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De mala raza: 28

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Escena V

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ADELINA. Carlos, por el fondo, pálido y sombrío.


ADELINA.-¡Mi Carlos! (Corriendo a su encuentro.)

CARLOS.-¡Mi Adelina! (Pausa. Vienen juntos. CARLOS se deja caer en el sofá; a su lado, ADELINA.)

ADELINA.-¿Qué tienes?

CARLOS.-Mucho amor en el fondo del alma, pero mucha desesperación también. Sombras y dudas... (Aparte.) ¡Y acaso remordimiento!

ADELINA.-¡No digas cosas tales! ¿No te amo yo? ¿No estás seguro de mí?

CARLOS.-Pues porque me amas, y porque yo lo sé, es por lo que dudo. Si me hubieses sido traidora, sentiría dolor inmenso..., ¡algo así como un ser que se deshace en amargura!... Pero en mí no habría ni lucha ni conflicto. El camino estaba trazado; ¡qué negro, pero qué claro! ¡Pobre Adelina, ya empezaste a recorrerlo el otro día!... Su término..., ¡qué natural y qué inevitable: la muerte!

ADELINA.-No, Carlos; no recordemos aquello.

CARLOS.-No lo recordemos, tienes razón. Además, que ahora todo es distinto. Mira, contra el mal y contra los seres, en quienes el mal se encarna, ya sabe uno lo que debe hacer: destruirlos, aniquilarlos. Es la lucha de la Naturaleza: horrible, pero franca. Pero esta en que me revuelvo no es la eterna batalla del bien y del mal. No me agito entre tinieblas del abismo, sino entre resplandores de almas nobilísimas. ¿No ves qué escarnio de la suerte? ¡Luz contra luz! ¡Mi padre y tú! ¡Amor y honra! ¡Y los dos me amáis, y vuestras dos honras son mías, Adelina! ¡Y hasta esa mujer, hasta Paquita, me tiene sujeto con lazos de gratitud! Todos, todos vosotros, buenos y nobles, y generosos. ¡Cuando te digo, Adelina, que estoy entre ángeles, y que ni el mismo Satanás habría inventado, allá en sus profundos antros, torturas más insufribles para sus elegidos!

ADELINA.-¡Qué ideas tan extrañas! ¡Me cuesta trabajo seguir tu pensamiento! ¡Tú deliras, Carlos mío!

CARLOS.-Yo no sé si deliro; es posible; pero mi delirio es perfectamente claro y perfectamente lógico. No lo dudes; ésta, ésta es mi situación. ¡Oh!, he pensado mucho en ella; dan mucho de sí ocho días de fiebre, barrenando con el pensamiento enrojecido siempre las mismas negruras.

ADELINA.-Pues explícate, Carlos. Yo quiero comprenderte, pero todavía no lo consigo.

CARLOS.-Sí, ya me comprendes. Todo esto que te digo, quizá no lo pienses así..., por su orden; pero de seguro lo sientes, con todas sus angustias. Decía que todos sois buenos: mi padre, tú, Paquita, y que entre todos hacéis de mí el ser más desdichado de la tierra. ¿No es bueno mi padre? ¿Es posible querer a un hijo más que él me quiere a mí? ¡Cómo me acariciaba cuando yo era niño! Todavía me acuerdo. ¡Cómo me marcó la senda del deber cuando fui hombre! Todavía la sigo. Y ahora mismo, sus delirios, sus injusticias, sus crueldades para contigo, ¿qué otra cosa son sirvo prueba de su inmenso cariño?

ADELINA.-Es verdad; todo eso le decía yo hace un momento. Sólo que él no me creía. (Con tristeza.)

CARLOS.-¡Pobre Adelina! Y tú, ¿no eres un ángel de dulzura, de bondad y de amor?

ADELINA.-¡Calla, por Dios! Yo no soy más que una pobre mujer que te quiere mucho; di eso y lo has dicho todo.

CARLOS.-No lo he dicho todo. Ves tu honra ultrajada; tu pudor de esposa casta y pura, arrastrado por las charcas de la plaza publica; en unos, palabras amargas; miradas de desdén, en otros; señales de desprecio o irritantes crueldades, en todos. ¡La muerte a fuego lento, Adelina!

ADELINA.-¡Es verdad! (Cubriéndose el rostro con las manos.)

