Del suicidio
Nota: Se ha conservado la ortografía original.
De la serie:
ESTUDIOS MORALES.
En esta época tan fecunda en suicidios y en la que, si bien se miran con espanto y horror, generalmente no se consideran como grandes crímenes, ya porque el daño recae sobre el mismo que lo ejecuta, ya por un esceso de sentimentalismo, hemos creído que no seria inútil investigar las causas de tan terrible contagio y demostrar hasta donde nos sea posible, que el suicida revela mas perversidad de corazón que el homicida, y que, en consecuencia, son mas graves su delito y responsabilidad.
Examinando en primer lugar el origen del suicidio, vemos que la mayor parte de los casos reconocen, en este siglo, una pérdida de fortuna, una pasión amorosa mal correspondida, la muerte de un sér amado, en menor número; un mal ó calamidad inminente; la hipocondria; en los tiempos de superstición y fanatismo j políticos, el fracaso de una gran causa; en las sociedades en que dominan la superstición y el fanatismo religiosos, estas dos ciegas pasiones. Lo que espuesto en otros términos no es otra cosa; que amor-pasion al dinero, á un semejante nuestro, ó á nosotros mismos; amor-pasion á una idea ó á una divinidad; ó sea: inmoderado amor propio ó egoísmo, inmoderado amor á otro sér ú objeto, y aun éste, bien examinado, se reduce al primero.
El apego al oro produce funestas consecuencias; el temor de perderlo, envidias y engaños; su pérdida, desesperación y suicidios; el avaro cree que tendrá que padecer, el pródigo que no podrá gozar, y como ambos se amen demasiado á si mismos, ni el uno quiere sufrir, ni el otro vivir sin gozar.
El escesivo amor á un semejante nuestro, á una idea ó á una divinidad acaban muchas veces terriblemente, á consecuencia de nuestro propio egoísmo; en la pérdida de ese sér ó de esta causa, el que no teme el dolor lo resiste, el que no quiere padecer, se destroza. El inútil é insensato sacrificio de la vida á un ídolo, no tiene otro objeto que recabar una mirada benigna, obtener una digna recompensa para la propia satisfacción.
La hipocondría, hija del miedo , lo mismo que el temor de un mal inminente , radican en un esceso de amor propio.
De lo dicho se deduce, que el suicidio, en el cual el que lo ejecuta, da, al parecer, pruebas de desprecio y aborrecimiento á sí mismo, proviene de un esceso de amor propio, de egoísmo; por consiguiente, el suicida de tanto como se quiere, no se quiere, de tanto como se ama, se mata.
Preguntamos ahora, ese amor á nosotros mismos ó á otros seres, que todos poseemos, ¿por qué en unos da tan hermosos resultados, como la propia conservación, el perfeccionamiento, la caridad , y en otros tan fatales como engaños, celos, desesperación, suicidios?
La inteligencia, con la razón y la imaginación, es la que dirige á buen fin ó estravia todas nuestras pasiones. La fantasía bien regida nos alienta en nuestras vicisitudes con la perspectiva de un porvenir tranquilo, pero abandonada a si misma y estraviada lo abulta y desfigura todo, presentándolo terrible y sombrío: entonces la imaginación escita las pasiones , y sí la razón no acude en su auxilio, acaban por determinar á la voluntad á hechos espantosos; por esto son tanto mas terribles las pasiones, cuanto mas viva y fogosa es la imaginación, presentando tristes ejemplos los genios malogrados de Chatterton, Kleist y Fígaro. Asi, pues, el suicidio proviene de un amor ó tendencia á cierto objeto, amor que se apasiona y toma un rumbo funesto con el fuego de la fantasía que la razón á su tiempo no cuidó de amortiguar.
Llegados á este punto, no entraremos en la cuestión de si es lícito al hombre atentar contra su vida; pues para ello basta lo que decía el gran Napoleón: «No habiéndome dado la vida, no me la quitaré jamás»; nuestro objeto será ahora probar que el suicida es responsable de su acción.
