De tal palo, tal astilla/Capítulo VIII

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Mientras esto pasaba arriba, abajo, cerca de la portalada, se apeaba un personaje, no desconocido para el lector, y entregaba el caballo a Macabeo, que le había visto llegar y tenido el estribo.

Y decía Macabeo:

-Ya extrañaba yo que, hallándose usted en la tierruca, no se diera una vuelta por acá a rendir su homenaje correspondiente a la pobre señorita... Porque, hablando en punto de verdad, ¡qué caráspitis!, si en vida de la señora, que en paz descanse, hubo entre ustedes sus dares y tomares, nunca mejor ocasión que ésta para echar pelillos a la mar; y nada tiene que ver el que las gentes no congenien, con venir a limpiar las lágrimas de los que lloran por los muertos: la caridad de Dios lo manda y el mesmo corazón lo pide. ¿No es verdad, don Fernando?

Y respondía Fernando, no muy entonado ni seguro de voz, algo receloso de mirada y bastante desconcertado de ademanes, como quien va a cometer una empresa muy arriesgada:

-¿Y qué motivos tienes tú, buen Macabeo, para asegurar que entre esta familia y yo hubo alguna vez esos dares y tomares de que hablas?

-Motivos, por decir motivos, señor don Fernando, no los tengo mayormente; pero ya sabe usted lo que es la gente: cuando ve que uno menudea el trato con otro, y luego se entera de que el trato no sigue, se vuelve tarumba buscando el porqué de la cosa; y muy a menudo da lo que presume por lo que no encuentra. Bien pudiera suceder en lo presente algo de esto; y si sucede, que no valga lo dicho, y salud nos dé Dios. Díjelo al auto de ensalzar el caso de la bienvenida que, por lo demás, yo no entro ni salgo... Y a lo que voy, creo que no miento, caráspitis, si le aseguro a usted que no ha quedado señor de copete en el redondel de la provincia, sin venir a dar su sombrerada a la señorita... ¡Ay, qué días, señor don Fernando; qué laberintos y trajines!... ¡Ya se ve: de los pudientes, todos resultan amigos y parientes!... No juraré yo que muchos de ellos no hayan venido por bambolla, y tal cual por lo que se pesca en el regodeo del bizcocho remojado, cuando no el ollón del mediodía; que de unos y otros hubo. A todo se hace en la vida, créalo usted; y Dios me perdone si en el supuesto levanto algún falso testimonio... Por eso no llamo a nadie por su nombre, aunque bien pudiera. ¡Y qué decirle a usted del entierro de la señora, que en gloria esté a la presente! ¡Caráspitis! Bien que algo ya sabrá usted, porque en él hubo mucha gente de Perojales. Aquello, señor don Fernando, no se ve más que una vez en la vida; y en esa, cuente que los ojos de la cara no alcanzan a ver la mitad. Aquí fue día de fiesta, por lo tocante a no trabajar nadie; la iglesia se llenó con unos y con otros a lo mejor del caso, y en la brañuca de afuera no cabía un mosquito. ¡Pero adentro!... ¡Uf! El señorío más pudiente de la provincia en cuatro ringleras, de arriba abajo; más de cincuenta curas cantando las vigilias en el coro. ¡Qué voces! Cuando el de Piongo echó el Desila (dies illa), la gente lloraba. ¡Cuento parece que con los años que tiene entone de aquella manera!... Después, la misa. ¡Caráspitis! ¡Qué jumera se armó con aquellos incensarios! ¡Qué ruido con aquellos cánticos tan tristes! ¡Qué melanconías daban aquellas casullas tan negras y aquellas luces tan altas al reguedor del tomulto, que se perdía de vista allá arriba! ¡Y todavía había cirios encima de él, y cirios en el suelo, y cirios en todas partes!... ¡Aquello ardía, señor don Fernando, y partía el alma! ¡Y más la partió el rodear después todos los curas el tomulto; y responso va y jisopada viene, incensada por acá, requiem por allí, amén por el otro lado! ¡Corazón de peña había de tener para no llorar con el incienso, techo arriba, hasta el mismo cielo!... ¡Vaya si subirían! Así subiera yo el día de mi muerte... Pues ¿y de limosnas?... Los pobres se aviaron para mucho tiempo... ¡No digamos cosa del sustipendio a los señores curas! Un ochentín a cada forastero... ¡Un ochentín! Onde más se da por lo mesmo, no llega a treinta reales. Dicen que a don Sotero se le iba el corazón detrás de cada moneda que daba, aunque lo hacía por cuenta ajena; pero al que lo tiene de suyo, a la cara le sale, aunque se rasque el vecino.

