De tal palo, tal astilla/Capítulo XXIV
Seguro de que el lector, por lo que ha visto y oído, no ha de decirme que levanto falsos testimonios, ni que falto a la caridad sacando a la pública vergüenza lo que es mejor para callado cuando las pruebas no abundan, y los juicios son, por ende, temerarios, voy a referirle en confianza lo poco que le falta saber, aunque parte de ello se lo haya presumido, del piadoso tutor y curador de las huérfanas de nuestra historia.
Es cosa averiguada que sus maldades y picardías le pusieron en la necesidad de abandonar la capital del partido en que por muchos años ejerció el cargo de procurador.
Al establecerse en Valdecines, su pueblo natal, como no era hombre capaz de perder el tiempo en ninguna parte, obedeciendo al impulso de una inveterada costumbre que era en él necesidad, tendió en su derredor los penetrantes ojos, diciéndose al propio tiempo: «¿Qué hay aquí de explotable y provechoso?». Y vio la casa de los Rubárcenas. «¿Cómo se entra en ella? Con la ley de Dios. Yo no la conozco... Pues la falsifico». Y se hizo beato, como pudo haberse hecho en otras circunstancias bandolero.
Doña Marta que, como se ha dicho, era profunda y discretamente piadosa, frecuentaba la iglesia sin perjuicio de sus altísimos deberes domésticos; y don Sotero dio en frecuentarla también, precisamente a las mismas horas que ella. También se ha visto ya que, según gentes, el ex procurador era el mismo demonio, y según otras, un santo de Dios. Doña Marta oía de lo uno y de lo otro; y en lo poco que el caso le interesaba, ateníase, por caridad, a lo que veía; y lo que veía era por todo extremo edificante y ejemplar. No obstante, don Sotero no consiguió, por entonces, meter la cabeza en la casa; porque era cordialmente antipático a don Dámaso; Águeda no le podía ver, y a doña Marta le tenía sin cuidado que entrara o que saliera.
Muerto el señor de Quincevillas, el ex procurador supo hacerse necesario para arreglar algunos asuntos de la testamentaría; y así metió un pie. El estado de desconsuelo en que cayó doña Marta al perder a su marido, fue causa de que se acrecentara en ella, como queda expuesto en su lugar, el fervor religioso. Pues no se arrimó una vez al presbiterio para comulgar sin que se arrodillara a su lado don Sotero..., y entiéndase que doña Marta no comulgaba menos de dos veces por semana.
Con esta aparente mancomunidad de fines, el pío varón visitaba a menudo a la buena señora para proponerla obras de caridad, pedirla u ofrecerla libros de devoción..., hasta consultarla casos de conciencia; y como la inconsolable viuda no estaba para ocuparse en asuntos terrenales, de cuando en cuando encargaba al servicial devoto el arreglo de una cuenta, el pago de una contribución, etc... Así metió en la casa el otro pie. Una vez dentro de ella, lo demás cayó por su propio peso. Llegó a ser administrador general, y consejero áulico, y lector indispensable del Año cristiano; observándose que a medida que crecía la privanza del intruso, mermaba la calidad de las dotes morales de la pobre señora, verdadera mártir entre las tristezas de su espíritu y los dolores de su cuerpo.
Águeda, que adoraba a su madre, complacíase en seguirla el gusto en todo, hasta en lo que la perjudicaba a ella; y así toleraba las altanerías y descomedimientos del gazmoño, y aun le ponía buena cara y daba gracias a Dios porque la dejaba libre el gobierno interior de la casa y la educación de su hermana.
Según don Sotero iba tomando el pulso a aquel caudal tan abundante, limpio y saneado, se acostumbraba a considerarle como filón de mina propia; y tanto más le amaba cuanto más a fondo le conocía. ¿No era un verdadero escándalo que aquellas riquezas, con las que, bien manejadas, se pudieran remover hasta los fondos de toda la provincia, estuvieran en manos de tres mujeres incapaces, una por sobra de achaques y dos por falta de años y experiencia?
Dos medios había a los ojos de don Sotero para arrancar aquel tesoro de manos indignas. Perseverar en la administración y cuidado de él, sin permitir que, con ningún pretexto, los gorriones se acercasen al trigo de las herederas, o dar a doña Marta un yerno de la casa de don Sotero, lo suficientemente dócil y subordinado, para que éste, y no el marido de Águeda, fuera dueño del caudal acumulado de los Quincevillas y Rubárcenas. Bastián, ya mozo casadero entonces, servía para el paso: era tan tosco, tan bruto y tan feo, que no había que soñar en que Águeda le aceptase sin morirse de pesadumbre. Podía contarse con el apoyo de doña Marta, después que don Sotero la demostrara que era indispensable aquel enlace para la salvación de su alma y la de su hija; pero ese intento no podía llevarse a ejecución sin antes ver lo que el cepillo de la educación labrara en la cerril naturaleza del muchacho. Al fin y al cabo, doña Marta había sido mujer de exquisito gusto y de talento extraordinario. Y cátate que don Sotero, aventurando en el enlace algunos cuartos, envió a Bastián a la ciudad por si la fortuna quería obrar el milagro de que la sujeción, el buen ejemplo y algunas enseñanzas le transformaran en persona decente, de una bestia que era.
