Doña Milagros: 09

De Wikisource, la biblioteca libre.
Doña Milagros de Emilia Pardo Bazán
Capítulo VIII

Capítulo VIII

Prestábame doña Milagros diariamente el gran servicio de acompañar a mis hijas a que tornasen el aire por sitios retirados, -paseos largos, como se dice en Marineda-, a la estación, a las afueras, a todos los lugares no vedados por el rigor del luto. Conviene advertir que las muchachas llevaban el de su madre con exagerada puntualidad. Salían hechas unas tapadas de la época de Felipe IV, con vestidos de lana escurridos y sin adornos, y larguísimos mantos de beatilla con tupido velo de crespón, que, por delante, les llegaba casi hasta los pies, dejando entrever en confuso esbozo las facciones. Verdad que bajo aquella apretada celosía se adivinaban rostros espolvoreados de arroz, cabelleras bien peinadas y artísticamente rizadas, moños de construcción arquitectónica, formas turgentes delineadas por la estrecha cárcel del faldellín, piececitos calzados con esmero y manos cuidadosamente enguantadas. Diré más: tanto recato y tenebroso misterio realzaban mucho los atractivos juveniles, y parecían las enlutadas un enjambre de negras mariposas. La identidad del vestido y del tocado multiplicaba el efecto de la hermosura, bien como en los escaparates fascina más un objeto repetido o presentado en gran cantidad. Empezó entonces a correr por Marineda la fama de que eran muy bellas mis hijas: lo cual si pudo afirmarse de Rosa y Argos, no tanto de Clara, y Constanza mucho menos; mas ya se sabe que donde hay varias hermanas, una nota dominante de belleza o fealdad se aplica en general a todas.

Comenzaban a estar de moda las de Neira; a disfrutar de ese favor del público que en provincia dura tan corto tiempo, pasando en seguida la gente a cansarse de las muchachas lindas, como se cansan de las actrices y de las celebridades. Lo cierto es que, desde el luto, se hicieron populares mis niñas, y muchos de esos oficiosos que nunca faltan, me llamaron la atención cerca de si convenía al buen nombre y crédito de tan guapas chiquillas dejarlas autorizar por doña Milagros. Mauro Pareja, alias el Abad, me dijo con aparente candor en la Sociedad de Amigos:

-Ya veo a sus preciosas hijas. Las encuentro por ahí... por los andurriales. Siempre con la comandanta de Otumba, ¿eh? ¿Es parienta de ustedes la comandanta de Otumba? A quien echo de menos es a Argos... Esa se quedará en San Agustín, admirando al Padre Incienso, que es el predicador y el confesor de la crema. El otro día oí decir que Díaz del Alimón le comparó al Padre Ravignan y luego al Padre Jacinto... Sospecho que Díaz del Alimón no ha leído ni al uno ni al otro.

No era yo tan lerdo que no entendiese la ironía de la preguntita acerca del parentesco de doña Milagros. ¡Parentesco! ¡Oh mundo que te pagas de formalidades externas y del mecanismo del azar! ¡Mis parientes! Una hermana que me había despojado, un hermano político que afilaba las uñas para no perder hilacha de lo que yo soltase... Nuestros parientes son los que nos aman, los que nos auxilian, los que nos dan calor de afecto... Y con ira reconcentrada respondí al Abad:

-Sí señor: soy próximo pariente de doña Milagros.

Ya no podía sufrir la guerra de mordaces reticencias y mordaces calumnias, la cobarde cruzada contra la señora de Llanes. Nadie acababa nunca de decir en qué consistían las maldades de esta. Yo que la veía a todas horas, yo que era su amigo, me creí en el deber de sacar la cara por ella, y ir cara insinuación más procaz que otras, respondí proclamando a la comandanta de Otumba la mejor señora del mundo.

Mi arranque caballeresco dio que reír. Y cuando me vieron atufado, furioso, recogieron velas de un modo significativo. Saqué en limpio sus medias palabritas que me creían loco de amor por doña Milagros. La hipótesis no me ofendía, pero me desatinaba, porque podía manchar aquella honra limpia como un espejo, pese a canallas malsines.

