade lo suele subir de quilates. Dice: Gloria y grandeza y magnificencia, que es todo lo que encareciendo se puede decir. Y porque salgamos enteramente de duda, alarga, como si dijésemos, el dedo el Profeta, y señala el tiempo y el día mismo del Señor, y dice de esta manera: «En aquel día.» Mas ¿qué día? Sin duda, ninguno otro sino aquel mismo de quien luego antes de esto decía: «En aquel día quitará al redropelo el Señor a las hijas de Sión el chapín que cruje en los pies y los garvines de la cabeza, las lunetas y los collares, las ajorcas y los rebozos, las botillas y los calzados altos, las argollas, los apretadores, los zarcillos, las sortijas, las cotonías, las almalafas, las escarcelas, los volantes y los espejos; y les trocará el ámbar en hediondez, y la cintura rica en andrajo, y el enrizado en calva pelada, y el precioso vestido en cilicio, y la tez curada en cuero tostado; y tus valientes morirán a cuchillo.»
Pues en aquel día mismo, cuando Dios puso por el suelo toda la alteza de Jerusalén con las armas de los romanos, que asolaron la ciudad y pusieron a cuchillo sus ciudadanos y los llevaron cautivos, en ese mismo tiempo el fruto y el Pimpollo del Señor, descubriéndose y saliendo a luz, subirá a gloria y honra grandísima. Porque en la destrucción que hicieron de Jerusalén los caldeos, si alguno por caso quisiere decir que habla aquí de ella el Profeta, no se puede decir con verdad que creció el fruto del Señor, ni que fructificó gloriosamente la tierra al mismo tiempo que la ciudad se perdió. Pues es notorio que en aquella calamidad no hubo alguna parte o alguna mezcla de felicidad señalada, ni en los que fueron cautivos a Babilonia, ni en los que el vencedor caldeo dejó en Judea y en Jerusalén para que labrasen la tierra, porque los unos fueron a servidumbre miserable, y los otros quedaron en miedo y desamparo, como en el libro de Jeremías se lee.
Mas al revés, con esta otra caída del pueblo judaico se juntó, como es notorio, la claridad del nombre de Cristo, y, cayendo Jerusalén, comenzó a levantarse la Iglesia. Y aquel a quien poco antes los miserables habían condenado y muerto con afrentosa muerte, y cuyo nombre habían procurado oscurecer y hundir, comenzó entonces a enviar rayos de sí por el mundo y a mostrarse vivo y Señor, y tan poderoso, que castigando a sus matadores con azote gravísimo, y quitando luego el gobierno de la tierra al demonio, y deshaciendo poco a poco su silla, que es el culto de los ídolos en que la gentilidad le servía, como cuando el sol vence las nubes y las deshace, así Él sólo y clarísimo relumbró por toda la redondez.
Y lo que he dicho de este lugar, se ve claramente también en el segundo de Jeremías, de sus mismas palabras. Porque decirle a David y prometerle que le «nacería o fruto o Pimpollo de justicia», era propia señal de que el fruto había de ser Jesucristo, mayormente añadiendo lo que luego se sigue, y es que «este fruto haría justicia y razón sobre la tierra»; que es la obra propia suya de Cristo, y uno de los principales fines para que se ordenó su venida, y obra que Él sólo y ninguno otro enteramente la hizo. Por donde las más veces que se hace memoria de Él en las Escrituras divinas, luego en los mismos lugares se le atribuye esta obra, como obra sola de Él y como su propio blasón. Así se ve en el Salmo setenta y uno, que dice: «Señor, da tu vara al Rey y el ejercicio de justicia al Hijo del Rey, para que juzgue a tu pueblo conforme a justicia y a los pobres según fuero. Los montes altos conservarán paz con el vulgo, y los collados les guardarán ley. Dará su derecho a los pobres del pueblo, y será amparo de los pobrecitos, y hundirá al violento opresor.»
