De tal palo, tal astilla/Capítulo VII

De Wikisource, la biblioteca libre.


Si la superficie de un dormido lago se transformara súbitamente en pradera verde y lozana, y a un extremo de ella brotaran un bardal espeso aquí; un grupo de castaños allá; dos higueras enfrente; un robledal más lejos; una fila de cerezos delante de un barullo de manzanos y cerojales; una mimbrera junto a una charca festoneada de juncos, menta de perro y uvas de culebra, un alisal hacia el monte... y otros cien adornos semejantes, que el buen gusto del lector puede ir imaginando sin temor de alejarse de la verdad; y luego colocáramos una casita, agazapada debajo de su ancho alero, como tortuga en su concha, al socaire del bardal; otras dos parecidas, a la sombra de las higueras; cuatro o cinco, no mayores, detrás de los castaños; algunas con balcón de madera, aquí y allí compartiendo amistosamente con las más humildes el amparo del robledal o los sabrosos dones de los frutales; otras muchas, y cada una de por sí, arrimadas a la setura, de un solar, o a la pared de un huerto; y en el centro de este ordenado y pintoresco desorden, una iglesia modestísima alzando su aguda espadaña como pastor vigilante la cabeza para cuidar de su disperso rebaño; y, por último, subiéramos al monte frontero, y en una de sus cañadas tomáramos la linfa de un manantial, y la dejáramos descender a su libertad, y arrastrarse a las puertas de este caserío, y murmurar entre las lindes de dos huertos de la mala acogida que se le hiciera en las abiertas corraladas, hasta que después de refrescar las raíces de los álamos cercanos a la iglesia y hacer a ésta una humildísima reverencia que le costara un nuevo rodeo en su camino, se largara mies abajo, entre berros y espadañas, tendríamos, lector discreto, pintiparado a Valdecines. Así está tendido al comienzo de un angosto y no muy largo valle, llano como la palma de la mano; así están distribuidos como en un dibujo de hábil artista, sus caseríos, sus huertos, sus arboledas y sus aguas. Montes de poca altura, pero bien vestidos, y la sierra que conocemos, amparan el valle por todas partes: y se une a otro más extenso por el angosto boquete que da salida al riachuelo que, paso a paso y con la ayuda de otros vagabundos como él, va tomando humos de río.

La casa en que han ocurrido los sucesos de que dimos noticia al lector en el capítulo II es de las más próximas a la sierra. Como la mayor parte de las solariegas de la Montaña, sólo en dos fachadas tiene balcones: al oriente y al mediodía. La corralada, de que también hemos hablado, está delante de esta fachada; la del oriente cae sobre un jardín separado de la vía pública por un enverjado que arranca de la pared del corral y se une por el otro extremo a un muro que, después de describir una curva extensísima, va a soldarse con el otro costado de la portalada, dejando encerrado un vasto parque en que abunda, con inteligente distribución, lo útil y lo agradable.

Dentro de esta casa no se busque el muelle lujo de la ciudad. Holgura, comodidad, abundancia, buen gusto y primores de limpieza, eso sí. Durante el feliz matrimonio de la última de los Rubárcenas con el señor de Quincevillas se hicieron en ella notables reformas, procurándose hermanar en lo posible las reliquias de antaño y las exigencias de las necesidades modernas. Son muy venerables los techos de madera, las camas de alto testero y los bancos de encina con tallado espaldar; pero son mucho más cómodos los cielos rasos, las camas metálicas, con jergón de muelles y los sillones tapizados, siempre que se trata de dormir y de sentarse. Cuando se fundó aquella casa, todo el lujo de clase consistía, después de los indispensables blasones esculpidos en piedra sobre el centro de la solana, en una portalada de sillería con adornos y remates de escultura, costoso marco en que encajaban dos portones macizos atestados de clavos de altísima cabeza, para dar ingreso a un corral, obstruido ordinariamente por el acopio de leña para largos meses, un carro de labranza, un horno de pan, el brocal de un pozo con su correspondiente pila, y a menudo un montón de estiércol, amén del perro y las gallinas, cuando no los conejos. Esto al mediodía, en lugar preferente. El huerto, pequeño y sombrado por elevadas tapias, como cosa indigna de verse, estaba relegado a la fachada del norte, es decir, al frío y a la oscuridad. Sin embargo, era otro detalle de clase; por lo cual se cargaba el despilfarro y la fachenda en las tapias que se veían, importando dos cominos que la fruta y las legumbres fueran pocas y malas.

