Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo/Capítulo XXI

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CAPÍTULO XXI

De la isla Mauricio a Inglaterra.
Hermoso aspecto de la isla Mauricio.—Gran anillo crateriforme de montañas.—Indios.—Santa Elena.—Historia de los cambios de la vegetación.—Causa de la extinción de las conchas terrestres.—Ascensión.—Variación en las ratas importadas.—Bombas volcánicas.—Capas de infusorios.—Bahía.—Brasil.—Esplendor del paisaje tropical.—Pernambuco.—Arrecife singular.—Esclavitud.—Regreso a Inglaterra.—Mirada retrospectiva acerca de nuestro viaje.


29 de abril.—Por la mañana doblamos la extremidad norte de Mauricio o Isla de Francia. Desde este punto de vista el aspecto de la isla satisfacía plenamente las esperanzas que las muchas y conocidas descripciones de sus bellos paisajes me habían hecho concebir. La llanura en declive de las Pamplemusas, salpicada de casas y coloreada por grandes campos de caña de azúcar, de vivo verdor, formaba el primer plano del cuadro. La brillantez del verde era sobre todo notable, porque ese color, por regla general, sólo resalta a corta distancia. Hacia el centro de la isla, grupos de montañas vestidas de bosques se alzaban sobre la llanura, cuajada de cultivos variados; las cimas, como sucede comúnmente con las antiguas rocas volcánicas, aparecían erizadas de agudísimos picos. Masas de blancas nubes se habían reunido en torno de estas cimas, como para deleitar la vista del observador. La isla entera, con su litoral en declive y sus montañas centrales, ofrecía elegante continente y presentaba un conjunto lleno de armonía, si se me permite tal expresión.

Empleé casi todo el día siguiente en pasear por la ciudad y visitar a diferentes personas. La ciudad es bastante grande, y se dice que contiene 20.000 habitantes; las calles son muy limpias y regulares. Aunque la isla lleva tantos años bajo el gobierno inglés, el carácter general de la población es francés enteramente; los mismos ingleses hablan en francés a sus criados, y los comercios son todos franceses; realmente hubiera creído que Calais o Boulogne estaban mucho más britanizados. Hay un lindísimo teatro, en que se representan óperas primorosamente. Otra de las cosas que nos sorprendieron fué ver grandes librerías, con sus estantes bien provistos; la música y los libros nos anuncian que empezamos a acercarnos al viejo mundo de la civilización; porque, en realidad, tanto Australia como América son mundos nuevos.

Las diversas razas de hombres que transitan por las calles de Port Louis ofrecen un espectáculo interesantísimo. Los criminales de la India vienen desterrados aquí por toda su vida; al presente hay unos 800, y están empleados en varias obras públicas. Antes de ver a esta gente no tenía idea de que los habitantes de la India fueran figuras tan nobles. Se distinguen por su color muy moreno, y muchos de los ancianos usan grandes bigotes y luenga barba, blanca como la nieve; circunstancia que, unida al fuego de su mirada, les da un aspecto imponente. La mayor parte han sido deportados por asesinatos y otros crímenes gravísimos; pero también los hay que sufren igual pena por causas que apenas pueden considerarse como delitos; por ejemplo, el desobedecer las leyes inglesas por motivos supersticiosos. Estos hombres de ordinario son pacíficos y de excelente conducta; atendiendo a su comportamiento exterior, su pureza y fiel observancia de sus extraños ritos religiosos, no era posible igualarlos con los miserables deportados de Nueva Gales del Sur.


1 de mayo, domingo.—He paseado tranquilamente a lo largo de la costa hasta el norte de la ciudad. La llanura en esta parte permanece inculta casi del todo y está formada por un campo de lava negra alfombrado de hierbajos y arbustos; estos últimos, pertenecientes en su mayor parte a las mimosas. El paisaje presenta un carácter intermedio entre el de los Galápagos y el de Tahiti; pero con este dato pocas personas formarían de él una idea bien definida. Es una región realmente deliciosa, pero sin los encantos de Tahiti o la grandeza del Brasil. Al día siguiente subí a La Pouce, montaña así llamada por un pico en forma de pulgar y que se eleva muy cerca de la ciudad, a la altura de 780 metros. El centro de la isla se compone de una gran plataforma rodeada de antiguas montañas basálticas rotas por numerosas hendeduras y cuyos estratos descienden en dirección al mar. La plataforma central, de que hablo, ha sido formada por corrientes de lava relativamente recientes, y se extiende a modo de óvalo gigantesco, cuyo eje menor mide 13 millas geográficas. Las montañas que la limitan exteriormente pertenecen a la clase de estructuras llamadas cráteres de elevación, los cuales se supone haber sido formados no como los cráteres ordinarios, sino por un grande y repentino levantamiento. Este modo de ver me parece que tiene en contra objeciones insuperables; por otra parte, apenas puedo creer, en éste y algunos otros casos, que tales montañas crateriformes marginales se reduzcan meramente a restos básicos de volcanes inmensos cuyas cimas fueron arrancadas y lanzadas a enormes distancias por violentas erupciones o engullidas en abismos subterráneos.

Desde nuestra elevada posición disfrutábamos una excelente vista de la isla. El terreno en este lado parece bastante bien cultivado y se halla dividido en grandes parcelas, con sus correspondientes casas de labor. Sin embargo, me aseguraron que sólo la mitad del territorio está cultivada; si así es, dada la creciente demanda de azúcar en los mercados, esta isla, andando el tiempo, cuando tenga una población bastante densa, será riquísima. Desde que Inglaterra se ha posesionado de ella, en sólo veinticinco años, la exportación del azúcar se ha hecho 75 veces mayor. Una de las causas principales de su prosperidad es el estado excelente de los caminos. En la vecina Isla de Borbón, que permanece sujeta al dominio francés, los caminos continúan en el mismo estado miserable en que aquí estaban hace sólo unos cuantos años. Aunque los franceses establecidos en Mauricio deben de haberse beneficiado mucho con la creciente prosperidad de la isla, sin embargo, el gobierno inglés dista mucho de ser popular.


3 de mayo.—Por la tarde el capitán Lloyd, inspector general, famoso por el estudio que hizo del istmo de Panamá, nos invitó a Mr. Stokes y a mí a visitarle en su casa de campo, situada en el límite de los Llanos Wilhain y a unas seis millas de Port Louis. Dos días estuvimos en esta deliciosa residencia, y como su altura sobre el nivel del mar es de unos 240 metros, se respiraba un aire fresco y puro, habiendo además por todas partes paseos deliciosos. No muy lejos se abría un gran barranco, ahondado a la profundidad de unos 150 metros, por entre corrientes de lava ligeramente inclinada, que habían fluído de la plataforma central.


5 de mayo.—El capitán Lloyd nos llevó al Rivière Noire, que está varias millas hacia el Sur, a fin de que pudiera yo examinar algunas rocas de coral emerso. Pasamos por hermosos huertos y excelentes plantaciones de caña de azúcar, que crecían entre enormes bloques de lava. Los caminos tenían sus lindes guarnecidas de setos de mimosas, y cerca de muchas casas se veían avenidas de mangos. Los paisajes, en que se combinaban las montañas de cimas cónicas y las tierras cultivadas, eran extraordinariamente pintorescos; de modo que a cada instante me sentía tentado a exclamar: «¡Cuán agradable debe ser pasar la vida en tan pacífico retiro!» El capitán Lloyd tenía un elefante, y le hizo llevarnos hasta la mitad del camino, para que disfrutáramos el placer de cabalgar a usanza india. La particularidad que más me sorprendió fué su andar reposado y silencioso. Este elefante es el único que al presente existe en la isla; pero se dice que mandarán traer algunos más.


