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Del amor, del dolor y del vicio/VI

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época


VI


— Un minuto, Lili, espérame un minuto; voy á llevar todo esto á la sala.

Llorede quería sacar de la alcoba los búcaros llenos de jazmines, de rosas y de crisantemos que adornaban la chimenea, preñando la atmósfera de pesadas emanaciones.

— No... todavía no... déjalas en su sitio... las flores nunca hacen daño... ¿no te gustan las flores?... déjalas allí, cerca de nosotros... Ven —repuso Liliana.

Y tomándole casi en vilo entre sus brazos robustos y delicados, le llevó hasta el borde del lecho.

— ¡Di que no tengo más fuerza que un hombre!

— ¡Ya lo creo que eres fuerte! Eres fuerte como un titán metamorfoseado en lirio.

Ella se echó á reir:

— «Hérculos loco que á los pies de Onfalia
La clave deja y al luchar rehusa.
Vate que olvida la vibrante musa».

— Si Robert te oyera recitar, se figuraría que, en efecto, eres una actriz de genio.

— ¿Quieres servirme de camarera ayudándome á desnudarme?... Yo soy Onfalia... Una Onfalia viuda... ¿qué te parece?...

La marquesa hablaba con una frivolidad incoherente, hasta entonces nunca usada en sus noches de idilio. Un alma nueva —alma de muñeca erórica y de cortesana artista— surgía repentinamente de su ser, acentuando su atractivo malsano de amante caprichosa y apasionada.

Carlos se arrodilló ante ella y comenzó á «ejercer de camarera» con un entusiasmo lleno de sensual emoción. Cada prenda que sus manos desprendían del cuerpo de Liliana, dejaba al descubierto un fragmento de carne pálida, y sus labios jóvenes tenían para cada uno de esos fragmentos deliciosos mil caricias, mil besos, mil cosquilleos.

— Las medias me las quitaré yo misma...

— No, no; déjame.

Llorede quería hacerlo todo, desde el principio hasta el fin, con orgullo infantil, para que su amada no se molestase, y sobre todo por el gusto voluptuoso que su tarea le proporcionaba:

— ... Déjame; yo soy una camarera exigente, un Hércules loco que no renuncia á su dulce rueca... ¿me dejas?...

Ella le dejaba, abandonándose al placer de ser desnudada por un hombre quien su voluntad reconocía un humilde esclavo y su alma sentía un amo tiránico.

Cuando el «Hércules-camarera» tuvo entre sus manos las finas piernas de Onfalia completamente desnudas, llevóselas á los labios con unción casi mística, besándolas primera parsimoniosamente y estrechándolas luego de un modo febril.

Ella saltó, al fin, del lecho en el cual estaba recostada; hizo resbalar por su cuerpo de líneas exquisitas la camisa que aun envolvía sus formas impecables, y apareció ante un ser humano, por la primera vez de su vida, en la apoteosis augusta y fatal de su belleza enloquecedora.

Por un instante, Carlos dejó de ser hombre en esa alcoba, y fué artista:

— ¡Lili! —dijo— ¡Lili!... ¡Eres divina... La hermosura de las Venus griegas palidece á tu lado... No hay nada que se te pueda comparar, ni las afroditas de Scopas, ni las madonas de Donatello, ni las Dianas de Germán Pilon, ni las Auroras de Delaplanche, ni las bailarinas de Falguiere, ni las tentaciones de Rodin... ¡Nada, Lili!... Eres más bella que todas y que todo. Eres la harmonía, eres el ritmo, eres la luz, eres la vida, eres la gracia... Quédate así... Tal vez los dioses no han muerto, sino que están desterrados y conservan aún algo del antiguo poder que les hizo reinar sin necesidad de recurrir á las supersticiones... Si viven todavía, y si uno de ellos te ve en este instante desde el fondo de su floresta de laureles y de mirtos, te petrificará en mármol rosado para que los hombres conserven el sentido de la belleza... ¡Lili!...

Mientras el poeta hablaba, la marquesa permanecía de pie, obedeciendo inconscientemente, sonriendo con sus labios inmortales, en actitud hierática, como si los dioses la hubiesen, en efecto, convertido en símbolo de gracia perdurable.— Su cuerpo delgado y lleno de carne, á la vez redondo y esbelto, blando con una blancura de perla nueva, lilial y transparente; con los hombros como una ánfora griega, con el cuello envuelto en la seda dorada de los cabellos, con los brazos esculturales cruzados bajo el pecho, levantando los senos de inmaculada belleza de flor; con las caderas delicadamente poderosas, con las piernas finas é inmóviles pegadas una contra la otra en una actitud llena de coquetería ingenua, su cuerpo, divino de juventud, divino de pureza, divino de elegancia, hacía pensar en aquellas adorables figulinas en las cuales los artistas de Tanagra eternizaron la perfección delicada y nerviosa de las antiguas pecadoras.