Por entonces se conocieron Águeda y Fernando, y creyó ver don Sotero todos sus planes patas arriba; pero afortunadamente, ocurrió lo que ya el lector sabe; y así, y con algo que puso también de su cosecha en el ánimo de la celosa madre el pío varón, salió éste con toda felicidad del apurado trance.
El cual podía volver a repetirse; y he aquí por qué no se descuidó un punto en arreglar las cosas convenientemente cuando la señora conoció que se iba a morir. De estos arreglos, hijos de su grande influencia con la santa mujer, también tiene noticias el lector por las cláusulas testamentarias que conoce.
Desde aquel instante comprendió don Sotero que no había que pensar en el siempre aventuradísimo proyecto de casar a Bastián con Águeda. Doña Marta no existía ya para ayudarle, y su hija, que había querido, y que tal vez quería aún, a un hombre como Fernando, no aceptaría jamás a Bastián, ni con la amenaza del patíbulo. Lo que en adelante había que hacer era conservar a todo trance el imperio en aquella casa, y alejar de ella cuanto trascendiera a novios y parientes de las huérfanas. Por de pronto, necesitaba hallarse solo una temporadita en la testamentaría y arreglo de sus cuentas con la casa. De aquí sus esfuerzos para que don Plácido supiera lo más tarde posible la muerte de su cuñada y el cargo que ésta le había señalado en el testamento. Conocía, o creía conocer, la insignificancia del solterón de Treshigares, y pensaba que éste daría por bien hecho cuanto él hiciera, y que se volvería a su pueblo, arrastrado por la fuerza de sus aficiones, tan pronto como llenara la fórmula de hacerse cargo del que le había conferido la voluntad de la difunta. Esta creencia fue causa de que don Sotero, cuando no logró de doña Marta quedarse solo al cuidado de las huérfanas, no hiciera grandes esfuerzos para evitar que le acompañara don Plácido.
Pero éstos y otros parecidos cálculos podían fallar a lo mejor, en el cual caso don Sotero necesitaba acudir a medios extraordinarios; y por eso le era indispensable tener a su lado a Bastián, instrumento inconsciente y grosero para cualquiera de sus diabólicas combinaciones.
Y los cálculos fallaron, volviendo a presentarse Fernando en casa de Águeda. Sabía el bribón lo que es la humana flaqueza; y aunque no dudaba de la arraigada fe de la hija de doña Marta, teníala por mujer y creía posible que, oyendo sólo a su corazón, perdonara a Fernando y se casara con él. De aquí sus esfuerzos para separar a los dos jóvenes. Pero en estos esfuerzos se corría el peligro de que Águeda se alarmase demasiado y de que llegara la alarma hasta Treshigares; y por eso, mientras vigilaba la estafeta con la habilidad con que él sabía hacerlo, no abandonaba un punto sus meditaciones sobre un proyecto que estaba decidido a realizar en un caso extremo. Y el caso llegó, como pudo ver el lector en casa de don Sotero cuando Bastián soñó recio con el viaje de Macabeo y entró el ama del cura a dar la buena nueva de la conversión de Fernando. Con aquel paso espontáneo o embustero, del hereje, o con la venida, ya muy próxima, de don Plácido, Águeda iba a ser libre, ora casada con el uno, ora amparada con el otro. Era preciso difamar a Fernando por todos los medios imaginables, y someter a la joven a una prueba tan terrible que, por de pronto, la deshonrara a los ojos del pueblo entero, y a la vez la pusiera en la necesidad de aceptar a Bastián por marido, o en la de no casarse jamás por falta de pretendiente. Ya se vio lo que hizo la maledicencia con respecto a Fernando. El encargo dado con tanto encarecimiento por don Sotero, de que no se hablara del caso a la interesada ni al cura, fue cuerda previsión del pícaro. Tanto la una como el otro tenían sobrado talento para conocer la hilaza de la noticia en cuanto averiguasen su procedencia.
Para llevar a cabo la segunda parte del infernal proyecto, había que empezar por el secuestro de Águeda. ¿Cómo intentarle sin que ésta se resistiera? El lector lo ha visto ya: llevándose a la niña, sobre la cual tenía don Sotero cierta jurisdicción que no alcanzaba a su hermana. Indudable era que ésta había de seguirla para acompañarla. De este secuestro y de todas sus consecuencias se han dado sobradas noticias en los capítulos precedentes.