9 de mayo.—Zarpamos de Port Louis, y, después de tocar en el Cabo de Buena Esperanza, el 8 de julio llegamos frente a Santa Elena [1]. Esta isla, cuyo desapacible aspecto ha sido descrito tantas veces, surge abruptamente del océano, a modo de un enorme castillo negro. Cerca de la ciudad, como para completar las defensas naturales, todos los huecos de las quebradas rocas están llenos de fortines y cañones. La ciudad se extiende siguiendo el fondo plano y ascendente de un estrecho valle; las casas reflejan holgado bienestar, y entre ellas crecen árboles de perenne verdor, en muy contado número. Desde cerca del ancladero se contempla una vista extraña: un castillo irregular enhiesto en la cima de una alta montaña, y entre algunos abetos esparcidos aquí y allá, proyecta su maciza fábrica sobre el azul del cielo.

Al día siguiente conseguí hospedarme en una casa que sólo distaba un tiro de piedra de la tumba de Napoleón [2]; era un sitio céntrico de primer orden, desde el que se podían hacer excursiones en todas direcciones. Durante los cuatro días permanecí en esta casa, y desde la mañana a la noche discurrí por la isla y examiné su historia geológica. Mis habitaciones se hallaban a la altura de unos 600 metros sobre el nivel del mar; el tiempo aquí era frío y revuelto, con frecuentes chubascos, y a cada instante el horizonte aparecía velado por espesos nubarrones.

Cerca de la costa la rugosa lava se presenta enteramente desnuda; en las partes centrales y más elevadas la descomposición de las rocas feldespáticas ha producido un suelo arcilloso, que donde no está cubierto de vegetación aparece veteado de bandas brillantes y multicolores. En esta estación, la tierra, humedecida por constantes lluvias, produce un pasto de vivo verdor, que, al paso que desciende el terreno, palidece y se hace cada vez más ralo, hasta desaparecer. A una latitud de 16°, y a la altura casi despreciable de 450 metros, sorprende contemplar una vegetación que tiene un carácter decididamente británico. Las colinas están coronadas por plantaciones irregulares de abetos escoceses, y las laderas de las lomas se hallan vestidas de árgomas con sus brillantes flores amarillas. Abundan los sauces llorones en las márgenes de los riachuelos, y los setos suelen ser de morales, que producen en abundancia su conocido fruto. Cuando se considera que el número de plantas halladas hoy en la isla no pasa de 746, siendo indígenas sólo 52 e importadas las demás, casi todas de Inglaterra, se comprende sin dificultad el carácter británico de la vegetación. Muchas de estas plantas inglesas parecen medrar aquí mejor que en su país de origen, y también las hay de la opuesta región de Australia que se han aclimatado muy bien. Las numerosas especies importadas deben de haber destruído varias de las especies indígenas; de modo que sólo en las regiones más elevadas e inaccesibles predomina ahora la flora peculiar de la isla.

El carácter británico, o más bien galés, del paisaje resulta de las numerosas quintas y casitas blancas, y que, o bien se esconden en el fondo de profundísimos valles, o campean en las crestas de elevadas montañas. Hay vistas admirables, como, por ejemplo, la que se descubre desde un punto inmediato a la casa de sir W. Doveton, donde el atrevido pico llamado de Lot aparece irguiéndose sobre un obscuro bosque de abetos, y detrás de todo las rojas montañas denudadas de la costa sudeste. Al tender la mirada sobre la isla desde una altura, lo primero que llama la atención son los numerosos caminos y fuertes; la labor invertida en obras públicas, si no se considera la circunstancia de ser un lugar destinado al confinamiento de criminales, no guarda proporción con la extensión y valor de la isla. Escasea tanto el terreno llano y utilizable, que no se comprende cómo pueden vivir aquí 5.000 habitantes. Las clases bajas y los esclavos emancipados, son, según creo, extremadamente pobres; se quejan de la falta de trabajo. Es de creer que aumente la pobreza si se atiende a la reducción del número de empleados públicos que llevará consigo el abandono de la isla por parte de la Compañía de las Indias Orientales, junto con la emigración consiguiente de las familias más ricas. El alimento principal de la clase trabajadora es el arroz con un poco de carne salada; como ninguno de dichos artículos se produce en la isla, siendo necesario importarlo a buen precio, los jornales bajos agravan la triste situación de los pobres trabajadores. Sin embargo, ahora que se han concedido a la isla amplias libertades, apreciadas, según creo, en todo su valor por los habitantes, parece probable que se hallen menos recursos capaces de sostener y aun aumentar la población. Suponiendo que asi suceda, ¿qué será del minúsculo estado de Santa Elena?

Mi guía era un hombre ya entrado en años, que de muchacho había guardado cabras y conocía todos los vericuetos entre las rocas. Era de raza muy cruzada, y, aunque de piel obscura, no tenía la desagradable expresión del mulato. Distinguíase por su condición obsequiosa y reposada, y tal parece ser el carácter de la mayor parte de las clases inferiores. Sonaba de una manera extraña en mis oídos oír a un hombre casi blanco y decentemente vestido hablar con indiferencia de los tiempos en que había sido un esclavo. Todos los días daba largos paseos acompañado de este guía, que llevaba mis dineros y un cuerno con agua, prevención esta última del todo necesaria, porque la de los valles más bajos es salina.

Los valles agrestes que hay bajo de la región central y más alta, cubierta de vegetación, están enteramente desolados y desiertos. El geólogo halla aquí ancho campo a sus investigaciones en un terreno que revelaba cambios sucesivos y trastornos complicados. En mi opinión, Santa Elena ha existido como isla desde época muy remota, si bien subsisten aún pruebas confusas de la elevación de la tierra. Creo que los picos centrales y más altos forman parte del anillo de un gran cráter, cuya mitad meridional ha sido arrasada enteramente por las olas del mar; hay, además, un muro externo de negras rocas basálticas, como las montañas costeras de Mauricio, las cuales son más antiguas que las corrientes volcánicas centrales. En las partes más altas de la isla abundan, encastradas en el suelo, numerosas conchas, que por largo tiempo se han considerado como especies marinas. Pero resultan ser una Cochlogena, concha terrestre de una forma [3] peculiarísíma; junto con ellas hallé otras seis clases, y en otra parte ocho especies. Es curioso que no se halle ahora ninguna de ellas viva. Probablemente su extinción ha sido causada por la destrucción total de los bosques y la consiguiente pérdida de comida y abrigo, hechos que ocurrieron en la primera parte de la última centuria.