— ¡Lili! —proseguía Carlos— ¡Lili!... tú eres la evocación palpitante de todas las beldades muertas. Eres la reina de Saba; eres Cleopatra; eres Crisia; eres Ninón...

Después de hablar como artista, Llorede habló como enamorado: dijo los goces infinitos de su alma y los crueles tormentos de su corazón; dijo sus deseos, dijo sus esperanzas; habló como un esclavo dichoso de ser esclavo y deseoso de no dejar nunca de serlo; expresó en frases sin orden, la mezcla de dolores y de alegrías, de entusiasmos y de congojas, de penas y de locuras que llenaban su ser haciéndole vivir la vida de la Pasión con una intensidad sobrenatural.

— Te adoro... nadie te adorará nunca como yo... Soy más que tu esclavo; te pertenezco; soy un objeto mejor que un hombre y tu voluntad me hace ser lo que quiere... Te adoro...

La Muñeca se aproximó á él, le estrechó entre sus brazos, y, sin violencia ninguna, sin que él lo notase, llevóle de nuevo hasta el borde del lecho.

— ¡Acostémonos!

— Sí; sí; en seguida...

Y comenzó á desnudarse rápidamente, haciendo saltar los botones del chaleco, estrujando la camisa, dejando caer sobre la alfombra, en completo desorden, todas sus prendas de vestir, hasta quedarse desnudo por completo.

Ella pensó «¡qué hermoso es!»; pero no lo dijo; no dijo nada. Sus labios, sedientos de caricias, no acertaban sino á sonreir, y en su cerebro las ideas no tomaban una forma precisa, sino que flotaban alrededor de un solo pensamiento inexplicable de deseo imperioso.

Carlos se acostó al fin.

— Te adoro, te idol...

Ella no le dejó terminar. Encogiendo primero todo el cuerpo con un movimiento felino de pantera joven, aproximóse á él, le cogió entre sus brazos, le tomó los labios entre su boca, y trocando de pronto su lánguida inmovilidad de estatua en fiebre delirante, absorbió su aliento con un beso de ternura y de furor, un beso prolongado, beso de muerte y de resurrección, beso anhelante, beso infinito, beso que palpitaba, que fundía dos almas, que unía dos fuerzas y que hacía de dos locuras un solo delirio... En las respiración breve de esos dos seres vigorosos y apasionados que se perdían el uno en el otro para formar un único ser, había como una queja entrecortada y rítmica, como un aleteo de grases inarticuladas, como un ruego, como una nota que agonizaba, que revivía y que iba acentuándose hasta terminar en un rugido doloroso á la par que triunfal: el rugido profundo del espasmo.

... Luego vino el silencio, la fatiga pasajera, los brazos húmedos que, sin separarse, se aflojaban y se ablandaban perdiendo la fuerza nerviosa; las caricias lentas y tiernas, los besos que sirven de bálsamo para curar los deliciosos mordiscos de los besos anteriores, las primeras frases completas: «¡Lili!... mi amor... ¡Lili!... te adoro»; la dulce convalecencia del placer, y esos instantes durante los cuales los sentidos perciben todas las sensaciones, gozando menos violentamente que en el placer mismo, pero con más consciencia; gozando de todo, embriagándose con el perfume acre de la carne sudorosa y ardiente, recobrando nuevos bríos al contacto de los pechos desnudos, gozando del goce del pasado y del goce futuro, gozando sin doler, en fin...

Durante esos instantes de voluptuoso cansancio, que alguien ha llamado «reposorios del calvario erótico», la Muñeca permanecía exánime, con los ojos entornados y los labios entreabiertos, sacudida apenas, de vez en cuando, por un corto escalofrío nervioso que la obligaba á levantar los hombros y á encoger rápidamente los brazos. Carlos, en cambio, conservaba siempre cierta energía felina y ágil que le hacía parecer insaciable. «Mi mujer está muerta —decía—; mi pobre mujercita adorada está muerta... muerta... muerta»... Y para hacerla volver á la vida, acariciábala con sabia lentitud, cubriendo de besos todo su cuerpo exánime, estrechándola las piernas, los brazos, el pecho; multiplicando sus escalofríos con hábiles cosquilleos; comunicándola, en resumen, sus propios deseos y su apetito devorador, hasta que ella se precipitaba de nuevo sobre él para entregarse por completo, para poseerle por completo, para agonizar de nuevo en el cautiverio de los brazos despóticos, gimiente, sonriente, crispada...

Á veces la luz de la aurora, filtrándose por entre los pliegues de las cortinas del balcón, les sorprendía despiertos aún.

— ... Estamos locos —suspiraba entonces ella.

Y él respondía entre dos besos postreros:

— Sí... estamos locos...