Como a Fernando le devoraba la inquietud, cortó aquí la narración de Macabeo.

-Muy bien está -le dijo- todo eso que me refieres; pero advierte que deseo saludar cuanto antes a la señora, y dime si podré hacerlo.

-¡Eso no se pregunta, señor don Fernando!... Digo, paréceme a mí, salvo tropiezo que no barrunto a la presente...

-Pues recoge mi caballo... y hasta luego.

Hízolo así Macabeo; y mientras le llevaba de las riendas a la cuadra, Fernando abrió la portalada y entró en el corral.

Águeda se hallaba sola. Anunciáronle una visita; y sin dársele tiempo para preguntar de quién era, ya apareció Fernando en la estancia, pálido y torpe, como colegial delante de su maestro. Águeda, al verle, se puso no pálida, sino lívida.

-¡Virgen santa! -murmuró apartando los ojos de Fernando.

A esta escena siguieron frases descosidas y actitudes violentas que se dejan adivinar fácilmente. ¡Donoso estaba a la sazón el impávido adalid de la nueva ciencia! ¡Temblar delante de una señorita de aldea, él que, erguido sobre la tribuna, ponía en efervescencia a la muchedumbre con el vigor de su palabra!

Precisamente a estos recuerdos se agarró Fernando para adquirir la serenidad que le faltaba en aquel trance, que no dejaba de ser espinoso para él, como se verá por lo que sigue.

Encauzada, al fin, la conversación, gracias al esfuerzo de voluntad del joven, llegó a decir Águeda:

-Veía la muerte junto al lecho de mi madre; juzgué que el doctor Peñarrubia era el único recurso humano que podía salvarla y le busqué.

-Eso es decirme, Águeda -replicó Fernando-, que yo he creído que en la carta escrita a mi padre iba la llave para que yo abriera estas puertas que se habían cerrado.

-Esto es dar a un hecho la única explicación que tiene.

-Y por ventura, ¿le he dado yo otra distinta?

-Expongo la razón de mi conducta.

-¿A quién? ¿A mí? ¡Ay, Águeda! ¡Desgraciadamente, no puedo invocar ese derecho!

-Pero yo le reconozco en quien acaso me escucha en este instante; su memoria es mi juez y ha de serlo.

-No olvido que ese juez me cerró estas puertas.

Águeda calló.

-Ni que tú echaste la llave -añadió Fernando-. Ya ves que es ocioso recordármelo.

-Entonces, ¿por qué has venido?

-Porque no pensé que en estas horas supremas en que la costumbre obliga a ser paciente con tantas protestas falsas de cariño, fueras desdeñosa con el único corazón que mide y siente la magnitud de tu pena.

Águeda oyó el eco de estas palabras en lo más hondo de su pecho, y se abandonó al dulce sentimiento que las inspiró.

-¡Si vieras, Fernando -dijo, con los hermosos ojos arrasados en lágrimas-, qué triste es la soledad en que me hallo! ¡Si vieras qué grande, qué oscura y qué fría me parece esta casa desde que se fue para siempre quien la llenaba toda!

-¡Te crees sola, Águeda -repuso el joven reanimado con esta sencilla denuncia de un afecto aún palpitante-; te crees sola, y te complaces en alejar de tu lado a los que te aman!

Como si estas palabras hubieran vuelto a Águeda la línea de un deber olvidado, preguntó con firme entonación, mirando con valentía a Fernando:

-¿Hubieras venido hoy a esta casa hallándose mi madre viva en ella?

-¡Te juro que sin ese propósito no hubiera vuelto a la Montaña!... ¿Y cómo renunciar a él? Se desecha un antojo pueril; se arroja a los vientos del olvido la ilusión de un día; pero no se arranca del pecho jamás lo que ha arraigado allí con la fuerza y la voluntad del destino. Esto lo sabes tú muy bien, Águeda, o no me decías la verdad cuando el abismo no se había abierto aún entre nosotros. Pues bien, los abismos, o se llenan o se salvan, según sea su profundidad. Yo no conozco todavía la del nuestro; para conocerla hubiera vuelto aquí.

-Te dije que este abismo no es de los que se salvan con puentes, y que es muy profundo para colmado.