La historia de los cambios sufridos por las altiplanicies de Longwood y Deawood, tal como aparecen descritos en la Memoria del general Beatson sobre la isla, encierra el más vivo interés. Dícese que ambas llanuras estuvieron en otro tiempo cubiertas de bosque, y que por esa causa llevaron la denominación de Great Wood (Gran Bosque). Hasta 1716 hubo muchos árboles; pero en 1724 los viejos habían caído en su mayor parte, y como se dejó que las cabras y cerdos vagaran libremente por estos parajes, todos los árboles jóvenes perecieron. En las relaciones oficiales se halla también que a la desaparición de los árboles sucedió inesperadamente una hierba dura y correosa que se propagó por toda la superficie [4]. Añade el general Beatson que en su tiempo dicha llanura «estaba cubierta de fino césped, habiéndose convertido en el mejor pastizal de la isla». El área que probablemente ocupó el bosque en un primer período se calculaba en unas 1.000 hectáreas, y al presente apenas se halla en toda esa extensión un solo árbol. También aseguran que en 1709 había muchos árboles secos en la bahía Sandy, lugar tan completamente desierto hoy que, a no mediar una relación fidedigna, nada me hubiera hecho creer que allí hubieran podido crecer jamás. Parece estar bien comprobado que las cabras y los cerdos destruyeron todos los árboles jóvenes cuando estaban a punto de brotar, y que los viejos no accesibles a sus ataques perecieron en el transcurso del tiempo. Las cabras se introdujeron en el año 1502; ochenta y seis años después, en la época de Cavendish, abundaban extraordinariamente, según se sabe. Más de una centuria después, en 1731, cuando el mal era completo e irremediable, se dió la orden de matar todos los animales vagabundos. Es, pues, interesantísimo ver que el arribo de animales a Santa Elena en 1501 no mudó el aspecto entero de la isla hasta después de un período de doscientos veinte años; porque las cabras se introdujeron en 1502, y en 1724 se dice que «los árboles viejos habían caído en su mayor parte». Poca duda puede caber de que este gran cambio en la vegetación afectó no sólo las conchas de tierra, causando la extinción de ocho especies, sino también a numerosos insectos.

Santa Elena, situada tan lejos de las tierras continentales, en medio de un gran océano, y con una flora peculiar, excita nuestra curiosidad. Las ocho conchas terrestres, aunque ahora extintas, y la única viviente, Succinea, son especies peculiares que no se hallan en ninguna otra parte. Mr. Cuming, sin embargo, me participa que una Helix inglesa es común aquí, habiéndose introducido indudablemente sus huevos en algunas de las muchas plantas importadas. Mr. Cuming recogió en la costa 16 especies de conchas marinas, de las que siete, a lo que yo sé, no viven mas que en esta isla. Las aves e insectos [5], según podría esperarse, escasean mucho; realmente, creo que todas las aves han sido introducidas en los últimos años. Las perdices y los faisanes abundan bastante, gracias a la estricta observancia inglesa de las leyes de caza. Me refirieron la aplicación rigurosa de esas ordenanzas a un caso en que tal vez en Inglaterra no se hubiera llegado a tal extremo. La gente pobre solía en otro tiempo quemar una planta que crece en las rocas de la costa, a fin de exportar la sosa de las cenizas; pero llegó una orden perentoria prohibiendo esa práctica, dando por razón ¡que las perdices no tendrían dónde anidar!

En mis paseos crucé varias veces por llanuras herbosas limitadas por profundos valles, sobre los que está la finca de Longwood. Vista a corta distancia, parece la residencia rústica de un ricacho. Frente a ella hay algunos campos cultivados, y allende éstos se alza la pelada colina, de rocas coloreadas, llamada Flagstaff y la negra mole cuadrada y áspera del Barn. En conjunto, la vista era un tanto vulgar y desprovista de interés. La única molestia que padecí durante mis paseos fué la de tener que luchar con vientos huracanados. Un día observé una circunstancia curiosa: hallándome de pie en el borde de una llanura terminada por un farallón enorme, de unos 1.000 pies de profundidad, vi a la distancia de pocos metros, en la dirección exacta de barlovento, algunas golondrinas de mar que luchaban contra una brisa impetuosa, mientras donde yo me hallaba el aire estaba en perfecta calma. Me acerqué al borde del despeñadero, donde la corriente aérea parecía doblarse hacia arriba desde la pared del acantilado, extendí el brazo, e inmediatamente sentí toda la fuerza del viento: una barrera invisible, de dos metros de anchura, separaba perfectamente el ventarrón del aire tranquilo.

Tanto gocé en mis excursiones por entre las rocas y montañas de Santa Elena, que casi sentí pena en la mañana del 14, cuando tuve que bajar a la ciudad. Antes del mediodía me trasladé a bordo, y el Beagle se hizo a la vela.


El día 19 de julio llegamos a Ascensión. Todos los que hayan contemplado una isla volcánica situada bajo un clima árido, podrán figurarse desde luego el aspecto de Ascensión. Basta imaginar un conjunto de colinas cónicas, peladas, de un vivo color rojo, con los vértices de ordinario truncados, y que se levantan, aisladas, sobre una superficie plana de lava negra y escabrosa. Un monte de mayor tamaño, situado en el centro de la isla, parece el padre de los más pequeños. Llámasele Green Hill, esto es, Colina Verde, nombre que se ha tomado del tinte débil de ese color, que en esta época del año apenas se percibe desde el fondeadero. Completando la escena desolada, las negras rocas de la costa están bañadas por un mar bravío y turbulento.

La colonia está junto a la orilla, y se compone de varias casas y barracas colocadas irregularmente, pero bien construídas de piedra blanca. No hay más habitantes que algunos marinos y varios negros rescatados de los barcos que se dedican a su tráfico; estos negros reciben del gobierno paga y provisiones [6]. No hay en la isla persona alguna más. Muchos de los marinos parecían contentos con su situación; prefieren pasar en tierra sus veintiún años de servicios, suceda lo que suceda, antes que en su barco; si yo fuera marino, abrazaría de todas veras esta resolución.

A la mañana siguiente subí a Green Hill, que tiene 800 metros de altura, y crucé la isla hacia la parte de barlovento. Un buen camino carretero conduce desde el poblado de la costa a las casas, huertos y campos situados junto a la cima de la montaña central. Al lado de la ruta se ven piedras miliares y cisternas, donde los transeúntes sedientos pueden beber agua fresca y saludable. La misma diligente previsión se ha desplegado en otras partes de la colonia y en la administración de los manantiales, procurando que no se desperdicie una sola gota de agua; de modo que, en realidad, la isla toda puede compararse a un enorme navío cuidado con el mayor esmero. A la vez que admiro la activa laboriosidad que ha sabido realizar tales adelantos con tan escasos medios, no puedo menos de lamentar la pobreza e insignificancia del fin. Con razón ha observado M. Lesson que sólo la nación inglesa ha podido pensar en hacer de la isla Ascensión un sitio productivo, porque cualquiera otro pueblo no la hubiera conservado mas que como una mera fortaleza en el océano.

En la zona costera no crece ni una brizna de hierba; mas en el interior se encuentran plantas de ricino, y se ven unas cuantas langostas, fieles amigos del desierto. En la elevada región central vegeta una hierba rala, y el conjunto se parece mucho a las peores comarcas de las montañas de Gales. Pero siendo, al parecer, tan mezquinos los pastos, bastan para mantener unas 600 ovejas, muchas cabras y varias vacas y caballos. Entre los animales indígenas sobresalen, por su número incontable, los cangrejos terrestres y las ratas. Respecto de estas últimas, hay motivo para dudar que sean realmente indígenas. Según la descripción de Mr. Waterhouse, hay dos variedades: una es de color negro, con fina piel lustrosa, que vive en las cimas herbosas; la otra, de color pardo menos reluciente y pelo largo, habita junto al poblado, en la costa. Estas dos variedades son una tercera parte más pequeñas que la rata común negra (M. rattus), y se diferencian de ella en el color y otras cualidades de la piel, pero no en los caracteres esenciales. Me inclino mucho a creer que estas ratas (como el ratón común, que se ha propagado mucho) han sido importadas, y, como en los Galápagos, han variado por efecto de las nuevas condiciones a que han estado sometidas; de ahí que la variedad de ratas de la cima de la isla se diferencie de las de la costa. No hay aves propias del país; abundan las gallinas de Guinea, importadas de las islas de Cabo Verde, y la gallina común se ha hecho silvestre. Algunos gatos, que originariamente se trajeron para acabar con las ratas y ratones, se han propagado hasta convertirse en una verdadera plaga. La isla carece enteramente de árboles, siendo en éste y otros particulares muy inferior a Santa Elena.