Pues en el tercero lugar de Zacarías, los mismos hebreos lo confiesan, y el texto caldeo que he dicho abiertamente le entiende y le declara de Cristo. Y así mismo entendemos el cuarto testimonio, que es del mismo profeta. Y no nos impide lo que algunos tienen por inconveniente y por donde se mueven a declararle en diferente manera, que es decir luego que «este Pimpollo fructificará después o debajo de sí, y que edificará el templo de Dios», pareciéndoles que esto señala abiertamente a Zorobabel, que edificó el templo y fructificó después de sí por muchos siglos a Cristo, verdaderísimo fruto. Así que esto no impide, antes favorece y esfuerza más nuestro intento.
Porque el fructificar debajo de sí, o, como dice el original en su rigor, acerca de sí, es tan propio de Cristo, que de ninguno lo es más. ¿Por ventura no dice Él de sí mismo: «Yo soy vid y vosotros sarmientos?» Y en el Salmo que ahora decía, en el cual todo lo que se dice son propiedades de Cristo, ¿no se dice también: «Y en sus días fructificarán los justos»? O, si querernos confesar la verdad, ¿quién jamás en los hombres perdidos engendró hombres santos y justos, o qué fruto jamás se vio que fuese más fructuoso que Cristo? Pues esto mismo, sin duda, es lo que aquí nos dice el Profeta, el cual, porque le puso a Cristo nombre de fruto, y porque dijo señalándole como a singular fruto: «Veis aquí un varón que es fruto su nombre», porque no se pensase que se acababa su fruto en Él, y que era fruto para sí, y no árbol para dar de sí fruta, añadió luego diciendo: «Y fructificará acerca de sí», como si con más palabras dijera: Y es fruto que dará mucho fruto, porque a la redonda de Él, esto es, en Él y de Él por todo cuanto se extiende la tierra, nacerán nobles y divinos frutos sin cuento, y este Pimpollo enriquecerá el mundo con pimpollos no vistos.
De manera que éste es uno de los nombres de Cristo, y, según nuestro orden, el primero de ellos, sin que en ello pueda haber duda ni pleito. Y son como vecinos y deudos suyos otros algunos nombres que también se ponen a Cristo en la Santa Escritura, los cuales, aunque en el sonido son diferentes, pero bien mirados, todos se reducen a un intento mismo y convienen en una misma razón; porque si en el capítulo treinta y cuatro de Ezequiel es llamado planta nombrada y si Isaías en el capítulo once, le llama unas veces rama, y otra flor, y en el capítulo cincuenta y tres, tallo y raíz, todo es decirnos lo que el nombre de Pimpollo o de fruto nos dice. Lo cual será bien que declaremos ya, pues lo primero, que pertenece a que Cristo se llama así, está suficientemente probado, si no se os ofrece otra cosa.
-Ninguna -dijo al punto Juliano-, antes ha rato ya que el nombre y esperanza de este fruto ha despertado en nuestro gusto golosina de él.
-Merecedor es de cualquiera golosina y deseo -respondió Marcelo- porque es dulcísimo fruto, y no menos provechoso que dulce, si ya no le menoscaba la pobreza de mi lengua e ingenio. Pero idme respondiendo, Sabino, que lo quiero haber ahora con vos. Esta hermosura del cielo y mundo que vemos, y la otra mayor que entendemos y que nos esconde el mundo invisible, ¿fue siempre como es ahora, o hízose ella a sí misma, o Dios la sacó a luz y la hizo?
-Averiguado es -dijo Sabino- que Dios crió el mundo con todo lo que hay en él, sin presuponer para ello alguna materia, sino sólo con la fuerza de su infinito poder, con que hizo, donde no había ninguna cosa, salir a luz esta beldad que decís. Mas ¿qué duda hay en esto?
-Ninguna hay -replicó prosiguiendo Marcelo-; mas decidme más adelante: ¿nació esto de Dios, no advirtiendo Dios en ello, sino como por alguna natural consecuencia, o hízolo Dios porque quiso y fue su voluntad libre de hacerlo?