-Ese dictamen tuyo pudiera no ser el mío. Lo cierto es que me hablaste del conflicto, que indicaste algo sobre su naturaleza; pero nadie accedió entonces a mis deseos de examinarle con serenidad. Una voluntad de hierro se opuso siempre...

-Pues esa voluntad, Fernando, es la que sigue mandando en esta casa, y entiende que, sin ella, la mía hubiera bastado para cerrarte estas puertas.

-¿Y piensas, Águeda, que eso es obrar con justicia?

-Sé que obro con la ley de Dios, y esto me basta.

-¿Y es ley de Dios negar la luz al que perece en la oscuridad, arrojar en la sima de todos los tormentos al que camina por una senda despejada en busca del bien que ya tocan sus manos?

Águeda miró a Fernando con fijeza y le dijo:

-Cuanto más grande es el bien que se busca, más heroica es la resignación que se necesita para renunciar a él.

-Y si el bien es lícito, ¿por qué no hemos de alcanzarle?

-Recuerda, Fernando, en el caso presente, el abismo de que hablabas. No es necesario que yo te diga su profundidad; tú la conoces. Llénale si puedes, o retrocede. Salvándole a la carrera, no esperes hallarme a la otra parte... Y mira ahora lo que me rodea; ve la ocasión en que me arguyes, vuelve los ojos atrás... ¡y ten compasión de mí!

El llanto ahogó la voz de Águeda. Fernando sintió en su corazón un dolor agudo, como si aquellas lágrimas se le abrasaran, y replicó conmovido:

-Perdona, mi bien, las penas que te causan estos quejidos en que rebosa mi pecho. No vine hoy a tu casa a hacerte llorar, sino a llorar contigo; estábanme cerradas sus puertas y he tenido que asaltarlas para entrar; podías creerte ofendida, podías despedirme sin oír la razón de mi venida, y este temor de un suceso que habría de causarme tantas, tan diversas y tan hondas heridas a la vez, privóme de la serenidad para hablarte como un amigo que deplora tus penas. Lo demás, Águeda, ha venido ello solo; porque de la abundancia del corazón habla la boca. Díceseme que vuelva atrás la vista... Un año ha que no sé mirar a otra parte porque vivo de los recuerdos desde que se cerró el camino de mis esperanzas... ¡Déjame evocarlos, Águeda!

-¡Apartarlos de tu memoria fuera mejor para entrambos! -dijo Águeda con angustia.

-¡Tanto valiera -repuso Fernando con vehemencia- quitar la luz de mis ojos! No tengo fuerzas, Águeda, para arrancarte de mi pensamiento, ni al precio de ese sacrificio quiero la vida.

-Esa vida no es tuya, y has de aceptarla por triste que sea.

-No es mía, es verdad, pues te la consagré al conocerte.

-¡Tu vida es de Dios, Fernando, no lo olvides!

-Yo no sé más sino que es muy amarga sin ti, y que no puedo con ella.

-Arrástrala como una cruz, que calvario es el mundo.

-¡Ayúdame al menos a llevarla!

-Y ¿a quién encomendaré la mía, Fernando? ¡Si vieras lo que pesa!

-¡No lo parece, Águeda!

-¿Porque no me quejo como tú? ¿Porque no me rebelo?

-Porque si esa cruz que arrastras es como la mía, en tu voluntad está librarte pronto de ella... abreviando el camino.

-El que yo sigo no tiene atajos: con cruz o sin ella he de seguirle hasta el fin. Tocóme la cruz y la llevo. Ese es mi deber.

-¡Dichosa tú si a tanto te atreves! Yo no tengo esa virtud.

-Porque falta la fe.

-En ti puse la mía, y en ti la tengo.

-Ponla en cosa más alta, si no quieres perderla.