Una de mis excursiones me llevó hacia la extremidad sudoeste de la isla. El día era despejado y caluroso, y me pareció ver la isla, no sonriente de belleza, sino atónita de su desnuda fealdad. Las corrientes de lava están cubiertas de mogotes, presentando una escabrosidad que, geológicamente hablando, no tenía fácil explicación. Los espacios intermedios quedan ocultos bajo capas de piedra pómez, cenizas y toba volcánica. Mientras desde el extremo de la isla me encaminaba al mar, vi el terreno moteado de unas manchas blancas, cuyo origen y naturaleza no acertaba a explicarme; después averigüé que eran aves marinas entregadas al sueño en la plena confianza de que ni aun en la mitad del día habría nadie que se acercase a molestarlas. Estas aves fueron las únicas criaturas vivas que vi durante toda la jornada. En la costa, no obstante soplar una brisa suave, el mar alborotado se estrellaba contra las hendidas rocas de lava.

La geología de esta isla es interesante por muchos conceptos. En varios sitios encontré bombas volcánicas, esto es, masas de lava que, habiendo sido lanzadas al aire en estado flúido, tomaron, consiguientemente, la forma esférica o piriforme. No solamente su forma externa, sino su interna estructura, en muchos casos, muestran de cuán curiosa manera han podido girar en su curso aéreo. El núcleo es groseramente celular, decreciendo las celdas en tamaño hacia el exterior; dicho núcleo está encerrado en una envoltura parecida al casco de una granada, que tiene un tercio de pulgada de grueso, y se halla cubierta a la vez por una costra exterior de lava porosa con minúsculas oquedades. Tengo casi por indudable que las fases por que ha pasado la solidificación de estas curiosas bombas de lava han sido las siguientes: primero, la costra externa ha debido de enfriarse rápidamente, quedando en el estado en que ahora la vemos; después, la lava, todavía flúida, del interior, hubo de acumularse, merced a la fuerza centrífuga engendrada por el movimiento de revolución de la bomba contra la corteza externa enfriada, produciendo así la costra sólida de piedra; y, por último, la misma fuerza centrífuga, al disminuir la presión en las partes más centrales de la bomba, permitió a los vapores calentados dilatar sus células, formando así las masas toscamente celulares del centro.

Una colina formada por las series más antiguas de rocas volcánicas, y que erróneamente ha sido considerada como el cráter de un volcán, es notable por su cima cóncava de sección circular, que se ha llenado de muchas capas sucesivas de cenizas y escorias finas. Dichas capas, en forma de plato, aumentan su grosor en el borde y constituyen perfectos anillos de muchos colores distintos, dando a la cima un aspecto sumamente fantástico; uno de estos anillos es blanco y ancho, e imita perfectamente una pista donde se han hecho ejercicios de equitación; de ahí que se haya dado a la montaña el título de Escuela de Equitación del Diablo. Tomé muestra de las capas tobáceas, teñidas de color de rosa; y lo más sorprendente y extraordinario es que el profesor Ehrenberg [7] las halla casi enteramente compuestas de materia que ha estado organizada, pues ha descubierto en ellas algunos infusorios de agua dulce, de caparazón silíceo, y no menos de 25 clases diferentes de tejido silíceo de plantas herbáceas en su mayor parte. A causa de la ausencia de toda materia carbonosa, el profesor Ehrenberg cree que estos cuerpos orgánicos han pasado por el fuego volcánico, siendo después vomitados en el estado que ahora tienen. El aspecto de las capas me indujo a creer que habían estado depositados bajo el agua, aunque, atendiendo a la extrema sequedad del clima, me vi precisado a imaginar que probablemente habrían caído durante alguna gran erupción torrentes de lluvia, formando un lago temporal, en el que cayeron las cenizas. Pero ahora debería sospecharse más bien que el lago no fué temporal. Como quiera que fuere, podemos estar seguros de que en alguna época remota el clima y producciones de la isla Ascensión fueron muy distintos de los actuales. ¿Dónde hallaremos en la superficie de la tierra un sitio en que la investigación atenta no descubra señales de ese ciclo interminable de cambios a que la Tierra ha estado, está y estará sujeta?

Al dejar Ascensión, zarpamos para Bahía, en la costa del Brasil, a fin de completar la medición cronométrica del mundo. Arribamos allí en 1 de agosto, y estuvimos cuatro días, durante los cuales di varios largos paseos. Me alegré de ver que el paisaje tropical no había perdido para mí ninguno de sus encantos, a pesar de la falta de novedad. Los elementos que le integran son tan sencillos, que merecen mencionarse para demostrar cómo la exquisitez de las bellezas naturales depende de un conjunto de circunstancias insignificantes.

El país puede describirse como una llanura horizontal de unos 90 metros de elevación, tajada en muchas partes por valles de fondo plano. Esta estructura es notable tratándose de un país granítico, pero se la encuentra casi siempre en todas las formaciones más blandas, de que ordinariamente se componen las llanuras. Toda la superficie está cubierta de soberbios árboles de varias clases, alternando con trozos de terreno cultivado, sobre los que se levantan casas, conventos y capillas. Debe recordarse que, entre los trópicos, la bravía exuberancia de la Naturaleza no desaparece ni aun en la proximidad de las grandes ciudades, porque la natural vegetación de setos y laderas sobrepuja en magnificencia a la artificiosa labor del hombre. De ahí que sólo en muy pocos sitios el rojo vivo del suelo desnudo forma vigoroso contraste con la universal alfombra de verdor. Desde los bordes de la llanura se domina la dilatada extensión del océano, o de la gran Bahía, con sus orillas vestidas de bosque bajo, y en que numerosos botes y canoas muestran sus blancas velas. Pero en los demás puntos el paisaje se limita en extremo, y cuando se camina por senderos llanos sólo se alcanza a ver a un lado y otro partes de los frondosos valles que se abren debajo. Añadiré que las casas, y especialmente los edificios sagrados, están construídos en un estilo de arquitectura peculiar y algo fantástico. Todos los edificios están enjalbegados de blanco; de modo que al iluminarlos el brillante sol de Mediodía, se proyectan sobre el pálido azul del cielo como espectros vaporosos, más bien que como reales edificios.

Tales son los elementos del paisaje; pero es inútil intentar describir el efecto general. Doctos naturalistas presentan cuadros de panoramas tropicales enumerando una multitud de objetos y citando algunos de sus rasgos característicos. Los viajeros que hayan visitado estos países podrán tal vez sacar de las descripciones trazadas con tanto pormenor alguna idea bien definida; pero los demás lectores difícilmente llegarán a concebir la realidad que corresponde a esos relatos, porque ¿quién al ver una planta en un herbario se imaginará el aspecto que tiene cuando crece en su suelo propio? ¿Quién contemplando los ejemplares de un invernáculo se forjará en su fantasía el espectáculo que ofrecen las inmensas selvas de gigantescos árboles y las impenetrables maniguas? ¿Quién, al examinar en el gabinete de un entomólogo las exóticas, gayas mariposas, y singulares cicadas, asociará a estos objetos inanimados la incesante y áspera cantinela de la última y el perezoso vuelo de la primera, infalibles acompañamientos del mediodía tranquilo y deslumbrador de los trópicos? Para contemplar estos paisajes encantados hay que aprovechar las horas en que el sol culmina; entonces es cuando el denso y espléndido follaje del mango oculta el suelo con su espesa sombra, mientras las ramas superiores, bañadas en los fulgores meridianos, ostentan el más brillante verdor. Muy distinto es lo que ocurre en las zonas templadas: la vegetación no es tan rica ni de tono tan obscuro, y aquí los rayos del Sol que declina la tiñen de rojo, púrpura o amarillo claro, contribuyendo a realzar la belleza de estos climas.