-También es averiguado -respondió luego Sabino- que lo hizo con propósito y libertad.
-Bien decís -dijo Marcelo-; y pues conocéis eso, también conoceréis que pretendió Dios en ello algún grande fin.
-Sin duda, grande -respondió Sabino-, porque siempre que se obra con juicio y libertad es a fin de algo que se pretende.
-¿Pretendería de esa manera -dijo Marcelo- Dios en esta su obra algún interés y acrecentamiento suyo?
-En ninguna manera -respondió Sabino.
-¿Por qué? -dijo Marcelo.
Y Sabino respondió:
-Porque Dios, que tiene en sí todo el bien, en ninguna cosa que haga fuera de sí puede querer ni esperar para sí algún acrecentamiento o mejoría.
-Por manera -dijo Marcelo- que Dios, porque es bien infinito y perfecto, en hacer el mundo no pretendió recibir bien alguno de él, y pretendió algún fin, como está dicho. Luego, si no pretendió recibir, sin ninguna duda pretendió dar; y si no lo crió para añadirse a sí algo, criólo sin ninguna duda para comunicarse Él a sí, y para repartir en sus criaturas sus bienes. Y, cierto, este sólo es fin digno de la grandeza de Dios, y propio de quien por su naturaleza es la misma bondad; porque a lo bueno su propia inclinación le lleva al bien hacer, y cuanto es más bueno uno, tanto se inclina más a esto. Pero si el intento de Dios, en la creación y edificio del mundo, fue hacer bien a lo que criaba repartiendo en ello sus bienes, ¿qué bienes o qué comunicación de ellos fue aquella a quien como a blanco enderezó Dios todo el oficio de esta obra suya?
-No otros -respondió Sabino- sino esos mismos que dio a las criaturas, así a cada una en particular como a todas juntas en general.
-Bien decís -dijo Marcelo- aunque no habéis respondido a lo que os pregunto.
-¿En qué manera? -respondió.
-Porque -dijo Marcelo- como esos bienes tengan sus grados, y como sean unos de otros de diferentes quilates, lo que pregunto es: ¿a qué bien, o a qué grado de bien entre todos, enderezó Dios todo su intento principalmente?
-¿Qué grados -respondió Sabino- son esos?
-Muchos son -dijo Marcelo- en sus partes, mas la Escuela los suele reducir a tres géneros: a naturaleza y a gracia y a unión personal. A la naturaleza pertenecen los bienes con que se nace, a la gracia pertenecen aquellos que después de nacidos nos añade Dios. El bien de la unión personal es haber juntado Dios en Jesucristo su persona con nuestra naturaleza. Entre los cuales bienes es muy grande la diferencia que hay.
Porque lo primero, aunque todo el bien que vive y luce en la criatura es bien que puso en ella Dios, pero puso en ella Dios unos bienes para que le fuesen propios y naturales, que es todo aquello en que consiste su ser y lo que de ello se sigue; y esto decimos que son bienes de naturaleza, porque los plantó Dios en ella y se nace con ellos, como es el ser y la vida y el entendimiento, y lo demás semejante. Otros bienes no los plantó Dios en lo natural de la criatura ni en la virtud de sus naturales principios para que de ellos naciesen, sino sobrepúsolos Él por sí solo a lo natural, y así no son bienes fijos ni arraigados en la naturaleza, como los primeros, sino movedizos bienes, como son la gracia y la caridad y los demás dones de Dios; y estos llamamos bienes sobrenaturales de gracia. Lo segundo, dado, como es verdad, que todo este bien comunicado en una semejanza de Dios, porque es hechura de Dios, y Dios no puede hacer cosa que no le remede, porque en cuanto hace se tiene por dechado a sí mismo; mas, aunque esto es así, todavía es muy grande la diferencia que hay en la manera de remedarle. Porque en lo natural remedan las criaturas el ser de Dios, mas en los bienes de gracia remedan el ser y condición y el estilo, y, como si dijésemos, la vivienda y bienandanza suya; y así se avecinan y juntan más a Dios por esta parte las criaturas que la tienen, cuanto es mayor esta semejanza que la semejanza primera; pero en la unión personal no remedan ni se parecen a Dios las criaturas, sino vienen a ser el mismo Dios porque se juntan con Él en una misma persona.