CARLOS.-¿Pues tú crees que no adivino lo que sufres? Pues otra cualquiera diría: «Mi honor es mío, y no puedo sacrificarlo por nadie; y conmigo están la razón y la justicia; conque a decir la verdad, cueste lo que cueste.» Y tú, ni una queja, ni una sola. ¡Ahogas tus suspiros porque yo no los oiga! (ADELINA, en efecto, ahoga sus sollozos.) ¡Secas tus lágrimas a escondidas para que yo no las vea! (ADELINA ha vuelto la cabeza; luego se vuelve y le tiende los brazos.) ¡Me abrazas para ocultar tu pecho dolorido en mi pecho!

ADELINA.-¡Carlos, por ti, nada más que por ti!

CARLOS.-¡Y si no puedes contener el llanto, dices que lloras de amor por mí, por tu Carlos! ¡Pobre Adelina!

ADELINA.-Y digo la verdad; digo lo que siento.

CARLOS.-¡La verdad es que fui muy cruel contigo cuando dudé de ti, y que soy muy cobarde para defenderte ahora, que creo en tu amor! Eso, eso es lo que podrías decirme, y tendrías razón. ¡Cruel y cobarde!... Lo soy..., lo soy... ¡No lo niegues, Adelina!

ADELINA.-¡Por Dios, no te agites! ¡Mira que si no te volverá la fiebre!

CARLOS.-¡No volverá: ha vuelto, y me abrasa y me aniquila! Porque yo me pregunto día y noche: como hombre de honor y de conciencia, ¿qué es lo que debo hacer? Y no sé responderme. Lo primero en este mundo, ¿no es la verdad, reflejo del mismo Dios? Claro que lo es, Y cuando esa verdad es ley de justicia, que devuelve su reputación a una mujer, ¿no es más sagrada todavía? ¡Cómo dudarlo! Y cuando esa mujer es la mía propia, y cuando es, tan buena, y cuando tanto la adoro, ¿puedo callar? No puedo.

ADELINA.-¡Carlos!

CARLOS.-Espera, espera; ya verás. Pues entonces hay que revelárselo todo a mi padre. ¡Qué cosa tan sencilla! ¿No es cierto? (Con terrible ironía.) Tengo que cogerle a él, al pobre anciano, entre mis brazos, cariñosamente, y tengo que decirle: «Padre mío, yo te quiero mucho y te respeto mucho; pero aquí hay dolores que apurar y deshonras que repartir, y, ¡vaya, padre mío!, que yo no me quedo con toda la carga, y aun pretendo echarla entera sobre tu corazón. Mientras no teníamos más que dichas y contentos en la familia, natural era que me mostrase buen hijo, y contigo dividiera filialmente dichas y contentos. Pero ahora es distinto. ¿Hay una deshonra? ¡Pues es tuya! ¿Hay una mujer culpable? ¡Pues la tuya es! No mi Adelina, sino tu adorada Paquita. ¿Hay que llorar, y sufrir, y enloquecer? ¡Pues eso, a ti, a ti, que tu hijo, tu Carlos, tu amor, tu gloria, ya se libró contigo de desazones y quebrantos, padre del alma!»

ADELINA.-Carlos,¿cómo puedes pensar esas cosas?

CARLOS.-No: todo eso dicho con esas palabras, con discreción y cariño, ya lo sé; con toda la hipocresía imaginable: pero palpitando en el fondo la misma ingratitud del corazón, la misma podredumbre del alma, la misma crueldad parricida, el mismo repugnante y monstruoso egoísmo, ¡que sólo con haberlo dicho, aun sin pensar hacerlo, se me van las manos a la garganta para que lo vuelva a blasfemar!

ADELINA.-¡No más, Carlos! ¡Pierdes el juicio, tus ojos se inyectan de sangre!

CARLOS.-¡De sangre, sí!... (Aparte.) Hoy ha sido el día de sangre, que lo diga Víctor. (Alto, mirándose las manos.) ¿No la ves más que en mis ojos?

ADELINA.-Nada más.

CARLOS.-Pues yo la veo en todas partes.

ADELINA.-¡Basta, por Dios!

CARLOS.-¿Quién te ha dicho que basta? Si alguien lo dijo, mintió como un bellaco. (Con sonrisa sardónica y algo de extravío.) Porque todo esto de que hemos hablado quedaría entre estas paredes, en el fondo del hogar doméstico. ¿Y qué vale el hogar doméstico cuando tan poco se respeta por los de afuera? ¿Qué habría yo conseguido con revelárselo todo a mi padre? Su desdicha o su muerte y, por añadidura, ser desleal y miserable con Paquita. Pero nosotros, tú y yo, ¿qué habríamos ganado? ¿No nos quedaba siempre la deshonra pública? Pues la lógica y la injusticia y hasta el instinto piden que se acuda a la raíz del mal. Lo que dije a mi padre habría de decírselo a todo el mundo.