En mis tranquilos paseos por las sombrías veredas, mientras me entregaba a la admiración de los sucesivos panoramas, trataba de hallar lenguaje con que expresar mis ideas. Todos los epítetos me parecían débiles para sugerir a los que no han visitado las regiones tropicales la sensación de delicia que embarga el ánimo. He dicho que las plantas de un invernadero no sirven para dar una idea justa de la vegetación, pero me veo precisado a recurrir a ellas, no hallando otro expediente mejor. El país, en estas regiones, es un inmenso invernadero, lujuriante, bravío, lleno de malezas, hecho por la Naturaleza para sí propia, y del que se ha posesionado el hombre, adornándolo con bonitas casas y simétricos jardines. ¡Cuánto no desearía un admirador de las bellezas naturales contemplar, si le fuera posible, los paisajes de otro planeta! Pues bien: con toda verdad cabe decir que los habitantes de Europa tienen, a la distancia de pocos grados de su suelo natal, las magnificencias de otro mundo abiertas hacia ellos. Al dar mi último paseo me detuve una y otra vez a contemplar tantas bellezas, esforzándome por grabarlas en mi mente de un modo indeleble, porque me asaltó en aquellos momentos el temor de que tarde o temprano había de borrárseme su recuerdo. Las formas de los naranjos, de los cocoteros, de las palmas, del mango, del helecho arbóreo y del banano persistirán en mi memoria claras y distintas; pero las incontables bellezas que las unen, formando un conjunto perfecto, forzosamente han de palidecer y desvanecerse. Sin embargo, siempre quedarán las líneas borrosas de un cuadro repleto de bellísimas formas, a semejanza de un cuento de hadas de la niñez.


6 de agosto.—Por la tarde salimos a alta mar, con intención de navegar directamente a las islas de Cabo Verde. Por desgracia, vientos desfavorables nos retrasaron, y el 12 hubimos de arribar a Pernambuco, importante ciudad de la costa del Brasil, situada a los 8° de latitud Sur. Anclamos fuera del arrecife; pero poco después vino un práctico a bordo y nos condujo al interior del puerto, muy cerca de la ciudad.

Pernambuco se alza sobre algunos estrechos y bajos bancos de arena, separados entre sí por canales someros de agua salada. Las tres partes de la ciudad se relacionan unas con otras por dos largos puentes, construídos sobre pilotes de madera. La ciudad es por todas partes desagradable, con sus calles estrechas, sucias y mal pavimentadas, y las casas son altas y sombrías. La estación de las grandes lluvias apenas había terminado, y, a consecuencia de ello, el terreno de los alrededores, muy poco elevado sobre el nivel del mar, estaba enteramente anegado; de modo que fracasaron todas mis tentativas de dar largos paseos.

La llanura pantanosa en que está situado Pernambuco [8] tiene a la distancia de pocas millas un semicírculo de bajas colinas, o más bien por el borde de una región elevada unos 200 pies sobre el nivel del mar. La antigua ciudad de Olinda se levanta en una extremidad de esta cadena. Un día tomé una canoa y subí por uno de los canales a visitarla; me pareció mejor situada, más atrayente y menos sucia que Pernambuco. Debo hacer constar aquí lo que me ocurrió por vez primera después de viajar por el mundo durante cerca de cinco años, y fué el haber sido tratado con grosería. En dos casas distintas me rechazaron con malos modos, y con dificultad obtuve permiso en una tercera para pasar por sus jardines a una colina inculta, a fin de examinar el territorio. Me alegro de que sucediera esto en el país de los brasileños, porque no les tengo buena voluntad: es tierra de esclavitud, y, por tanto, de rebajamiento moral. Un español se hubiera avergonzado de sólo pensar en la descortesía con que se me trató y de usar con un extranjero tan rudas desconsideraciones. El canal por donde hice el viaje de ida y vuelta en mi excursión a Olinda tenía sus márgenes vestidas de manglares, que brotaban al exterior de las herbosas márgenes cenagosas, como un bosque en miniatura. El vivo color verde de estos arbustos me ha recordado siempre la lozana hierba de un cementerio: una y otra vegetación se nutren de emanaciones pútridas; la última habla de muerte pasada, y la anterior, de muerte venidera.

El objeto más curioso que vi en estas cercanías fué el arrecife que forma el puerto. Dudo que haya en el mundo entero otra estructura natural que más se asemeje a las construcciones artificiales [9]. Se extiende en línea perfectamente recta, paralela a la costa, y no muy distante de ella, por un trayecto de varias millas. Su anchura varía entre veintitantos y 60 metros, presentando una superficie lisa y horizontal, y se compone de una arenisca dura vagamente estratificada. En la pleamar, las olas rompen por encima de ella, y en la bajamar queda seca la parte superior, pudiendo tomársele por un rompeolas construído por mano de titanes. En estas costas, las corrientes del mar tienden a formar frente a tierra largas lenguas o barras de arena suelta, en una de las cuales está parte de la ciudad de Pernambuco. Parece, pues, que, en época remota, una lengua de esa naturaleza se consolidó por la infiltración de materia calcárea, y posteriormente se ha elevado de un modo gradual; durante ese proceso, las partes exteriores y sueltas se han desgastado con la acción del agua, quedando el núcleo sólido como ahora lo vemos. Aunque día y noche las olas del inmenso Atlántico, enturbiadas por el sedimento, son lanzadas contra las escarpadas laderas externas de este murallón de piedra, los pilotos más ancianos no conocen tradición alguna que haga referencia a ningún cambio de aspecto. El secreto de tan inalterable estabilidad es precisamente uno de los hechos más curiosos de su historia, y consiste en una apretada capa, de pocas pulgadas de espesor, constituída por materia calcárea enteramente formada por el sucesivo desarrollo y muerte de pequeños caparazones marinos, principalmente Sérpulas, junto con algunas lapas y nulíporas. Estas últimas, que son plantas marinas resistentes de organización muy sencilla, desempeñan un papel análogo e importante, protegiendo las superficies superiores de los arrecifes de coral, y dentro de los rompientes, donde los corales mismos, durante el crecimiento exterior de la roca, mueren al quedar expuestos al sol y al aire. Estos seres orgánicos insignificantes, especialmente las Sérpulas, han prestado grandes servicios a la población de Pernambuco, porque, a no ser por su ayuda protectora, la barra de arenisca se hubiera desgastado inevitablemente hace mucho tiempo, y sin la barra no hubiera habido puerto.