Así estaba aún la casa de los Rubárcenas cuando unió sus blasones a los de los Quincevillas. El avisado matrimonio comprendió que se podía mejorar aquello sin ofensa de la tradición; y fue su primer acuerdo dejar la portalada como la hallaron, por lo que tenía de vieja y, sobre todo, de monumental: pero quitaron el horno y trasladaron los demás estorbos del corral a una casita de labranza, construida a este propósito en terreno que abundaba al otro lado de la casa solariega. El tal terreno fue creciendo en extensión en virtud de compras y cambios hechos por don Dámaso, muy aficionado a estas cosas, que son la salsa de la vida campestre. Redondeada la finca, comenzaron las roturaciones, los plantíos y las siembras y, por último, se cercó a cal y canto, en la cual tarea, como nos dijo don Lesmes, sorprendió la muerte al señor de Quincevillas. El jardín fue proyecto de su mujer, y en su ejecución no intervino poco el buen gusto de Águeda, aunque era a la sazón una niña.

Así andaba en aquella casa, por fuera y por dentro, mezclada la tradición venerable con los estilos del día, como anda en todas las solariegas de la Montaña, que no han acabado en punta, o no se han visto abandonadas por sus señores, más acomodados al bullicio de la ciudad que al silencioso apartamiento de la aldea.

Cuentan los viejos de Valdecines que por aquel entonces la señora de Quincevillas tenía que ver. A creerlos, reinas la vestían y emperatrices la peinaban, no por el lujo, que nunca fue tentada de él, sino por el modo; el sol y la luna llevaba pintados en sus ojos negros; y no parecía sino que los mismos ángeles le plegaban los labios cuando sonreía. Su pelo era más fino y más negro que la seda; el cutis, como nieve entre rosas, y torneros de la gloria debieron de hacer aquel cuerpo gallardo que, al andar, se mecía como el dorado mimbre al blando soplo del terral de la aurora.

Y no digo lo que se refiere de su caridad sin límites, de su amor a los pobres y de su despego de las pompas mundanas, porque sería el cuento de nunca acabar; y callo lo que se ensalza la especie de veneración que sentía por su marido, tan digno de semejante mujer, por sus altas prendas y señaladísimas virtudes; y lo que se pondera su piedad edificante, sin extremos ni gazmoñería; y, por último, lo que se regocijaba su alma en la contemplación de la hija con que Dios había querido estrechar más los lazos de aquel venturoso matrimonio, porque lo uno se adivina fácilmente, y de lo otro voy a hablar yo por mi propia cuenta.

Cierto, certísimo, que la última de los Rubárcenas tenía mucho talento, y evidente y comprobado que no le mostró jamás elevándose a las cumbres de la filosofía, ni a otras alturas en que las mujeres se hacen ridículas, y se marcan muy a menudo los hombres, sino bajándose a los prosaicos pormenores de la vida doméstica. Tengo para mí que es más difícil dirigir una familia sin que ninguno de sus miembros se extravíe, o la discordia arroje de vez en cuando en medio del grupo su manzana, que gobernar un Estado. La señora de Quincevillas fue un modelo admirable en aquel empeño. Ayudáronla en él su fe cristiana, ante todo; es decir, la luz y la fuerza para conocer y cumplir sin desmayo los altísimos deberes de su cargo, como esposa y como madre; y, en segundo término, el rico caudal de conocimientos, a cual más útil en los ordinarios sucesos de la vida íntima, adquirido en germen durante su estancia en el colegio y profusamente desarrollado más tarde por la virtud de su rara inteligencia.

La educación de Águeda, la formación de aquel hermoso carácter de que ya hemos oído hablar, fue la grande obra de su vida, tarea en que, de ordinario, tantos desvelos se malograron por falta de tacto. Cera es la infancia, que así se deshace con el calor excesivo, como se endurece con el frío extremado. Conservarla en el grado preciso para que pueda tomar la forma deseada, sin que se quiebre o se deshaga entre las manos, es el misterio del arte de la educación. Con este tino consiguió la discreta señora dirigir a su gusto el corazón y la inteligencia de su hija hasta formarla por completo a su semejanza. Verdad que se prestaba a ello la dócil masa de la despierta niña; pero en esa misma docilidad estaba el riesgo cabalmente.