-No podemos entendernos así, Águeda; yo mido un hecho con el criterio humano, y tú le contemplas desde los ideales de tu fantasía religiosa. Desciende por un instante al mundo de la realidad, y júzgame entre los hombres y con la razón de los hombres. El destino quiso que tú y yo nos halláramos, porque nos había arrojado a la vida para eso. No recuerdo cómo te lo dije, o si te lo dije con palabras; pero sé que cuando sentí que te amaba, ya lo sabías tú, como yo supe que era dueño de tu corazón sin que me lo confesaras. Desde entonces, nuestros pensamientos fueron limpio cristal para los ojos del alma; y mientras la tuya se recreaba en contemplar la pureza de los míos, comprendí que había en el mundo algo más grande y más hermoso que el amor a los aplausos y a la gloria; y era la gloria de ser amado por ti. Ni inquietudes, ni dudas, ni recelos, ni vacilaciones nos atormentaron jamás; como si fuéramos los únicos moradores de la tierra, el afecto que nos unió no podía tener otros partícipes que nosotros mismos. No fueron muchas ni largas nuestras entrevistas, ni el misterio ni el vano alarde las acompañaron; brotaba el amor de nuestros pechos sin esfuerzo ni violencia; una palabra sola bastaba para traer a los labios todo el corazón, como del grano depositado en la tierra brota la flor fragante al dulce calor de la primavera. Al alejarme de ti por largo tiempo, parecíame que no nos separábamos, pues si perdía de vista al sol, acompañábame su luz iluminando todos los horizontes de mi vida... ¿Cabe amor más puro ni más intenso, Águeda?

Ésta, invencible y severa, no dijo una palabra. El otro continuó:

-Hasta aquí lo llano y placentero; las auras perfumadas y el ritmo sublime de todos los cánticos de la naturaleza. Desde aquí, las sombras de la noche, el frío y la soledad. Un día, por virtud de extrañas sugestiones, o por los recelos que produce en el país el nombre que llevo, o porque el destino así lo decretó, tus creencias ortodoxas quisieron registrar el fondo de mi conciencia. Obras son del convencimiento y de la reflexión las ideas que tengo y profeso acerca de ese punto de eterna controversia; y como no sé mentir, no os oculté que había grandes y radicales discordancias entre tu modo y mi modo de ver esas cosas.

-¡Y se abrió el abismo entre nosotros! -dijo Águeda.

-¡Le abristeis! -replicó Fernando-. Tu madre creyó ver en el suceso una providencial advertencia, y discretamente nos trazó el camino que en adelante debíamos seguir. Sin embargo, no fue su boca, sino la tuya, la que me hizo conocer su acuerdo inclemente.

-Si con esa advertencia quieres ponderar mi dureza contigo, recuerda lo que ya te dije otra vez, y verás que no me remuerde la conciencia; yo sola hubiera tomado esa misma determinación, a no tomarla mi madre.

-¡Tan grave te parece aún mi delito!

-¡Enorme, Fernando!

-Y no obstante, jamás quisiste someterme a un juicio desapasionado y sereno.

-En delitos de esa naturaleza no hay grados. O se delinque, o no se delinque. El más o el menos importa muy poco. Desconociendo mi fe, lo mismo nos separa un punto que la inmensidad.

-Eso me dijiste también entonces con harto asombro mío. ¡Qué mal se compadecía, Águeda, el rigor de esas palabras que me mataban, con la dulzura de tantas otras con que me diste la vida!

-No está la muerte en la sentencia, sino en el reo que la merece.

-¿Y por ventura sé yo todavía lo que soy en este proceso extraño? Reo me llamas, y sin oírme me condenas; busco en mi corazón y en mi conciencia el delito de que me acusas, y no hallo sino amor y adoración por ti; y tú, en pago, me matas.

-¡Yo!

-¡Sí Águeda, tú! Mi vida, desde que nos hallamos, está en el ansia de llegar a ti, para no separarnos jamás. En la senda me encontraba ya. Tú me cerraste el paso.

-Sé más justo; te señalé el obstáculo que te le cerraba.

-Abismo le llamaste.

-Y lo es por lo que nos separa. También te dije: «Cólmale y pasa, si quieres acercarte a mí». ¿Lo has intentado siquiera, Fernando? ¿Qué esfuerzos puedes invocar que abonen la razón con que me llamas cruel e injusta?

-¿Y qué esfuerzos cabían en mí? ¿Por ventura se cambian cada día las convicciones? ¿Podía yo dejar de pensar como pienso por el solo hecho de saber que no pensaba como tú?

-Podías, cuando menos, no haber ahondado la sima.

-¿Luego la he ahondado?

-¡Cosa extraña! Antes de surgir el conflicto, la misma prudencia era tu boca en asunto tan grave; desde que la fatal discordancia nos separó, tus actos públicos han sido una incesante batalla contra los dogmas augustos de la fe. ¿Qué juicio debo formar de tus propósitos?

-Ninguno que no me favorezca, Águeda; la casualidad ordena a menudo las cosas de ese modo.

-Y la casualidad no fue, sino la Providencia, la que puso en mis manos los impresos relatos de esas tus proezas.

