Del amor, del dolor y del vicio/XXIII
Hacía dos semanas que la Muñeca llevaba, según su propia expresión, «una vida de anacoreta», acostándose siempre sola y siempre temprano, levantándose muy tarde, leyendo poco y no saliendo casi nunca de su casa. Algunos amigos iban á visitarla diariamente, pero «sólo á visitarla». La misma Margarita tenía que marcharse después de comer, porque Liliana la había dicho con franqueza que deseaba pasar sus noches en la más completa de las soledades.
Admirada de su casta carencia de deseos definidos, la marquesa llegó á figurarse, en ciertos instantes de tranquilo bienestar, que su gusto por las aventuras se había agotado, y que su ser, prematuramente envejecido, comenzaba ya á sufrir de la enfermedad psicológica que Juan de Tinan llama «la impotencia de amar». Los célebres versos de Mallarmé, que dicen la tristeza de la carne y la imposibilidad de encontrar el goce cuando se carece de curiosidad, acudían á menudo á su memoria como el ritornello de sus más íntimos pensamientos.
Una intensa languidez iba apoderándose de su corazón y hacía cambiar sus gustos y sus deseos, obligándola á preferir la música á la pintura, los perfumes á las formas, y los poemas á las novelas. Las quejas brumosas de Grieg, que surgían del piano, llenando el espacio de ondas mecedoras, sumíanla en una especie de baño psicoterápico que le permitía olvidarse á sí misma y permanecer horas enteras bajo la influencia calmante de vagas y dulces sensaciones. Cuando quería leer, buscaba un volumen cualquiera de versos y leía en voz alta, escuchando el ritmo, sin hacer ningún esfuerzo intelectual para comprender el sentido de la estrofa.
«Cuando sobre las cumbres del pensamiento humano
La noche se constela de lejanos fulgores;
Cuando las dulces lenguas del Viento dan rumores
Inauditos, y cuando sobre sus cumbres flota
La inefable caricia de una harmonía iguota,
La luz presiente al astro, la fe presiente al alma...
— Pareces aburrida —le decía Margot—. Nada te entusiasma, nada te excita, nada provoca tus deseos antes en constante alerta.... ¿Estás enferma?... Después de Ernesto Gramont, ningún hombre te ha interesado. ¿No hay misterios en tu vida?
— No... ¿Por qué quieres que haya misterios?... Pero me siento cansada, y tus amigos, los chicos decadentes, me producen náuseas.
— Sin embargo, cuando Gramont se marchó me hablaste de atletas y de luchadores que te inspiraban ideas lascivas. ¿Ya no piensas en eso?
— Sí... á veces... La carne es siempre la carne, y, á pesar de no haber conservado ningún recuerdo agradable de mi último amante, experimento, muy á menudo, un ardor interno que me hace desear un beso de hombre, de macho poderoso... mas esos anhelos carnales no duran nunca largo tiempo... ¡Y estoy tan fatigada, á causa de las noches de Montmartre, á causa de tanto alcohol!
— ¿Y de tantos besos?
— No, no... Los besos no me hacen ningún daño... Lo que me cansa físicamente son las noches en vela y los licores... Tú eres de hierro, tú no te fatigas nunca.
— Es verdad, soy fuerte.
— Yo no... Y lo curioso es que mientras uno continúa desvelándose, no se nota el cansancio; pero después de dormir bien algunos días, se paga todo junto y se siente el cuerpo rendido como si no se hubiese acostado una en un mes...
El tiempo lluvioso de un final de invierno parisiense, contribuía á acentuar el estado de alma de la Muñeca.
— Creo que tú no has querido nunca á un hombre, de veras, de veras —la dijo Margot, después de contemplarla en silencio con sus ojos de fuego, durante algunos instantes.
— Tal vez... —repuso la marquesa indiferentemente; mas al mismo tiempo, una voz oculta pronunciaba á su oído, muy quedo, muy quedo, muy quedo, el nombre de Carlos...