Que esta educación se fundó sobre los cimientos de la ley de Dios, sin salvedades acomodaticias ni comentarios sutiles, se deduce de lo que sabemos de la maestra, aunque está de más afirmarlo tratándose de una ilustre casa de la Montaña, todas ellas, como las más humildes, regidas por la misma ley inalterada e inalterable. En lo que se distinguió esta madre de otras muchas madres en casos idénticos, fue en su empeño resuelto de explicar a su hija la razón de las cosas para acostumbrarla, en lo de tejas arriba, a considerar las prácticas, no como deberes penosos y maquinales, sino como lazos de unión entre Dios y sus criaturas; a tomarlas como una grata necesidad del espíritu, no siempre y a todas horas como una mortificación de la carne rebelde. De este modo, es decir, con la fuerza del convencimiento racional, arraigó sus creencias en el corazón. Así es la fe de los mártires; heroica, invencible, pero risueña y atractiva; ciega, en cuanto a sus misterios, no en cuanto a la razón de que éstos sean impenetrables y creíbles. Es de gran monta esta distinción que no quiere profundizar la malicia heterodoxa, y de que tampoco sabe darse clara cuenta la ortodoxia a puño cerrado.

Por un procedimiento análogo, es decir, estimulando la natural curiosidad de los niños, consiguió doña Marta inclinar la de su hija, en lo de puro adorno y cultura mundana, al lado conveniente a sus propósitos; y una vez en aquel terreno, la condujo con suma facilidad desde el esbozo de las ideas al conocimiento de las cosas. Libros bien escogidos y muy adecuados, la ayudaban en tan delicada tarea; al cabo de la cual, Águeda halló su corazón y su inteligencia dispuestos al sentimiento y a la percepción, único propósito de su madre, pues no quería ésta a su hija erudita, sino discreta; no espigaba la mies, preparaba el terreno y le ponía en condiciones de producir copiosos frutos, sanos y nutritivos, depositando en él buena semilla.

Algunos viajes hechos por Águeda, oportunamente dispuestos por su madre, la permitieron comparar, a su modo, la idea que tenía formada del mundo con la realidad de él; y como ya para entonces la previsora maestra la había enseñado a leer en las extensas páginas del hermoso suelo patrio, convencióse la perspicaz educanda de que dice mucho menos la ciudad con sus estruendos, que la agreste naturaleza con su meditabunda tranquilidad. No exageraba su madre cuando la aseguraba, con un famoso novelista, que en todo paisaje hay ideas. ¡Cuántas encontraba Águeda entre los horizontes de su lindo valle!

Y he aquí de qué manera consiguió doña Marta arraigar en su hija el amor al suelo nativo, otro de sus intentos más meditados, por juzgar el caso de suma trascendencia.

Concluida la educación de Águeda, comenzó su madre la de su otra hija, venida al mundo diez años después que aquélla, y en los tanteos andaba, no más, de la candorosa y rudimentaria inteligencia de la niña, cuando la muerte asaltó la risueña morada de aquel venturoso grupo, hiriendo a la figura que más descollaba en él y mayor espacio ocupaba en el hogar.

Todo parecía haberlo previsto la noble dama, menos este insuperable infortunio. Como decreto de Dios, le aceptó con la frente humillada; pero la Naturaleza reclamó su tributo de lágrimas y dolores, y la viuda se lo pagó al cabo con exceso. Tantos años de no interrumpida felicidad, dejan fuertes raíces en el corazón y en la memoria; hiéreles el mismo golpe que detiene el curso del tiempo venturoso, que no ha de volver jamás; y en la amarga sima que abre, el alma de mejor temple cae y se contrista. Así cayó abatido el espíritu de mujer tan animosa.

Águeda sepultó en su pecho el dolor propio para mitigar, en lo posible, el que, de hora en hora, se imponía con creciente fuerza a la virtud de su madre. Remplazóla en las más indispensables atenciones domésticas, por de pronto. Animóse con el ensayo; en otra tentativa echó sobre sí el peso de mayores cuidados; y cuando se cargó con todos ellos, la atribulada madre, como si hubiera estado esperando aquel resultado de una prueba intentada, se abandonó por completo a sus meditaciones y tristezas. Pronto se reflejaron en su cuerpo los dolores de su alma; y de aquella matrona gentil y apuesta, en que todo era escultural y hermoso, fueron desapareciendo la tersura y la redondez de las formas, como si el luto que vestía fuera una cruz de hierro con espinas; comenzaron a encanecer sus cabellos, y estampó en su rostro todas sus huellas tristes la negra melancolía. Acrecentóse en ella el fervor religioso, y se entregó a la vida mística y de mortificaciones.

Águeda contaba entonces dieciocho años, y puede decirse que se hallaba ya en la plenitud de su desarrollo y de su hermosura. Tenía de su madre, en los buenos tiempos de ésta, los contornos artísticos y graciosos, la corrección de facciones y la arrogancia del conjunto; pero era rubia con ojos azules muy oscuros, con larguísimas pestañas, casi negras, detalle que daba a su mirada dulce una extraordinaria intensidad.