Tal era don Sotero en cuerpo y alma. Réstame añadir que tenía mucho dinero; no enterrado en la huerta ni en la cuadra, ni oculto entre las latas del tejado, como era versión corriente. Sobrábale apego al vil ochavo para no dejar a los suyos tan indefensos e improductivos. Teníalos sembrados de modo que le produjeran buena y segura cosecha todos los años, y con un repuesto siempre disponible y a mano, aunque no en su casa, para sacar de apuros a un necesitado..., con su cuenta y razón.
Excuso decir que este caudal era el fruto de sus rapiñas e iniquidades, desde que tuvo uso de razón.
-Pero, señor -decían las gentes de Valdecines que le miraban por el lado malo-, yo comprendo que la señora doña Marta, con las penas que la afligen no caiga en lo pícaro que es ese hombre; pero el señor cura, tan listo, tan santo y con tanta experiencia, ¿cómo se deja engañar de él?
A lo cual respondo yo que el cura de Valdecines no se dejaba engañar de don Sotero. Sospechaba que era un hipócrita siempre, y un sacrílego cada vez que comulgaba; pero esta sospecha no era bastante para echarle del confesonario cuando se arrimaba a él, lo menos una vez cada semana, ni de la iglesia todos los días, cuando en ella estaba reza que te reza y canta que te canta. Hincábase don Sotero delante del bondadoso párroco para acusarse de haber escupido en el templo sin necesidad, o de haberse distraído dos veces rezando el rosario, o de haber mordido un arenque después de comer un torrezno, sin acordarse de que en aquel día no era lícito promiscuar, o de otras pequeñeces semejantes; y aunque el cura, sospechando lo muy gordo que el penitente se callaba, se entretenía un cuarto de hora en hablar del sacrilegio que cometen los que se acercan al comulgatorio con la conciencia impura, y del horrendo castigo que aguarda en la otra vida a los que en ésta tratan de engañar al mundo con un falso temor de Dios, el gazmoño bajaba la cabeza como si le escandalizara el peso de las ajenas culpas, y se iba a comulgar tan fresco y despreocupado. ¿Qué hacer con un pillo así? O matarle o dejarle. Y el cura de Valdecines le dejaba, hasta el punto de no acordarse de él sino para pedirle a Dios que le hiciera bueno, si sus sospechas de que no lo era no le engañaban.
Si en Valdecines hubiera habido sectas o siquiera partidos, ¡qué horrores se hubieran dicho de la comunión a que don Sotero parecía afiliado con tanto fervor!... Porque el lector no ignora que en el mundo andan las cosas así.
En la mala fe de las disputas, tanto da el oro bruñido como la telaraña que sobre él cayó por casualidad. ¡Cuánto más a gusto y en paz viviríamos si cada cual se entretuviera en limpiar de telarañas el oro de sus devociones, en lugar de llamar al oro del vecino montón de telarañas, porque en él hay una que le ensucia!
Por lo que a mí hace, no dirá el lector que no predico con el ejemplo. Otro tanto sucedía en Valdecines, donde no se conocían los partidos ni las sectas a que he aludido. Los que tenían a don Sotero por un bribón, gloriábanse de señalarle como herrumbre del puro metal a que se había adherido, y jamás confundieron la una con el otro.
Continuando la interrumpida historia, digo que desde lugar conveniente pudo observar el muy tunante que el atentado por él dispuesto con diabólica astucia no tuvo los testigos que él se imaginó, porque en la barriada no quedó alma viviente que no fuera a la verbena. En cambio, vio llegar a don Plácido y a Macabeo, y subir a éste por el breval y los tejados contiguos a su casa, y salir de ella a las prisioneras bien escoltadas. La ira le embraveció entonces; y hay quien asegura que la desahogó sobre Bastián, a quien halló roncando en el sitio en que nosotros le dejamos tendido. ¡Como si el pedazo de bestia no hubiera extraído hasta la quintaesencia de la moral que cabía en el caso que el moralista le había pintado con tan vivos colores!
Lo que no dejó lugar a dudas fue que, puesto a considerar las consecuencias que el lance podía tener para él en casa de los Rubárcenas, se encogió de hombros y dijo, poseído de la mayor confianza en su serenidad y en sus recursos:
-Mañana nos veremos. ¡Lo que deploro -añadió echando una mirada triste por suelos y paredes- es el gasto ocioso hecho en la jaula en obsequio de esos pájaros, que se me han escapado de ella sin dejar siquiera las plumas entre los hierros!