ADELINA.-¡Esa idea es repugnante, Carlos!

CARLOS.-¡Sí, repugnante! ¡Pues porque tengo el cerebro lleno de ideas horribles y repugnantes sufro tanto! Conque déjame que las arroje de mí, a ver si se van! Nada, lo dicho: para completar nuestra obra sería preciso ir por calles y plazas deteniendo a los amigos, para murmurarles al oído, eso sí, con discreción extrema: «¿No han oído ustedes hablar de un balcón imprudente, y de un galán atrevido, y de una esposa impura, y de un marido bonachón? ¡Pues no éramos nosotros, ni Adelina ni yo! ¿Saben ustedes quiénes eran los del escándalo? ¡Pues eran nada menos que...!» ¡No; esto no! ¡Ni ahora, ni aquí, ni los dos a solas, puede decirse! ¡No puedo! ¡No! ¡Que no puedo! ¡A veces los labios son más honrados que el pensamiento!

ADELINA.-Pues, si no eres capaz de cometer acciones tales, ¿por qué te cebas en ellas y gozas en atormentarme?

CARLOS.-¡Porque cometerlas sería infame! ¡Y no cometer esas infamias es infame también! ¡Vaya si lo es!

ADELINA.-¡Nunca!

CARLOS.-¡Siempre! Mi deber como esposo es hacer algo de eso que repugna a mi corazón como hijo.

ADELINA.-Yo no sé decir esas cosas que la calentura te inspira; pero yo creo que tú debes sacrificarte por tu padre.

CARLOS.-Sacrificarme yo, sí; pero sacrificarte a ti, no.

ADELINA.-Yo soy joven; tengo fuerzas para sufrir; me las dio la costumbre; y llevo en mí consuelos celestiales. Él es anciano; no tiene energía para el dolor, y ya la esperanza se acabó para él.

CARLOS.-Dices eso porque eres buena; pero en el fondo de tu ser algo habrá que proteste.

ADELINA.-Te juro que no.

CARLOS.-¿Conque no? Pues di: cuando vayamos juntos y, al pasar, te miren, ¿no crees que pensarán muchos: «Mujer hermosa... y con historia; marido bonachón... y sin arranque; buena presa y ningún peligro»?

ADELINA.-No, nadie.... ¡nadie puede pensar semejantes villanías!

CARLOS.-¡Claro! ¡Porque no hay miserables en el mundo!

ADELINA.-¡Calla, por Dios! ¡Me volverías loca a mí también!

CARLOS.-Pues quieres acompañarme a todas partes, acompáñame a mi locura.

ADELINA.-Y bien, que piensen lo que quieran. Cada uno tiene el derecho de sacrificarse... No me niegues el mío.

CARLOS.-(Al oído.) Es que no tenemos ese derecho ni tú ni yo.

ADELINA.-¿Perdiste la razón, Carlos?

CARLOS.-¡Ojalá! ¿Tú piensas que nuestra honra es sólo nuestra?

ADELINA.-¿Pues de quién?

CARLOS.-¡De los seres más crueles, porque serán los mas queridos!

ADELINA.-(Con cierto instintivo horror.) ¿Y quienes son, Carlos?

CARLOS.-¡Adelina!... ¿Te acuerdas?... Hace cuatro días, cuando la calentura me calcinaba los huesos y me inflamaba la sangre, y me volcanizaba el cerebro..., ¿te acuerdas?..., tú, loca, desesperada, ¿no me ceñiste los brazos al cuello?

ADELINA.-Sí.

CARIOS.-¿Y no te dije yo: «¡Adiós, Adelina! ¡Adiós! ¡Me muero!»?

ADELINA-Sí.

CARLOS.-Y tú, abrazándome frenética, inundándome el rostro de lágrimas, que tan pronto caían sobre mi piel como se secaban, ¿no me dijiste al oído...? No fue delirio; yo te oí. ¿No me dijiste al oído: «No puedes morir, Carlos, porque no me dejas a mí sola: somos dos a querer que vivas»?

ADELINA.-(Abrazándose a él.) ¡Carlos!

CARLOS.-¡Pero lo dijiste, y dijiste verdad! ¿Palpitaba otro ser en tu ser? ¡Responde!