Aquí Juliano, atravesándose, dijo:
-¿Las criaturas todas se juntan en una persona con Dios?
Respondió Marcelo riendo:
-Hasta ahora no trataba del número, sino trataba del cómo; quiero decir, que no contaba quiénes y cuántas criaturas se juntan con Dios en estas maneras, sino contaba la manera cómo se juntan y le remedan, que es, o por naturaleza, o por gracia, o por unión de persona. Que cuanto al número de los que se le ayuntan, clara cosa es que en los bienes de naturaleza todas las criaturas se avecinan a Dios; y solas, y no todas, las que tienen entendimiento en los bienes de gracia; y en la unión personal sola la humanidad de nuestro redentor Jesucristo. Pero aunque con sola esta humana naturaleza se haga la unión personal propiamente, en cierta manera también, en juntarse Dios con ella, es visto juntarse con todas las criaturas, por causa de ser el hombre como un medio entre lo espiritual y lo corporal, que contiene y abraza en sí lo uno y lo otro. Y por ser, como dijeron antiguamente, un menor mundo o un mundo abreviado.
-Esperando estoy -dijo Sabino entonces- a qué fin se ordena este vuestro discurso.
-Bien cerca estamos ya de ello -respondió Marcelo porque pregúntoos: si el fin por que crió Dios todas las cosas fue solamente por comunicarse con ellas, y si esta dádiva y comunicación acontece en diferentes maneras, como hemos ya visto; y si unas de estas maneras son más perfectas que otras, ¿no os parece que pide la misma razón que un tan grande artífice, y en una obra tan grande, tuviese por fin de toda ella hacer en ella la mayor y más perfecta comunicación de sí que pudiese?
-Así parece -dijo Sabino.
-Y la mayor -dijo siguiendo Marcelo-, así de las hechas como de las que se pueden hacer, es la unión personal que se hizo entre el Verbo divino y la naturaleza humana de Cristo, que fue hacerse con el hombre una misma Persona.
-No hay duda -respondió Sabino- sino que es la mayor.
-Luego -añadió Marcelo- necesariamente se sigue que Dios, a fin de hacer esta unión bienaventurada y maravillosa, crió todo cuanto se parece y se esconde, que es decir que el fin para que fue fabricada toda la variedad y belleza del mundo fue por sacar a luz este compuesto de Dios y hombre, o, por mejor decir, este juntamente Dios y hombre que es Jesucristo.
-Necesariamente se sigue -respondió Sabino.
-Pues -dijo entonces Marcelo- esto es ser Cristo fruto; y darle la Escritura este nombre a Él, es darnos a entender a nosotros que Cristo es el fin de las cosas y aquél para cuyo nacimiento feliz fueron todas criadas y enderezadas. Porque así como en el árbol la raíz no se hizo para sí, ni menos el tronco que nace y se sustenta sobre ella, sino lo uno y lo otro, juntamente con las ramas y la flor y la hoja, y todo lo demás que el árbol produce, se ordena y endereza para el fruto que de él sale, que es el fin y como remate suyo, así por la misma manera, estos cielos extendidos que vemos, y las estrellas que en ellos dan resplandor, y, entre todas ellas, esta fuente de claridad y de luz que todo lo alumbra, redonda y bellísima; la tierra pintada con flores y las aguas pobladas de peces; los animales y los hombres, y este universo todo, cuan grande y cuan hermoso es, lo hizo Dios para fin de hacer hombre a su Hijo, y para producir a luz este único y divino fruto que es Cristo, que con verdad le podemos llamar el parto común y general de todas las cosas.