El 19 de agosto dejamos, finalmente, las costas del Brasil. Doy gracias a Dios porque nunca he de volver a visitar un país de esclavos. Hasta el día de hoy, siempre que llega a mis oídos algún lamento lejano, recuerdo con honda pena lo que sentí al pasar junto a una casa de Pernambuco y oír los gritos más desgarradores, proferidos, según colegí, pues no era posible otra cosa, por un pobre esclavo sometido a tormento, a pesar de lo cual me reconocí tan impotente para protestar contra proceder tan inhumano como si fuera un niño de pocos años. Sospeché que aquellos alaridos procedían de un esclavo torturado, porque esa es la explicación que me dieron en un caso análogo. Cerca de Río Janeiro viví frente por frente de la casa de una señora anciana que oprimía con tornillos los dedos de sus esclavas. En la residencia donde me hospedé había un mulato encargado del servicio, al que cada día y cada hora se insultaba, golpeaba y perseguía en términos tales, que la bestia más abyecta no hubiera podido resistir otro tanto. He visto descargar terribles latigazos sobre la cabeza descubierta de un muchachito de seis a siete años (antes de que yo pudiera intervenir), por haberme alargado un vaso de agua poco limpia; y al padre de ese niño le he visto temblar con sólo mirarle su amo. Estas últimas crueldades han sido presenciadas por mí en una colonia española, donde, según es fama, se trata a los esclavos mejor que entre los portugueses, ingleses y otros europeos. Delante de mí, en Río Janeiro, un negro atlético se ha echado a temblar esperando un golpe que creyó dirigido a su rostro. Me hallé presente cuando un hombre de buenos sentimientos estuvo a punto de separar para siempre a los hombres, mujeres y niños de muchas familias, que habían vivido juntos por largo tiempo. Y no quiero mencionar siquiera las horribles atrocidades de que tengo noticias fidedignas, ni tampoco hubiera referido las anteriores si no me hubiera encontrado con personas tan ofuscadas por la alegría habitual de los negros, que hablan de la esclavitud como de un mal tolerable. Estas personas han visitado de ordinario las casas de familias ricas, donde se suele tratar bien a los esclavos; pero no han vivido, como yo, entre los de las clases inferiores. Creen enterarse de la realidad y conocer la situación de los esclavos preguntándoles a éstos, olvidando que el esclavo, si no es lerdo, ha de contar con la contingencia de que sus palabras lleguen a oídos del amo.

Se arguye que el interés de los dueños previene la excesiva crueldad; como si ese interés protegiera a nuestros animales domésticos, menos expuestos que los esclavos envilecidos a excitar las iras de sus salvajes señores. Contra ese argumento del interés se ha protestado desde hace largo tiempo, inspirándose en sentimientos más nobles, y contra él ha presentado ejemplos notables el siempre ilustre Humboldt. A menudo se ha intentado paliar los males de la esclavitud comparando el estado de los esclavos con el de los jornaleros ingleses del campo; y si la miseria de esos infelices se debiera no a las leyes de la Naturaleza, sino a nuestras instituciones, grave sería nuestra responsabilidad. Pero no acierto a comprender qué relación tenga esto con la esclavitud, como no veo que pueda prohibirse el uso de las empulgueras en un país demostrando que la gente de otro padece una enfermedad terrible. Los que miran con afectuosa consideración a los amos y con fría indiferencia a los esclavos, nunca parecen ponerse en el caso de los últimos. ¿Hay situación más triste que la de no tener siquiera alguna esperanza de mejorar en el porvenir? ¡Imagínese el lector la angustia de vivir bajo la amenaza constante de ver arrancar de su lado a la mujer, a los hijitos—seres que el esclavo ama por imperativo irresistible de la Naturaleza—, para ser vendidos como bestias al mejor postor! ¡Y estos hechos se ejecutan y defienden por quienes profesan amar a sus prójimos como a sí mismos, y creen en Dios, y rezan el Padrenuestro pidiendo que se haga su voluntad en la tierra! Hace hervir la sangre y estremecer el corazón pensar que nosotros los ingleses, y nuestros descendientes de América, en medio de nuestros jactanciosos alardes de libertad, hemos sido y somos tan culpables. Quédanos, sin embargo, un consuelo, y es el de pensar que al fin hemos hecho el sacrificio mayor que jamás ha realizado nación alguna, para expiar nuestro pecado [10].


El último día de agosto anclamos por segunda vez en Porto Praya, en el Archipiélago de Cabo Verde; desde aquí salimos para las Azores, donde nos detuvimos seis días. El 2 de octubre zarpamos para las costas de Inglaterra, y en Falmouth dejé el Beagle, después de haber vivido a bordo de este excelente barquito cerca de cinco años.


Al llegar al fin de nuestro viaje, pláceme echar una mirada retrospectiva a las ventajas y desventajas, a las penalidades y satisfacciones que hemos experimentado en la circunnavegación del mundo. Si alguien me pidiera parecer antes de embarcarse para hacer un largo viaje, mi respuesta dependería de la afición que esa persona tuviera por el cultivo de una rama de conocimientos susceptibles de ser ampliados por ese medio. A no dudarlo, el espíritu goza contemplando los diversos países del Globo y las varias razas de la Humanidad; pero los placeres disfrutados no compensan las contrariedades. Se necesita estar alentado por la esperanza de cosechar en algún tiempo, por más remoto que sea, cuando haya llegado la época de la madurez, algún fruto de positivo valor.

Muchas de las privaciones a que es preciso someterse son obvias: la separación de los antiguos amigos y de los lugares ligados al corazón por los más caros recuerdos. Este sentimiento penoso halla, sin embargo, un lenitivo en el goce inexhausto de ver siempre en perspectiva el día, tan anhelado, del regreso. Si, al decir de los poetas, la vida es un sueño, la fantasía no puede alimentarse de visiones más gratas para pasar las prolongadas noches. Otras molestias, aunque poco gravosas en un principio, se dejan sentir intensamente después de cierto tiempo. Tales son: la falta de habitación, de descanso, de libertad para moverse uno a su gusto, aun dentro del recinto del barco; el ansia constante de prisa permanente; la carencia de pequeños regalos y comodidades; la ausencia de la familia, y hasta el verse privado de oír música y gozar otros placeres de la imaginación. Claro es que cuando tales menudencias hago entrar en cuenta, fuerza es convenir en que las verdaderas molestias de la vida de mar, a no ocurrir algún accidente, puede decirse que han terminado. En el breve espacio de sesenta años, las grandes navegaciones se han facilitado de una manera prodigiosa. Sin retroceder más que a los tiempos de Cook [11], el hombre que dejaba su hogar para emprender tales expediciones tenía que sufrir severas privaciones. Hoy un yate, provisto de todas las comodidades y regalos de la vida, puede hacer el viaje de circunnavegación del Globo. Además de los grandes perfeccionamientos introducidos en los barcos y recursos navales, todas las costas occidentales de América están abiertas a la libre navegación, y Australia se ha convertido en un nuevo continente que avanza en el camino del progreso. ¡Cuán diferentes son las circunstancias actuales del marino que naufraga en el Pacífico, de lo que eran en tiempo de Cook! Desde el viaje de éste, el mundo civilizado se ha engrandecido con un nuevo hemisferio.

La persona a quien afecte demasiado el mareo, ha de conceder gran importancia a las molestias que ocasiona. Hablo por experiencia: no es un mal pasajero que se cure en una semana. En cambio, si halla placer en las maniobras navales, podrá satisfacer cumplidamente su afición. Una de las cosas que importa tener presentes es que los días pasados en los puertos representan muy poco en comparación de los que transcurren en el mar. Y, ¿a qué se reducen las magnificencias, tan ponderadas, del océano ilimitado? A una monótona extensión sin límites, a un desierto de agua, como le llaman los árabes. Indudablemente hay paisajes marinos deliciosos. Una noche de luna, en que el cielo aparece iluminado y rielante el sombrío mar, mientras hincha las velas el suave soplo del alisio; una calma muerta, en que el mar presenta su superficie lisa y bruñida como un espejo, sin que se perciba otro rumor que algún leve aleteo de la lona, son ejemplos que deben mencionarse. Conviene contemplar alguna vez una borrasca, con sus mensajeros los nubarrones, que entoldan el cielo, y el avance de su furia desatada, o un temporal huracanado, que levanta olas como montañas. Confieso, sin embargo, que el cuadro de una deshecha tempestad, tal como yo me lo había pintado en mi imaginación, era más grande y terrorífico. Es incomparablemente más sublime el espectáculo visto en tierra, donde los árboles cimbreados por el viento, el vuelo aturdido de las aves, las negras masas de nubes surcadas por brillantes culebrinas, y el estruendoso precipitarse de los torrentes, proclaman a porfía la lucha de los elementos desatados. En el mar, el albatros y el pequeño petrel vuelan en medio de las impetuosas ráfagas, como si la tormenta fuera su elemento; las olas se elevan y se deprimen como si ejecutaran su habitual tarea, y únicamente el barco y sus tripulantes parecen ser las víctimas de tan inusitado furor. Sin duda, la escena es diferente en una costa desmantelada y batida por la intemperie; pero, así y todo, los sentimientos que despierta son de terror más que de bravía complacencia.