ADELINA.-Sí.

CARLOS.-(Al oído.) ¡Luego eres madre!

ADELINA.-¡Lo soy!

CARLOS.-¡Pues ahí tienes, cómo nuestra honra no es sólo nuestra! (Pausa.) ¿Y tú puedes querer, ni puedo yo consentir, que llegue un día en que arrojen al rostro de tu hijo, del nuestro, la calumniosa deshonra de su madre?

ADELINA.-(Levantándose con ímpetu.) ¡No! ¡Eso nunca!

CARLOS.-Pues ahí tienes la horrible duda que se agiganta en mi conciencia. ¿Qué vale más: la honra de aquellas canas que ya se inclinan sobre el sepulcro o la honra de ese mísero ser que ni defenderse puede con el llanto?

ADELINA.-¡Carlos, Carlos, haz lo que quieras! Yo... no sé... ni qué debo aconsejarte..., ni qué debo hacer..., ni qué debo desear. (Cae en el sofá de nuevo. La noche ha llegado. El cuarto, a oscuras, sólo en el balcón alguna claridad. CARLOS se pasea por la sala.)

CARLOS.-(Con acento reconcentrado.) ¿No te lo decía yo? ¡Cuántos seres queridos, alrededor de mí, asaltando..., no sé si con cariño o con furia..., mi pobre corazón! ¡Cuántos..., cuántos!... ¡Todos, sí, todos..., menos uno!

ADELINA.-(Levantándose y corriendo hacia CARLOS.) ¿Menos quién?... ¡Acaba!

CARLOS.-Nadie. ¡Qué sé yo! No quise decir nada... Palabras.

ADELINA.-No hay luz en esta sala; no te veo bien; no sé si me engañas, Carlos.

CARLOS.-¡Engañarte yo!

ADELINA.-Pues jura que no hay ningún pensamiento de odio en tu alma.

CARLOS.-(Con acento sombrío.) Ya no; lo juro.

ADELINA.-¿Por qué dices «ya no»? ¿Por qué tiembla tu mano? ¿Por qué huyes de mí?... Me ocultas algo; haces mal.

CARLOS.-(Separándose hacia la derecha.) Adelina, déjame.

ADELINA.-¡Dímelo todo, por Dios! ¡De rodillas te lo suplico! ¡Tú, que me quieres tanto! ¡Mira que me muero de angustia!

CARLOS.-Pero,¿qué quieres que te diga?

ADELINA.-No finjas; ya me comprendes: quiero que me digas si te amenaza algún peligro.

CARLOS.-Pues no puedo decirte..., y no me preguntes más..., sino lo que dije antes: «ya no».

ADELINA.-¿Entonces...?

CARLOS.-Sí.

ADELINA.-¿Te has batido con Víctor?

CARLOS.-Sí; ya que lo quieres, te digo que sí. Se buscó un pretexto..., y esta tarde...

ADELINA.-(Abrazándose a su esposo.) ¡Ah.... mi Carlos! (Pausa.)

CARLOS.-En cuanto a eso, ya estás tranquila... Déjame...

ADELINA.-¿Y él?... ¿Y Víctor?... ¡Habla!... ¿Ha muerto?

CARLOS.-Cuando le llevaron... no había muerto.

ADELINA.-Pero, está...

CARLOS.-Gravemente herido. ¡Qué quieres! En esos lances, cada cual defiende su vida... Suelta... Adiós; deseo estar solo.

ADELINA.-(Sin soltarle.) ¡Dios mío, Dios, mío! ¿Qué necesidad había?... (A CARLOS.) ¡Tú, que eres tan bueno!...

CARLOS.-Ya estás viendo que no soy tanto como tú crees. Te digo que me dejes, Adelina. Tú eres un ángel, y los ángeles no deben manchar sus alas de sangre. ¡Quién sabe si en este momento estarás tocando gotas que me salpicaron!... ¡Basta!... ¡Aparta!... Fue preciso... La honra de mi padre..., quizá su vida... Y, sobre todo.... ya fue.... ya no hay remedio... Suelta te digo... No hay que pensar en ello..., o si alguien ha de pensar..., soy yo...,yo solo..., solo..., y a mis solas... Por eso le digo que me dejes... ¡Déjame, por Dios, Adelina!... ¡Déjame.... déjame!... ¡No quiero ver a nadie..., a nadie..., ni siquiera a ti! (Se desprende de ADELINA, y sale por la derecha, como huyendo de sí mismo.)