De su natural gracejo y de las penas sentidas por el estado de su madre, se había formado un carácter entre abierto y reflexivo, que era su mayor encanto; mezcla peregrina de candor y de madurez, ostentaba todo el brillo de la mujer discreta, sin la insufrible impertinencia de la joven resabida. Naturaleza exuberante y poderosa, había resistido el influjo de las tristezas del hogar en una época de la vida en que ésta es el reflejo de cuanto la rodea: y consiguió tal victoria buscando fuerzas en la misma necesidad, que la obligaba a trabajar sin descanso como madre afanosa, sin dejar de ser niña. Esta práctica admirable fue la mejor piedra de toque de las enseñanzas de su madre. Creo que ha dicho alguien (y si no lo ha dicho, lo digo yo ahora) que la experiencia del mundo no consiste en el número de cosas que se han visto, sino en el número de cosas sobre que se ha reflexionado, y Águeda había reflexionado mucho; primero, por obra de los acontecimientos. En esto estribaba el secreto de aquel juicio precoz, que tanto asombraba a don Lesmes.

Acostumbraba a pensar y a sentir por todos en el hogar; su entendimiento y su corazón habían formado una alianza admirable; nada aceptaba el uno sin la aquiescencia del otro; allí no cabían pasiones irreflexivas y tumultuosas; pero, en cambio, lo que una vez entraba, era para no salir jamás.

A pesar de la abdicación que parecía haber hecho de todas las facultades, doña Marta, en los pocos asuntos que pudiéramos llamar de pura diplomacia, en los cuales, por su posición y conexiones, se veía precisada a entender, era siempre la mujer de talento superior y de amenísimo trato. El dolor que la producían estas violencias del espíritu, sólo ella podía pintarle.

Tan insufrible debía parecerle, que habiéndosele prescrito los baños de mar como de necesidad inexcusable, al volver con su hija de tomarlos por segunda vez:

-¡No más! -dijo al entrar en su casa-. ¡La muerte antes que esta violencia!

Y la violencia consistía en tener que frecuentar el trato de amigos y parientes durante su permanencia en la ciudad, y corresponder a las molestas atenciones que siempre se consagran en el mundo a las madres ricas de las hijas solteras, aunque no sean tan hermosas y atractivas como Águeda.

Sepultóse, al fin, en Valdecines, llena de pesadumbres y de achaques, y un año después acabáronse las unas y los otros, de la triste manera que ha visto el lector algunos capítulos atrás.

Ofensa muy grave hiciera yo al piadoso corazón de ese caballero si me entretuviera, después de todo lo dicho, en pintarle los grados del dolor sentido por la hermosa doncella al ver morir a su madre; pero ha de saber que, para aumentar este dolor, que tan fácilmente se concibe, hubo un manojito de espinas con que no contaba la huérfana. Pensó la desventurada que después de amortajar a su madre, cerrarle los ojos, poner entre sus manos yertas la bula y la cruz del rosario, y estampar un beso de despedida sobre su frente marmórea, podría desahogar el acongojado pecho rompiendo el dique a las lágrimas. Pues no, señor. De aquellos lances se daban pocos en Valdecines, y Águeda era el jefe de la casa. Tuvo, por consiguiente, que proveer a un sinnúmero de necesidades del momento, y responder a otras tantas preguntas crueles sobre el pormenor de los funerales, el número de curas, la calidad y la cantidad de los invitados forasteros..., ¡hasta sobre el forro y las tachuelas del ataúd! Y pasó aquello, y vino el día del entierro y cuando el corazón se le partía en el pecho al ver que se llevaban a su madre entre cuatro tablas para dar pasto a los gusanos con aquellos míseros restos de la vida, comenzaron los saludos estúpidos, las caras grotescamente tristes, las falsas protestas de sentimiento..., y como los visitantes eran forasteros y habían asistido al funeral, que se acabó al mediodía, hubo que servirles copioso agasajo, y hasta que presidir la mesa, ¡ella, que no se alimentaba sino de lágrimas!

Yo no sé cuándo la sociedad ha de convencerse de que esas atenciones que consagra a los que lloran en casos tales son impertinencias que producen el efecto contrario; y es un dolor que ya que la sociedad sea incorregible en ese pecado, no se resuelva el afligido a decirla, atravesando la puerta de su hogar.

-¡Vaya usted muy enhoramala! ¡No puedo con lo que tengo encima, y viene usted ahora a echarme todo el peso de sus sandeces!