Y así como el fruto (para cuyo nacimiento se hizo en el árbol la firmeza del tronco, y la hermosura de la flor, y el verdor y frescor de las hojas), nacido, contiene en sí y en su virtud todo aquello que para él se ordenaba en el árbol, o, por mejor decir, el árbol todo contiene, así también Cristo, para cuyo nacimiento crió primero Dios las raíces firmes y hondas de los elementos, y levantó sobre ellas después esta grandeza del mundo con tanta variedad, como si dijésemos, de ramas y hojas, lo contiene todo en sí, y lo abarca y se resume en Él y, como dice San Pablo, se recapitula todo lo no criado y criado, lo humano y lo divino, lo natural y lo gracioso. Y como, de ser Cristo llamado fruto por excelencia, entendemos que todo lo criado se ordenó para Él, así también de esto mismo ordenado, podemos, rastreando, entender el valor inestimable que hay en el fruto para quien tan grandes cosas se ordenan. Y de la grandeza y hermosura y cualidad de los medios, argüimos la excelencia sin medida del fin.
Porque si cualquiera que entra en algún palacio o casa real rica y suntuosa, y ve primero la fortaleza y firmeza del muro ancho y torreado, y los muchos órdenes de las ventanas labradas, y las galerías y los chapiteles que deslumbran la vista, y luego la entrada alta y adornada con ricas labores, y después los zaguanes y patios grandes y diferentes, las columnas de mármol, y las largas salas y las recámaras ricas, y la diversidad y muchedumbre y orden de los aposentos, hermoseados todos con peregrinas y escogidas pinturas, y con el jaspe y el pórfiro, y el marfil y el oro que luce por los suelos y paredes y techos, y ve juntamente con esto la muchedumbre de los que sirven en él, y la disposición y rico aderezo de sus personas, y el orden que cada uno guarda en su ministerio y servicio, y el concierto que todos conservan entre sí, y oye también los menestriles y dulzura de música, y mira la hermosura y regalos de los lechos, y la riqueza de los aparadores, que no tienen precio, luego conoce que es incomparablemente mejor y mayor aquel para cuyo servicio todo aquello se ordena, así debemos nosotros también entender que si es hermosa y admirable esta vista de la tierra y del cielo, es sin ningún término muy más hermoso y maravilloso Aquél por cuyo fin se crió y que si es grandísima, como sin ninguna duda lo es, la majestad de este templo universal que llamamos mundo nosotros, Cristo, para cuyo nacimiento se ordenó desde su principio, y a cuyo servicio se sujetará todo después, y a quien ahora sirve y obedece, y obedecerá para siempre, es incomparablemente grandísimo, gloriosísimo, perfectísimo, más mucho de lo que ninguno puede ni encarecer ni entender. Y, finalmente, que es tal, cual inspirado y alentado por el Espíritu Santo, San Pablo dice escribiendo a los Colosenses: «Es imagen de Dios invisible, y el engendrado primero que todas las criaturas. Porque para Él se fabricaron todas, así en el cielo como en la tierra, las visibles y las invisibles, así digamos los tronos como las dominaciones, como los principados y potentados, todo por Él y para Él fue criado; y Él es el adelantado entre todos, y todas las cosas tienen ser por Él. Y Él también del cuerpo de la Iglesia es la cabeza, y Él mismo es el principio y el primogénito de los muertos, para que en todo tenga las primerías. Porque le plugo al Padre y tuvo por bien que se aposentase en Él todo lo sumo y cumplido.»
Por manera que Cristo es llamado Fruto porque es el fruto del mundo, esto es, porque es el fruto para cuya producción se ordenó y fabricó todo el mundo. Y así Isaías, deseando su nacimiento, y sabiendo que los cielos y la naturaleza toda vivía y tenía ser principalmente para este parto, a toda ella se le pide diciendo: «Derramad rocío, cielos, desde vuestras alturas; y vosotras, nubes, lloviendo, enviadnos al Justo; y la tierra se abra y produzca y brote al Salvador.»