-Lejos de ti, nimio y pueril consideré el motivo de nuestra desavenencia, e indigno le juzgué de someterle al temple de mis arraigadas convicciones; escrúpulo me pareció de los que se desvanecen con el soplo de la reflexión, y dejele intacto en espera de las que pensaba hacerte.

En esto, arrastráronme las circunstancias a una de las batallas que tú lamentas, y entré a pelear con todas mis armas, sin pensar que pudiera herirte con ellas; antes bien, como los paladines legendarios, invoqué tu nombre en demanda de valor y de fuerzas; y cuando los aplausos (perdona esta candorosa declaración) me anunciaron la victoria, sentí no tenerte a mi lado para depositar los ganados laureles a tus pies. En cuanto a mi tesis doctoral, otra de las nefandas batallas, a lo que presumo, con decirte que la escribí antes del fatal suceso, quito toda la maldad a tu sospecha. ¡Ahí tienes lo que queda de mis supuestos propósitos de hostilidad y rebeldía!

-No te creí movido de los de tal índole, pues para admirar tu talento no he necesitado verle brillar entre los aplausos del mundo. Tú me has dicho que de la abundancia del corazón habla la boca. De la abundancia del tuyo brotaron aquellas herejías cuando yo te soñaba meditando sobre las que me declaraste aquí. Esa abundancia, y la ocasión en que la conocí, son lo que deploro; con ello ensanchaste la sima que nos separaba.

-Águeda -dijo aquí Fernando con acento conmovido, después de meditar un rato con la frente entre las manos-, me persuado de que nuestros criterios son incompatibles para juzgar de este conflicto; sin embargo, el trance es para mí, entiéndelo bien, de vida o muerte. No te pido que, en virtud de estas declaraciones, me abras las puertas de tu casa y vuelvan las cosas al estado en que se hallaban hace un año: pero te suplico, de rodillas si es necesario, por el amor que inunda mi alma, por el que aún late en tu pecho, que me oigas una vez siquiera con oídos humanos, que me juzgues con la razón fría y desapasionada. ¿Quién sabe, Águeda, si la mujer que supo hacer vibrar en mi pecho desconocidas cuerdas, logrará con la luz de su talento y de su fe iluminar eso que tú crees antros de podredumbre y de maldad?... Ya ves si quiero transigir... Además, a mí nunca se me dijo que esas diferencias pudieran ser obstáculo a ninguno de los fines honrados de la vida... Con la buena fe de esta ignorancia te conocí y te amé. Acéptala en descargo de mi culpa, y óyeme... no ahora, sino cuando pasen algunos días, y con ellos lo más amargo del dolor que te aqueja... En suma, Águeda, ¡que no sea ésta la última vez que yo hable contigo con el derecho de decirte que te adoro!

Águeda oyó estas súplicas con el alma acongojada, pero con heroica resolución. El trance en que se hallaba la infeliz era por todo extremo complicado.

-La extensión de tus errores -respondió- me deja sin la menor esperanza de que algún día se acorten las distancias que nos separan. ¿A qué tu empeño en estrechar esos vínculos, que al fin han de romperse? Y cuenta que temo por ti Fernando porque te veo sin armas para luchar contra los obstáculos; sin fuerzas para resistir el peso de tu desdicha. No obstante, si tan extrema es la necesidad que sientes de que te oiga una vez más; si complaciéndote en ese deseo te pongo en ocasión de que tus ideas puedan tomar otro rumbo, satisfáganse tus ansias. Pero entiende que no se quebranta mi fe con argumentos sutiles. Guárdate de hacerlos, y no olvides que sólo con la ley de Dios, no en los labios, sino en el corazón, has de reinar en el mío.

Fernando, educado en la lucha de las ideas, tenía tal confianza en el poder de las suyas, que se atrevió a considerar como señal de victoria la concesión que Águeda le hacía. Despidióse de ella todo lo animoso que podía estar en aquel paréntesis de desesperación, y salió. Cuando el rumor de sus pasos dejó de oírse, Águeda cayó de rodillas ante un hermoso crucifijo que había en la estancia, y exclamó desde lo más hondo de su pecho:

-¡Señor y Redentor mío, inspírale! ¡Envía a su corazón una chispa de tu gracia! ¡Que crea y se salve, aunque yo le pierda; y si el peso de sus errores ha de vencerle, que no me falten fuerzas par llevar con resignación la cruz de mi desventura!