Confieso que, después de la gresca, pasé dos o tres días muy malos. ¡Yo, casto y limpio; yo, enemigo de infringir la ley, acusado de tan ilícitos tratos, de tan impuros propósitos! Estudiaba con anhelo la cara del comandante Llanes, a ver si revelaba enojo; moraba ansiosamente a doña Milagros, por si fruncía el ceñito o se le nublaban las pupilas; observaba a mis hijas, por si maliciaban algo. Nada alarmante noté. Las chiquillas conservaban su misma actitud de siempre respecto a la comandanta: Tula, hostil, bufadora como gato montés; las demás, cariñosas; algunas, apasionadas, porque al fin la comandanta las complacía y halagaba como jamás lo hiciera su madre. Comencé a tranquilizarme, diciéndome a mí mismo:

-Ven acá, infeliz. ¿Piensas tú enfrenar las lenguas? Más fácil te sería atar las hojas de los árboles. ¿Cómo has de evitar que digan todo género de absurdos? Y es que ni siquiera los dicen, tonto. ¿No lo ves? Cuando quieres precisar, poner el dedo en la llaga, nadie da cuerpo y nombre a la calumnia: ¡frases vagas, indicaciones traidoras, reticencias embozadas, que no resisten el enérgico empuje de tu honrada conciencia! Eres run-run insidioso, en cuanto se le acosa de cerca, se desvanece. Es cobarde porque es infame. Combatirlo es pretender atravesar con una espada un fantasma de niebla: la espada pasa al través, y el fantasma como si tal cosa. No; no incurras en la niñería de lidiar con nubes. Desprecia esas calumnias, ellas caerán de suyo. Si te alborotas, sólo conseguirás arrojar una mancha verdadera sobre la reputación de la angelical señora. La murmuración no encontraba asidero: lo buscará en ti, y entonces sí que se cebarán en ella sin miramiento alguno. Lo que hoy no pasa de broma, tomará carácter serio, y la desgraciada caerá bajo el peso de una grave acusación, que llegando tal vez a oídos de su marido, estorbará y quebrantará para siempre vuestra amistad. ¡Lenguas viperinas! ¡Sociedad inicua, mundo malo, malo, malo! ¡Qué felices son los que no tienen que habérselas contigo! ¡Qué dichosos eran los frailes, y al mismo tiempo qué sabios! ¡Venturoso estado el suyo! ¡Por qué se habrá acabado la costumbre de retirarse a los conventos!

El resultado de todo fue que sentí hacia la comandanta un delicado respeto unido a inexplicable ternura. Sus palabras me embelesaban; su gracia y monería en hablar me tenían cautivo, y me hubiese pasado veinte años oyéndola el ceceo y los dichitos salados y graciosos. Cualquier tontería contada por ella adquiría el mérito de la sandunga. Escuchándola llegué a creer que cuanto le sucediese a aquella mujer merecía la pena de referirse, y que a cada paso le ocurrían cosas chuscas, reideras y donosas, que no nos pasaban a los demás. Como todas las personas de individualidad muy acentuada y típica, doña Milagros parecía crear vida alrededor de sí; diríase que la trama de la existencia diaria, tan pálida, vulgar y monótona, para ella estaba entretejida de hilos de color y de pajuelitas de oro. En mi casa hacía sol cuando entraba doña Milagros.

Estaba entonces la señora en temporada humorística, pues todos los días tenía algo que contar del asistente, a quien por sus torpezas apodaba Gedeón. Las gracias de Gedeón eran inagotable tema de risa. Subía doña Milagros agitada y abanicándose con un periódico; dejábase caer en el primer asiento que encontraba a mano, y emprendía el relato de las gedeonadas. Gedeón había servido en el mismo asafate el chocolate de ella y las botas embetunás de su marido; Gedeón había cepillado un traje de lana a pintitas, y persuadido de que cada pinta era una mancha, medio había deshecho la tela; Gedeón había colgado el cuadrito de San Antonio cabeza bajo; Gedeón, con las abrazaderas de las cortinas de la sala, había adornado la mesa. «Hoy ese mardito me hiso pedasos la compostera buena, sin más que cogerla así, entre el purgar y el dedo índise... Yo le dije: ¡Mira, Gedeón, borrico de mi arma, que te aviso que pa otra ves que derrames el dulse por el piso, te hago lamer el suelo con la boca... hasta que no quee rastro...! ¡Ay Jesú, don Benisio! Los asistentes aquí son muy rudos. No se puede con eyos». De pronto la veíamos echar a correr sobresaltada: «¿Qué pasa?». «Na; dime que hay que colar un caldo, y tengo miedo de ese Gedeón me lo cuele por un calsetín». Las chapucerías de Gedeón se habían hecho proverbiales. El pobrecillo era un quinto montañés, a quien el comandante había escogido para asistente mediante no sé que recomendaciones que no podía desairar; pero tan cansada estaba doña Milagros de sus fechorías, que había intimado al señor de Llanes la orden de desenterrar un mozo listo, limpio y útil, «una cosa desente».