Y no solamente por esta razón que hemos dicho Cristo se llama fruto, sino también porque todo aquello que es verdadero Fruto en los hombres (digo fruto que merezca parecer ante Dios y ponerse en el cielo), no sólo nace en ellos por virtud de este fruto, que es Jesucristo, sino en cierta manera también es el mismo Jesús. Porque la justicia y santidad que derrama en los ánimos de sus fieles, así ella como los demás bienes y santas obras que nacen de ella, y que, naciendo de ella, después la acrecientan, no son sino como una imagen y retrato vivo de Jesucristo, y tan vivo que es llamado Cristo en las letras sagradas, como parece en los lugares adonde nos amonesta San Pablo que nos vistamos de Jesucristo: porque el vivir justa y santamente es imagen de Cristo. Y así por esto como por el espíritu suyo, que comunica Cristo e infunde en los buenos, cada uno de ellos se llama Cristo, y todos ellos juntos, en la forma ya dicha, hacen un mismo Cristo.
Así lo testificó San Pablo, diciendo: «Todos los que en Cristo os habéis bautizado, os habéis vestido de Jesucristo; que allí no hay judío ni gentil, ni libre ni esclavo, ni hembra ni varón, porque todos sois uno en Jesucristo.» Y en otra parte: «Hijuelos míos, que os engendro otra vez hasta que Cristo se forme en vosotros.» Y amonestando a los romanos a las buenas obras, les dice y escribe: «Desechemos, pues, las obras oscuras y vistamos armas de luz, y, como quien anda de día, andemos vestidos y honestos. No en convites y embriagueces, no en desordenado sueño y en deshonestas torpezas, ni menos en competencias y envidias, sino vestíos del Señor Jesucristo.» Y que todos estos Cristos son un Cristo solo, dícelo Él mismo a los Corinthios por estas palabras: «Como un cuerpo tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, son un cuerpo, así también Cristo.»
Donde, como advierte San Agustín, no dijo, concluyendo la semejanza, así es Cristo y sus miembros, sino así es Cristo, para nos enseñar que Cristo, nuestra cabeza, está en sus miembros, y que los miembros y la cabeza son un solo Cristo, como por aventura diremos más largamente después. Y lo que decimos ahora, y lo que de todo lo dicho resulta, es conocer cuán merecidamente Cristo se llama Fruto, pues todo el fruto bueno y de valor que mora y fructifica en los hombres es Cristo y de Cristo, en cuanto nace de Él y en cuanto le parece y remeda, así como es dicho. Y pues hemos platicado ya lo que basta acerca de esto, proseguid, Sabino, en vuestro papel.
-Deteneos -dijo Juliano alargando contra Sabino la mano-, que, si olvidado no estoy, os falta, Marcelo, por descubrir lo que al principio nos propusisteis: de lo que toca a la nueva y maravillosa concepción de Cristo, que, como dijisteis, este nombre significa.
-Es verdad e hicisteis muy bien, Juliano, en ayudar mi memoria -respondió al punto Marcelo- y lo que pedís es aquesto: este nombre que unas veces llamamos Pimpollo y otras veces llamamos Fruto, en la palabra original no es fruto como quiera, sino es propiamente el fruto que nace de suyo sin cultura ni industria. En lo cual, al propósito de Jesucristo, a quien ahora se aplica, se nos demuestran dos cosas. La una, que no hubo ni saber ni valor, ni merecimiento ni industria en el mundo, que mereciese de Dios que se hiciese hombre, esto es, que produjese este fruto; la otra, que en el vientre purísimo y santísimo de donde aqueste fruto nació, anduvo solamente la virtud y obra de Dios, sin ayuntarse varón.
Mostró, como oyó esto, moverse de su asiento un poco Juliano, y, como acostándose hacia Marcelo, y mirándole con alegre rostro, le dijo:
-Ahora me place más el haberos, Marcelo, acordado lo que olvidabais, porque me deleita mucho entender que el artículo de la limpieza y entereza virginal de nuestra común Madre y Señora está significado en las letras y profecías antiguas; y la razón lo pedía. Porque adonde se dijeron y escribieron, tantos años antes que fuesen, otras cosas menores, no era posible que se callase un misterio tan grande. Y si se os ofrecen algunos otros lugares que pertenezcan a esto, que sí se ofrecerán, mucho holgaría que los dijésedes, si no recibís pesadumbre.
