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De tal palo, tal astilla/Capítulo XXV

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No podía darse hombre más insignificante, en la apariencia, que don Plácido Quincevillas. No había en toda su persona un solo rasgo digno de llamar la atención de nadie. Pertenecía al grupo innumerable de esos individuos con los cuales se codea uno toda la vida en la calle y en los paseos públicos, que nunca van a la moda, se asemejan a todo el mundo, y a quienes jamás llegamos a conocer, por no tomarnos la molestia de preguntar cómo se llaman. Ni en verano se aligeran de ropa, ni en invierno se abrigan con exceso. Parece que nunca cambian de traje, y siempre le tienen en buen uso; andan sin apresurarse, y pisan sin hacer ruido con los pies; nadie los ha conocido jóvenes, ni alcanza, por mucho que viva, a verlos enteramente viejos; siempre han sido y nunca dejan de ser señores formales; tienen bastante buena conversación, pero jamás hablan de cosa que valga dos cominos; son frugales en la comida, gozan de buena salud... y algunos de buena renta, cuyas tres cuartas partes ahorran, no por codicia, sino por falta de necesidades..., y pare usted de contar. De estos últimos era don Plácido. Y es todo cuanto tengo que decir de su carácter y figura. En cuanto a sus aficiones y entretenimientos, ya sabemos por don Lesmes que estaban reducidos a la cría de las gallinas y estudiar sin descanso el modo de obtenerlas de muchos colores.

Con lo que le dijo Macabeo en Treshigares y andando el camino de Treshigares a Valdecines, y lo que sabía por la carta de Águeda, y lo que le refirió ésta tan pronto como se vio en su casa después de salir de la de don Sotero, en la cual ocasión también le hizo enterarse detenidamente de las consabidas cláusulas testamentarias, llegó a conocer al buen ex procurador tan a fondo como le conocemos el lector y yo; tanto, que en un arrebato de indignación de que se vio poseído al referirle su sobrina los pormenores del secuestro, sin ocultarle el gran conflicto de su alma, arrebato que le llenó de asombro porque jamás se había indignado sino contra la desgracia, que le hacía perder algunas veces las echaduras de mejores esperanzas, se creyó capaz de hacer una hombrada con don Sotero en cuanto le viera al alcance de su mano.

Habiendo preguntado Águeda cómo se obró el milagro de que tan a punto entrara Macabeo por la ventana de la casa de don Sotero, dijo así don Plácido:

-¡El demonio del hombre es una alhaja! Entramos en Valdecines haciendo un gran rodeo por no topar con la bulla de la hoguera, aunque yo jurara que por venir a tiempo a ella andaba Macabeo hasta cansar a mi cabalgadura, y llegamos a esta casa. ¡Juzga de nuestro asombro cuando supimos que horas antes os había sacado de ella ese bribón! La noticia que nos dieron tus criados de que habías ido a pasar la noche allí por estar más lejos del ruido de la fiesta, sólo sirvió para aumentar nuestros recelos. Corrimos desalados a esa maldecida casa; y cuando estábamos debajo de su balcón, te oímos pedir socorro. Nos lanzamos a la puerta... Estaba cerrada por dentro. Llamamos en las casas de los vecinos. Cerradas también y en silencio... Todo el mundo estaba en la hoguera. Entonces Macabeo ideó el recurso de trepar por el breval al tejado contiguo; de éste a otro un poco más alto, y por último, al balcón... Lo demás, ya lo sabes tú.

¡Y tan sabido como lo tenía Águeda! ¡Y tan agarrado a la memoria y al corazón, como espinas de hierro, que a la vez la enloquecían de espanto y la mataban de dolor y de vergüenza! ¿Quién era capaz de detener en sus justos límites la murmuración de la gente cuando el suceso se divulgase? ¿Y cómo andaría su honra entre tantas lenguas, si hasta para defenderla las más compasivas tenían que mancharla?

Comprendió don Plácido, al ver las impresiones que se pintaban en el rostro de su sobrina, que no era cuerdo tratar más del asunto y mudó de conversación; pero ninguna conseguía sacar a Águeda de sus imaginaciones. Se habló poco y se cenó mucho menos. Recogiéronse todos, y ¡vaya usted a saber quién de ellos fue bastante afortunado que mereciera las caricias y consuelos de ese brujo de la noche, que no se los niega ni al mísero pordiosero que se tiende sobre sus andrajos en el abandonado rincón de una pocilga!

Al día siguiente, mientras las campanas repicaban a fiesta y el pueblo se echaba a la calle con los trapitos de cristianar, y Macabeo se tiraba de las greñas después de haber contado los ramos que las pícaras mozas pusieron en sus heredades sin sallar, desayunándose don Plácido y sus sobrinas: Pilar, como si nada hubiera ocurrido, pues el bienestar presente le hacía olvidar los sustos pasados; Águeda, trémula todavía y espantada, parecía haber envejecido diez años en pocas horas. Don Plácido la miraba a menudo de soslayo, y hasta hubiera jurado que blanqueaban sus antes rubios y dorados cabellos. Dábale pena la luz de aquellos ojos, que sólo servía para alumbrar los surcos del dolor impresos en cara tan hermosa, y no sabía cómo encauzar la conversación para distraer un poco a su sobrina y hacerla sonreír. Al último, y por probar de todo, dijo así:

-En cuanto a la razón de que, falto de noticias directas tuyas, no me llegaran por otro conducto en tantos días las referentes al triste suceso que se ha hecho público en toda la provincia por la importancia y calidad de persona tan visible como tu difunta madre, has de saber que se explica muy fácilmente. Por aquel entonces acababa yo de hacer la quinta experiencia, no más feliz que las otras cuatro, de cruzar la casta padua con la cochinchina, de tal modo y con precauciones tales, que me diera una nueva especie de siete moños rojos, dos charreteras amarillas y calzas de color lagarto, cuando me dicen que el ejemplar que yo busco con tanto empeño le tiene el cura de Caminucos. Para llegar a Caminucos, que está peñas arriba, necesitaba yo, a un buen andar, dos días desde Treshigares; pero el asunto valía bien ese mal rato y púseme en viaje. Hala, hala, y sube que te sube, aquí cayendo y allí resbalando, llego a Caminucos, doy con el cura, cuéntole el caso y háceseme de nuevas. ¡Todo su gallinero no valía cinco reales en buena venta! Por único regalo tenía dos quiquiriquis habaneros que le había enviado un sobrino indiano la primavera pasada, y ya le habían dado cincuenta disgustos revolviendo todas las gallinas del lugar y robando el grano hasta del arcón de los vecinos. Yo tuve esta casta, por tener de todo, y me deshice de ella si quise vivir en paz con los míos. Pues señor, díceme el cura que quien debe tener algo de lo que yo busco es el escribano de Pindiales. Otros dos días de viaje, siempre subiendo. Pero las cosas o se hacen en regla o no se hacen. Así me dije, y emprendí la marcha; y sábete que en aquellas alturas ya no había hondonada sin su tortillón de nieve, más dura que una peña. Al fin, llego a Pindiales y veo al escribano. Hínchase el hombre de vanidad, como un pavo cebado, al saber el intento que yo llevaba; condúceme al corral con mucho misterio, ¿y qué crees que me enseña como cosa del otro jueves? Pues una papujona de la casta china, de las que yo no quiero en mi casa porque las hay a patadas en toda la provincia. ¿Cómo habían de tener el escribano de Pindiales ni el cura de Caminucos ni el lucero del alba casta que no había podido sacar yo? Esta reflexión me consoló un poco de lo infructuoso del viaje, y volvíme a Treshigares. En resumen, hija mía: entre idas, vueltas y descansos pasé fuera de mi casa semana y media bien cumplida. Nadie se había movido de aquel pueblo, nadie había entrado en él en todo ese tiempo... ni siquiera el cartero de la comarca; pues no trayendo cartas para mí, única persona que allí escribe alguna vez, y sabiendo que me hallaba ausente, ¿a qué perder tiempo en aquella parada? Dos días después llegó Macabeo; diome tu carta; añadió de palabra cuanto yo necesitaba saber, y sin echar siquiera un vistazo al gallinero, aunque dejándolo bien recomendado, pusímonos en camino de este pueblo, y...

Aquí llegaba don Plácido con su relato, cuando le anunciaron que don Sotero deseaba hablar con él.

Águeda tembló de pies a cabeza al saber que se hallaba tan cerca del hombre que más terror y más repugnancia le infundía en el mundo, y huyó del comedor. Pilar salió tras ella agarrándose a la falda de su vestido.

El solterón de Treshigares sintió que la sangre le hervía en las venas; que los dedos se le crispaban solos, y que la ira le ponía de punta los no muy abundantes cabellos de color de castaña.

-¡Que pase! -dijo, dominándose cuanto pudo.

Entró don Sotero con los resobeos, suavidades y reverencias de costumbre, y díjole don Plácido con una valentía inconcebible en hombre tan frío e indiferente a todo cuanto no fuera gallinas y modo mejor de criarlas.

-¡Usted es un infame, un hipócrita... un pillo redomado!

Don Sotero aguantó la descarga sobre el cogote, pues tan humillada tenía la cabeza, y quiso conjurar la tormenta con su táctica habitual de mansedumbre; pero don Plácido, más indignado cuanto más el otro se humillaba, atajó sus dulces palabras con éstas, que salían de su boca echando chispas:

-¡Mire usted que no soy yo lo que parezco! ¡Mire usted que cuando me atraganto con gazmoños no respondo de mí... y que soy muy capaz de arrojarle a usted por el balcón, después de arrancarle a latigazos el pellejo!