-Pero ¿quieren ustedes apostar una cosa buena a que si la sociedad llegara a dar, en esos trances, una prueba de buen sentido, habían de poner los dolientes el grito en el cielo? «¿Adónde vamos a parar? ¿Qué es esto? ¿Dónde están esos amigos de ayer que no vienen a consolarme hoy?».

Somos así. No obstante, por lo que a Águeda respecta, me atrevo a asegurar que no hubiera exhalado quejas tales al verse aislada en trance tan amargo.

Pero al fin, pasaron los días de prueba..., porque (eso es lo bueno que tiene este pícaro mundo) todo pasa en él como por la posta; y logró quedarse sola con su dolor y sus recuerdos. Lloró muchas, ¡muchas lágrimas! Después, como tenía que pensar en todo, secas ya las fuentes de sus ojos, quiso orientarse en la apurada situación en que la voluntad de Dios la había colocado, quiso saber qué le quedaba en el mundo como abrigo y amparo; qué debía temer, qué debía esperar. Y miró en su derredor, y se vio sola y cargada de deberes, cuyo peso le parecía superior a sus fuerzas. Atrevióse a mirar al fondo de su corazón, y apartó de él la vista con espanto. Allí había algo como una espina, que la punzaba, y no podía arrancarlo por más esfuerzos que hacía; trataba de mitigar el dolor amparándose con el recuerdo de su madre, y más le exacerbaba así. Las dos imágenes no cabían en paz en su corazón, ¡y la desventurada no podía pensar en la una sin consagrar la mitad del pensamiento a la otra! Volvió a verter mares de lágrimas, y llorando seguía cuando una voz infantil dijo a su lado:

-¡Águeda!

Ésta levantó la cabeza que hundía entre sus manos y vio a su hermanita que, de pie enfrente de ella, le contemplaba con el hermoso rostro contristado. También era rubia y blanca, y profusas madejas de rizos envolvían su cuello y descansaban trémulos y brillantes sobre los hombros cubiertos con las negras y ásperas lanas del luto riguroso que vestía.

-¡Pobrecilla! -murmuró Águeda, atrayéndose a la niña y dándola un beso-. Me olvidaba de ti.

-También te olvidas de lo que me prometiste -dijo Pilar, enredando con las puntas del ceñidor de la negra bata de su hermana.

-Pues ¿qué te he prometido, ángel de Dios?

-No llorar más... ¡y siempre estás llorando!

-Es verdad... Pero no volveré a hacerlo para no afligirte.

-Eso dices siempre..., y con todo, lloras... También me prometiste otra cosa.

-¿Qué cosa, hija mía?

-Despachar a don Sotero... ¡Ay, Águeda! ¡Qué miedo me da ese hombre! Desde que se murió mamá parece que tiene los ojos más verdes, y la voz más agria, y la boca más honda, y los dientes más afilados. ¡Algunas veces me manda las cosas con un aire!... Antes no hacía eso...¡Échale, Águeda!

-Pero niña, ¿cómo quieres que yo despida de repente a un hombre que en vida de nuestra madre ocupó tan señalado lugar en esta casa? Parecería eso muy mal. Ya te he dicho que cuando venga nuestro tío Plácido, que no puede tardar, iremos poco a poco separándole del cargo que ahora tiene...

-¡Mira que es muy malo, Águeda!

-Aprensiones tuyas, hija mía.

-Y tuyas también, ¡ea! Que por la cara que le pones, y alguna palabra suelta, conozco yo que no le puedes ver.

-Las niñas discretas no deben meterse con sus juicios en tales honduras.

-Eso es, ¡ríñeme ahora!

-No te riño, hija mía, sino que deseo que dejes a mi cargo ese asunto, que me interesa mucho más que a ti.

-¿Y si me trata mal ese hombre?

-¡Se guardará muy bien de hacerlo!

-¿Y si no se guarda?

-Si no se guarda, no esperaremos a que venga nuestro tío para hacer lo que debamos... Y ahora vete a correr por el jardín, y entiende que desde mañana vas a comenzar tus lecciones interrumpidas.

-¡Tan pronto!

-Más de dos semanas has tenido de vacaciones.

-¡Y bien tristes!

-Por lo mismo nos conviene a las dos volver cuanto antes a esas tareas. Así nos distraeremos.

-Adiós -dijo Pilar, besando a su hermana en la tersa mejilla.

-Adiós, hija mía -contestó Águeda, estrechando a la niña contra su pecho y dándola un beso en los rizos de la frente.