Aquella temporada noté pocas ganas de salir, y cierta repugnancia a la Sociedad de Amigos y hasta al tresillo. ¿Sería que estaba casi seguro de encontrarme siempre allí dos o tres prójimos dispuestos a hincar el diente ponzoñoso en la honra de doña Milagros? Lo cierto es que prefería quedarme en casa. Transcurrido el primer mes del luto, habíamos armado una tertulia. Era de toda la confianza imaginable y posible: mis niñas cosían o bordaban, revolvían figurines, consultaban catálogos del Printemps, comentaban noticias de amoríos, bodas, teatros y fiestas, y doña Milagros elaboraba una constelación, o sea un cubrecama de gancho en que entraba la friolera de trescientas y no sé cuántas estrellas. Oíase fuera el ruido de la lluvia y del viento, y junto a la lámpara diálogos de este jaez:

-¿Cuánto cuesta ese vestido de armure negro, con adorno de azabache?

-Sesenta francos... doce duros.

-¡Ay, Jesús, qué baratito! Chicas, si es de balde. Aquí, entre forros, corchetes, aceros, una cosa y otra, subiría doble. Yo me voy a encargar la corbata con encaje... porque también es una ganga. ¿Qué querrá decir esto de bonito paf?

-Es un puf... ¿no lo veis? Un puf... ¡Ay! este catálogo está lleno de disparates.

-Enséñame las muestras, Rosa... ¿Cuál te gusta a ti?

-¿A mí? La verde y oro... La azul gendarme... La fresa, ¡sobre todo la fresa!

Quien llevaba la batuta en lo concerniente a trapos y moños, era Rosa. Podría afirmarse de ella que ni existía ni respiraba sino para emperejilarse. Lo exiguo de nuestra bolsa no permitía a Rosa desarrollar su vocación; pero cada cual hace lo que puede, y dentro del límite que por fuerza tenían sus gustos, Rosa hacía prodigios. Ingeniábase para variar de adornos sin comprar ninguno nuevo; volvía al revés los trajes; les añadía perendengues, volantes aprovechados; la pasamanería que guarnecía la falda subía al cuerpo, y a la falda bajaba el fleco de las hombreras, repartido en golpes... Veía en un escaparate algo nuevo y caro; suspiraba, daba cien vueltas en redor del vidrio... y en casa, con vejeces, imitaba al punto la novedad. Siempre estaba refrescando sombreros, improvisando cinturones, forrando manguitos o planchando encajes. Su lectura predilecta consistía en figurines; su encanto eran las crónicas de sociedad y los ecos de salón. ¡Pobrecilla! Su mundo ideal no estaba a su alcance.

Algunas noches venía a pasar un rato con nosotros el casero, Baltasar Sobrado, persona muy bien acogida de mis hijas, porque les traía siempre noticias frescas, chismes picantes, sazonados con la sal y pimienta de su experiencia del mundo. Sobrado había sido militar y casado con mujer rica, de la cual estaba viudo hacía cinco años; había corrido mundo y tratado gentes, y no carecía de despejo y facilidad para la conversación. Se le sabía una aventura añeja con cierta cigarrera muy hermosa, Amparo, por mote la Tribuna. De esta historia había recuerdos vivos; un niño, hoy un muchacho tipógrafo, socialista, que se hacía llamar el compañero Sobrado. A Baltasar le escocía fuerte todo esto, y no aludía jamás a sus mocedades.

¿Vendría a mi casa atraído por la belleza de alguna de mis hijas? Esta idea se me pasó por la cabeza, pero no tardé en desecharla, porque la sustituyó otra muy cruel. El verdadero imán para el opulento viudo era doña Milagros.