Volvamos ahora los ojos a los ratos deliciosos del tiempo pasado. El placer producido por la contemplación del paisaje y aspecto general de los diversos países visitados ha sido, sin disputa, el venero más rico e inagotable de elevados goces. Tal vez haya en Europa regiones que sobrepujen en pintoresca belleza a todo lo que hemos visto. Pero el ánimo se deleita con creciente intensidad al comparar el carácter del paisaje en las diferentes regiones y este goce se diferencia en cierto modo del causado por la mera admiración de su belleza. Ello depende, sobre todo, de familiarizarse con las particularidades que cada paisaje ofrece; me siento fuertemente inclinado a creer que, así como en música el que comprende el significado y valor de cada frase, si posee talento artístico, domina y saborea mejor el conjunto, así también el que examina cada parte de una vista por separado llega a comprender más perfectamente el efecto de la combinación. El viajero debería ser buen botánico, porque en todos los paisajes las plantas constituyen el principal ornamento. Agrúpanse masas de desnudas rocas, aun en las formas más extrañas, y aunque acaso por algún tiempo ofrezcan un espectáculo sublime, no tardará éste en hacerse monótono. Si se las pinta con brillantes y variados colores, como en el norte de Chile, toman un aspecto fantástico; si se las viste de frondosa vegetación, forman un cuadro delicioso, cuando no de relevante belleza.

Cuando digo que el paisaje de algunas regiones de Europa es tal vez superior a cuanto he visto, exceptúo, como clase excepcional, el de las zonas intertropicales. Esto no admite comparación con lo primero; pero ya me he extendido a menudo acerca de la grandeza de estas regiones. Como la viveza de las impresiones depende mucho de las ideas preconcebidas, debo añadir que tomé las mías de las vividas descripciones de Humboldt, de su Personal Narrative, superiores en mérito a todo lo que he leído. Pues bien: aun habiendo formado previamente un concepto tan elevado de las grandezas de la zona tórrida, estuve muy lejos de sufrir ningún desencanto en mi primero y último arribo a las costas del Brasil.

Entre los paisajes que más hondamente se han grabado en mi ánimo, ninguno aventaja en sublimidad al de las primitivas selvas vírgenes, no alteradas por la mano del hombre, bien sean las del Brasil, donde predomina la Vida, bien las de Tierra del Fuego, donde prevalecen la Disolución y la Muerte. Unas y otras son templos llenos de las variadas producciones del Dios de la Naturaleza: no hay nadie que hallándose en estas soledades deje de conmoverse y sentir que en el hombre existe algo más que el mero aliento material de su cuerpo. Al evocar imágenes de lo pasado veo cruzar a menudo ante mis ojos las llanuras de Patagonia, y, con todo eso, están generalmente consideradas como yermas e inútiles. Sólo pueden ser descritas por los caracteres negativos: sin viviendas, sin agua, sin árboles, sin montañas, sin vegetación, fuera de algunas plantas enanas. ¿Por qué, pues—y no soy el único a quien esto le sucede—, por qué estos áridos desiertos han echado tan profundas raíces en mi memoria? ¿Por qué no hacen otro tanto las verdes y fértiles Pampas, superiores a las extensiones patagónicas en las cualidades apuntadas y en dilatarse más a nivel y producir mayores beneficios al hombre? Difícilmente puedo analizar estos sentimientos; pero en parte dimanan del libre campo dado a la imaginación. Las llanuras de Patagonia son sin límite, apenas se las puede franquear, y, por tanto, desconocidas; llevan el sello de haber permanecido como están hoy durante larguísimas edades, y parece que no ha de haber límite en su duración futura. Si nos pusiéramos en el caso de los antiguos, que consideraban la Tierra como una llanura rodeada de una zona infranqueable de aguas o de desiertos caldeados por un calor irresistible, ¿quién no miraría estos límites postreros de las exploraciones humanas con un sentimiento de profunda y vaga curiosidad?

Por último, de paisajes naturales, las vistas contempladas desde elevadas montañas, aunque en cierto sentido no sean bellas, dejan en el ánimo una impresión imborrable. Cuando se mira hacia abajo desde la cresta más alta de la Cordillera, el ánimo, no turbado por menudos detalles, queda absorto con las estupendas dimensiones de las masas vecinas.

Una de las cosas que más sorprende es el espectáculo del salvaje en su natural guarida; del hombre primitivo en el más bajo estado de abandono, ignorancia y barbarie. El espíritu retrocede a las pasadas centurias, y luego se pregunta a sí propio: ¿Es posible que nuestros progenitores hayan sido hombres de esta condición? ¿Hombres cuyos signos y expresiones no son menos inteligibles que los de los animales domésticos? ¿Hombres que no poseen el instinto de esos animales ni parecen ufanarse de tener discurso, o al menos las artes consiguientes al mismo? No creo que haya modo de describir ni pintar la diferencia entre el hombre salvaje y el civilizado. Viene a ser la diferencia entre el animal salvaje y el doméstico; y rte del interés que se halla en contemplar a un salvaje se confunde con el de ver al león en su desierto, al tigre desgarrando su presa en la espesura, o al rinoceronte vagando por las incultas llanuras de Africa.

Entre otros espectáculos notables que hemos contemplado, mencionaremos la Cruz del Sur, la Nube de Magallanes y otras constelaciones del hemisferio meridional; la manga o bomba marina, el glaciar, con su azul corriente de hielo que desciende al mar, quedando suspendida sobre un elevado despeñadero; las islas-lagunas, levantadas por los corales constructores de arrecifes; un volcán en erupción y los asoladores efectos de un violento terremoto. Este último fenómeno encierra tal vez para mí un interés peculiar, por su íntima conexión con la estructura geológica del mundo. Pero no hay nadie que se sustraiga a la terrorífica impresión causada por los temblores de tierra; desde nuestra niñez estamos acostumbrados a considerar la superficie del Globo como el tipo de la solidez; pero en los terremotos se la siente oscilar y hundirse, y al contemplar derribadas en un instante las construcciones levantadas por el hombre con tanto trabajo, sentimos la insignificancia de su decantado poder.

Hase dicho que la afición a cazar es un deporte connatural al hombre, un resto de pasión instintiva. En tal concepto, afirmo también que el placer de vivir al aire libre, teniendo por techo la bóveda del cielo y por mesa la tierra, forma parte del mismo sentimiento; es el retorno salvaje a sus hábitos naturales y bravíos. Siempre recuerdo con placer nuestras excursiones en bote y mis viajes por tierra al través de regiones poco frecuentadas, que me procuraron satisfacciones deliciosísimas, como no alcanzan a producirlas todos los refinamientos de la civilización. Sin duda, todos los viajeros han de guardar en su memoria la gratísima impresión experimentada al respirar por vez primera el ambiente de un clima lejano, donde rara vez, o nunca, el hombre civilizado había posado su planta.