-Ninguna cosa -respondió Marcelo- me puede ser menos pesada que decir algo que pertenezca al loor de mi única abogada y Señora, que aunque lo es generalmente de todos, mas atrévome yo a llamarla mía en particular, porque desde mi niñez me ofrecí todo a su amparo. Y no os engañáis nada, Juliano, en pensar que los libros y letras del Testamento Viejo no pasaron callando por una extrañeza tan nueva, y señaladamente tocando a personas tan importantes. Porque, ciertamente, en muchas partes la dicen con palabras para la fe muy claras, aunque algo oscuras para los corazones a quien la infidelidad ciega, conforme a como se dicen otras muchas cosas de las que pertenecen a Cristo, que, como San Pablo dice, «es misterio escondido»; el cual quiso Dios decirle y esconderle por justísimos fines, y uno de ellos fue para castigar así con la ceguedad y con la ignorancia de cosas tan necesarias, a aquel pueblo ingrato por sus enormes pecados.
Pues viniendo a lo que pedís, clarísimo testimonio es, a mi juicio, para este propósito aquello de Isaías que poco antes decíamos: «Derramad, cielos, rocío, y lluevan las nubes al Justo.» Adonde, aunque, como veis, va hablando del nacimiento de Cristo como de una planta que nace en el campo, empero no hace mención ni de arado ni de azada ni de agricultura, sino solamente de cielo y de nubes y de tierra, a los cuales atribuye todo su nacimiento.
Y a la verdad, el que cotejare estas palabras que aquí dice Isaías con las que acerca de esta misma razón dijo a la benditísima Virgen el arcángel Gabriel, verá que son casi las mismas, sin haber entre ellas más diferencia de que lo que dijo el Arcángel con palabras propias, porque trataba de negocio presente, Isaías lo significó con palabras figuradas y metafóricas, conforme al estilo de los profetas. Allí dijo el Ángel: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti.» Aquí dice Isaías: «Enviaréis, cielos, vuestro rocío.» Allí dice que la virtud del alto le hará sombra. Aquí pide que se extiendan las nubes. Allí: «Y lo que nacerá de ti santo, será llamado Hijo de Dios.» Aquí: «Ábrase la tierra y produzca al Salvador.» Y sácanos de toda duda lo que luego añade, diciendo: «Y la justicia florecerá juntamente, y Yo el Señor le crié.» Porque no dice: «y Yo el Señor la crié», conviene saber, a la justicia, de quien dijo que había de florecer juntamente, sino, «Yo le crié», conviene saber, al Salvador, esto es, a Jesús, porque Jesús es el nombre que el original allí pone; y dice, Yo le crié, y atribúyese a sí la creación y nacimiento de esta bienaventurada salud, y préciase de ella como de hecho singular y admirable, y dice: «Yo, Yo», como si dijese: «Yo sólo, y no otro conmigo.»
Y también no es poco eficaz para la prueba de esta misma verdad, la manera como habla de Cristo, en el capítulo cuarto de su Escritura, este mismo profeta, cuando, usando de la misma figura de plantas y frutos y cosas del campo, no señala para su nacimiento otras causas más de a Dios y a la tierra, que es a la Virgen y al Espíritu Santo. Porque, como ya vimos, dice: «En aquel día será el Pimpollo de Dios magnífico y glorioso, y el fruto de la tierra subirá a grandísima alteza.». Pero, entre otros, para este propósito hay un lugar singular en el Salmo ciento nueve, aunque algo oscuro según la letra latina, mas según la original, manifiesto y muy claro, en tanto grado que los doctores antiguos que florecieron antes de la venida de Jesucristo conocieron de allí, y así lo escribieron, que la Madre del Mesías había de concebir virgen por virtud de Dios y sin obra de varón. Porque, vuelto el lugar que digo a la letra, dice de esta manera: «En resplandores de santidad del vientre y de la aurora, contigo el rocío de tu nacimiento.» En las cuales palabras, y no por una de ellas, sino casi por todas, se dice y se descubre este misterio que digo. Porque lo primero, cierto es que habla en este Salmo con Cristo el Profeta. Y lo segundo, también es manifiesto que habla en este verso de su concepción y nacimiento; y las palabras vientre y nacimiento, que, según la propiedad original, también se puede llamar generación, lo demuestran abiertamente.