Según autores respetables, nadie se da la muerte en un acceso de razón; parece, según otros, inexacto esto, por dar algunos suicidas pruebas de completa deliberación y serenidad; pero no nos esforzaremos en examinar ninguna de estas dos aserciones, porque nuestra cuestión se reduce á probar la responsabilidad del suicida, en lo cual convienen aun los que consideran el suicidio resultado de la enagenacion mental, pues que podría evitarla, siendo como es, según estadísticas, consecuencia de la corrupción de costumbres. Asi, el suicida esté en su razón ó no, es responsable de su acto, por ser éste casi siempre completamente libre y voluntario, pues si le falta deliberación es culpa suya, siendo vencible la ignorancia ó estravio mental con reprimir á tiempo sus estraviadas inclinaciones, mediante la sanas ideas que la razón natural, cuando menos, nos infunde.
Probada la responsabilidad del suicida, demostraremos que es mayor que la del homicida, y por consiguiente aquel mas culpable, una vez que la culpabilidad está en proporción de la responsabilidad.
Cuanto mas esfuerzo ó lucha de la voluntad con nuestras tendencias ó inclinaciones naturales es necesaria para ejecutar una acción, ésta es tanto mas sublime y heroica si es buena, y tanto mas perversa y culpable si es mala.
Amar á un enemigo, es mas meritorio que amar á un amigo; odiar á un amigo, mas culpable que odiar j á un enemigo. Todo lo que tiene de heroísmo y escelsitud esponer la vida á riesgo seguro de perderla en defensa de la religión ó de la patria, tiene de ferocidad y bajeza desprenderse de ella inútilmente por corrupción y cobardía. Dios, cuya justicia es absoluta, castigó la rebelión de los ángeles con fuego eterno sin lugar al arrepentimiento, porque como poseían la visión de Dios y su tendencia era amarle, necesitaron un esfuerzo inmenso para apartarse de su centro. La desobediencía de nuestros primeros padres, atendiendo á que no poseían la visión de Dios, pero que estaban en relaciones con él, y las tendencias de sus facultades á lo bueno y justo predominaban sobre las malas, no la castigó tan severamente como la de los ángeles, porque su esfuerzo no necesitó ser tan intenso; les dio lugar al arrepentimiento, pero resintiéndose de su prevaricación toda su posteridad. Nuestras faltas, que no suponen ni el esfuerzo de los ángeles, ni el de nuestros progenitores, por la tendencia que desde entonces tenemos á lo malo, son castigadas con lugar al arrepentimiento y sin trasmitirse á nuestros hijos.
De esta ley moral de proporcionar la culpa al esfuerzo de voluntad , se deriva lo aceptable que es á Dios el arrepentimiento de un malvado y corrompido; pues como necesita esfuerzo heroico para los actos mismos y casi ninguno para los malos, aquellos son sumamente meritorios, mientras que éstos tal vez algo menos culpables; lo cual, unido á que el valor de los actos malos se halla también en razón directa de la inteligencia, porque el poder del espíritu sobre las pasiones es tanto mayor, cuanto mayor es la razón , patentiza esa sublime y hermosísima ley de la Providencia, cuya bondad y amor infinitos se encuentran siempre á favor de los mas desgraciados y dignos de compasión.
Ahora, pues, ¿qué es lo que necesita mas esfuerzo, atentar contra la vida de nuestros semejantes ó contra la propia? ó lo que es igual, ¿á quién amamos mas, á los otros, ó á nosotros mismos?
El Decálogo, cuya profunda filosofía muestra un perfecto conocimiento del corazón humano, presenta como modelo del amor al prógimo el amor á nosotros mismos, haciendo notar San Agustín que Dios espresa clara y esplicitamentc la obligación de amar al prógimo, mas sólo implícitamente la de amarse á sí mismo, por considerarlo de instinto natural, como el amor de los padres á los hijos, que tampoco espresó.
