Decir que sí ó á la cárcel
Un alcalde de un pueblo, oficial retirado que habla servido en la última guerra, tenia por criado al mismo que en ella le sirvió de asistente. Era el alcalde amigo de exagerar y de contar rasgos de heroicidad y hechos de armas estraordinaríos, haciéndose, por supuesto, el héroe de todos ellos, con una modestia pasmosa. Algunas veces eran tan increíbles los sucesos que referia, que necesitaba testigos, y para estos casos echaba oportunamente mano de su criado Antonio, á quien, con algunas pesetas, lo tenia obligado y dispuesto á contestar siempre amen.
Pero la conciencia de un asistente no es tan grande que no se le encuentre el fin, y como las mentiras no lo tenian, llegó un dia en que se avergonzó de apoyar una muy grande, se atrevió á decir á su amo que no se acordaba de lo que decía, y el alcalde, echándola de autoridad, lo llevó á la cárcel.
Quería á su asistente y lo sacó; el asistente conoció que la cárcel era mala, y olvió de nuevo á ser testigo de heroicidades homerianas.
— Yo solo, con mi asistente, decía una noche el alcalde, anduvimos en un dia, á pié, cuarenta leguas, nos echamos sobre un regimiento enemigo con entermos y bagajes, y lo cercamos.
— ¿Los dos solos? preguntó uno.
— Solos, enteramente solos. Pues señor, como voy diciendo, cátate que llegamos y los cercamos, y sin decir oste ni moste, claro es, los cogimos prisioneros á todos sin dejar uno solo.
— ¡Señor alcalde! ¡señor alcalde!!!
— Chico, Antonio; muchacho, ven acá, hombre, que esta gente no me quiere creer; habla; ¿es cierto ó no?
— Señor....
— ¿Qué dices á eso?
— Que me voy á la cárcel.
Todos los concurrentes prorumpieron en una carcajada, y el alcalde no ha vuelto á llamar testigos en su apoyo.