Discusión:El maniquí de mimbre

Contenido de la página no disponible en otros idiomas.
De Wikisource, la biblioteca libre.
Información acerca de la edición de El maniquí de mimbre
Ver las políticas oficiales: Wikisource:Calidad de textos y Wikisource:Derechos de autor

Año primera edición: 1897


Fuente: Traducción de Luis Ruiz Contreras 1905


Contribución y/o corrección por: --Unapaginadecine 19:42 17 may 2010 (UTC)[responder]


Revisión y/o validación por:


Nivel de progreso:


Notas:


Atención: Antes de realizar cambios mayores en el formato de esta obra, es recomendable que lo consultes con --Unapaginadecine 19:42 17 may 2010 (UTC) [responder]

En la Introducción a las Obras Completas de Anatole France se puede encontrar el siguiente capítulo donde el propio Luis Ruiz Contreras detalla los antecedentes y fechas de las traduciones de "La Historia Contemporánea" que incluye "El maniquí de mimbre":

PROLOGO XV

En los albores del siglo, el autor que dominaba la librería francesa en Madrid era Jorge Onhet. Se leían bastante las delicadas traducciones que de D'Annunzio hizo Hérelle; y entre los novelistas franceses de categoría, el menos afortunado era Anatole France, que había publicado ya, por entonces, la mayor parte de sus novelas, y las cuatro series de la Vida literaria.

En 1904 apareció en Barcelona El jardín de Epicuro, en edi­ción económica (0.75 pesetas), incluido en la Biblioteca Socio­lógica Internacional. Maucci dio a luz la traducción de El estu­che de nácar con el título de El titiritero de la Virgen, por una graciosa manipulación de orden económico; y la Editorial Sempere, de Valencia, lanzó Tais, rebautizada con el nombre de La cortesana de Alejandría.

Esa es toda la gloria que había conseguido en España y Amé­rica el insigne Anatole France, cuando en 1905 presenté al público lector El olmo del paseo, precedido por la siguiente nota:

"Sea porque al subir el nivel intelectual sobresalen menos las eminencias, o porque la mayor cultura corta las alas al genio libre, nuestra generación literaria no brilla sobre la muchedum­bre como la de los románticos o la de los naturalistas.

"Dominando la planicie donde luchan por sobresalir estima­bles y numerosas inteligencias, aparece Anatole France, cuya serenidad irónica, suave, intencionada, no tuvo igual.

"Juzgo acción meritoria poner sus libros en manos de todos, y sólo me desanima el temor de que mis medios no respondan a la magnitud del trabajo emprendido."

La siguieron El maniquí de mimbre; luego, El anillo de ama­tista, y, por último, El señor Bergeret en París. Quedaba así completa la Historia contemporánea. Mis traducciones agradaron; la Prensa y la intelectualidad me atendían; pero el público, nu­meroso, estaba repartido entre Onhet y Zola. Era difícil atraerlo.

Cuando apareció en la Librería Fe, sobre los tableros donde lucían los autores acreditados y las "novedades" Sur la pierre blanche, a Mariano de Cavia, siempre ingenioso y amable, al re­ferirse a la aparición del nuevo libro, en El Imparcial, se le ocu­rrió escribir; "¿Cómo traducirá ese titulo el plenipotenciario de Anatole France en España?" Y a los dos meses aparecía en la cubierta de mi traducción el título: Sobre la piedra inmaculada.

En las novelas, el título es como en las personas el nombre. Nada tiene de particular, pero caracteriza. ¿Cómo traducir Sobre la piedra blanca? Es la pierre blanche aquella en que nada se ha escrito. Blanche no se refiere. al color, sino a la pureza. ¿Está claro?


Luis Reissig, en su interesante Anatole France, recientemente publicado, no hubla de las traducciones, y, sin embargo, acepta los títulos adoptados por mí en ellas: El figón de la reina Pa­toja, Historia de cómicos (y no "cómica", porque resulta muy trá­gica entre cómicos). Por añadidura, ¿quién ha leído en América y en España las novelas de France en francés'! Todos lo admi­raron en mis traducciones, desde don Miguel Primo de Rivera, Julia Fons y Juan Belmonte, hasta los hombres de treinta a cua­renta años que ahora descuellan. ¡Cuántas veces me han dicho: "Conozco a usted desde mis quince años por las obras de Anatole France."!

Me pidieron con insistencia que publicara un Arte de tra­ducir, y no faltó quien vino a tomar nota de mis opiniones para un afectuoso artículo en un diario de gran circulación.

Después de Sobre la piedra inmaculada, publiqué La azucena roja, que ya obtuvo un éxito considerable. Se titulaba, en su pri­mera salida, El lirio rojo, para conservar la tradición impuesta por la boga de El lirio en el valle, de Balzac, donde impropia­mente se sustituye "azucena" por "lirio". En la novela de Anatole France se alude al escudo de Florencia, y en la de Balzac, a la virtud purísima de la condesa de Mortsauf. En realidad, es el caso muy dijerente, porque tan simbólico de virtud es el lirio como la azucena, mientras que al tratarse de un concepto herál­dico no hay sustitución posible. Por esto, en ediciones sucesivas enmendé mi ligereza.

No es necesario ser un erudito para no ignorar que Epicuro cultivaba su huerto. Sin embargo, la defectuosa traducción bar­celonesa quedó aceptada por todos. Tampoco Reissig la enmienda, y trata con aplomo de El jardín de Epicuro. En cambio, después de someterse al Figón, lo sustituye por Rotisería, sin renunciar a que Pedauque se diga "Patoja", y no Pie de oca.

El libro de mi amigo, El crimen de un académico, El figón de la reina Patoja y Opiniones de Jerónimo Coignard, apareci­das por este orden, encontraron abierto el camino. En España se repetían las ediciones, y en América los fraudes, que sin duda, por ser literarios, carecen de importancia; sin darse cuenta, los protegía el abandono de nuestros gobernantes.

Hay que hacer a los lectores americanos una justicia: me consta que no pocos desdeñaban las ediciones ilegítimas, a pesar de su baratura. ¡Gracias, lejanos y ya viejos amigos!

Desde 1888 disfrutábamos de una ley de Propiedad intelec­tual muy esmeradamente acoplada; pero como ni autores, ni edi­tores, ni jueces quisieron enterarse, resultaba inútil. Esa igno­rancia permitía impunemente a un desaprensivo, con un abogado sin pudor y a la sombra de un escribano sin conciencia, enre­dar al inocente confiado en la legalidad y en la justicia. (...)