Del amor, del dolor y del vicio/VIII
será enteramente nuestro; una casita que he alquilado en los alrededores de París y en la cual nadie podrá escudriñar nuestra existencia. Porque lo que pone furiosas a mis amigas de otro tiempo es vernos aquí, en este antiguo y oscuro hotel, en el cual nació la abuela de mi marido y la madre de mi marido y mi marido mismo. ¡Ah, el respeto, la sociedad, la aristocracia, la solidaridad de las altas clases, las manchas que deshonran a toda una casta! ¡Imbéciles! Pero, en fin, gracias a Dios, nosotros no somos hijos de príncipes, ni necesitamos de ellos. Yo soy la Muñeca, tu Muñeca, y tú eres todo para mí. Allá lejos viviremos como se nos antoje; recibiremos a los amigos que nos gustan y por la noche, al volver del teatro, no tendremos miedo de que estas horribles butacas apolilladas se derrumben cuando tú te sientes en ellas y yo en tus rodillas. ¿Verdad que estos muebles son muy feos con sus dorados verdosos y sus esculturas grotescas? Ya verás lo que he hecho poner en nuestro nido. ¡Aquellos sí que son elegantes y confortables! Después de almorzar nos marcharemos de aquí y esta noche estrenaremos nuestra nueva cama. ¡Di que no estás contento!
Sí lo estaba, sí. Estaba contento de huir del barrio en el cual los lacayos de los hoteles vecinos señalábanle con el dedo; estaba contento de alejarse de todas las grandes señoras que volvían la cabeza, para no saludar le, cuando lo veían por la calle; estaba contento, sobre todo, de llevarse a su Muñeca, a su Lili, a su tesoro, lejos del sitio en el cual se había muerto de fastidio durante tantos años, de aquel sitio fatal rodeado de enemigos que hacían lo posible por separarlos. Lo único que le producía un ligero sentimiento nostálgico eran los muebles tan odiados por la marquesa: los enormes sillones, los inmensos armarios, las mesas monumentales de una elegancia algo pesada, pero de un estilo puro y severo.
Insensiblemente, Llorede había ido familiarizán dose con la noble austeridad de la vivienda de su antiguo “patrón”. Las puertas esculpidas por artífices anónimos; las vastas chimeneas casi conventuales, de mármol rojo y madera envejecida; los taburetes sostenidos por macizas columnas pacientemente talladas como pilares de catedral gótica; las vidrieras luminosas, hechas de fragmentos de vidrios multicolores, representando reales besamanos o suntuosas procesiones; los lechos imponentes; y los demás muebles, desde las sillas cubiertas de cueros blasonados hasta los cortinajes desteñidos; todo lo que contribuía a la vetusta decoración de la casa solariega, en resumen, parecía venerable a su alma de artista.
Por otra parte, Carlos no acertaba a comprender las razones que su querida había podido tener para no recurrir a él en el momento de comprar los muebles de su nueva casa. “¿Qué habrá comprado? —decíase a sí mismo—. ¿Qué habrá comprado? Muebles Luis XV, sin duda, ligeros, bonitos, rococós, cubiertos de sedas claras, muy doraditos, muy lucientes. Mucho terciopelo, tal vez. Tal vez una colección inarmónica de piezas de mil estilos. En fin, ya veremos”.
Su sorpresa fue así muy grande y muy agradable, al penetrar en el diminuto palacio alquilado por Liliana en los alrededores de París, entre Bolonia y San Claudio, a orillas del Sena, en uno de los puntos más pintorescos del admirable círculo de árboles que encierra, como con un fresco cinturón de verde fieltro, a la inmensa ciudad de piedra.
¿Te gusta el exterior?
Me parece delicioso.
También el interior era delicioso, con su lujo moderno, artístico, raro; con sus balcones cubiertos de madreselva y de hiedra, y con sus chimeneas de mármol rosado. En vez de los sofás Luis XV y de los espejos Pompadour que Carlos previera con cierto espanto, la Muñeca había buscado, para alhajar las claras piezas de su discreto nido, muebles modernos, muebles estéticos, firmados por grandes artistas ingleses y franceses. En las ventanas no había cristales fragmentados, sino vidrios blancos de una sola pieza, velados por floridas muselinas diáfanas como pétalos de lirio. Las paredes del comedor y de la biblioteca estaban cubiertas de finísimos tapices de Oriente, ligeros y coloreados, mientras los muros de la alcoba, del cuarto de baño y de otras varias habitaciones, desaparecían detrás de telas de seda fabricadas por Lyberty, vaporosas, desfallecientes, exquisitas. Sólo el salón principal ostentaba antiguas tapicerías de gobelinos, cuyos tonos pálidos parecían más apagados aún a causa de los cortinajes de oro y púrpura. Por todas partes las diminutas mesas de laca verde, de laca oscura, de laca color de fuego, sostenían vasos de Lachenal, lámparas de bronce, menudas figulinas de Sajonia o del Japón, floreros de hierro forjado, llenos de iris, de orquídeas, de amarilis o de asfódelos. Sobre los sillones esculpidos y sobre los divanes de seda de la India, abundaban los suntuosos cojines de damasco, de terciopelo, de brocado, todos de colores homogéneos, formando gamas completas de esmeralda, de crema, de turquesa, sin llegar nunca a la violencia de los azules profundos, de los amarillos vulgares, de los verdes chocantes. En todas las estancias el matiz prevalecía sobre el color. Los cuadros eran de BurneJones, de Dante Rossetti, de AmanJean y de otros grandes pintores modernos que han hecho revivir, con un gusto raro en nuestra época, el arte divino de los primitivos, dando una expresión mística a sus figuras casi incorpóreas, a sus mujeres esbeltas como tallos de azucena, a sus lívidas ofelias, a sus enamoradas extáticas y piadosas...
Dos muebles llamaron especialmente la atención de Carlos: el lecho y la mesa de trabajo: el lecho, de nogal, muy ancho y muy bajo, había sido esculpido por Jean Dampt, y ostentaba, en una serie de bajorrelieves circulares, las principales escenas de la vida de Cleopatra. La mesa de trabajo, obra de Carabin, era una vasta tabla de encina, sostenida por cuatro mujeres arrodilladas.
— ¿No te parece que estaremos mejor aquí que en París? —preguntó Liliana al salir de la biblioteca.
¡Oh, sí! —respondió Carlos—. ¡Ya lo creo que estaremos mejor, mucho mejor!
Y cogidos de las manos como dos chiquillos, siguieron visitando los rincones de su nido, contentos de todo y de todo admirados, hablando de sus futuros paseos matinales, de las fiestas que pensaban dar muy a menudo, casi todos los días, en honor de los artistas del Círculo de los intransigentes, de las flores que sembrarían en el jardín, de la tranquilidad silenciosa que reinaría en sus noches de amor, de la libertad y del aislamiento que les permitiría acariciarse eternamente. Hablaban, hablaban; eran felices; y, sin contar con el destino, edificaban una vida color de rosa en la arena movediza del porvenir...