Del amor, del dolor y del vicio/XIV
En la casita de las inmediaciones de París, que Liliana había alquilado con objeto de hacerse un nido tibio y discreto, las risas cristalinas, las alegres canciones y los besos juveniles resonaban ya con menos frecuencia que en los primeros tiempos.
Aparentemente la Muñeca era siempre la misma, pero en el fondo iba operándose en ella un cambio que Carlos no sabía a qué causas atribuir. Las palabras que antes la hubieran chocado, parecían ahora gustarle; su nervosidad, casi morbosa, exaltábase cada vez más; su humor variaba con una facilidad y con una frecuencia verdade ramente inquietantes.
“¿Qué tendrá la pobrecilla? —preguntábase an gustioso Llorede—. Ya no es tan alegre como antes”. Y para tratar de devolverle su antigua alegría ingenua, mostrábase más rendido que nunca, redoblando sus ca ricias y sus galantes mimos:
—¿Me quieres, Lili?
—Te quiero mucho, Carlos.
—¿Con todo tu corazón?
—Con todo mi corazón...
Las palabras eran idénticas y también eran idénti cos los juramentos, las preguntas, las promesas:
—¿Serás mía toda la vida?
—Toda la vida. ¿Y tú?...
—¡Toda la vida!
Siempre fogosa y mimosa, Liliana recorría, entre los brazos de su amante, el camino que del deseo lleva al espasmo, con un ardor agonizante; pero, abandonán dose menos y exigiendo más, hubiérase dicho que no ya consideraba a Carlos como un compañero de placer, sino como a un esclavo encargado de proporcionarle sensaciones fuertes y raras. A veces Llorede parecía fa tigarse antes que ella en la lucha deliciosa de los sexos. —¿De veras? —Sí, de veras. ¡Estoy muerto! Y Liliana, no obstante, exigía esfuerzos sobrehumanos para satisfacer su propio apetito aún no saciado. Otras veces, por el contrario, ella experimentaba un cansancio definitivo antes que él, y entonces sus labios inclementes no ofrecían a los labios enloquecidos de Carlos sino la fría resignación de los besos pasivos.
Llorede preguntábase sin cesar: “¿Qué tendrá mi mujercita? Hace un año, su único amigo era yo, y ella no vivía sino para mí. Ahora sus tristezas son tan frecuentes como sus caprichos, y en ocasiones parece que mis caricias la impacientan y que mi presencia la lle na de inquietud. ¿Estará celosa? No. ¿Por qué? ¿De quién? Las mujeres que vienen a vernos no me han ins pirado nunca sino un sentimiento de amistad. Margot es la única que, de cuando en cuando, me da un beso y se sienta a mi lado. Pero Margot es su amiga íntima, su hermanita, como ella dice, su eterna compañera”.
El pobre enamorado recordaba ciertas escenas. Un día, al penetrar de improviso en la alcoba, encontró a su querida y a su amiga medio desnudas. “Estamos probándonos un traje nuevo —habíale dicho Liliana—; déjanos solas”. Otro día las dos mujeres reían, en el sa lón, cantando canciones sentimentales. Carlos quiso tomar parte en la alegría infantil de su amada, pero al verle llegar, Margarita había exclamado, con su acento atrevido: “¡Aquí no entran los hombres!”
“¿Qué tendrá mi mujercita?”
Robert le reveló, al fin, en un momento de franca cólera, lo que tenía su mujercita.
—¡Pero eso es horrible! —gritó Llorede—. ¡Eso no puede ser! ¡Tú te equivocas!
—No —repuso Robert—, no me equivoco. La Mu ñeca ya no te quiere, o por lo menos, ya no te quiere como antes. Tú mismo lo hubieras comprendido si no estuvieses ciego cual todos los enamorados. ¿Necesitas las “pruebas” que reclaman a voces los maridos sin fortuna en los dramas de Scribe? Pues te daré pruebas, chico; tu querida recibe cartas de Margot y seguramen te no las quema, porque las mujeres no destruyen ja más los billetes que pueden comprometerlas. Busca esas cartas si necesitas pruebas. Margarita es un monstruo.