Mas que Dios sólo, sin ministerio de hombre, haya sido el hacedor de esta divina y nueva obra en el virginal y purísimo vientre de nuestra Señora, lo primero se ve en aquellas palabras: «En resplandores de santidad. » Que es como decir que había de ser concebido Cristo, no en ardores deshonestos de carne y de sangre, sino en resplandores santos del cielo; no con torpeza de sensualidad, sino con hermosura de santidad y de espíritu. Y demás de esto, lo que luego se sigue de aurora y de rocío, por galana manera declara lo mismo. Porque es una comparación encubierta, que, si la descubrimos, sonará así: en el vientre (conviene a saber, de tu madre), serás engendrado como en la aurora, esto es, como lo que en aquella sazón de tiempo se engendra en el campo con sólo el rocío que entonces desciende del cielo, y no con riego ni con sudor humano. Y últimamente, para decirlo del todo, añadió: «Contigo el rocío de tu nacimiento.» Que porque había comparado a la aurora el vientre de la madre, y porque en la aurora cae el rocío con que se fecunda la tierra, prosiguiendo en su semejanza, a la virtud de la generación llamóla rocío también.
Y, a la verdad, así es llamada en las divinas letras, en otros muchos lugares, esta virtud vivífica y generativa con que engendró Dios al principio el cuerpo de Cristo, y con que después de muerto le reengendró y resucitó, y con que en la común resurrección tomará a la vida nuestros cuerpos deshechos, como en el capítulo veintiséis de Isaías se ve. Pues dice a Cristo David que este rocío y virtud que formó su cuerpo y le dio vida en las virginales entrañas, no se la prestó otro, ni la puso en aquel santo vientre alguno que viniese de fuera, sino que Él mismo la tuvo de su cosecha y la trajo consigo. Porque cierto es que el Verbo divino, que se hizo hombre en el sagrado vientre de la santísima Virgen, Él mismo formó allí el cuerpo y la naturaleza de hombre de que se vistió. Y así, para que entendiésemos esto, David dice bien que tuvo Cristo consigo el rocío de su nacimiento. Y aun así como decimos nacimiento en este lugar, podemos también decir niñez; que aunque viene a decir lo mismo que nacimiento, todavía es palabra que señala más el ser nuevo y corporal que tomó Cristo en la Virgen, en el cual fue niño primero, y después mancebo, y después perfecto varón; porque en el otro nacimiento eterno que tiene de Dios, siempre nació Dios eterno y perfecto e igual con su Padre.
Muchas otras cosas pudiera alegar a propósito de esta verdad; mas, porque no falte tiempo para lo demás que nos resta, baste por todas, y con ésta concluyo, la que en el capítulo cincuenta y tres dice de Cristo Isaías: «Subirá creciendo como pimpollo delante de Dios, y como raíz y arbolico nacido en tierra seca.» Porque, si va a decir la verdad, para decirlo como suele hacer el Profeta, con palabras figuradas y oscuras, no pudo decirlo con palabras que fuesen más claras que éstas. Llama a Cristo arbolico; y porque le llama así, siguiendo el mismo hilo y figura, a su santísima Madre llámala tierra conforme a razón; y habiéndola llamado así, para decir que concibió sin varón, no había una palabra que mejor ni con más significación lo dijese, que era decir que fue tierra seca. Pero, si os parece, Juliano, prosiga ya Sabino adelante.
-Prosiga -respondió Juliano.
Y Sabino leyó: