De tejas arriba: 02

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II
Las buhardillas

Algunos días eran pasados, y ya la buena madre sabía por puntos y comas las condiciones y semblanzas de todos sus convecinos, y más especialmente de aquella parte de la tripulación de la casa que, a hablar con propiedad, cobijaba bajo un mismo techo.

Este quinto estado de aquel mecánico artificio no distaba, como hemos visto, más que unos cien palmos de la superficie de la calle, y por lo tanto tocaba ya en la región de las nubes, con lo cual no habrá de extrañarse si tal cual tormenta solía de vez en cuando alterar la uniformidad de aquella atmósfera. Semejantes tormentas, de que apenas tenemos noticia los habitantes del centro, son harto frecuentes en las alturas; sino que nuestra pequeñez microscópica no sabe distinguirlas, o bien afectamos desdeñarlas por el ningún interés que nos inspiran; pero no han faltado por eso arriesgados aeronautas que ascendieron de intento a estudiarlas; y de uno de éstos, que logró bajar, aunque con una pierna menos, es de quien hube yo en confianza las noticias y observaciones que de suso y de yuso son y serán explicadas.

Dividíase, pues, el elevado recinto que queda señalado, en un doble callejón a diestra y siniestra mano, que prestaba paso y comunicación a ocho o diez celdillas o habitaciones, tan cómodas como cepo veneciano, y tan anchurosas como nichos de cementerio. En ellas, mediante sendos treinta reales nominales de alquiler mensual, habían hallado medio de colocarse otros tantos grupos de figuras, reducidas a tal extremo, cuáles por las desdichas pasadas, cuáles por las miserias presentes.

Sabía, por ejemplo, la madre Claudia, que en la primera buhardilla de la derecha conforme vamos, vivía un pobre empleado, entrado en nueve meses, reloj descompuesto apuntando a marzo, y con cuatro chiquillos por pesas, que tiraban hacia la próxima Navidad. Sabía que en la de más allá existía una honrada viuda, fuera de cuenta, clamando en vano por los dividendos del Monte Pío, y sustentada escasamente por el trabajo de tres hijas doncellas, que todo el mundo sabe lo que en estos tiempos vale una honrada doncellez. Más allá cobijaba con dificultad un matrimonio joven, zapatero y ribeteadora; él, mozo garrido, de chaquetilla redonda y sortija en el corbatín; ella airosa y esbelta estampa, de zagalejo corto y mantilla de tira.

En el agujero del rincón que formaba el ángulo de la casa, había entablado su laboratorio un químico de portal, gran confeccionador de agua de Colonia y rosa de Turquía, y bálsamo de la Meca, y aceite de Macasar; vendía además corbatines y almohadillas, fósforos y pajuelas, cajetillas y otros menesteres, para lo cual mantenía relaciones con todos los mozos de los cafés, y cuando esto no bastaba, corría con los empeños de alhajas, y negociaba por cuenta de algún anónimo cartas de pago y billetes del tesoro; o bien acomodaba sirvientes o limpiaba botas en el portal. Él, en fin, era un verdadero tipo de la industria fabricante y mercantil; y tan pronto se traducía en francés, como se trocaba en italiano; y ora se adornaba con un levitín blanco y una enorme corbata como il Dottore Dulcamara, ora corría las calles con sombrerito de calaña y agraciado marsellés.

Frontero de la habitación del químico, había dado fondo una física criatura, que sin más preparaciones que sus gracias naturales, era capaz de volatilizar la cabeza más bien templada. Valencia, el jardín de España, había sido la cuna de este pimpollo, y con decir esto no hay necesidad de añadir si sería linda, pues es bien sabido que en aquel delicioso país es más difícil encontrar una fea que en otros tropezar con una hermosa. El contar las aventuras por donde ésta había venido desde las riberas del Turia a las del Manzanares, y a las sombrías tejas de Madrid desde los pajizos techos del Cabañal, fuera asunto para más despacio; baste decir que vino ella o que la trajeron; y que la abandonaron o que se abandonó; en términos que en el día era tan romanescamente libre como la bella Esmeralda de Victor Hugo, aunque si va a decir la verdad, algo más positiva que ella; efectos todos del siglo prosaico en que vivimos, en el cual no se matan los hombres por las muchachas de la calle, ni se contentan éstas con bailar y tocar el pandero.

Pared por medio de la valenciana vivía un viejo adusto y regañón, escribiente memorialista a dos reales el pliego, que por el día detrás de su biombo en el portal, escuchaba las relaciones de los pretendientes, y les ensartaba memoriales y seguía correspondencia con media Asturias, y recibía las confesiones de todas las mozas del barrio; y sucedíale a veces, como veía poco, a pesar de los anteojos, trocar los frenos, quiero decir, los papeles, y asentar una declaración de amor en un pliego del sello cuarto, o pretender un estanquillo en una orla de corazones y Cupidos. Con lo cual, y otras desazones que le proporcionaba su oficio, que siempre venía a casa regañando, y como solterón y que no tenía mujer con quien pegarla, la solía pegar con toda la vecindad.

Últimamente, en el ángulo opuesto, y para que nada faltase a este risueño drama tenía su mansión un hombre de presa (corchete, que suele decir el vulgo), el cual cuando creía que nadie le miraba, solía hacer sus excursiones por el tejado a correr con los gatos, por inclinación y natural simpatía. Hombre de rostro enjuto y sospechoso, cuerpo sutil y mal configurado, manos negras como su ropilla, nariz torcida como la intención, antípoda del agua como un hidrófobo, amante del vino como el mosquito, vara enroscada como sus palabras, oído listo a las promesas y cerrado a las plegarias, multiplicado a veces como edición estereotípica, y tan invisible e impalpable otras, que no pocas llegaron a dudar los vecinos si subía por la escalera o por el cañón de la chimenea.

Con tan opuestos elementos, combinados ingeniosamente por la casualidad, déjase conocer si podría estar ociosa la imaginación de nuestra Claudia, o si más bien llegaría en breves días a ser, como si dijéramos, el centro de aquel sistema; planeta fijo que girando únicamente sobre sí mismo, obligara a los demás a girar dentro de la órbita que les señaló en su derredor.