—Hablas así por despecho.
—¡Tal vez! Yo mismo no lo sé. Pero, en todo caso, te digo la verdad: Margot es un monstruo y tu querida es una histérica.
—¡Robert…!
—No te enfades. Entre nosotros la hipocresía es una pura necedad. Tú conoces mejor que yo el carác ter nervioso, impresionable y enfermizo de la Muñeca; tú mismo me has dicho en más de una ocasión que la creías capaz de todo, a causa de su temperamento desequilibrado. Yo también la creo capaz de todo, y a veces sus ojos de lujuria, esos ojos cuya mirada vivía devorando tu cuerpo, inspirábanme vagos y penetrantes temores por ti. Yo la creo capaz de todo, de la castidad más completa, del vicio más estupendo, de todo, en fin, porque sé que su alma es voluntariosa y sensual. Al fin y al cabo, si te separas de ella, mejor para ti. A tu edad esas heridas se curan. Y estando solo trabajarás, harás algo. En la vida es necesario tener valor.
Carlos no escuchaba ya las palabras de su amigo. Recostado en una butaca, con un cigarrillo entre los labios y aparentemente tranquilo, parecía aletargado. Sus pupilas, dilatadas e inmóviles, acariciaban, sin cólera visible, una imagen lejana. Con la imaginación veía a Liliana de mil maneras: la veía en su lecho, los rubios cabellos sueltos alrededor del cuello desnudo; la veía de pie en medio de sus amigos, sonriente y alegre; la veía grave, la veía colérica, la veía triste. Luego la veía al lado de Margot, en el sofá diminuto del Círculo de los intransigentes; la veía con Margot en la intimidad de su boudoir; la veía con Margot por todas partes, corriendo como una chiquilla, enterneciéndose como una hermana, besándola como un amante. ¡Liliana…! ¡Margot…! ¿Sería posible? En su visión, los dos rostros juveniles confundíanse, y los rasgos menudos y atrevidos de la una se mezclaban con las perfectas facciones de la otra en una fantástica imagen de ensueño.
Robert seguía hablando:
—Los hombres como nosotros no debieran enamorarse nunca de las mujeres que, al sentirse libres, creen que deben conocerlo todo, y que nos encuentran fastidiosos en cuanto ya no poseemos ningún pla cer oculto que revelarles. Esas mujeres tienen alma de prostitutas. Ya sé yo que para ti el alma de las cortesanas es un alma como las demás almas, buena y mala, co barde y heroica, una pobre alma humana, en fin, igual a la de todo el mundo, multiforme y lamentable. Pero eso es literatura, hijo mío. En la vida real, tales almas son fatales, porque nos atormentan con sus fantasías de vorágines. Está bien que despreciemos a las burguesas cuando hablamos de ellas en el café. ¡Oh, la innoble raza de las burguesas, el cocido diario, las patatas del amor, las camisas sin encaje, los besos sin sangre, la vulgaridad y etcétera! Sí, perfectamente. Sólo que para vivir no hay nada superior a esas pobres burguesas que paren y que no saben volvernos locos con sus senos prematuramente marchitos. Tú estás en condiciones envidiables para casarte, chico. Y luego, ¡qué demonio!... ya encontrarás oportunidades, de cuando en cuando, para ponerle cuernos complicados a tu mujer, que te querrá mucho. El concubinato es odioso. Es necesario volver a tus crónicas, a tus cafés, a tus teatros. Las Lilianas y las Margots son buenas para una noche, pero no para toda la vida. Lo que te sucede ahora, tenía que sucederte algún día, porque supongo que tú no te figuraste nunca que vuestro amor iba a durar eternamente.