Recordé la afirmación de Ilduara, que aseguraba haber visto a Sobrado siguiendo por las calles a la andaluza. Me fijé en ciertas disimuladas atenciones, en ciertas galanterías que, con bastante cautela, tributaba Sobrado a la señora. No presumo de observador ni me paso de malicioso; pero hay cosas que sólo no las ve el que no quiere verlas, y el ya antiguo pleito entablado con toda la ciudad de Marineda sobre la virtud de doña Milagros, me abrió el ojo y me despabiló el entendimiento en semejante coyuntura. «Ahora se averiguará -pensé- si tienen razón los que zapatean a esta mujer ejemplar, modelo de esposas y de madres... es decir, de madres no, porque la naturaleza no ha querido que llegue a serlo; pero ¿qué le falta para la maternidad? Lo material y fisiológico: moralmente, ¡qué madre más sublime!... Ya no dirán que es buena porque nadie la asedia: aquí tenemos el escollo. Sobrado no es viejo, está muy bien de figura, viste con primor, su trato es agradable, y reúne una circunstancia de gran peso en esta sociedad corrompida: dinero, posición; es socio de la casa Sobrado y Compañía; es de las personas más consideradas de Marineda... Ahora, ahora voy a cerciorarme de que esta mujer no es de frágil cristal, sino de oro purísimo... ¡Ah! Yo velo, seductor, calavera infame y disimulado... Te juro que no ha de escapárseme la más leve de tus artimañas. En caso de necesidad, prevendré a la bendita a quien tratas de corromper... ¡Ojo, Sobrado! Estoy aquí».

Me puse alerta y atisbé. Ninguno de los artificios del rancio burlador de cigarreras se me escapaba. Llevaba cuenta de las medias palabritas, de las blandas insinuaciones, de las miradas de recojo, de las maniobras para colocarse al lado de la andaluza y poder hablarla en secreto.

Sin duda el galopo de Sobrado, no atreviéndose a intentar el asalto a domicilio por miedo al comandantazo Llanes, se había deslizado en mi casa y elegídola como aguas neutrales, digámoslo así. A mí probablemente me tenía por un memo, un alma de Dios, a quien le pasan las cosas por delante de los ojos sin que se entere; y a mis hijas, por unas vanidosuelas tontas, pagadas de su hermosura, y persuadidas de que todo el que se aproximase a ellas caía vencido. Como que fingía cortejar a Rosa; pera yo veía la hilaza. Sí, la veía. ¡Ah! Aunque sencillo, no tan bobo, caballero Sobrado.

Lo pescaba todo, todo: el mirar de borrego moribundo, las tentativas para juntar sillas desviadas, las capciosas preguntas, las intentonas audaces, furtivas, cuya insolencia me arrebataba a la cabeza la sangre...

Un día vi más. Por cierto que estuve a punto de echar a rodar los miramientos. Necesitando doña Milagros retirarse de la tertulia más temprano que de costumbre, Sobrado, mientras la señora recogía la labor, recordó que tenía también una ocupación urgentísima y se ofreció a acompañar a la andaluza y darla el brazo por la escalera. En efecto, bajaron de bracete, y quedé más muerto que vivo, presa de tan fiera inquietud, que no sé cómo no salí corriendo detrás de ellos, para impedir que la noble sencillez de doña Milagros la hiciese víctima de alguna infame asechanza. Sin embargo, no hallé pretexto; hube de mascar el freno: la noche que pasé fue de las más negras de mi vida: se me figuraba que era mi deber proteger a doña Milagros, arrebatarla de las uñas del lobo; y me acusaba por no haberla hablado francamente, advirtiéndola del riesgo que corría su honor.

Tanta zozobra y amargura se transformaron en una alegría inmensa, loca. Porque ignoro lo que pudo suceder entre el casero y la inquilina, pero es lo cierto que él no volvió a presentarse en la tertulia, ni doña Milagros a mentarle sin decir: «Ese mamarracho... ese pedaso de monigote, que me quería dar la casa de balde...». Y no pudo caberme la menor duda de que, en aquella empresa, don Baltasar había ido por lana para salir trasquilado. Lo que más me demostró el fracaso del tenorio burgués, es que desde entonces se dedicó a sacarle a doña Milagros el pellejo a tiras en la Sociedad de Amigos, dejando aparte el pérfido sistema de las reticencias, que sin manchar empañan y sin herir desfloran, y pasando a afirmaciones concretas, directas, fundadas, ¡qué horror! en mí, en mí mismo.

Lo que supe por una indiscreción de Primo Cova, y me retraje enteramente del Círculo, consagrándome a nuestra dulce tertulia nocturna, cada vez más deliciosa para mí. Si me encontrase con Sobrado, temería no poder contenerme. Sí; no lo duden ustedes: me desataría, ya que soy la quintaescencia de la paz. Pero confiesen que hay acciones capaces de sacar de sus casillas al mismísimo Job.