Hay varias otras fuentes de goce en un largo viaje, las cuales son de índole más racional. El mapa del mundo deja de ser una hoja muerta, y se convierte en un cuadro lleno de las más diversas y animadas figuras. Cada parte adquiere sus propias dimensiones: los continentes dejan de ser considerados como islas, y éstas como meras manchas, puesto que en realidad son mayores que muchos reinos de Europa. Africa o Norteamérica y Sudamérica son nombres con los que desde niños estamos familiarizados; pero hasta después de haber navegado varias semanas a lo largo de pequeñas partes de sus costas no se adquiere la convicción plena de las vastas extensiones que esos nombres representan en nuestro inmenso globo.

Considerando el estado presente, es imposible no concebir grandes esperanzas en el progreso futuro de casi todo un hemisferio. Los adelantos alcanzados mediante la predicación del cristianismo en todo el mar del Sur constituyen por sí solos un hecho memorable que vivirá en los fastos de la Historia. Es tanto más notable cuando recordamos que hace solamente sesenta años, Cook, cuyo excelente juicio nadie discute, no acertó a predecir el advenimiento de grandes cambios. Esos cambios, sin embargo, se han efectuado por el filantrópico espíritu de la nación británica. Me refiero a Australia, que en la misma región del Globo se está elevando, o más bien se ha elevado, a la categoría de un gran centro de civilización, que en época no muy lejana imperará sobre todo el hemisferio meridional. Un inglés no puede menos de contemplar esas colonias distantes con alta estima y satisfacción. Enarbolar la bandera británica parece sentar una base infalible de riqueza, prosperidad y civilización.

En conclusión, a mi juicio, nada tan provechoso para un joven naturalista como el viajar por países remotos. En parte estimula y en parte calma las ansias y anhelos que, según observa sir J. Herschell, experimenta el hombre, aunque tenga plenamente satisfechas las necesidades corporales. La excitación causada por la novedad de los objetos y la probable esperanza del éxito le impelen a redoblar sus esfuerzos. Además, al paso que pierde pronto su interés la multiplicidad de hechos aislados, el hábito de comparar conduce a la generalización. Por otra parte, como el viajero permanece por poco tiempo en cada lugar, sus descripciones consisten generalmente en meros esquemas, en lugar de entretenerse en observaciones minuciosas. De aquí nace, como por experiencia he tenido ocasión de aprender, una tendencia constante a llenar los claros y lagunas de la ciencia con hipótesis descuidadas y superficiales.

Tan hondas satisfacciones he gozado en mi viaje, que no puedo menos de recomendar a los naturalistas, aunque no esperen ser tan afortunados en sus campañas como yo lo he sido, que aprovechen toda ocasión de viajar, por tierra, si es posible, y si no, emprendiendo una larga navegación. Seguros pueden estar de no tropezar con dificultades ni peligros excepto en raros casos, tan graves como los previstos de antemano. Por lo que hace al efecto moral, los resultados deberán ser adquirir paciencia jovial, libertad de sí mismo, hábito de obrar por cuenta propia y de hacer lo mejor en cada caso. Dicho en dos palabras: el viaje deberá comunicar parte de las cualidades que distinguen a la mayoría de los marinos. Otra de las enseñanzas consiste en ejercitar una prudente cautela; pero al mismo tiempo hallarán con grandísima frecuencia personas de buenos sentimientos a las que no habían conocido ni volverán a tratar, y que, no obstante, se apresurarán a ofrecer su desinteresada ayuda.


  1. Santa Elena tiene 122 km.² de extensión y 3.634 habitantes.—Nota de la edic. española.
  2. Después de los volúmenes de elocuencia que se han derrochado sobre este asunto, es peligroso hasta la sola mención de la tumba napoleónica. Un moderno viajero, en 12 líneas, sepulta la pobre islita con los títulos siguientes: ¡huesa, tumba, pirámide, cementerio, sepulcro, catacumba, sarcófago, minarete y mausoleo!
  3. Merece notarse que todos los ejemplares de esta concha hallados por mí en un sitio se diferencian, como una variedad bien marcada, de los de otra colección que me procuré en otro lugar distinto.
  4. Beatson, Santa Elena, capítulo preliminar, pág. 4.
  5. Entre estos pocos insectos me sorprendió hallar un pequeño Aphodius (nueva especie) y un Oryctes, ambos abundantísimos bajo las boñigas. Cuando se descubrió la isla no poseía cuadrúpedo alguno, excepto quizá un ratón; resulta, por tanto, difícil esclarecer si estos insectos, que se alimentan de estiércol, han sido importados casualmente en época posterior, o, en el caso de ser aborígenes, de qué alimento se sustentaban primeramente. En las riberas del Plata, donde, con el gran número de vacas y caballos, abunda el estiércol en las magníficas llanuras de césped, es inútil buscar las numerosas clases de coleópteros coprófagos, tan comunes en Europa. No hallé mas que un Oryctes (los insectos de este género en Europa se alimentan generalmente de materia vegetal podrida) y dos especies de Phanaeus, que son comunes en tales sitios. En el lado opuesto de la Cordillera, en Chiloe, abunda en extremo otra especie del último género citado, que suele enterrar el estiércol en grandes bolas forradas de tierra. Hay razón para creer que el género Phanaeus, antes de la introducción del ganado, se alimentó de excremento humano. En Europa, los coleópteros que viven de la materia utilizada en la nutrición de otros animales mayores son tan numerosos, que sus diversas especies pasan de 100. Considerando esto y la gran cantidad de alimento de esa clase que se pierde en las Pampas de la Argentina, me ha parecido ver uno de los casos en que el hombre ha perturbado la trabazón que liga a tantos animales en su país de origen. En Tasmania, sin embargo, hallé cuatro especies de Onthophagos, dos de Aphodius y una de un tercer género, muy abundante bajo el excremento de las vacas; sin embargo, estos últimos anímales habían sido introducidos sólo hacía treinta y tres años. Antes de esa época no había más cuadrúpedos que el canguro y otros animales más pequeños, cuyos excrementos son distintos de los de sus sucesores introducidos por el hombre. En Inglaterra, la mayor parte de los escarabajos coprófagos se alimentan de excrementos especiales, esto es, no dependen indiferentemente de cualquier cuadrúpedo en cuanto a los medios de subsistencia. El cambio, por tanto, de hábitos que ha debido efectuarse en Tasmania es notabilísimo. Hago constar aquí mi agradecimiento al Rev. F. W. Hope, que espero me permita llamarle aquí mi maestro en entomología, por haberme dado los nombres de los insectos anteriores.
  6. Ascensión tiene solamente 88 km.² y 196 habitantes.—Nota de la edic. española.
  7. Monats. der König. Akad. d. Wiss. zu. Berlin. Vom april, 1845.
  8. Con este nombre se designa en Europa a la capital, Arrecife, del Estado de Pernambuco.—N. del T.
  9. He descrito esta barra, con pormenores, en el London and Edinburgh Philosophical Magazine, vol. XIX (1841), pág. 257.
  10. La esclavitud no fué abolida en el Brasil sino hasta 1888; en 1865 en los Estados Unidos, a consecuencia del triunfo de los abolicionistas en la guerra de Secesión; en 1848 en las colonias francesas y en 1833 en la India inglesa.—Nota de la edic. española
  11. Léanse los Viajes del capitán James Cock en la colección de Viajes, clásicos editados por Calpe.—Nota de la edic. española.