El hombrecillo de Treshigares parecía haber crecido medio palmo al decir esto; y don Sotero no dejó de notarlo con el rabillo del ojo. Callóse como un muerto, y añadió don Plácido:

-Va usted a salir inmediatamente de esta casa, que jamás debió deshonrar con su presencia, después de elegir entre la renuncia solemne del cargo que con inicuos amaños obtuvo de la madre de sus inocentes víctimas, o a dar cuenta de su atentado de anoche a los tribunales de justicia.

-El punto vale la pena de ser meditado... por mutua conveniencia. No tardará usted en conocer mi resolución.

Hizo una ligera reverencia, y se encaminó a la puerta por donde había entrado.

-Si tarda más de cuarenta y ocho horas en decidirse -díjole don Plácido-, saltaré por el único respeto que hoy me impide entregar el asunto al juez de primera instancia.

-A todos nos conviene ser cautos en ese particular -respondió el pícaro, volviendo la cetrina cara. Luego, se fue.

Una hora después las campanas volvieron a oírse, y el hinojo tendido alrededor de la iglesia y pisoteado por los chiquillos, que escogían las mejores entre las espadañas esparcidas con él, para hacer pitaderas, se olía desde los últimos rincones del barrio. La procesión iba a salir, y la misa, solemne y regorjeada, comenzaría luego que el santo, llevado en andas por el alcalde y tres personas de viso, precedido del pendón y seguido del pueblo entero, respondiendo ora pro nobis a cada latín del señor cura, volvieron a entrar en la iglesia.

Rodeada estaba ésta de vendedores de rosquillas, caramelos encarnados, perojillos tempranos, cerezas algo tardías, agua de limón y avellanas tostadas. Los chicos andaban oliendo las unas, tentando los otros, regateándolo todo y no comprando nada. En esto se oyeron cohetes por los aires. Las afueras de la iglesia quedaron limpias de gente. Asomó el pendón por la puerta principal; después, el santo, bamboleándose en las andas, según el paso de los que las conducían; luego, el cura, de capa pluvial, y la cruz alzada, y los monaguillos con sendos ciriales y, por último, los fieles. Si aquel día hubiera habido danzas, como otros años en igual ocasión, habrían ido entre el pendón y el santo pero no pudieron arreglarse por no sé qué dificultades surgidas de pronto, y faltó ese detalle, que es la salsa de las grandes festividades montañesas, con harta pesadumbre de propios y colindantes.

Mientras la procesión salía por la puerta principal, entraban en la iglesia por la pequeña don Plácido y sus sobrinas. Águeda, desde el suceso de la víspera, tenía horror a la luz del día y a los ojos de la gente. Por eso había escogido aquel momento para entrar en el templo.

Cuando salió de él dos horas después, tuvo que pasar entre muchos y muy compactos grupos de personas alegres y desocupadas; y aunque no hubo cabeza con sombrero que no se descubriera delante de los señores, ni chico ni grande que no les diera los buenos días con el mayor respeto, Águeda se empeñó en que todos los ojos la miraban de distinto modo que otras veces; así se lo dijo en casa a Macabeo, que le había jurado que nadie sabía en el pueblo cosa alguna de lo ocurrido la noche antes. Como insistiera la joven en que tan extrañas miradas algo querían expresar, dijo Macabeo:

-Pues, ¡caráspitis!, sépalo usté, ya que en ello se empeña. Lo que es cosa corruta de dos días acá es que el señorito Fernando (que, por la cuenta, fue mal visto de la difunta señora por sus herejías), con el aquel de que usté le mire con buenos ojos, se ha presentado en casa del señor cura a pedir iglesia y catecismo.

-¿Cuándo, Macabeo? -preguntó Águeda con ansia.

-Anteayer, por lo visto.

-¿Estás seguro de ello?

-¡Pues poco rute-rute se ha armado en el pueblo sobre el caso! Y como dicen que usté le ha movido a ello... o que por usté hace lo que hace...

Águeda, olvidando con la noticia todas las pesadumbres que la abrumaban, y hasta la presencia de Macabeo, exclamó, con el rostro bañado en una aureola de felicidad:

-Si la fe llega a iluminarle, ¿qué importa lo demás?... ¡Dios mío!... ¡Qué ciego es el que no ve tu misericordia!

No pensó Macabeo limitarse, puesto ya a hablar, a la primera parte de la noticia, pues fue de los contagiados también de la pública indignación contra el hereje, cuando supo lo que había de impostura en la conversión de éste, según la pública voz; pero al ver el efecto causado en su ama por el lado bueno de la noticia, guardóse muy bien de añadirle la contera de las intenciones supuestas y el adorno inventado de los criminales antecedentes del neófito; que dureza de alma le pareció privar de aquel consuelo y alivio, tan baratos, a un corazón tan sin descanso combatido.

Retiróse Águeda, pidiendo al cielo nuevas y mayores pesadumbres, si con su martirio llegaba a redimirse el alma de Fernando, y se echó Macabeo a la calle para acabar de saber (pues en los comienzos andaba desde muy temprano) quién era la desalmada moza que había puesto los ramos ignominiosos en sus heredades.