Confirma esto, si es que continuación necesita Dios, esa inclinación innata á la propia conservación, sancionada por los criminalistas; y cuando no hubiera otra razón para probar la superioridad del amor á si mismo sobre el amor al prógimo, bastara el suicidio, acto como hemos visto egoísta en estremo, que sólo indica el deseo de la propia satisfacción en el que lo ejecuta, reduciéndose como se reduce á encontrar lo que él cree un bienestar en la muerte, pero olvidando hijos , padres, familia, dejándolos sumidos en el mas triste desamparo, cuando no en la mas espantosa miseria.
Demostrado que nos amamos mas á nosotros mismos que á nuestros semejantes, mas esfuerzo, mas lucha de la voluntad necesitaremos para el suicidio que para el asesinato; y como mayor esfuerzo envuelve mayor culpabilidad y fiereza de corazón, si la acción es mala, tendremos que el suicida es mas criminal y perverso que el homicida.
Ademas, el hombre para no caer en la mayor parto de las culpas ó delitos á que tiende por la perversión de su naturaleza y por el goce momentáneo que en sí llevan, necesita reprimir fuertemente esos ciegos impulsos que, cuando no tienen freno, nos degradan y envilecen; pero el suicida, al contrario , para caer en su falta ó delito, á que no tiende, ya por el dolor que ocasiona, ya por el natural amor á la vida, necesita un esfuerzo intenso para reprimir esos constantes y benéficos impulsos, asi pues, ¿cuánto mas culpable no será el suicida que hasta sufre por pecar, que el otro delincuente que si peca es por gozar?
Tal vez se nos objete que el suicida, por efecto de su locura, ya no se ama á si mismo y se desprende sin esfuerzo de su vida; pero no se tendrá en cuenta que ese apego á la existencia es innato é indeleble, se halla grabado en el corazón y si se domina no es porque mengüe, que siempre está en acción, sino porque aumenta estraordinariamente otra pasión contraria y con ella la intensidad volitiva. El loco mismo suicida se resistiría furiosamente, si otro amenazara quitarle su vida en el acto mismo de intentarlo.
Hemos leido que un jóven de Viena intentó poco tiempo há poner fin á su existencia, precipitándose en el Danubio; pero que, en el momento en que se disponía á arrojarse á las ondas del caudaloso rio, un cazador que desde la opuesta orilla estaba observando las maniobras del jóven, le apuntó con la escopeta gritándole:—¡Atrás, ó hago fuego!—Al oír el suicida aquella enérgica esclamacion, desapareció en precipitada fuga.
¿Por qué este jóven, que se quería matar, no quiso que le matasen? Porque el amor á la propia conservación es tan intenso y constante, y para luchar con él la voluntad y las demás pasiones ó facultades se encuentra en una posición tan violenta y momentánea , que el menor suceso, una simple idea, desconcertándolo todo, ó mejor restableciendo el concierto, convierten al primero, como á mas fuerte de origen, en vencedor.
Es evidente, pues, que el suicidio es mas contra naturaleza, necesita mas esfuerzo, es acto mas criminal que el homicidio, uno de los delitos mas horrorosos é inicuos, pero aun concebible por este sentimiento primitivo que tenemos de indignación y venganza.
El mas santo de los sabios y el mas sabio de los santos, como dice un autor, Santo Tomás, el filósofo y jurista por escelencia, espone con una lucidez y concisión sorprendentes el mismo principio, diciendo: «Constatautem, minus esse peccatum fornicationem, vel adulterium, quam homicidium et prsecipue mipsius: quod est gravissimum, quia sibiipsi nocet, cui maximam dilectionem debet.» 2.ª, 2. º Quaest. 64, artículo 5."
Y por último, corrobora y confirma tal aserción el menor número de casos de suicidio respecto de homicidio, y aun si éste no es mas frecuente, se debe en gran parte al temor del castigo, al mismo amor á la propia conservación: quitad todo castigo humano, de que carece por necesidad el suicidio, y multiplicará aquel escesivamente, probando mas y mas con su diferencia la espantosa criminalidad del perverso que destruye la vida que el Criador le entregó en usufruto, a pesar de la irresistible tendencia de que le dotó á conservarla.