Del amor, del dolor y del vicio/III
Liliana había conservado siempre, en un rincón misterioso de su alma, en el jardín secreto de su ser sensitivo, una simpatía muy especial y muy tierna por el antiguo secretario del marqués. Entre todos los buenos mozos que se disputaban sus sonrisas, ninguno la había parecido tan sincero, tan respetuoso, tan ardiente, tan ingenuo como él. Carlos era, por otra parte, el más hermoso de sus adoradores, y su belleza tenía la ventaja de no parecerse á la de todo el mundo, de ser una belleza rara y casi fatal, lo que, para una mujer de gustos artísticos, es á veces una cualidad más preciada que la belleza misma. Lo que seducía en ese gran chico moreno, no eran los ojos, ni la nariz, ni la boca, sino la mirada profunda y acariciadora, la sonrisa maliciosa, la expresión, en fin, y mil menudencias delicadas ó admirables, como el brillo de los dientes, como las ondulaciones caprichosas del cabello, como la palidez mate y dorada de la piel, como el reflejo casi azul del bigote... Además hablaba de un modo encantador, y la entonación velada y doliente de su voz al decir al oído galanteos poéticos, tenía un atractivo especial.
Liliana pensó con tristeza en aquellas noches ya lejanas, durante las cuales las pupilas de Carlos la buscaban y la seguían, en los salones amigos, á través de mil hombros desnudos; pensó también en las únicas frases de amor que él se atrevió nunca á dirigirla y ella á escuchar, y su memoria se entretuvo complacientemente durante algunos instantes en acariciar ese recuerdo nostálgico. Había sido en el teatro, en el Palacio Real, durante la representación de una de las farsas monumentales de Feydeau. Ella reía como una niña, abandonándose por completo á la sensación de vida grotesca que todo exhalaba en la escena. Al fin del tercer acto, mientras el marqués iba en busca de un amigo, Carlos se aproximó á ella, y, estrechándole la mano de un modo casi brutal, «Señora, la dijo, perdóneme Ud.; sé que hago mal, muy mal; sé que hablar á Ud. así es ofenderla; sé que de hoy más no querrá Ud. ni aun llamarme amigo; pero no puedo resistir, es imposible... y necesito decirla que la adoro con toda el alma, que la adoro sin esperanza ninguna, tristemente, locamente, como un enfermo que está seguro de morir de su mal y que muere dichoso... ¿Me perdona Ud. esta confidencia, señora?» Sin poder articular una sola palabra, ella había permanecido inmóvil, dejando que las manos febriles de Carlos acariciasen bruscamente sus manos temblorosas, hasta que, viendo á su marido dirigirse de nuevo hacia el palco, se puso de pie, pálida como una muerta, pidiendo su abrigo, diciendo que estaba cansada, que estaba nerviosa, que necesitaba reposarse. Y ese había sido su único idilio, porque más tarde, temerosa de su propia debilidad sentimental, no quiso nunca dar á Carlos la ocasión de hablarla á solas.
... Ahora no podía tardar en venir y la diría lo que quisera...
Para arreglarse el cabello ante un espejo, pasó á la habitación contigua. Al abrir la puerta de su alcoba sintió un olor acre de ácidos desinfectantes, que venía de la sala en donde el cuerpo de su marido había sido embalsamado. La idea de la muerte apoderóse de nuevo de su cerebro, pero no ya para llenarla de melancolía, sino para hacerla sentir con más fuerza la realidad de su porvenir libre.
En esa mujer toda nervios, las impresiones no duraban sino el espacio de una lágrima ó de una sonrisa, y después de acariciar ó de sacudir sus fibras más íntimas con una violencia casi morbosa, desaparecían en absoluto para dejar libre el campo de su alma á otras impresiones más vivas aún.
Su sensibilidad no lograba nunca conservar durante largo tiempo una simpatía ó un rencor en ese estado de perfecta cristalización que constituye, por lo general, la firmeza de sentimientos. Sólo los recuerdos vivían en ella una vida invariable. Lo demás cambiaba eternamente ante su vista, pareciéndola á veces adorable y á veces aborrecible, según el estado de su ánimo y las circunstancias exteriores del momento. Leer dos veces un libro, era, para ella, como leer dos libros diferentes. Los deseos mismos cambiaban en su ser hasta tal punto, antes de realizarse, que muy á menudo, al lograr algo, «ya no era eso» lo que quería, sino otra cosa cuya imagen había ido germinando poco á poco en su mente por las metamorfosis consecutivas del primer deseo.
Liliana conocía perfectamente las particularidades enfermizas de su temperamento; mas en vez de hacer esfuerzos por desarraigarlas, cultivábalas con verdadera complacencia, creyendo poseer en ellas una fuente de actividad vital indispensable á su organismo. Analizando su existencia pasada, creía descubrir en ese vaivén eterno de su alma y en esa perpetua ondulación de su intelecto, la causa de su tranquilidad, pues no habiendo sentido ninguna pasión completa, pudo resguardarse siempre de un capricho con otro capricho, de un anhelo con otro anhelo.
Después de arreglarse el peinado con una meticulosidad minuciosa, dando á cada rizo suelto una inclinación especial, dividiendo las partes flotantes del cabello en mil flecos diminutos, aprentando en un haz compacto la parte superior, componiendo, en fin, lo que ella llamaba su «peluca de arte», contemplóse en el espejo, no con ese deseo frívolo de corrección que guía á las mujeres en general cuando se detienen ante sus tocadores, sino para admirarse, para acariciar su propia belleza con la vista, para dirigirse á sí misma, mentalmente, piropos amorosos. «Esto que yo hago con tanta frecuencia —pensó— se llama narcisismo, y, según parece, es un pecado contra la naturaleza... pero ¿por qué ha de ser un pecado?... A mí me gustan mis ojos, me gusta mi boca, me gusta mi garganta... me quiero, me quiero mucho»... Y para probarse á sí misma que, en efecto, «se quería» y «se gustaba», desabrochóse completamente el talle y dejó que su imagen se ahogara, medio desnuda, en el agua lilial del espejo. De pronto echóse á reir, dióse un beso en el brazo y salió corriendo, como una niña, hacia el comedor, en donde los manjares se enfriaban desde hacía media hora.